sábado, diciembre 28, 2024

Dos gardenias y otras estocadas

 












Cuando la posesión de música dependía de la compra de discos, casetes y cidís, no faltaba que del álbum con diez o doce canciones sólo se salvaran una o dos, los éxitos. Así, los consumidores sabíamos de antemano que las demás piezas eran una especie de relleno, la ensalada que indefectiblemente debía acompañar el corte grueso de carne. Con frecuencia ocurre algo similar en los libros de poesía y de cuento, e incluso, aunque de otro modo, en las novelas, relatos en los que no suelen faltar capítulos hueros, acaso prescindibles, sólo necesarios para dar el peso en la báscula de la narración larga.

Ahora bien, creo que donde más se advierten las piezas de relleno es en el libro de cuentos. Esta es la razón por la que he llegado a afirmar, tal vez con cierta exageración, que escribir una novela es más difícil que un cuento, pero no más que un libro de cuentos. Para que un volumen con ficciones cortas alcance buena calificación es fundamental que se libre de la maldición del vinilo, es decir, que parezca no haber sido engordado con historias de esponja. Esto es lo que percibo en Dos gardenias y otros cuentos (LOM Ediciones, Santiago de Chile, 127 pp.), de Eduardo Contreras (Chillán, Chile, 1964), libro en el que habitan quince piezas de una calidad alta y pareja.

Lo anterior se debe, sospecho, al conocimiento que su autor tiene del género, un conocimiento que lo obliga a gobernar el relato de acuerdo a las premisas que están más allá, mucho más allá, de la mera brevedad como requisito obvio. Al escribir un cuento cuento es menester que acatemos el criterio de la extensión corta, es verdad, pero se requiere algo más, y ese algo más habitualmente desdeñado es lo que hace del cuento un género peliagudo, de ejecución difícil.

Eduardo Contreras fue exiliado junto con su familia en 1973, luego del golpe cívico-militar. Volvió a su país en 1983, donde se tituló de ingeniero civil industrial en la Universidad de Chile. Desde 1996 se desempeña como profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile. Autor de las novelas policiales Don’t disturb. Crónica de un encuentro en Cartagena de Indias, reeditada el año 2009, y Será de madrugada, 2015. Su cuento “Historias de generales” fue premiado en el concurso Letras de Chile, versión 2017, y su novela Muerte en la campaña obtuvo el primer premio en el concurso Fantoches 2017 en Santa Clara, Cuba, en el marco del Primer Encuentro Latinoamericano de Novela Negra. Sus textos figuran en varias antologías.

Los cuentos de Dos gardenias… han sido pues muy bien ensamblados; muchos ofrecen grandes brincos al pasado y personajes delineados eficazmente, sin excesos retóricos, con el trazo justo de sus psicologías. Hay en todas las historias una pátina bien administrada de ambigüedad, de misterio, con información en los pliegues que apenas se deja entrever en cada caso. Es notorio que el autor piensa en sus finales desde que acomete cada ficción, pues no con otro objetivo fluye, como deseaba Piglia, la historia subterránea. Eduardo Contreras acata en suma los rasgos esenciales del cuento como género en el que es fundamental la intensidad para que el lector no escape hacia la relajación, y si a esto añadimos dosis tenues de humor y sutiles ingredientes de índole sociopolítica, no dudo en afirmar que se trata de un racimo más que atendible de relatos. A continuación ofrezco, en orden, una pincelada harto sumaria sobre cada pieza.

“Guantanamera del sur (con tiempos equivocados)” es un notable cuento retrospectivo. Un joven, Antonio, pasa su adolescencia de chileno exiliado en Cuba. En las tareas del campo descubre a una maestra, Carolina, bastante mayor que él y también exiliada de Chile, con quien asombrosamente se le da la revelación del sexo. El cuento abre en un presente narrativo (ve a la maestra en televisión) y de allí se parte a una gran retrospección que al final vuelve al presente de la tele: ella ha regresado a Chile y es una maestra exitosa desde el punto de vista educativo y social. La tensión se da porque Antonio, al verla, recuerda vagamente unas acusaciones del pasado. Apenas elíptico en detalles fogosos, es un bello cuento sobre el despertar a los regocijos de la carne.

Desde la mirada de Selene, joven rica, “El mayor general” narra una ceremonia de homenaje al general Domeciano Garmendia, héroe de la patria. Durante el acto cívico, la narradora recuerda una conversación con la abuela viejísima en la que llega la voz de un capellán que supo por qué murió el héroe de la patria; en el presente, la memoria que se tiene del militar sólo aborda su pasado como prócer sin que queden vestigios sobre la razón genuina de su muerte, lo que impregna de ironía su mérito.

Lo que narra “La otra venganza” es un desquite. El pordiosero de la narración es en realidad un asesino que huye. Mató por celos a la mujer de su amigo y ahora es asediado por él. El perseguidor lo encuentra como vagabundo, lo tiene a merced, pero sólo decide dejarle un mensaje enigmático en lugar de aniquilarlo.

“Se acabó lo que se daba” es otro de los aciertos de este racimo. En Cuba, un tipo recibe unos exámenes médicos equivocados. Tras esto, decide vagar, beber, visitar a una antigua amante. El cuento es eficaz porque nos convence de que en efecto hay en medio una enfermedad terminal. La salida es casi de comedia, pero creíble si nos atenemos a los vericuetos de la burocracia cubana. El reencuentro con la amiga de la juventud es un pasaje genial, muy natural, humano y lleno de vivacidad.

Hay en el conjunto un cuento, por llamarlo así, mexicano. Su título es “La última copa”. Temí que aquí fallara el habla de los personajes, pero está muy bien lograda. Eraclio mata a Ana y a su amante. Como amaba a Ana, decide suicidarse, pero se le acaban las balas. Luego lo intenta mediante ahorcamiento, pero se rompe la rama del árbol elegido. En la tercera oportunidad ocurre un desaguisado que se imbrica a la situación con total lógica; no añado más para no estropear la delicadeza de su resolución.

“Hathor” es una pieza con registro totalmente distinto, borgeano; trata sobre un inmortal que reencuentra a Octavia en Barcelona. El narrador es inmortal gracias a ella, quien mediante la copulación le transmitió el poder de la infinitud vital. Eso sólo puede acabarse mediante otro encuentro sexual. Ha sido, insisto, muy bien narrado con un discreto eco de Borges, quien incluso aparece mencionado en un pasaje del relato.

En “Malas compañías” Mayra va a entregar una maleta con droga, y en tal labor la guían tres malandros. La historia es ubicada en Miami. Sucede entonces que los estaban esperando para balearlos, pero algo ocurre, casi un milagro. Este cuento ya nos permite señalar otro rasgo del volumen: son cuentos multigeográficos. Así en “El mañana de Jacinto Orichi”, historia ubicada en los rumbos de Guinea Ecuatorial; hay en este relato mucha información subterránea y tal vez es necesario conocer las disputas políticas de allá para comprenderlo de una leída.

“Dos gardenias”, que da título al libro, es un cuento tremendo, sazonado por una honda melancolía. Lázaro de la O es un cubano radicado en Chile. Tiene un amigo bárman, Pepe, con quien conversa. Lázaro vivió enamorado de la bolerista Margarita Lanier, Rita, con quien tuvo una relación de seis meses en Santiago de Cuba. Era menor que ella. Lázaro fantasea que la casona chilena donde bebe es el 1900, lugar donde se presentaba Rita. Dos veces, ya ebrio, la alucina. Es un relato hermoso con banda sonora de bolero.

Viene aquí una tanda de piezas violentas. En “Arcanos mayores” una tarotista descubre que el cliente con el cual se revuelca la ha engañado. Luego de hacer el amor le echa las cartas y ve para él un futuro que no se presta a discusión. Un alcalde debe firmar un permiso inmobiliario en “Héroe municipal”. Se niega y un sicario lo amenaza. El sicario es asesinado por un guardaespaldas oculto. “En la mira” es un cuento vertiginoso narrado desde la perspectiva de una pistola que ve a una pareja de amantes cocainómanos. Ella lo traiciona, lo engaña con otro, y todo se precipita para que la pistola asuma el rol de protagonista. Un rebelde perseguido huye por el monte, esto en el cuento “Letalidad anónima”. Está metido en asuntos políticos. Recuerda a su madre y su deseo de que abandone la lucha política. Durante la huida recuenta las atrocidades. Se cree salvado. Es un texto escrito en imprescindible tiempo presente.

