Les aseguro que quería escribir, pero así me dejó la gripe
de este viernes. No importa, mañana me lavantaré de la lona y aquí nos seguiremos viendo.
viernes, diciembre 07, 2012
jueves, diciembre 06, 2012
Don Ata por Lagmanovich vía mail
Me
alcanzó la gripe de temporada, y si por lo común la cabeza no me da para para
pensar, así menos. En estos casos no está de más solicitar ayuda a los amigos o
buscar algo digno entre los muchos libros que afortunadamente están al alcance de
la vista. Hoy, pues, he hurgado en mis archivos postales y fíjense nomás que buena
suerte he tenido. Hace tres meses leí una pequeña biografía sobre Yupanqui y no
quiero que pase el 2012 sin reseñarla. Lo deseo porque en mayo se cumplieron
veinte años de su muerte y siento la obligación de recordarlo. Él es el
compositor y cantante que más admiro, y quiero que esa admiración se
materialice en textos elogiosos.
Pues
bien, el primero de febrero de 2008 recibimos una respuesta vía mail de mi
amigo David Lagmanovich (1927-2010), quien vivía en Tucumán, Argentina. Digo “recibimos”
porque nos carteábamos a tres bandas Juan Pablo Neyret (en Pensilvania, EUA), David y yo (en Torreón).
Esa correspondencia tripartita duró al menos cinco o seis años, y era muy
frecuente, de manera que son abundantes las cartas de David y de Juan Pablo que
puedo presumir.
La
carta que traigo se refiere a Yupanqui. No necesito añadirle nada, pues
cualquiera que la lea la entenderá y, sobre todo, verá la dimensión artística
que le atribuimos al folclorista mayor de América Latina. También verá lo que
yo siempre vi: que David Lagmanovich nos regalaba una atención epistolar al
mismo tiempo generosa y lúcida.
Esta
es la carta:
Hermanos:
Sí,
yo también he admirado y querido mucho, desde siempre (desde que venía a cantar
a LV12 Radio Tucumán, cuando yo tenía unos 15 años) a Atahualpa Yupanqui.
Recuerdo que entonces a un muchachito que amaba la guitarra y no tenía plata
para reponer cuerdas, sin conocerlo le regaló el juego completo; a otro hombre
que conocí por entonces le regaló una guitarra. Era un hombre de buen corazón,
aunque tuviera rasgos de un carácter aparentemente hosco.
Además,
lo que siempre me gustó de él fue la finura de sus canciones, que aunque
tocaran lo social no lo hacían con estrépito ni panfletariamente: "Es mi
destino / piedra y camino: / de un sueño lejano y bello, viday / soy
peregrino". Ese sueño lejano y bello correspondía a su vinculación con el
Partido Comunista, pero lo ponía así, para que entendiera quien quisiera
entenderlo, sin proclamarlo a grandes voces. Cuando la dictadura, su milonga
campera que comienza "Yo tengo tantos hermanos / que no los puedo
contar...", y termina con "y una hermana muy hermosa / que se llama
Libertad" me pareció siempre una de las más bellas piezas de aquella
época terrible.
Atahualpa
era hombre de la pampa, como bien se sabe, pero su compenetración con la
cultura popular del Noroeste argentino lo convirtió casi en un tucumano
más. No sé si la gente se da cuenta de que los vocativos "viday" y
"viditay", que aparecen constantemente en sus canciones, son
quechuismos, no usados fuera del Noroeste: tienen el sufijo -y, que es
el caso posesivo quechua (o quichua, como decimos por estos lados), de
modo que "viday" quiere decir "mi vida", una forma entrañable
de tratamiento en nuestro dialecto hispanoindio. Y sus versos para cantar (no
los de El payador perseguido, que están en la tradición de la
llanura) tienen la limpidez de las coplas populares del Noroeste. Él podría
haber escrito esta copla salteña, que sin embargo es anónima: "Apenitas
soy Arjona / nombre que no se ha'i perder; / y aunque me tiren al río, / sobre
la espuma he'i volver".
Así
volverá siempre también Atahualpa Chavero Yupanqui (como firmaba al comienzo),
después sólo Atahualpa Yupanqui o solamente Atahualpa: sobre la espuma del
canto, aunque se lo haya llevado el río del tiempo.
(Muy
linda, Jaime, tu columna sobre este prócer de la canción popular; mucho más que
el "maquinazo" con que, modesto como siempre, pretendes disimular el
valor de lo que escribes.)
Abrazos,
== David
miércoles, diciembre 05, 2012
La “forma suave” de la violencia
Fueron muchos, casi todos los
de siempre, pero el que más me impresionó —siempre me impresiona por su inmediatismo
retórico— fue Ciro Gómez Leyva. El sábado primero, casi como jefe de una mesa
de análisis, pasaba una y otra vez las imágenes recién grabadas de los vándalos
que encaraban a los granaderos en el jardín frontal del palacio de Bellas
Artes. Las tomas hablaban "por sí mismas", decía con estas u otras palabras el
famoso columnista. Nada que discutir, el desorden dejaba todo en orden para los
apresurados comentaristas: la izquierda, toda la izquierda, es bárbara,
troglodítica, anárquica, violenta en suma.
Me atrevo a disentir. Las
imágenes no hablan por sí mismas, así que, para que “hablen”, es necesario
treparles un discurso. Hagamos un experimento. Bajemos una foto de internet y
trabajemos sobre ella. Veámosla y procedamos a describirla desde distintas
angulaciones hipotéticas, esto nomás para que se vea lo fácil que es montar cualquier discurso a cualquier imagen.
