Los documentales son una manera de acercarse al pasado
propio y ajeno. Vi recién en Netflix el (muy bien) titulado en español Wako: el apocalipsis texano (Tiller
Russell, 2023), y quedé sorprendido por todo lo que recordaba de aquel hecho pero
más por todo lo que se me había evaporado de la memoria. Mientras pasaban los
capítulos de la miniserie pendulé de lo que veía en la pantalla al recuerdo de
los días en los que comentaba el suceso con mis compañeros de la revista Brecha. Más de treinta años después,
sentado frente al televisor en la comodidad de mi sala, las horrendas imágenes
de Wako, Texas, me trajeron a la mente las gratas imágenes de aquel tiempo
querido en el que yo, sin saberlo, era joven y feliz aunque me esforzaba por
parecer viejo y desdichado debido a la absurda creencia de que eso le calzaba
mejor a la condición de escritor que ya asumía.
Para no reborujarme en estos párrafos, primero doy cuenta de
aquel momento, lo que recordé al ver el documental. Era 1993, y estaba por
concluir el sexenio gandalla de Salinas de Gortari. No faltaba mucho pues para
que reventara la burbuja de su supuesto buen gobierno, tal vez el paso más
sólido de nuestro país en su adhesión al neoliberalismo,
palabra que en aquel tiempo cundió en todos los discursos políticos y
académicos, como la plaga que era. Se hacían realidad las recetas del Consenso
de Washington que en México se materializaron con una oleada de opacas
privatizaciones y la cocción del TLC que entraría en vigor a partir del año
siguiente.
Aunque el gobierno de Salinas se afanaba por subrayar que
vivíamos el estallido del progreso en nuestro país, lo que estalló fue otra
realidad: el EZLN abrió el 94 con su levantamiento, al que le siguieron las
turbulencias por los asesinatos contra Colosio y Ruiz Massieu que terminaron en
la elección por descarte del redivivo Zedillo, ahora recién elevado a la
categoría de prócer del 68.
Eran tiempos políticos harto viscosos, y en la redacción de
la revista nos reuníamos para comentarlos no sin algún gesto de inquietud, pues
parecía que todo se pudría ante nuestros ojos. Mis principales interlocutores
eran Óscar Fernández y Jaime Arellano, pero se sumaba quien anduviera por allí.
Sin saberlo en ese momento, aquella fue mi mejor universidad, pues en ese
espacio aprendí a los empujones —por mero instinto de supervivencia— a revisar,
editar, diseñar, coordinar y por supuesto a escribir artículos, entrevistas,
reseñas y columnas, todo lo que se necesitaba para tapizar las páginas con algo
que intentaba satisfacer al lector.
En ese caldo ocurrió lo de Wako que ilustra el susodicho
documental de Netflix. Lo vivimos, como todo el mundo, en tiempo real, con
escenas diarias de las cadenas norteamericanas. Como sabemos, el 28 de febrero
de 1993 la sede de una secta, los davidianos, ubicada en un tal Monte Carmelo,
fue visitada por autoridades con una orden de allanamiento debido a la presunta
posesión de armas ilegales. El operativo fue torpe, bravucón a la manera represiva
gringa, y fue recibido a balazos por los miembros de la secta. De inmediato se
supo en todo el planeta que era comandada por David Koresh, seudónimo de Vernon
Wayne Howell, quien a la usanza de todos los iluminados de su índole se creía
un elegido del altísimo. Lamentablemente, para sus adictos sí lo era, así que
lo seguían como los patitos a su madre.
Ya en el primer encontronazo hubo muertos de ambos bandos, y
lo que siguió fue un estira/afloja entre los davidianos contra el FBI y otras
fuerzas del Estado norteamericano. Koresh se ponía al teléfono con los
negociadores, pero no cedía. El cerco armado afuera de la edificación duró 51
días, y además de francotiradores se habían dispuesto tanques de guerra y, más
al margen, un enjambre mediático.
Al ver el documental me hice de una conclusión que jamás había pensado: que Koresh nunca se entregaría, que en su locura fundamentalista estaba dispuesto a lo que en efecto terminó siendo el desenlace: la inmolación de toda la comunidad de fanáticos, que incluía niños y no excluía, obvio, al redentor Koresh. En los días del asedio habían liberado a muchos pequeños y a varias mujeres, pero dentro del Monte Carmelo murieron más de setenta personas devoradas por el fuego que ellas mismas provocaron, según creo, aunque también muchos culparon de tal clímax a las autoridades. Esto sucedió el 19 de abril de 1993, día en el que todo quedó reducido a escombros y cenizas davidianas. El documental de Netflix está dividido en tres capítulos: “En el principio”, “Hijos de dios” y “Fuego”, así que además de ser bueno, es breve.
Un hecho importante y final: entre quienes se aproximaron al cerco numantino contra la secta estaba Timothy McVeigh, simpatizante de los davidianos que dos años después, el 19 de abril de 1995, perpetró el atentado terrorista en la ciudad de Oklahoma. Fue su venganza por lo ocurrido en Wako. Lo despacharon mediante una inyección letal hacia 2001.