En “Crímenes vírales” un exmilitante, arquitecto, pasa la cuarentena en casa. Tiene el rito de beber whisky por las noches y navegar en internet. Hace búsquedas sobre represores chilenos, que casualmente mueren al día siguiente. Suma tres importantes, y entre ellos incluye a la viuda de Pinochet. Un día comete un error que cambiará el sentido de su suerte. Otro cuento con tema pandémico es “Salir a la calle”, el último. En la cuarentena, un tipo recuerda la rebeldía previa. Pese a la prohibición, decide salir y volver a lo que hacía antes.

Más allá de este apretado resumen en el que me he cuidado de no revelar los cierres—, es claro que Dos gardenias y otros cuentos contiene un menú valioso de historias. La variación geográfica y la heterogeneidad de los personajes forzaban a Eduardo Contreras a inyectar un tono diferente en cada pieza, así que la unidad del conjunto debió cuajar en otro punto: la estructura; si no en todas las piezas, se siente en muchas de ellas la mano de un autor que ordena, que administra detalles, que siembra guiños, que narra con contención y malicia para desembocar en finales que son, para decirlo con una metáfora proveniente de la tauromaquia, estocadas a la sensibilidad del lector.

Nota. Con este apunte despido el 2024. Que tengan un espléndido 2025.

miércoles, diciembre 25, 2024

De juguetes a juguetes










“¿Qué palabras tienen para ti un especial sabor a infancia, a familia, a tu tierra de Burgos?”, le preguntaron alguna vez a Alex Grijelmo, el famoso periodista y divulgador de la filología. Esto respondió: “¡Scalextric! Ésa sí era una palabra mágica. Deseaba un Scalextric con todas mis fuerzas. Pero nunca lo tuve. La palabra me parecía tan enrevesada que podía imaginarme dentro de ella la autopista enredada por la que corrían los coches en miniatura”.

Lo cito porque, como todos los niños de los sesenta, setenta y quizá ochenta, fui también tentado por el deseo de tener una autopista Scalextric. Por supuesto que eso jamás ocurrió, como tampoco tener una bici. Ahora que lo pienso, quizá a partir de tales imposibilidades se remachó en mi ser la tendencia a imaginar: veía los comerciales del Canal 5, programados a raudales durante la época navideña, y me contentaba con soñar la autopista, con fabular paseos en bici dentro de la cabeza. Mi padre tenía seis hijos en aquel entonces, y en 1977 llegó el último, así que mis regalos no podían exhibir tecnología. Recuerdo que siempre me renovaban un balón de plástico, aunque no de los profesionales. De allí me viene el amor al futbol, deporte que jugué miles de horas en la calle.

No sé cómo, mi padre hacía aparecer regalos modestos en la Navidad. Todo era esencialmente plástico, nada cercano a la electrónica japonesa o gringa que ya nos seducía desde la tele. Pero un día me dijo que iríamos a la ferretería La Suiza, inmensa tienda que contaba con un área bien surtida de regalos para niños. Por fin se abría la oportunidad para tener una Scalextric, la autopista eléctrica u otra parecida. Vimos varias, pero sus precios eran altísimos. Ante la imposibilidad de comprar una sofisticada, mi padre me regaló una harto austera, pues no requería pilas ni corriente: la pista era una larga tira de hule que colgada desde alguna pared hacia el suelo permitía que un carrito descendiera gracias a la magia newtoniana de la gravedad. Pese a su ñoñez, amé ese juguete. Lo amé y amé todos mis juguetes, por pedestres que fueran. Aunque no hubiera mucho, creo que de niño estuve cerca, al menos cerca, de la felicidad, así que no me recuerdo con acritud.

Sé que la venta de juguetes no es ya lo mismo, esto por la gravitación de los celulares y las tabletas. Frente a tales aparatos, ¿qué pueden lograr hoy una pelota, un carrito, una muñeca? Muchos padres tratan de estirar tanto como sea posible el momento de permitir celulares y juegos de video a sus hijos pequeños, pero muchos más saben que los apaciguarán con las pantallas infinitas.

Tuve tres hijas que ya son adultas. Hace tiempo que no sé lo que es tratar con pequeños, e imagino que los padres en trance de regalar juguetes encaran ahora un desafío. El celular y la tableta quizá garanticen más horas de enajenación y tranquilidad, pero no necesariamente mejor tiempo de formación para los hijos. No sé, pues esto ya entra en los ámbitos especializados de la educación y la psicología.

Yo por lo pronto sigo con el buen recuerdo de mis balones y la alegría de patearlos.

Feliz navidad.

sábado, diciembre 21, 2024

Réquiem a la carta

 


















La primera edición data de 1991; la segunda, de 2014. Ignoro si entre una y otra hubo cambios sustanciales o si la segunda recoge exactamente el mismo contenido en un nuevo diseño tipográfico y demás. La duda no es tan ociosa, pues entre ambas fechas se dio la masificación global de una innovación que cambió todo: internet, el uso del mail y, algo después, más o menos a partir de 2005, la aparición de las adictivas redes sociales.

Así pues, Carlos Monsiváis escribió el epitafio del género epistolar cuando el correo electrónico estaba a punto de revivirlo. No lo hizo del mismo modo que en las cartas de papel, pues el correo digital añadió el rasgo de la inmediatez en la correspondencia, pero el hecho cierto es que volvieron a cruzarse amplias cartas de todo tipo entre interlocutores que asimismo volvieron a soportar en la escritura sus necesidades, sus tratos a distancia. El teléfono fijo y el celular (también recién popularizado al arranque de los noventa) podían sustituir al mail, pero eran servicios todavía caros, así que la gente escribió cartas, muchas cartas electrónicas al final del siglo pasado y principios del presente.

Como digo, todo se precipitó con la llegada de internet. Aparecieron los chats, los mensajitos de SMS, los foros, los blogs. En menos de diez años, la computadora y el celular (para llamar) cundieron en el mundo, y aún faltaba la llegada del smartphone que combinó la computadora, el celular, la cámara fotográfica y el reproductor de audio, y que poco a poco incorporó la vida entera gracias a la invención de miles de aplicaciones.

Monsiváis alcanzó a ver esto. Poco antes, en 1991, había dado por hecho que la correspondencia estaba muerta, de ahí que publicara El género epistolar. Un homenaje a modo de carta abierta (Conaculta-Miguel Ángel Porrúa, 2014, 103 pp.). Nació en 1939 y murió en 2010, así que la segunda edición es póstuma. Insisto en que no sé si tuvo algún retoque, aunque supongo que no, pues aquí en nada se detuvo a escudriñar las formas del diálogo a distancia surgidas tras la aparición de internet. Contrapone el teléfono convencional, fijo, a la carta de papel, y en el momento de escribir su réquiem por la carta tuvo razón: el género epistolar en papel ya estaba dando sus últimos suspiros.

La necrológica escrita por el famoso autor de Escenas de pudor y liviandad sirve entonces, más que nada, para recordarnos el valor que tuvo la carta física sobre todo en el siglo XIX y buena parte del XX. Se divide en cinco capítulos, y en ellos, además de lucir su prosa siempre barroca y zumbona, Monsiváis acude a la cita in extenso como recurso metodológico para probar sus afirmaciones. Destaca que la carta de papel sirvió no sólo para comunicar a los distanciados, sino para expresar de una forma específica, espesa de giros literarios, lo que se decía de otra manera en el diálogo directo. Los ejemplos que cita son elocuentes: las cartas amorosas, en su cursilería desbordada, son la evidencia de que la combinación distancia+papel+escritura provocaba que los corresponsales dejaran fluir un torrente metafórico imposible de poner en práctica dentro de la conversación cara a cara. Trae incluso el caso de una especie de manual para elaborar Cartas de amor, del cual comparte esta cumbre de lo que hoy juzgaríamos como discurso grotesco tanto escrito como oral:

Bienamado mío: ¿Crees que yo pueda arrancarte alguna vez del pensamiento mío? Ya nunca te podré alejar de mi alma porque tú has sido en mi vida estrofa y luz.