1. En la imagen, Luis G.
Amézquita Galo, víctima del ciclón que la semana pasada azotó el norte de
nuestra entidad. Don Luis perdió su vivienda y todas sus pertenencias, y
todavía no sabe el paradero de su única hija, desaparecida en la catástrofe
natural. Las autoridades han declarado que los albergues son suficientes, pero
la realidad es que muchos damnificados siguen sin un lugar para dormir y tomar alimentos.
2. En la imagen, Luis G.
Amézquita Galo, víctima de alzheimer que ayer fue encontrado vagando por las
calles de nuestra ciudad. Perdido en los rumbos del bulevar Oriente, las
autoridades lo recogieron y pudieron encontrar en los bolsillos de su saco una
receta de medicamento que al final sirvió para dar con la pista de sus
familiares. El anciano enfermo ya está siendo atendido en un centro
especializado.
3. En la imagen, Luis G.
Amézquita Galo, jefe de una banda de ladrones de comercios en el sur de la
ciudad. Fue sorprendido ayer luego de que a la distancia coordinaba un robo al supermercado
“Compre Más”. Afortunadamente, la policía logró detectar
la maniobra y detuvo a los delincuentes in
fraganti, quienes de inmediato confesaron que Amézquita Galo era el autor
intelectual de los atracos y señalaron su paradero, donde poco después fue capturado por los elementos de seguridad.
4. En la imagen, Luis G.
Amézquita Galo, quien intentó violar a su nieta y fue descubierto in fraganti por los vecinos de la
colonia 10 de Noviembre. Al sorprenderlo, algunos habitantes del lugar intentaron
lincharlo, pero otros dieron parte a las autoridades que de inmediato llegaron
al lugar y luego de muchos jaloneos e insultos lograron salvar de la turba enardecida al
agresor sexual. Amézquita Galo ya fue recluido en el
penal del municipio.
5. En la imagen, Luis G.
Amézquita Galo, el más destacado pintor de nuestra entidad. El artista recorrió
muchas colonias de la periferia para continuar el trabajo de regeneración de
espacios por medio de la pintura mural y colectiva. Ganador del premio estatal
de Arte y Cultura 2002, Amézquita Galo desarrolla cada fin de año una intensa labor
altruista para convertir su arte en detonador de inquietudes pictóricas en los
jóvenes de nuestras colonias.
Por lo anterior, inquieta de
veras la facilidad con la que Ciro y compañía sacaron el revólver de la crítica
y dispararon opiniones sin patas ni cabeza. Por supuesto que hubo vandalismo,
por supuesto que las imágenes lo muestran, y por supuesto que eso no le gusta a
nadie, o al menos a pocos, a muy pocos. Lo importante, como han dicho Lorenzo
Meyer y Sergio Aguayo, es “leer” el hecho en un contexto, tratar de ponerle las
palabras que busquen establecer la mejor aproximación al acontecimiento, no
colgar sambenitos con prontitud inquisitorial.
Dos preguntas eran necesarias,
y jamás aparecieron en boca del columnista: ¿a quién le servía el vandalismo? ¿Por
qué de golpe la izquierda (toda la izquierda, según Ciro) pasó del discurso de
no agresión a otro completamente distinto? Si no se pregunta eso, da por hecho
que no existe, ni siquiera de lejos, la posibilidad de un montaje o el ánimo
desbordado de un grupo radical, no de toda la izquierda, principalmente de la
que encabeza ya sabemos quién.
La violencia no le conviene a
la izquierda que, pese a todo, sigue luchando por deslindarse de la acción agresiva
material, esa acción que pone en bandeja de plata la reacción represiva. Por
eso, al oír a Ciro recordé de inmediato las palabras de una entrevista que leí
hace poco, casualmente, a Pierre Bourdieu. En el libro Capital cultural, escuela y espacio social (Siglo XXI, 2008) habla
sobre las “formas suaves” de la violencia, y dice esto que explica mejor que yo
lo que aquí he querido comentar:
… es una violencia que se ejerce por vías muy suaves,
y que pasa de este modo inadvertida. (…) Debates televisados o radiofónicos,
editoriales inspirados, etc., que parecen constituir la vida misma de la
democracia, pueden ejercer un efecto formidable de censura —lo hemos visto en
la Guerra del Golfo, al menos al principio— escondiendo los verdaderos
problemas. El consenso sobre los falsos problemas que generan esos periodistas
atrapados en una red de competencia y de interdependencia, tiene por efecto
esconder todos los verdaderos problemas, que son olvidados y que aparecen
solamente en los periodos de crisis.
La irrupción violenta,
desbocada, de los vándalos en el centro histórico del DF es a todas luces un
acto criticable. El problema, el difícil problema es saber a quién atribuir tales
desmanes. Para Ciro no hubo ni sombra de duda a partir de las imágenes “reveladoras”,
como si investigar y comentar fueran dos acciones simultáneas y no un desafío periodístico más que peliagudo.
Pero en fin, así se las gastan él y muchos más, ya lo sabemos.
Pero en fin, así se las gastan él y muchos más, ya lo sabemos.
lunes, diciembre 03, 2012
Ja, fue divertido
Ja, fue divertido. A mí me
tocó romper con un garrote varios cristales de bancos y de restaurantes.
Tronaban bien chingón, a madres, crach crach, mientras se oían cerquita algunas
molotovs lanzadas por los compañeros que venían un poco más atrás. Yo me divertí
sólo con los vidrios de negocios, como que de golpe le agarré gusto a pegar batazos
y ver el estallido y los añicos. Así llegamos a las jardineras de Bellas Artes,
frente al Sanborns y el Gandhi. Allí nos esperaba un grupo compacto de
granaderos. La orden había sido encararlo con más aspavientos que efectividad, pues
pura verga que podíamos atravesarlo. Lo importante es que la tele tuviera
chance de hacer tomas de la acción. En el noticiero logro verme, jaja, con el
trapo negro en la cara y todavía con el palo de quebrar vidrios en la mano. En
una toma se ve también cómo la pinche güera, toda mariguana, lanza un pedradón a la pared de
antimotines. No le hicimos ni cosquillas, pero ése no era el rollo, ya dije, sino salir locos en el video. Y lo logramos. Desquitamos la lana que esos putos nos aflojaron.
El que lo dude que oiga al Ciro. Ja, fue divertido, hicimos un buen jale.
domingo, diciembre 02, 2012
Crusoes
Mucho
internet y mucho iPad y mucho Blackberry, pero en el fondo en el fondo en el
fondo todos somos Robinson Crusoe.
sábado, diciembre 01, 2012
FCH
Colocó los lentes junto a la lámpara del buró. Dio un último traguito al vaso donde sólo quedaron unas gotas de whisky mezcladas con el agua de dos hielos. Luego de seis años, era la primera noche en la que se sentía libre de cargas, verdaderamente relajado. Mañana comenzaría su nueva historia, el viaje y la radicación foránea, la paz y, por qué no desearlo, cierto distanciamiento del alcohol. Atrás quedaban entonces la autoridad, el poder supremo, las órdenes, el rumbo que quiso darle al país alebrestado, la incomprensión de tantos. Pensó en el artículo que acababa de leer, en la tajante acusación: había inventado una guerra para mostrar mano dura y legitimarse luego del fraude. Imbéciles. Pensó también en la supuesta cifra de muertos que le achacaba: 70 mil. Apretó los labios, negó leve con la cabeza y se escuchó decir para sí mismo, muy bajito, una frase que lo sedó: “No fueron tantos, si mucho 30 o 35 mil”. Apagó la luz y comenzó a dormir, tranquilo.
jueves, noviembre 29, 2012
Cena duranguense con milonga
El
martes pasado ofrecimos en Durango una tandita de narrativa torreonense; la despachamos Daniel Herrera, Daniel Lomas y el de la voz. Nos fue bien, creo, o por lo menos quedé muy agradado con el notable material cuentístico de los Danieles. Lomas
se aventó un cuento largo con sabrosa temática trailero-perversona, y Herrera
uno también largo donde afloró su exploración de la clase media estresada por
estupideces. Ambos fueron muy aplaudidos y al final felicitados por la
concurrencia.
Luego
de lo nuestro siguió la presentación del poemario Fiat lux, de la escritora Paula Abramo, especialista
en traducciones del portugués al español. Todo muy bien allí, tanto ella como
Stephane Alcántar, su presentadora.
Al final de ambas sesiones literarias con fuereños se armó lo que suele armarse al
terminar las sesiones literarias con fuereños: nos invitaron a cenar y allí
configuramos una mesa muy animada: Jesús Alvarado, Norma Huízar, Ismael Lares,
Alejandro Merlín, Atenea Cruz, de Durango; Paula Abramo, del DF; y Daniel Lomas, Daniel
Herrera, mi hija y yo, de Torreón.
No
es necesario decir que todos hablamos de no recuerdo qué, con Alejandro Merlín
y Daniel Herrera en cerrado duelo por apoderarse de la palabra. Merlín, no le
he dicho, es un joven, muy joven escritor duranguense; estudió letras francesas
en la UNAM y a sus escasos 24 años es traductor de franchute al español; además,
por si fuera poco, es un cuentista, a mi parecer, con un futuro espectacular.
Anécdotas,
chascarrillos, calambures y demás fueron y vinieron, como la maravillosa historia
del recadito con mentada de madre que contó Lomas. Me asombró, siempre me
asombra, el accidentado rumbo de esas conversaciones plurales y jocosas, cómo
forman vericuetos a propósito de cualquier palabra detonadora de nuevos temas.
Hablamos
de los premios literarios, del dinero que allí se gana a veces, y Merlín, muy
animado por la cerveza, nos narró su extraña relación con la plata: dijo que
siempre trabajaba no para ganarla, sino para pagar sus permanentes deudas. Fue
muy divertido, la verdad, escuchar sus andanzas como incansable gastador del
dinero que todavía no había ganado.
Mientras
Merlín hablaba, comenzaron a revolotear en mi interior los versos de la “Milonga
de Manuel Flores”, de Borges. Muy pronto supe por qué: el apellido “Merlín” me
llevaba derecho a la estrofa aquella, imborrable para mí, sencilla y
apabullante, donde Borges menciona al mago medieval.
Se
lo dije a Merlín, el de Durango, y de inmediato comenzamos el elogio a Para las seis cuerdas
(1965). Me asombró que el joven Merlín, un erudito precoz, tuviera tanta
información sobre ese libro que es no sólo uno de los que más me gustan de Borges,
sino uno de los que más me gustan a secas. Conté que aprecio tanto ese
libro que compré su primera edición, que me costó mil pesos y que me la trajo
un amigo desde Buenos Aires.