Toda mi existencia era un dulce arrobo porque esperaba el milagro de tu presencia y ese anhelo vertió ansiedad en mi corazón.

Marché a tu encuentro como una alucinada y rompí el hechizo de la soledad del alma. Tu vida y la mía se encontraron como dos ríos lejanos en un abrazo que solamente el infortunio podría deshacer”.

Monsiváis recuerda que fueron mujeres las principales usuarias del género epistolar, dado que, si en la realidad se les reprimía, la carta era un espacio en el que podían expresarse y derramar sin freno su subjetividad, sobre todo la vinculada a sus pasiones amorosas. Asimismo, como en el siglo XIX comenzó el auge de los viajes por el mundo pero todavía sin cámaras fotográficas a la mano, no fue extraño que la correspondencia sirviera como medio para compartir los asombros provocados por el exotismo de las tierras visitadas y la alteridad cultural.

Otro objetivo de la carta, dice el autor, era guiñar el ojo al futuro. Se escribían para el espacio privado, pero no muy en el fondo en los corresponsales latía el deseo de que las palabras fueran leídas públicamente en la posteridad. En este sentido, la carta y el diario personal caminaron tomados de la mano durante varias décadas, aunque el diario no tuvo tanto éxito entre nosotros. Este género pariente de la carta, el diario, llegó incluso a convertirse en un formato reconocible en libros con y sin ficción (hasta muy entrado el siglo XX se escribieron novelas que simulaban ser diarios, como La tregua, de 1960).

El género de epistolar es, por lo dicho, un libro adecuado para recordarnos que alguna vez la escritura postal tuvo como imperativo el esmero y hasta el preciosismo literario, rasgos que el bajo costo, la facilidad y la inmediatez de la comunicación actual —piénsese en WhatsApp— ha sepultado.

miércoles, diciembre 18, 2024

Saber no es suficiente

 










Hace poco recordé La urna (1911), libro de Enrique Banchs (Buenos Aires, 1888-Ídem, 1968), poeta y periodista argentino de no gran fama fuera de su patria, y quizá ni dentro. Fue armado sobre todo con sonetos, y al releer algunos al azar volví a toparme con uno que siempre me ha gustado porque en él se encierra, sospecho, un tema de interés principalmente para quienes trajinan con el conocimiento.

Es, como sus compañeros hospedados en el mismo libro, un poema tristón, pero con una no tan sutil diferencia. Allí Banchs pareció arrancar en la primera estrofa y una parte de la segunda con algo aproximado, así sea de manera remota, a la felicidad, con el orgullo intelectual o la seguridad que da el conocimiento apoyado en la lectura ávida. Dice: “Cargado tengo de riqueza sorda / el cerebro confuso y populoso, / que de conocimiento se desborda, / inconsciente en su impulso generoso. // La multitud de libros son el parque / fastuoso y misterioso que fatiga / mi ansia de conocer…”.

Hasta aquí, aunque “confuso y populoso”, el poeta entiende que su cabeza está muy bien amueblada. Encuentra para la biblioteca un correlato que reafirma la sensación de alegría: es un espacio (un “parque”) donde deambula y halla fastuosidad y misterio para su “ansia de conocer”. Lo malo viene luego, y lo que expone no ha dejado de ser parte del debate filosófico que piensa en el hombre como ser racional-emocional, donde unos pensadores cargan la tinta en un lado y otros en otro. Versifica Banchs: “Ciencia que no me vale para nada / pues no se cambia en pan ni en buen consejo / ni en la amistosa plática retrato”.

El poeta parece resbalar hacia la desilusión; al final, en la interacción humana, de poco sirve cargar conocimientos si no se tiene vida sensible, si se ignora la emoción del prójimo o cómo aproximarse a ella en caso de que el deseo interior esté presente: “Aún no sé comprender una mirada, / ni sé si la altivez de que me quejo / más que desdén es femenil recato”.

En resumen, se puede amasar una fortuna de saberes, pero pasar por la existencia sin aprender a descifrar rasgos que también hacen humano al humano, es perderse la otra mitad del desfile vital. Esto parece enunciar entre versos, en apretado resumen, el soneto de Banchs.

sábado, diciembre 14, 2024

Biblioteca de JLM

 











Si una bibliomanía juzgo bienvenida, esa es la bibliomanía ejercida al modo de José Luis Martínez (Atoyac, Jalisco, 1918-Ciudad de México, 2007). No la del enamorado de los libros que, sin ser del todo censurable, es más bien una de las mil maneras del coleccionismo, de la acumulación por el solo orgullo de poseer, en este caso libros. Aunque en algún punto cercana a la anterior, la otra posibilidad busca trascender la superficialidad de la mera tenencia bibliográfica por las utilidades intelectuales de un repositorio bien nutrido. JLM fue, entre los eruditos mexicanos, un hombre que acumuló cientos de libros cuyo fin no fue ornamental ni retentivo, sino generador de más conocimiento; es decir, su acervo acusó propósito de fábrica y no nomás de bodega.

Espigo la anterior idea sobre el afán libresco de JLM a partir de mi visita a La biblioteca de mi padre (Conaculta, 2010, Ciudad de México, 107 pp.), testimonio escrito por Rodrigo Martínez Baracs, hijo del gran ensayista atoyaquense. En las páginas de esta memoria filial, Rodrigo Martínez describe con minucia lo que promete su título, así que de un jalón recorremos setenta años de incansable búsqueda, clasificación, lectura y divulgación bibliográfica, la emprendida por el quizá y sin quizá principal conocedor de la literatura mexicana del siglo XX. Al final, y sobre esto no parece haber acuerdo en el mismo libro, JLM reunió en su casa de Rosseau 53, en la capital de nuestro país, poco más de 50 mil títulos.

Además de los paratextos introductorios y apendiculares (uno de ellos de Consuelo Sáizar), La biblioteca de mi padre contiene nueve capítulos. En ellos aborda “La formación de la biblioteca”, “Los grandes fondos”, “Historia”, “Arte y libros de formato mayor”, “Enciclopedias, diccionarios y libros de consulta”, “Filosofía”, “Estudios literarios y filológicos”, “Revistas y suplementos culturales”, “Ciencias y educación” y “Cocina”. A partir de tal índice ya podemos hacernos una idea de la biblioteca de aquel padre, un corpus que convirtió a JLM en una institución metida en el cuerpo de un ser humano elegante y generoso. Además de la descripción textual, Martínez Baracs añade algunas fotos de las habitaciones de la casa que al final no tuvo pared virgen, pues todas fueron usadas para empotrar anaqueles.

Casi idénticas son dos frases que campean en el libro: “mi padre” y “la biblioteca de mi padre”. No podía ser de otra manera, pues con la primera entra a cada acción de su progenitor en virtud del trabajo intelectual por él acometido (“Mi padre empezó a comprar libros sistémicamente a los 18 años  en Guadalajara…”) , y con la segunda ingresa a cada recoveco del repositorio instalado en la propia casa de los Martínez (“la biblioteca de mi padre incluye todo lo más importante que se editó y publicó sobre el tema [prehispánico] en los siglos XIX y XX”).

Cuenta el autor que JLM comenzó también muy joven con la pesquisa y resguardo de hemerografía. Para ganarse la vida, fue funcionario público en varias ocasiones, algunas de ellas como embajador. Para mí, su cargo más recordado y ceñido a su vocación será el de director del FCE, que asumió de 1977 a 1982. Allí prosiguió la benemérita labor editorial del Fondo, y entre sus mayores logros se incluye la creación de la serie facsimilar de las Revistas Literarias Mexicanas Modernas cuyos originales fueron tomados del repositorio preservado por el propio director. Esta serie, para mí, es un tesoro.

Su hijo cuenta en el primer tramo del libro cómo y dónde su padre armó la biblioteca. Por supuesto, mucho de bibliómano había en él, pues hurgaba en catálogos, rastreaba en librerías de viejo, se suscribía a colecciones y compraba revistas y suplementos con rigurosa disciplina. La amistad y el contacto con escritores y editores le permitió recibir novedades, y en algunos casos los viajes facilitaron la consecución de más títulos raros o inconseguibles en México. Algunos, por cierto, no pudo tenerlos por lo estratosférico del costo.

Martínez Baracs explica que no sólo era reunir y llevar a casa. Luego de conseguir un libro, seguía la labor de ubicarlo en el sitio temático adecuado y a ritmo sostenido escribir los estudios que fraguó con rigor de inverstigador celoso del dato exacto y la aguda observación. Las disciplinas que lo apasionaron no fueron pocas: literatura mexicana desde el periodo previrreinal hasta el presente, historia, arte, lengua y estudios literarios, filosofía, antropología, entre otras.

El recorrido es, inevitablemente, un compendio de nombres propios famosos y no tanto. Escritores, editores, libreros, funcionarios remotos y cercanos en el tiempo y el espacio aparecen aquí en virtud de los libros a ellos vinculados. Describe su obsesión en la búsqueda de títulos para tener todo al menos en lo concerniente a sus intereses temáticos. El orden, la invasión de la casa, el intercambio, las compras, la autorización para que otros usaran la biblioteca, los robos de los que fue víctima, el rastreo en los viajes, las fotocopias cuando tal o cual libro no estaba a su alcance... una máquina, pues, de reunir, organizar y estudiar papeles para generar, a partir de esa labor hercúlea, trabajos que hoy constituyen parte de lo más valioso que tiene la cultura mexicana. Si ya en sí misma la configuración de la biblioteca-monstro era un gran servicio al país, JLM lo complementó con la hechura de sus libros, de ahí que la suya no fue una colección de bon vivant, egoísta, sino el motor de un trabajo cuyo fin estaba en la gestación de una obra inteligente y útil para los demás. La biblioteca de mi padre comparte algunas anécdotas, como ésta: en una ocasión Agustín Yáñez visitó a su paisano y amigo JLM, vio dos de sus libros primerizos y simplemente los tomó y se los llevó, “pues no quería que se leyeran ni que nadie los tuviera”. También contiene, para bien, la buena noticia de que la biblioteca no terminó despedazada en Donceles, sino adquirida por el gobierno mexicano para su resguardo, ampliación y consulta.

El paseo por estas páginas motiva en automático una reflexión sobre la tenencia de miles de libros. ¿Para qué?, se preguntarán quienes ven esto como una incomodidad. Tienen razón, es una incomodidad, pues los libros pesan, ocupan mucho espacio, se empolvan, demandan más cuidados que un jardín y, cuando son muchísimos, fuerzan la radicación fija de su dueño, dado que el embalaje y la mudanza son pavorosos. Sin embargo, aunque en escala amateur y en la casi Nada editorial que es La Laguna, entiendo el tipo de lucha que obsesionó a JLM: hay escritores que además de amar al libro como objeto, desean abarcar cuanto sea posible el rizoma de sus intereses. Por eso la ramificación, por eso el fervor de cruzado para llegar a la utopía de conquistar todo el conocimiento. Al igual que cualquier otra utopía, la del saber absoluto es imposible de consumar. Esto no fue obstáculo para el maestro JLM, como ya pudimos atisbarlo gracias a la crónica de su hijo.

miércoles, diciembre 11, 2024

Infausta semi


 









La semana pasada estuve en la FIL Guadalajara y por ello tenía el deseo de comentar algo sobre ella, pero el domingo se atravesó en mi menú temático un asunto más importante: la semifinal entre Cruz Azul y América. No es la opinión de un especialista, aunque casi, pues sin temor a equivocarme y menos a parecer pedante, mucho entiendo de esta vaina, como dicen los colombianos.

Sabemos que los dos equipos venían de un empate a cero en el juego de ida. Por su posición en la tabla, los azules tenían la ventaja de buscar dos resultados para pasar a la final. Los amarillos, en cambio, sólo uno: el triunfo. Como buen cementero de la vieja guardia, como cruzazulino acostumbrado a los tropiezos, sospeché que la ventaja de Cruz Azul planteaba en realidad un peligro: podían saltar a la cancha con la idea de empatar, sin intensidad, lo que en efecto sucedió, pues en lugar de salir a arrasar cedieron el balón más de sesenta minutos. La consecuencia de tal parálisis fue que al minuto 50 ya iban abajo 2 a 0. Obviamente, no puedo estar contento con un equipo que juega una hora sin intensidad, y menos en una semifinal, y menos frente al América. Mal los azules, pues.

Lo que vino luego fue tragicómico. Cruz Azul, no sé cómo, empató el marcador a tres tantos, y fue en ese momento cuando se dio el punto desastroso del partido. América siguió haciendo lo suyo muy bien, Cruz Azul enderezó su pésimo primer tiempo, el partido se puso en tono histórico, pero luego apareció un disparate arbitral rayano en el absurdo. Tras el gol del empate a tres, los amarillos movieron el balón con dos jugadores adelante del medio campo. La decisión de seguir la jugada sería peccata minuta en un Potosino-La Piedad de la jornada 3, pero en este caso cambió el destino de una semifinal. La acción del penal nació entonces contaminada, y era suficiente un vistazo al VAR para rehacerla y anular el cabezazo de Aguirre, la falta de Rotondi y el tiro de castigo, todo.

Pondré un ejemplo extremo para que sirva de paralelismo: cualquier negocio que derive del lavado de dinero es un negocio turbio, así se trate de una dulcería; si el origen de los recursos está contaminado, todo lo que le siga asimila la mancha primigenia.

La jugada del penal al América ni siquiera debió proseguir más allá del cabezazo. Todo lo demás es debatible. Eso no, como lo demuestran las imágenes que el árbitro y el VAR se pasaron por calva sea la parte.

sábado, diciembre 07, 2024

Sobre las redes

 











Ofrezco aquí, para alentar su interés, mi presentación de Tumultos en el laberinto inmaterial, libro colectivo recién publicado por la Ibero Torreón:

Los libros Del gis a la pantalla táctil, Rostros de la agresión, Venda­val de cambios, seis cuadernillos de temática miscelánea y ya muy numerosos artículos publicados en Milenio Laguna y El Siglo de Torreón y la revista Acequias son el producto concreto de diez años de trabajo en el taller de periodismo de la Universidad Iberoame­ricana Torreón. A ellos hay que sumar, ahora, el libro cuyo prefa­cio aquí avanza: Tumultos en el laberinto inmaterial. Redes sociales y mutaciones en la vida cotidiana.

Como en los libros congéneres del taller, en éste ha sido tra­bajado un tema específico desde varios ángulos: el de las redes sociales y su gravitación, para bien y para mal, en el mundo con­temporáneo. No, por supuesto, para agotar el asunto, sino para ubicar sus bordes, para resaltar su importancia como realidad social ineludible. También, como en los libros y los cuadernillos anteriores, el género al que podemos adscribir los textos veni­deros orbita en las elipses del ensayo de interpretación y del artículo de fondo. El abordaje de cada propuesta es, entonces, libre, tanto que indefectiblemente hay una marca personal que no por subjetiva deja de ser atendible. El propósito, insistamos, es hacer énfasis en un tema y despertar una posible inquietud en el lector.

En “El cambio de paradigma de la información”, ensayo de Cla­ra Cecilia Guerra Cossío, se analiza, entre otros, el fenómeno de la producción masiva de información voluntaria e involuntaria, el mundo infinito de la llamada big data, es decir, de la ya gigantesca masa de datos que termina por fortalecer intereses muchas veces no del todo transparentes.

Laura Elena Parra López trabaja “Adicción y acoso digital: efectos de las redes sociales en la salud mental”, texto que indaga en una de las consecuencias más salientes y lamentables del uni­verso digital tras el advenimiento, sobre todo, de las redes socia­les. Además de definir las conductas anómalas y nocivas, ofrece recomendaciones para prevenirlas y, en la medida de lo posible, combatirlas.

De Claudia Rivera Marín es “Interacción en redes sociales: de la diversión a la muerte”, exposición que describe la adicción a las redes y focaliza su mirada en la dinámica de los “retos” que se han popularizado en muchas plataformas de internet y, entre otros resultados, se han convertido en un peligro con consecuencias fatales en no pocos casos.

Andrés Rosales Valdés aborda la vinculación entre las nuevas tecnologías de la información y el mundo laboral, particularmen­te en las áreas organizacionales dedicadas a ver todas las circuns­tancias relacionadas con la planeación, el talento humano y la evaluación de resultados en contextos cada vez más cambiantes y competidos en todos los rubros, incluido el de las nuevas herra­mientas digitales. Su ensayo lleva como título “EnREDados en la gestión humana de la tecnología”.