Allí
mismo, en el celular, busqué el poema en internet y pedí permiso para leerlo.
Vi que Lomas, buen poeta, aprobaba gustoso cada estrofa:
Manuel Flores va a
morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.
Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.
Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.
¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.
Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente:
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.
Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.
Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.
¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.
Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente:
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Luego
de leer, levanté la cara y sólo añadí: “‘morir es haber nacido’, así nomás”.
Creo que el gusto por el poema fue unánime, tanto como el que tuvimos por las
numerosas digresiones, por la cena y por la convivencia en sí, plena de
puntadas y, a veces, de literatura y otras querencias anexas, como suele ocurrir cuando terminan las sesiones literarias con fuereños.
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miércoles, noviembre 28, 2012
Aquel robot que cautivó mi vida
No resistí la tentación de
decir a mi hija lo que le dije. Veníamos en el Ómnibus de México hace rato, de
Durango a Torreón, y en la plática adormecida por el ronroneo del bus, hice un
breve silencio y me salió esta frase: “No puedo creer que tengas quince años”.
Ella me miró, sonrió con una chispa de orgullo, como si crecer fuera bello o
meritorio, y me preguntó lo obvio: “¿Por qué no lo crees?”. La explicación que
le di también fue elemental, algo parecido a esto: pues porque sigo teniendo
fresca su cara de bebé, su cabeza sin pelo de recién
nacida, sus pasos inseguros, su risa y su llanto, las frases con las que inauguró su comunicación hablada,
todo su pasado, el pasado que en aquel momento cerraba el siglo XX. Te miro,
pues, le dije, y a veces quedo absorto, incrédulo, desconcertado ante la
rapidez con la que se han ido quince años, los quince que han pasado desde que
la tengo como hija mayor.
El diálogo allí quedó e hicimos silencio mientras el Ómnibus seguía su ruta hacia La Laguna; mi mente
se atoró entonces en algunos pasajes compartidos con ella durante su primera niñez. Pensé en la anécdota del
robot, en aquel trabajo escolar con el que la ayudé en segundo o tercer grados de
primaria. Ese fue, creo, mi máximo trabajo como padre de familia que ayuda en las
tareas escolares. Cuento la historia.
Espero a mi primera hija de
pie en la puerta de la escuela. Es hasta ese momento la única de mis hijas que ha llegado a
la primaria. Está en segundo o tercero, no recuerdo, incluso puede ser que en
cuarto. Le pido su mochila, la tomo de la mano y avanzamos hacia el coche. En
el camino a casa me comparte sus pendientes: “Papá —dice—, tenemos que hacer el
proyecto de un robot elaborado con cajas. El mejor del salón recibirá un premio”.
La vi tan ilusionada con la
palabra “premio” que desde ese momento me salieron, no sé de dónde, unas ganas
horrendas de construir un robot que apantallara hasta a George Lucas. Y se lo
dije a mi pequeña: “Haremos un gran robot, no te preocupes”. Supongo que era
jueves, algo así, y el robot debía estar listo para el lunes, por lo que nos
favorecería el fin de semana. El viernes pensé en el diseño, lo imaginé. No
exagero si digo, como exageramos los laguneros, que me la bañé, que en mi mente
apareció el mejor robot jamás imaginado para un trabajo de primaria.
El sábado por la mañana
amanecí con un fervor creativo desbordado. Fui a una papelería, fui a una farmacia
y fui a una tienda de electrónica. A la papelería por papel plateado, a la
farmacia por cuatro pastas de dientes y a la electrónica por unos foquitos,
unos alambres y un pila. En la casa había hallado una caja de zapatos adecuada,
y el aditamento estrella yo ya lo tenía: un señalador de rayo láser de los que
usaba a veces en mis clases de la universidad. Ya con todo reunido, comencé la
construcción del inusitado robot, no sin antes pedir a la pequeña que me
ayudara como la enfermera que asiste al cirujano en el quirófano.
Lo primero fue forrar de
papel plata la caja de zapatos. No era una monstruosa caja de botas sino de calzado
infantil. Eso sería el tórax del robot. Luego hice lo mismo con las cajas de
pasta dental, pues servirían para armar todas las extremidades; recuerdo que a
las piernas les puse una base más amplia, para que el mono pudiera mantenerse
en pie sin mayor problema. Siguió la cabeza, hecha con una cajita cuadrada, como la que puede contener un tarro mediano de crema o ungüento. Ya
con todas esas piezas a la vista, lo que siguió fue unirlas con pegamento y colocar
los foquitos, de esos que denominan leds. Instalé, con maña y silicón, los
ojos, la nariz y la boca. Con cables internos como tripas conecté las luces hacia una pila
cuadrada que ingeniosamente ubiqué, invisible, en la espalda del robot. Ya con los leds puestos
el mono era un fenómeno, pero no estuve conforme, pues como vengo diciendo, yo
estaba endiosado por un espíritu científico que jamás ha vuelto a visitarme.
Coloqué los brazos en
distinta posición: uno caído, otro, el derecho, apuntando al frente, fijo.