“Violencia de género digital: un flagelo social contemporá­neo” es el aporte de Zaide Patricia Seáñez Martínez, quien analiza la repercusión de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana; su abordaje destaca los beneficios de estos desarrollos, ciertamente, pero también subraya las tendencias nocivas que acarrea el mun­do digital, tendencias que se materializan en el acoso, el odio, el racismo y muchas otras prácticas igual de nefastas.

El texto titulado “Tiranía del smartphone. Fragmento, intimi­dad, autodelación y consumo en las redes” es un intento por in­gresar en la maraña de implicaciones que supone el espacio de las redes sociales, aparente tierra de nadie pero, no muy en el fondo, garante de sujeción al mercado y aparato de vigilancia, es decir, del control “amable” de la colectividad.

Tumultos en el laberinto inmaterial es, por todo, una obra abier­ta, apenas una invitación a que sigamos de cerca los profundos cambios que como avalancha nos han caído encima —tras el auge de las redes sociales— en las dos décadas más recientes.

Comarca Lagunera, 12, octubre, 2024

miércoles, diciembre 04, 2024

Huerta en cuatro endecasílabos















En estos días leo otro libro sobre la Decena Trágica y me ha reaparecido a cada rato la imagen de Victoriano Huerta. Creo entender por qué: por su expresión torva y por lo que hizo con ella; a mi modesto juicio, uno de los actos más viles —o el más vil— que registre nuestra historia ya de por sí espesa de acciones miserables. Pero en Huerta mirando desde sus quevedos oscuros noto una maldad cercana a lo diabólico, aunque sé que lo juzgo así no tanto a partir del estereotipo de militar pétreo que tenía, sino por lo que luego, hace más de cien años, ejecutó para echar al suelo el primer conato democrático del siglo XX mexicano.

Pues bien, hoy, en el sopor de la siesta, me aparecieron como fugaz pesadilla o postpesadilla cuatro endecasílabos, una especie de definición muy adjetivada de lo que siento por nuestro más célebre usurpador. El primer sorprendido fui yo —quién más podría ser—, ya que no es común que me sobrevuelen versos medidos, sino ideas en prosa, relatos, opiniones, crónicas de lo que sea.

Antes de que la estrofa se escapara, encendí la computadora y la anoté, le apliqué un par de enmiendas y quedó así. Su valor, si alguno tiene, creo que está más en la anécdota que acabo de contar que en los versos en sí. Digamos que es la manifestación pesadillesca de un odio que en verdad sí guardo, sea cual sea el formato literario que yo use para repudiarlo, por aquel criminal histórico sobre quién, por supuesto, hay muchos relatos frescos y accesibles. Uno recomendable, por su brevedad y sencillez, es el libro Temporada de zopilotes, de Taibo II, que en breves capítulos narra los acontecimientos de aquel momento terrible del pasado nacional, la Decena Trágica, que tuvo como zopilote más destacado al golpista de Colotlán, Jalisco. Van los endecasílabos:

Sigue aquí, ruin, oculto tras la puerta
mirando con temible rostro duro
ese tipo cloacal de gesto oscuro
esa sierpe mendaz, el traidor Huerta.

sábado, noviembre 30, 2024

La novela de Cercas


 













El punto ciego (Random House, 2016, México, 139 pp.) debió ser el primer libro de Javier Cercas que debí leer, no el quinto, aunque tampoco era posible seguir este orden dado que los anteriores son esto, anteriores. Lo que quiero decir es que El punto ciego puede ser una adecuada introducción de Cercas a la obra de Cercas, y aún más: a sus obsesiones de lector, a sus filias y sus fobias como novelista, a su formación en general como hombre de imaginación y pensamiento, escritor ya famoso no sólo en el contexto de la hispanidad europea y americana, pues sus títulos han sido volcados a muchas lenguas.

Algo noté, claro, en Soldados de Salamina, Anatomía de un instante, La velocidad de la luz y El impostor, y lo que noté en estos cuatro libros es dilucidado en El punto ciego, libro cuyo eje es la reflexión sobre un rasgo fundamental en la novela que parte del Quijote y llega hasta nosotros en numerosas historias: el de la ambigüedad. Su material fue la base de lo que expuso en una serie de conferencias, las de la cátedra Weidenfeld en Literatura Europea Comparada de la Universidad de Oxford que “fue creada en 1994 por Lord Weidenfeld, el eminente editor, periodista y filántropo británico de origen austriaco. Desde su fundación ha sido ocupada sucesivamente por George Steiner, Martha C Nussbaum, Gabriel Josipovici, Amos Oz, Roberto Calasso, Umberto Eco, Nike Wagner, Robert Alter, Mario Vargas Llosa, Sander Gilman, Michele Le Doueff, Wolf Lepenies, Bernard Schlink, Marjorie Perloff, Roger Chartier, James Wood, Ali Smith, Don Paterson y Javier Cercas”.

La semblanza rápida de Cercas (Ibahernando, Cáceres, Extremadura, 1962) apunta que es profesor de literatura española en la Universidad de Gerona. Ha publicado ocho novelas: El móvil, El inquilino, El vientre de la ballena, Soldados de Salamina, La velocidad de la luz, Anatomía de un instante, Las leyes de la frontera y El impostor. Su obra consta también de un ensayo, La obra literaria de Gonzalo Suárez, y de tres volúmenes de carácter misceláneo: Una buena temporada, Relatos reales y La verdad de Agamenón. Sus libros han sido traducidos a más de treinta idiomas y han recibido numerosos premios nacionales e internacionales, dos de ellos al conjunto de su obra: el Premio Internazionale del Salone del Libro di Torino, en Italia, y el Prix Ulysse en Francia. Yo añado que en los próximos días estará en la FIL Guadalajara.

En El punto ciego, el autor extremeño ha dividido la exposición en cuatro partes y un epílogo. El meollo de cada sección es la idea de que la novela, la gran novela moderna, desde su nacimiento con el Quijote, es un relato organizado no para dar respuestas contundentes, irrefutables o taxativas, sino para insinuar preguntas, dudas y planteamientos que a su vez son reflejo de la vida y su esencial confusión, su inestabilidad y su incertidumbre. Cercas recurre en su exposición, sobre todo, a tres obras: el Quijote ya mencionada, Moby Dick y El proceso, libros en los que destaca “el punto ciego”, la imposibilidad de saber a las claras, en cada caso, si el caballero andante está loco o cuerdo, si la ballena encarna el bien o el mal y si Josef K. es culpable o inocente y de qué: en una palabra, el carácter necesariamente difuso de cualquier respuesta, esto “porque la novela es el género de las preguntas, no el de las respuestas: en rigor, la obligación de una novela no consiste en responder la pregunta que ella misma se plantea, sino en formularla con la mayor complejidad posible”, señala en la página 55.

Asimismo, mucho se detiene en su libro Anatomía de un instante que, pese a ser un trabajo voluminoso, sustancialmente describe el momento en el cual, mientras las balas tronaban a su alrededor, Adolfo Suárez se mantuvo sentado en su curul durante el golpe con tricornio de charol perpetrado el 23 de febrero de 1981 al Congreso de los Diputados en Madrid. La pregunta que flota en todo el libro es por qué Suárez no se movió, y para intentar responderla, aunque con toda intención sin lograrlo, Carcas escribió casi 400 páginas que fueron tenidas como crónica, reportaje y demás, pero no como novela aunque su autor, aquí, reitera que lo es.

El tercer capítulo aborda La ciudad y los perros como modelo de novela con punto ciego. Como al paso, aquí también comenta el hiato de tres siglos que padeció la novela en España luego de que Cervantes engendrara su libro capital. Inglaterra y Francia no demoraron en aprender la lección, el juego de ironía, incertidumbre y antidogmatismo que campea en el Quijote, mientras España se encerraba en las tiesas prescripciones del dogma religioso y monárquico. Hasta finales del siglo XIX comienza a despertar, y es a mediados del XX cuando aparecen en español, pero de este lado del charco, los autores que más influirían en Carcas porque han entendido bien, entre otras, la lección del punto ciego: Borges, Rulfo, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa y muchos otros cuyos apellidos conocemos.