Dentro de la caja que era el brazo derecho instalé con maestría mi rayo láser,
lo fijé bien, y permití que fuera encendido mediante un dispositivo oculto,
cercano a la zona del codo. Cuando todo estuvo listo, luego de varias horas de
trabajo enfebrecido, probamos el robot en un lugar oscuro, para percibir bien
la vistosidad de las luces. Aquello fue hermoso. El maldito robot echaba unas luces vivas, intensas e infalibles, y el láser, como solemos decir, dejaba
chiva de tan eficaz.
Tras ver eso, mi hija y yo
estuvimos seguros del triunfo. Llegó el lunes y entró al salón, supongo que
orgullosa con su robot lumínico. No vi, claro, la competencia, nada, sólo supe
el resultado cuando me lo comunicó mi hija a mediodía. Su explicación, jamás la
olvidaré, fue ésta: todos los niños querían mi robot, encender sus luces, principalmente
el rayo láser. Se peleaban por jugar con él. Fue el que más gustó. La maestra,
sin embargo, dijo que el primer lugar era para un robot que tenía el tamaño de
un niño, un robot grande. Ese ganó.
Le pregunté, cómo no iba a
hacerlo, si además del tamaño aquel robot tenía algo más. No sé, luces, sonido,
algo. Mi hija añadió: “No, papá, nada. Sólo era un robot más grande”. Tampoco
olvido mi conclusión: “Bueno, la maestra hubiera aclarado que hiciéramos una piñata
con aspecto de robot”. Pero mi hija estaba contenta, pese a todo. Su robot
había sido, insistió, el que gustó más. El dictamen de la maestra no había destruido
pues el aprecio de mi hija por aquel robot que cautivó mi vida.
martes, noviembre 27, 2012
Nadie lo merece
Qué extraño, qué agobiante estado de ánimo. Desde que supe
de esa atrocidad, hace poco más de 24 horas, he sentido el alma en los pies,
derrumbada en el piso como sombra. ¿Cómo digerir una noticia de ese tamaño? No
hay estómago que pueda hacerlo, no hay alma sensata que
sea capaz de pasar ese trance sin sentir el estremecimiento del horror, el peso de la pena más profunda que arrastrarse pueda en el reino de
esta vida cercada ahora por la muerte. Él, mi amigo, me dijo: “Nadie lo merece,
Jaime, nadie”. No, nadie. Tan terrible fue que miren mi rodeo, mi prudencia
discursiva, mi decir hermético, mi miedo.
No supe qué más añadir, qué más decir para arrimar algún
consuelo. Cuando el espanto nos lleva a las orillas de la monstruosidad, uno
enmudece y así, en silencio, llora. Sí, llora como ya lloré, como seguiremos llorando.
lunes, noviembre 26, 2012
Lorca en Durango, y yo roto
Amigo A.N., mi mano está tendida
Hoy hace rato, a las ocho de la noche en el Museo de la Ciudad Guadalupe Victoria, de Durango capital,
escuché a la Camerata de San Luis Potosí. Fue una más de las actividades
enmarcadas en el Festival de la Ciudad Ricardo Castro, donde Torreón es ciudad
invitada y donde, por supuesto, habrá presencia artística torreonense. Fue muy grato
escuchar a la bien trazada Camerata potosina, una agrupación dirigida por el
maestro Julio de Santiago, poco menos de veinte músicos colocados en la
perfección con sus ejecuciones.
Mi
sorpresa quedó mejor afirmada con el solista que acompañó a la Camerata: el
cantante Fernando del Castillo. Su repertorio fue popular, muy bueno, con algo
de Lara y José Alfredo, entre otros compositores famosos. Los mejor, sin
embargo, fueron los dos temas arreglados a partir de un poema de Lorca y otro
de Torres Bodet.
No
puedo describir lo delicado, exquisito y a las vez trágico del arreglo para el
poema de Lorca; tuve la oportunidad de hablar al final, y dije no sé cómo,
emocionado, que hacía mucho, muchísimo, que no me conmovía así una canción. La
letra corresponde al breve poema titulado “Memento”, y es ésta:
Cuando yo me muera
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera
enterradme si queréis
en una veleta.
¡Cuando yo me muera!
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera
enterradme si queréis
en una veleta.
¡Cuando yo me muera!
Con esos
diez versos, un arreglo con cierta dolorosa sonoridad a Manuel de Falla, un
acompañamiento musical espléndido y una voz —como lo dije en público— templada,
fina, sin estridencias, llegué al tope de mi emoción. Tan poético fue ese
momento que al final, en el encore,
repitieron la ejecución de “Memento”.
Mientras
la escuchaba, mi mente estuvo cerca de un amigo que ayer fue golpeado por el
mayor dolor que puede padecer un padre. Y pensé. Pensé que mientras hay hombres
que se afanan por tocar el cenit de la belleza, del arte —como los músicos
potosinos y el maestro Fernando del Castillo— otros dañan de una manera lejanísima
a cualquier forma de respeto por la vida. Sentí miedo, sentí rabia, sentí impotencia. ¿Cómo
es posible que haya tanto arte y al mismo tiempo nuestro mundo sea este mundo?