El capítulo final es el que ofrece más ingrediente autobiográfico, es decir, en el que Cercas nos ofrece más evidencias sobre el descubrimiento de su vocación. Por lo que tuvo de dogmática, recuerda con rechazo (aunque luego aminora su dureza) la figura del intelectual representada por Sartre, y adhiere más bien a la del escritor posmoderno, imbuido de dudas e ironía y ya sin la prédica del compromiso a ultranza como soporte o corsé de la escritura.

Escritor inteligente, novelista de afilada prosa y buenas ideas, Cercas es un autor con el que podemos discrepar en más de un punto, pero sin duda, también, al que debemos observar. Yo lo he hecho así por culpa de Soldados de Salamina, libro que me fascinó/intrigó porque en él es evidente un gesto de suyo interesante, muy posmo y frecuente en los otros libros de Cercas: que nos cuenta una historia y al alimón nos cuenta cómo y por qué cuenta esa historia. No sé si esto también tiene que ver con el punto ciego, pero para mí es suficiente como ejemplo de novela con y sin ficción al mismo tiempo, moderna de los pies hasta la coronilla.

miércoles, noviembre 27, 2024

Borges y la literatura de EUA

 

















Borges publicó varios libros en colaboración con algunas de sus amistades. Los más famosos son, claro, aquellos que trabajó con Bioy, sobre todo los cuentos policiales amparados bajo el seudónimo común de H. Bustos Domecq. Otros personajes menos conocidos con los que consumó libros “en colaboración” fueron Luisa Mercedes Levinson (madre de Luisa Valenzuela), Delia Ingenieros, Margarita Guerrero, Betina Edelberg, Alicia Jurado y María Esther Vázquez. Con Estela Zemborain de Torres armó uno de los menos famosos: Introducción a la literatura norteamericana, de 1967, cuya primera edición aquí tanteo.

Una de las preguntas que me hago sobre este tipo de libros es la más simple: ¿cómo trabajaba JLB “en colaboración”? Quizá haya un buen objeto de estudio académico tras la pregunta, pero a falta, por hoy, de una respuesta clara no me queda otro camino que la suposición: imagino que él encargaba buscar y confirmar datos, quizá le releían algún pasaje, y a partir de allí, apoyado en su portentosa memoria, dictaba. Esto lo pienso porque sus libros a cuatro manos siempre exhiben, así sea tenuemente, su estilo, las maneras ya conocidas de su sintaxis, principalmente de su adjetivación.

Como jamás la he visto a la venta, supongo que Introducción a la literatura norteamericana no ha sido reeditado. En este libro, breve como todos los libros de Borges, recorre con apuro enciclopédico los nombres más famosos de las letras yanquis, y a las carreras se detiene en algunos para desarrollar ideas muy generales sobre sus biografías, obras y estilos. Es evidente que la literatura de EUA le merecía mucho respeto y afecto, tanto incluso como la inglesa que, es sabido, gozó de su mayor consideración.

Los autores que más destacan en la valoración son Franklin, Cooper, Hawthorne, Poe, Emerson, Thoreau, Whitman, Melville, Wilder, Faulkner, Hemingway y Capote, entre otros. En cada cual, insisto, se detiene un ratito y sólo para dar una pincelada que lo describa a la velocidad de una página.

No es ni será un libro clásico de Borges, pero, como todo lo suyo, un valor sí tiene: en este caso orientar una posible ruta de lectura para quienes apetezcan recorrer poco más de dos siglos de literatura yanqui, una literatura que ciertamente ha sido, y todavía es, más que atendible.


sábado, noviembre 23, 2024

Norte folk, entre la fantasía y el delirio


 

















Como sucede con las razas, no hay cultura que no sea mezcla de otras culturas, que no sea combinación, el resultado de algún mestizaje. Sólo la ingenuidad lleva a creer que esto no es así, que existe la posibilidad de que algo no sea producto de dos o más ingredientes a la vez. En el libro Norte folk (ICED, 2023), Óscar Bonilla (Gómez Palacio, 1996) ha procurado hibridar personajes legendarios de realidades alejadas para ubicarlos en México, y más precisamente en el norte, y más todavía, en Torreón, lo que se nota por la alusión a colonias y calles de esta localidad. El resultado de tal alquimia es un lote de seis relatos breves que aquí procederé a sobrevolar.

Como preámbulo debo señalar que los cuentos han sido construidos de manera lineal, con una prosa pulcra y despojada, aunque en numerosos párrafos se perciba un tenue impuslo poético principalmente cuando los personajes reflexionan sobre alguna circunstancia de sus vidas; todos son como trozos de experiencia, como crónicas de algún momento, así que acusan el guiño muy posmoderno de no urdir la trama para la última línea o la sorpresa de nocaut (la trick story de O. Henry) ni de construir dos historias a la vez, los famosos “dos hilos” de Piglia. En general, resumo, es fácil percibir estos rasgos recurrentes: los personajes son hombres jóvenes; los entornos son convencionales, casas, antros, colonias; la mayoría están narrados en primera persona; en casi todos hay sexo, alcohol, música y drogas; en todos se culmina en alguna viscosa forma de violencia y, por último, claro, en casi todas destacan hechos mágicos o sobrenaturales, aunque más adelante aclararé que sobre esto podemos asumir alguna reserva.

En cuanto a lo folk del paratexto “título”—si nos atenemos al origen arqueológico del neologismo propuesto en el siglo XIX y cuya palabra derivada más conocida es folclor—, puede ser entendido como la gravitación de un rasgo popular/tradicional en la cotidianidad de los personajes. Así el duende del primer relato, así el vampiro del segundo, así la mandolina diabólica que viene del pasado nipón en el que, según aquella cultura, ciertos objetos se animan luego de pasado un siglo, y así el personaje genéricamente llamado “kappa” del cuento homónimo. Son presencias de un contexto remoto pero ubicadas en un ámbito reconocible por nosotros en el tiempo y el espacio, como ya lo observé hace dos párrafos. Ahora sí, echo un vistazo a cada pieza.

“Kobold”, duende en alemán, narra la historia de un joven, acaso adolescente, que se traslada con sus padres de la Ciudad de México a un entorno que parece el nuestro, desértico. El protagonista narrador es arrancado de su espacio y llega a otro en el que habita una casa a la vez ya ocupada por un duende que canta acompañado por un acordeón. Este ser fantástico le narra su historia, los muchos años que pena solitario en ese lugar. El gnomo hace ruido, espanta a la gente. La situación no es obstáculo para que el nuevo inquilino trabe amistad con él, quien a su vez le hace un paradójico favor: permitir que la relación de sus padres, ya mala, estalle y el joven se libre de la tortura diaria de presenciar pleitos matrimoniales. A su vez, él gratifica al duende de una manera especial que no adelanto.

En “Vampiro” accedemos a una historia que podemos leer literalmente, decodificarla como parodia. El vampiro se muestra ávido de sangre femenina y puesto a sufrir, por falta de alimento, en nuestros andurriales. Mina, la mujer amada, lo ha abandonado y el alcohol no alcanza a satisfacer las cuotas de su ingesta diaria. Necesita sangre, y por ello sólo las mujeres de la noche pueden calmar el ansia del protagonista, quien en realidad es un kótex humano. Se trata de un cuento que sabe que es un cuento (el narrador omnisciente lo deja ver de manera explícita: “pues, como todos los vampiros, el vampiro de este cuento es vanidoso”) y que, como buen pastiche, busca nuestra sonrisa ante la comedia trágica de un chupapubis contumaz.

El cuento “Huli Jing” parece apartarse del registro fantástico o semifantástico de los dos anteriores. Salvo por el pasaje onírico-simbólico del bosque y la zorra, todo aquí es realista, casi casi de “palpitante actualidad”, para decirlo con la manida fórmula de los noticieros provincianos. Un joven apenas postadolescente tiene un amigo de ascendencia china. Radican en Torreón. El amigo a su vez tiene una sabrosa prima que ya estudia periodismo en la Ciudad de México y, dada tal vivencia, ella parece algo adelantada en su visión del mundo y en materia de reventón alcohólico y sexual. El personaje narrador soborna con la Play Station al amigo, se la presta durante todo el verano, con tal de tenerlo como Celestino. Él le presenta a la prima, quien muy pronto asume esta dinámica: entre que juega y toma en serio al protagonista. La fluctuación entre su mundo aniñado y burgués (snob en el abuso del inglés de serie televisiva) y cierta mirada irónica sobre la realidad social tornan un tanto inverosímiles las reflexiones del personaje, quien al mismo tiempo que juega Play es capaz de percibir en los estudios de periodismo, por ejemplo, un costado “romántico y miserable”. En este sentido vale enfatizar que los relatos en primera persona ponen en riesgo la verosimilitud cuando la circunstancia del personaje, o su habla, no parece cuadrar con lo que afirma y por qué y para quién lo afirma.