Nunca lograré entenderlo.
sábado, noviembre 24, 2012
El vuelo del Supermán
Un
tuit de Édgar Salinas me dejó pensando desde el miércoles. Lo envió para tres
de sus contactos: Chava Perales, Jesús Haro y el que aquí comenta. Contenía un enlace hacia la web La Ciudad Deportiva, que yo no conocía. De esa página, nos convidó
el artículo “Navegando por el Atlántico: Una pasión
nunca se extingue (I)”, firmado por Alan Sunderland. El primer párrafo establece
claramente el planteamiento: “Y usted… ¿recuerda,
sabe o reconoce de dónde nació el amor por su equipo? ¿Le fue heredado, se lo
impusieron, no tenía de otra, adquirió una moda, le gustó algún jugador, le
agradaban los colores de la entidad, los uniformes que vestían los futbolistas,
la marca que los patrocinaba, el estadio que defendían, el sufrimiento que le
provocaban, las alegrías que le brindaban, los motes que tenían, las
rivalidades que se fomentaban? ¿Cuál fue la razón por la que usted, aficionado,
pasivo o apasionado, le va, hoy en día, a su equipo?”.
Respondí con un tuit que más o menos decía esto, muy en la
generalidad obligada por el corsé de los 140 caracteres: “Para mí es fácil
saberlo: el fut llegó a mi vida cuando la Máquina era la Máquina”. Es, reitero, un comentario general, sometido a la
falta de espacio. Al ampliarlo gracias a la hospitalidad del blog, puedo decir
que, en efecto, mi primer enamoramiento futbolero fue el de Cruz Azul, y pese a
los quince años en ayunas que todos conocemos, esa querencia sigue vigente,
aunque entibiada por mi alejamiento del futbol en casi todos los sentidos,
salvo en el de escribir de vez en cuando algún relato con aspiraciones literarias
o, como aquí, algún artículo a vuelatecla.
Mi
respuesta en tuit no hace pues la precisión que doy ahora: la Máquina era la
Máquina, ciertamente, pero en realidad yo me enganché con Cruz Azul gracias a
la admiración que sentí por su portero del tri y bicampeonato, el argentino José
Miguel Marín Acotto (Río Tercero, Córdoba, Argentina 1945-Querétaro, México,
1991). En 1974, cuando los Cementeros obtuvieron otra corona de las muchas que
ganaron en los setenta, yo tenía exactos los diez años. Dado que nací en un
hogar con mucha influencia beisbolera —por mi padre, que siempre jugó buena
pelota amateur—, el fut me importaba poco. Pero fui por primera vez con unos amigos
al estadio San Isidro, el cubil del Laguna, para ver a la Ola Verde contra Cruz
Azul.
Sentí
la obligación de apoyar a los de mi tierra, y así lo hice en aquel partido.
Pero allí estaba la Máquina celeste con todas sus estrellas, con ese portero
que era un ídolo entre ídolos. Fue el primer partido que vi en un estadio, y
quedé impresionado con el encanto del futbol y alelado sobre todo por una
jugada, un instante que cambió mi vida. Describo.
Laguna
ataca por el extremo izquierdo. Hay un desborde y un centro en diagonal, a la
olla. El rematador adelanta al defensa, cabecea con fuerza y colocación, la
pelota va al ángulo, la gente se levanta ya con el grito de gol vibrando en la
garganta, y cuando parece que el balón lamerá las redes de los Cementeros, un
tipo de cuerpo robusto, de presencia imponente y traje negro con vivos blancos
en los hombros, el portero Miguel Marín, pega un brinco descomunal, se tiende
hacia su izquierda por el aire, vuela como cuatro metros y en lugar de tirar un
manotazo a la pelota para echarla fuera por la raya del fondo, la toma en las
alturas con las dos manos, cae con elegancia, se levanta, despeja de lado,
tendidito, y así comienza el contrataque de su equipo.
Vista
así, casi a ras de campo, esa jugada cambió mi vida. Vi volar un ser humano, vi
cómo se colgó del balón y vi como aterrizó, sin despeinarse, en el césped de
San Isidro. El partido quedó empatado 1-1, y pocos meses después Laguna,
nuestro equipo, desapareció de la primera división.
Al
quedar en la orfandad de aficionado, fue fácil encariñarme con Cruz Azul,
equipo al que secretamente ya seguía. Supongo que vi decenas de partidos,
jugaba los sábados en el Azteca, el "Coloso de Santa Úrsula", y lo pasaba el canal 5. Bien
entrado en la adolescencia, gocé con sus triunfos y llegué a llorar, lo
confieso, ante alguna de sus derrotas, sobre todo cuando las padecía contra el
América.
En
los segundos tiempos de los partidos cruzazulinos siempre narraba Ángel
Fernández, el mejor en ese oficio. Él admiraba a Marín tanto como muchos, tanto
como yo. Le decía con elegancia de locutor experto El Gato, o ¡Supermán Marín!
Bueno,
por aquel gran portero cordobés, ex jugador y campeón con Vélez Sarsfield,
multicampeón en México y Supermán de carne y hueso, soy fanático de Cruz Azul
desde hace más de 35 años. Así de fácil.
jueves, noviembre 22, 2012
Ángeles para el asombro*

Hace año y medio, poco más o poco menos, me topé en el Paseo
de la Reforma, la principal avenida del país, con los ángeles de Jorge
Marín. Andaba, como siempre que voy al DF, de prisa, no recuerdo con qué
pendientes en la cabeza y con qué apuro en los pies. Caminé el tramo de los
ángeles y recuerdo bien lo que pensé en aquel momento. Ocurrió lo que paso a
describir.
En general, si aceptamos que el arte es el arte de producir
asombro por medio de la belleza, la obra de Marín, sin duda, lo logra. Basta
ver las fotos de sus esculturas para advertir que su mano y su imaginación
están, sin regateo, al servicio del arte.