“Tsukumogami”, el relato más largo de Norte folk, desafía, como divertimento que camina por la cornisa, las leyes de la verosimilitud a menos de que aceptemos leerlo en clave onírica y suspendamos de manera tajante nuestra incredulidad. Un joven músico de rock, guitarrista y compositor, se encuentra bloqueado, las letras no fluyen de su imaginación. Aparece un amigo de origen japonés, Jorge Takahashi, quien asombrosamente se dedica a la trata de blancas y le regala una mandolina al parecer añeja que perteneció a su familia. Hasta aquí todo parece más o menos convencional, pero luego sobreviene un hecho extraño, ambiguo: su guitarra eléctrica amanece destrozada por razones misteriosas. A partir de aquí el relato agarra otro camino: la fuerza mágica (como en El ángel exterminador de Buñuel o en “Casa tomada” de Cortázar, por citar dos célebres ejemplos de esta índole) pasa a ocupar el centro de la escena; esta fuerza en realidad es la mandolina que hace de las suyas, empieza a demoler todo y provocar situaciones tan alucinantes como surrealistas en sentido casi estricto, es decir, que parecen sometidas a la desmesura de los sueños.

En el relato “Kappa” aparece otro personaje de la cultura japonesa tradicional. El kappa es una criatura de tamaño infantil, con caparazón de tortuga, dedos unidos con pellejo (como los de los patos) y una especie de agujero o cuenco en la cabeza, que siempre debe traer lleno de agua. Es experto en tropelías, en destrozos sociales. Uno de estos seres llega acá, a nuestro rancho, no sabemos cómo, y luego de ser exhibido y vejado de muchas formas, como el angelote de García Márquez, se escapa y acomete una multitudinaria venganza. Este tipo de cuentos, para ser eficaces, deben ser leídos sin adarme de escepticismo, como fantasías puras o como símbolos de algo que no alcanzo por ahora a discernir. Atrevo sin embargo una hipótesis: el kappa del cuento es sometido a humillaciones que generan en él resentimiento y azuzan su vocación de serial killer. ¿Esto es una metáfora de los linchamientos, por ejemplo, en las redes y el odio a la sociedad que se gesta en quien los padece? No sé, así que quizá sea mejor pensar en una fantasía literal, sin mensaje agazapado.

La última pieza del libro, “Mr. Hemingway”, también posibilita la lectura múltiple: literal, fantástica pura, simbólica, delirante, surrealista… Todo comienza como un suceso convencional: una familia recoge a un cachorro, Mr. Hemingway, y no pasa mucho tiempo para que el animal, o lo que sea que es, tenga sin antecedente previo un comportamiento humano. El narrador trabaja en una empresa automotriz y quiere progresar allí, obtener un ascenso. Un día se da esta oportunidad y en vez de ser elegido para el nuevo puesto, quien lo obtiene es Mr. Hemingway, el animal o lo que sea que es. Insisto: no sé si no alcanzo a precisar qué hay detrás de la anécdota, pues este tipo de textos desafía tanto que termina por insinuar 1) que es muy denso, o 2), que incurre en el facilismo de exponer lo que sea en el entendido de que cualquier situación incomprensible podría esconder una perla para el entendimiento del lector.

Comencé este comentario con una afirmación sobre el hibridismo cultural. En Norte folk tal observación es visible desde el título, pues sus piezas, la mayoría al menos, establecen un diálogo entre nuestro entorno y personajes engendrados por culturas remotas, lo que muestra el interés de Óscar Bonilla (que es un interés saliente en su generación) en realidades como la japonesa que tanto ha gravitado recientemente, como reflejo de su poder económico, por el cine, la literatura y sobre todo por la historieta llamada, hasta donde sé, manga o algo así.

Felicito al autor gomezpalatino por expandir su inquietud y sus temáticas más allá de nuestros tristes cerros. Ojalá que ustedes puedan asomarse a los espesos y pesadillescos microcosmos de Norte folk.

Nota. Texto leído en la presentación de Norte folk en la que también participaron Nadia Contreras y el autor; se celebró el 21 de noviembre de 2024 en el auditorio Jorge Méndez del Centro Cultural José R. Mijares, Torreón.


miércoles, noviembre 20, 2024

Tradiciones en serie










En noviembre tenemos dos fiestas, una religiosa y otra cívica. La primera, el Día de los muertos, pasó ya, y la segunda, el aniversario de la Revolución Mexicana, se conmemora hoy. Sobre el “día de finados”, como dicen en nuestros ranchos, se me quedó esto en el tintero.

Algunos amigos y otros no tanto me preguntaron antes del 2 de noviembre el significado del día de muertos y todo eso que, suponemos, es nuestro y se ve amenazado por el intruso Halloween. Dije lo que pude, siempre en la idea de que, si me dan a escoger, prefiero la ritualidad local que la forastera, pues más allá de que nos guste o no, es la que abraza elementos propios de la vida material de México. Sé que ahora son frecuentes los cruces, las mixturas, eso que deriva en lo que antropólogos como Néstor García Canclini llaman “cultura híbrida”, pero a fuerza de ser sincero creo que el Halloween es demasiado artificioso, ajeno y mercantil como para adoptarlo o siquiera mezclarlo con la tradición mortuoria nacional. La relación que el mexicano ha tenido con la muerte es suficientemente barroca como para añadirle ingredientes externos.

Ahora bien, lo que no me gusta es que, entre otras adulteraciones, algunos rasgos más o menos estandarizados del Día de muertos mexicano se vean atravesados por la mecanización, pues si algo agrada en un altar, por ejemplo, es que se le note “mano” o trabajo artesanal. Ahora más que en otros años, vi altares que sumaban cromos de imprenta con imágenes de calaveras nada creativas, o esto que me parece el colmo de la frialdad: papel picado hecho en serie, con dibujos perfectos, perforados seguramente con la técnica que en impresión es conocida como “suaje” o “troquel” (véase en la foto que son decenas de hojas de papel de China perforadas de un jalón). El chiste del papel picado es desafiar la creatividad de quien lo trabaja, propiciar en él un esfuerzo que dé como resultado figuras llamativas y coloridas hechas a mano, ar-te-sa-na-les. He visto, aunque en menor cantidad, frutas de plástico, cabezas de calabaza, brujitas en escobas y algún otro adorno más halloweenero que mexicano. Lo que me apura, en suma, es que dentro de algunos años terminemos dependiendo de los chinos y sus materiales precocidos para mantener vivas las festividades que mejor nos pintan.


sábado, noviembre 16, 2024

Dualidades en La cocina


 








No es la primera vez, ni será la última, en la que una masa infinita de realidades será contada a partir de un símbolo. Así procede el arte y así procede, de hecho, la mente humana: el símbolo es una simplificación, una reducción asequible para la inteligencia, una sinécdoque, figura retórica de suma utilidad pues supone la elección de una parte para describir un todo. Emplear este recurso nos permite comprender, razonar, generalizar, como cuando a partir de un hueso fósil es posible reconstruir al dinosaurio o como cuando una muestra estadística abre la posibilidad de intuir la orientación de un grupo mayor.

Esto hace La cocina (2024), película de Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978), cineasta que con una parte —la cocina de un restaurante neoyorquino— ha logrado describir el todo de una compleja realidad, la norteamericana en sus costados económico y social con énfasis en la migración y el choque cultural. Emprender una síntesis de este tamaño, como podemos imaginar, es un desafío riesgoso, y Ruizpalacios lo acomete y lo consuma, creo, satisfactoriamente. Se trata pues de un film que debemos entender en clave sinecdóquica: todo lo que en él se expone es apenas una pieza representativa del rompecabezas norteamericano, de ese leviatán en el cual el mercado y la competencia pueden llevar al estrellato o hacer picadillo la voluntad más férrea de nativos y, principalmente, de fuereños.