Ahora bien, no quiero reflexionar aquí sobre la creación sino
sobre la recepción del objeto artístico tal y como lo noté en mi acelerada
observación sobre el Paseo de la Reforma. En varias disciplinas artísticas el
usuario dialoga a solas con la obra, la interroga, sonríe, discrepa o muestra
su indiferencia en un entorno íntimo, de suerte que el creador no puede ver su
reacción, el efecto que la obra produce en el decodificador último.
Al pasear por Reforma y ver los ángeles de Marín, comprobé lo
que podía comprobar el propio autor: que no hay arte más cercano al receptor
que la escultura pública de mediana dimensión, esa que está cerca del tamaño
humano y permite acercamientos similares a los que establecen los hombres con sus
congéneres.
Y hay algo más. A diferencia de la escultura monumental o la
concebida para habitar en el museo, la escultura pública de dimensiones
medianas permite la interacción con el ciudadano al grado del toqueteo, de la
palpación, una especie de venturosa promiscuidad que termina por integrar la
obra con la gente.
Esto, precisamente, fue lo que pensé cuando tuve la suerte de
conocer la procesión de ángeles: aquí no hay distancia entre obra y público, y
qué suertudo es el artista que puede ver las reacciones de la gente a medida
que ésta descubre las diferentes piezas de la reunión seráfica denominada
"Alas de la ciudad".
Pasaron los meses y, por las carambolas que da la vida, la maestra
Lourdes Bernal me convidó a presentar el libro sobre las esculturas angélicas
de Marín. ¿Y qué encontré al deambular por las páginas de este registro
fotográfico? Las imágenes más recurrentes del libro muestran al diverso
ciudadano en cerrada convivencia con las esculturas, muestran sus sonrisas, sus
poses, los misceláneos gestos que acusa la gente de a pie al toparse con un
conglomerado de férreos y paradójicamente etéreos ángeles.
En efecto, el registro fotográfico deja claro que es
indisociable esta obra para el espacio público de la recepción que la gente
hace de botepronto a cada ángel, casi como si el objeto artístico tuviera el
mismo peso fotográfico que el sujeto receptor.
El libro, bellísimamente editado y prologado con maestría por
Carlos Fuentes, expone lo que ya estamos viendo en Coahuila: que una de las más
altas aspiraciones del arte es su capacidad para convertirse en propiedad de
todos, sin distingo de clases, edades, sexos, nada. Y lo más importante: los
ángeles de Marín admiten una lectura válida desde cualquier angulación
cultural, es decir, que abren la puerta a la democrática perplejidad del
ciudadano sin importar qué sea o no ilustrado.
Concluyo entonces: este libro es una prueba fehaciente del
asombro retenido en fotos: asombro por las figuras de Marín y asombro por la
gente que las mira, que las palpa y de golpe siente el relámpago de la
felicidad estética.
*Texto leído en Saltillo y Torreón para sendas presentaciones
de Alas de la ciudad, registro
fotográfico de la exposición homónima del maestro Jorge Marín. Prólogo de
Carlos Fuentes; texto de Jorge F. Hernández; fotografías: Jorge Lépez Vela y
Adam Wiseman. Grupo Romo, s/f, México, 99 pp. Dos exposiciones de Jorge Marín se
encuentran ahora en Torreón: Alas de la ciudad, en la Plaza Mayor, y El cuerpo
como paisaje, en el Museo Arocena (inaugurada hoy 22 de noviembre de 2012). La
primera permanecerá hasta el 4 de diciembre de este año; la segunda, hasta el 31 de marzo
de 2013.
miércoles, noviembre 21, 2012
El Libro de oraciones o los guiños del humor
Mucho
se viene haciendo recientemente por el microrrelato latinoamericano.
Nacido a tientas, sin categoría precisa, en el seno del Modernismo, esta forma
breve es, como sabemos, el resultado literario de lo que otras artes como la
escultura y la pintura expresaron mediante el despojamiento de elementos,
restando más que sumando, como se puede apreciar en las esculturas de Brancusi
y Moore o los cuadros de Mondrian, Klee o Tàpies lo que de alguna manera terminó
siendo denominado “minimalismo”.
A
diferencia del exuberante barroco, de la novela del siglo XIX y de tantas
formas literarias en las que brilla el esplendor creativo pero también, a
veces, nos molesta la innecesaria retórica, el texto corto amaneció con timidez
en nuestras letras y poco a poco, siempre en la oscuridad, siempre como trabajo
lateral de los grandes escritores, fue adquiriendo carta de ciudadanía hasta
lograr lo que ahora es: un subgénero con innumerables cultores y ya buena
cantidad de historias (historias en tanto trabajos que describen su pasado) y teorizaciones
académicas.
Aunque
todavía hoy, empero, una cantidad grande de lectores, de escritores y de
críticos (como Javier Marías, por ejemplo) lo consideran nada, una mala broma, hay
un sector importante de nuestras repúblicas literarias que lo admite y lo
fomenta. En su asentamiento como forma legítima de la literatura tuvieron y
tienen mucho que ver escritores importantes como Reyes, Borges, Torri, Arreola,
Cortázar, Monterroso, Filisberto Hernández, Aub, Benedetti, Anderson Imbert, Samperio, Garrido, Galeano, José María Merino, Raúl Brasca, Ana María Shua, Mario Goloboff, Luisa
Valenzuela, Eduardo Berti, Diego Muñoz, Rogelio Guedea, entre otros, e historiadores,
compiladores y teóricos como David Lagmanovich, Lauro Zavala, Raúl Brasca,
Javier Perucho, Violeta Rojo, Juan Armando Epple, Graciela Tomassini, Miriam Di Gerónimo, Susana
Salim, Sandra Bianchi, Fernando Valls, también entre otros. Todos ellos, sin plan previo aunque
estimulados por el fenómeno de ese emergente minimalismo, aportaron por
variados medios microficciones o estudios sobre la microficción que han
permitido abrir cancha al género tanto en la prensa y el libro como en las
aulas y los congresos.