Pero detenernos en el asunto y su abordaje es enfocar la mirada en uno solo de sus aciertos. Tiene otros méritos, a mi parecer, notablemente alcanzados, elevados “a la altura del arte”, como dijo López Velarde de Cuauhtémoc, el “joven abuelo”. Ese arte está muy claramente impreso en vectores técnicos como la banda sonora, la elección de la locación principal, la edición y la fotografía. En ellos, asimismo, laten dualidades que operan en el espectador como pauta de los contrastes y las tensiones que Ruizpalacios ha deslizado en su guion para perfilar dos mundos.

La primera dualidad contrastante se da en el plano de la música. En muchos momentos de la cinta el fondo sonoro podría ser considerado exquisito o culto, muy ad hoc al contexto neoyorquino, summum de cosmopolitismo: “Little girl”, Andrea Litkei-Ervin Litkei; “Your sweet love”, Lee Hazlewood; “Central Park”, Tomás Barreiro; esta música se contrapone al uso recurrente del tema norteño “Nomás un puño de tierra” en la versión, si no me engaño, de Los Bravos del Norte. Tal pieza no sólo remite a México, sino que en algunos versos su letra parece describir la biografía del protagonista, además de que el estribillo es un sutil presagio del final. Otra dualidad es evidente: la elección de la fotografía en blanco y negro fuerza la sensación de que en el contexto abordado, el norteamericano, la realidad termina por establecerse en términos polares, como negra o como blanca, como triunfo o como fracaso, y no como el espacio colorido que se vende en la publicidad del “sueño americano”. Un contraste más se da en el microcosmos donde se desarrolla la historia: la cocina; mientras son escasas las escenas en la zona del pulcro y vistoso restaurante, las del reducto donde se preparan los alimentos son amplias y caóticas, y allí, en esa especie de cárcel, se hacinan los trabajadores y viven amagados siempre por el látigo verbal de un capataz, el chef que vocifera como déspota. La elección de este espacio no parece gratuita si pensamos que la cocina es, en general, uno de los escenarios más estresantes del mercado laboral, casi una prueba de fuego para el temple de cualquier trabajador, pues la paciencia de los comensales dura lo que dura un platillo caliente, y más en la ajetreada Times Square.

Dos dualidades más, entre otras que de momento no menciono, pueden ser destacadas en La cocina: la pasión desbordada y festiva de Pedro (Raúl Briones), el cocinero mexicano, frente a la frialdad y el pragmatismo de Julia (Rooney Mara), la mesera norteamericana. El mejor ejemplo de su contraste se da cuando hacen el amor en el frigorífico: aunque él se vuelca en ella con fervor, el carácter de la chica parece corresponder al gélido sitio donde se entrega al mexicano. Un último contraste, por ahora, es el marcado por la personalidad pétrea y la facha caucásica de Max (Spenser Granese) en contrapunto con la actitud dicharachera y relajada de Pedro, su rival dentro de la cocina.

Los ingredientes mencionados se mezclan sutilmente en la historia que arranca con la llegada de Estela (Anna Díaz), poblana que, sin dominio del inglés, llega a NY en busca de Pedro, quien trabaja como cocinero en The Grill. Luego de avivarse frente al gerente Luis (Eduardo Olmos), Estela ingresa al espacio laboral de la cocina y reencuentra a su paisano en una de las “islas” de la cocina. Muy pronto aparece un conflicto que correrá discretamente paralelo a la trama: el dueño y el contador de The Grill le comunican al gerente que algún trabajador ha robado poco más de 800 dólares, y los tres deciden encontrar y escarmentar al culpable sin apelar a la policía. Pero este conflicto es una finta, pues lo importante es adentrarnos en la normalidad aparente de la vida laboral yanqui y, sobre todo, en la idiosincrasia del trabajador mexicano, más dado a no dejarse devorar por las heladas rutinas del sistema, de ahí que en un punto de la historia los mexicanos que chambean en la cocina, dentro del estrés que implica preparar platillos urgentes, dicten cátedra de albures, es decir, de ludismo verbal, de relajo para desactivar la brutalidad del engranaje laboral gringo. La pregunta es simple: ¿puede el alma mexicana salir adelante en una realidad que la oprime y apenas deja resquicio a la vitalidad y el juego característicos de nuestra índole? Pedro es el conejillo de Indias, y en al menos dos momentos insinúa que su idea es volver a México, esto para significar que el mundo norteamericano no le cuadra, que él quiere estar con los suyos, lo cual, en NY, es una flaqueza que suele pasar factura. Si un mexicano desea mantenerse vivo en EUA, no es recomendable que entone la “Canción mixteca” ni abra cancha a la nostalgia, sino adaptarse bien y pronto a los severos usos y costumbres del lugar.

El problema es que Julia, la gringa, no cede pese a que está embarazada del mexicano, sobre quien, además, recaen las sospechas del robo de los 800 dólares. El gerente sabe de la relación entre ambos y cree, maliciosamente, que Pedro está jugando, que Julia sólo es “el amor de su visa”. Todos ignoran que Pedro va en serio, que es un querendón a la mexicana, que en verdad está enamorado y lo que menos desea es permanecer en EUA o aprovecharse de una mujer para agenciarse “los papeles”. La historia, así, avanza hacia una resolución sorpresiva que nos permite vislumbrar la impiedad, la malditez esencial del “sueño americano”.

La cocina, estrenada en febrero de este año en el Festival de Cine de Berlín, narra una historia compleja y es además un trabajo muy bien logrado en lo técnico, y en este sentido su pasaje más memorable es el vertiginoso plano secuencia (de más de diez minutos) que Ruizpalacios desarrolla de la cocina al restaurante y del restaurante a la cocina. Otro de sus méritos indudables está en el casting y en las actuaciones de Raúl Briones, Rooney Mara, Motell Gyn Foster y Eduardo Olmos, lagunero, este último, que junto con Cristina Rodlo es una de las actuales cartas de la actuación torreonense en el cine internacional, para decirlo asimismo con una dualidad.


miércoles, noviembre 13, 2024

Marcial Fernández en Torreón

 











No con todo el catálogo, pero sí con varios de sus títulos, la editorial Ficticia ha mostrado significativa presencia en las librerías de Torreón. Esto no es poco mérito si consideramos que la distribución es una de las flaquezas del aparato editorial independiente, así que no está de más subrayarlo y subrayar, de paso, que todos los más de 250 libros de este sello han pasado por el visto bueno de Marcial Fernández, creador de Ficticia, quien este viernes 15 de noviembre a las 7 de la tarde ofrecerá la conferencia “La magia de la palabra escrita” en la Galería de Arte Contemporáneo del Teatro Isauro Martínez.

Sería más que suficiente credencial hablar de todos los libros editados por Marcial, decir que se trata de un editor cuidadoso y tenaz en su propósito de apoyar, sobre todo, a los jóvenes escritores mexicanos. Pero Marcial es más que esto, pues junto a su labor como partero de libros ha construido una obra literaria en la que destacan el humor y la imaginación. Y no conforme, durante muchos años se dedicó, esto como periodista, a la crónica taurina y al artículo cultural. A todo lo anterior hay que sumar el futbol como pasión en dos facetas: como practicante amateur y como promotor de su escritura, pues Ficticia es el único auspiciante de una colección precisamente llamada Ediciones del Futbolista.

No puedo descreer de la semblanza que nos proporciona la web ficticiana: Marcial Fernández nació en la Ciudad de México en 1965. Durante dos décadas se dedicó a la crónica taurina con el seudónimo de Pepe Malasombra. Con dicho heterónimo publicó varios libros de tauromaquia, todos agotados, menos Citar, templar, mandar. Es fundador y editor de Ficticia Editorial, sello especializado en cuentística contemporánea. Con su nombre ha publicado los libros Museo del tiempo y otras ficciones, Máscara de obsidiana, Un colibrí es el corazón de un dios que levita, Los mariachis asesinos, Balas de salva y Andy Watson, contador de historias.

Se trata entonces de un tipo versátil en el sentido hoy más común del adjetivo, de un editor-escritor-periodista cuajado de experiencias, tantas que como conferencista tiene garantizada la gratitud de sus oyentes, como lo he advertido en ferias y encuentros de escritores. No podemos perdernos este viernes sus palabras.