En
lo personal, debo mucho a tres de los mencionados: Arreola y Monterroso como
creadores y Lagmanovich como historiador y teórico. Gracias a ellos, puedo
decirlo así, me enganché en este género y hasta la fecha lo leo y trato de
practicarlo aunque sea sin disciplina, sin búsqueda deliberada, sólo cuando
llama a la puerta. En su libro Microrrelatos,
de 2004, que reseñé ese mismo año, comenté esto que quiero recordar:
El
argentino [me refiero a Lagmanovich] expone que los embriones de la brevedad
podemos encontrarlos en buena parte de la estética decimonónica. Aunque a la
literatura llega un tanto después, el deseo de evitar excesos y redundancias se
incorpora gradualmente a las artes; así en Debussy y su rechazo a la extensión
de los dramas líricos wagnerianos o, en el plano de la escultura, la belleza
conceptual y simbólica de Constantin Brancusi. De la torrencial búsqueda en la
forma se pasa poco a poco al despojamiento de todo aquello que empiece a
parecer desmesura, ripio.
En
fin, todo esto confluye [dice Lagmanovich] en uno de los más poderosos asertos teóricos del arte
del siglo XX: la maravillosamente adecuada aseveración, compartida por Walter
Gropius, Mies van der Rohe y otros teóricos del grupo de la Bauhaus (1919-1933)
que se expresa en estas tres palabras: “Menos es más”.
Aunque
no lo esperaba, la ficción mínima contó en los años recientes con el desarrollo
de las nuevas tecnologías de la comunicación. La superabundancia de soportes
posibilitó la superabundancia de emisores, receptores y mensajes. El tiempo de
vertiginosidad había cambiado un paradigma de la codificación: ya no funcionaría
igual un texto largo y complejo, y aunque no desapareció, convive ahora con
millones de textos que hoy caben cómodamente no sólo en libros, revistas y
periódicos sino también en blogs, cuentas de Twitter, Facebook y YouTube. El
relato corto, y en general todo lo que tienda a ser breve, a ahorrar tiempo en
el proceso de consumo, pasó a ocupar un sitio que ahora nos permite
considerarlo, si no apreciable, al menos no tan despreciable como ocurría hace algunas
décadas.
En
esta lógica del texto (ensayo, relato) breve se inscribe el Libro de oraciones, de Jaime Palacios
Chapa (Monterrey, 1962), quien estudió Comunicación y Psicología, y dos
maestrías, una en Letras y otra en Estudios Humanísticos. Su Libro de oraciones puede ser clasificado
genéricamente en el casillero del microrrelato, dado que ésta es la forma
predominante en sus páginas, pero en realidad se trata de una obra de difícil
clasificación. Creo que es, más bien, una miscelánea de piezas cortas en las
que se bordea ora el microrrelato, ora la estampa biográfica, ora el ensayo
breve poemático, ora el cuento convencional. Su común denominador, por tanto, debemos hallarlo menos en la forma que en
el tono: todas sus páginas asumen un propósito claramente irónico a la manera
de uno de los fundadores, o el fundador, de esta tesitura: Marcel Schwob.
¿Qué
significa esto? Que si no directamente, por algún camino llegó a Palacios Chapa
el modo schwobeano de observar la realidad: con un humor que opera como si hablara
muy en serio, solemne, a veces hasta campanudo en su decir. El diseño del libro
ayuda a reforzar la contradicción paródica: su aspecto es sobrio, de un rojo
casi místico, y tanto sus grecas como sus estampas nos remiten a un mundo de
gravedades teológicas. Lo que encontramos en los textos, en contraste, son microrrelatos
caricaturales, comentarios burlones y hagiografías donde se narran santidades
colindantes con el disparate, todo vestido con una prosa que parece brotar de
un hombre sereno sobre el púlpito.
No
es el humor, por cierto, nada ajeno a las formas breves. De hecho, es
característica casi inherente a ellas, tanto que en ocasiones cae
estrepitosamente en el chiste o la mera y vana boutade. Pero el Libro de oraciones
no incurre en ese desliz. Hay, creo, un bello equilibrio entre el ingenio de
las ocurrencias con la belleza de la prosa y el cuidado del efecto final. Lo
compruebo con una sola de sus piezas, tan breve como eficaz, basada toda en la
hiperbolización de una conducta:
Fray
Ludovico, una vez superado el accidente contemplativo que lo condujo a ser el
mismo un receptor de televisión de paga, abandonó su celda para buscar en el
mundo la excesivamente pavimentada huella del pobrecito de Asís.
Al poco tiempo, Fray Ludovico hablaba
con perros y gatos de la calle, comía las sobras que ellos dejaban y visitaba
zoológicos como quien visita hospitales.
Al poco tiempo, empezó a cantar para que
las aves no gastaran sus gargantas en el aire corrupto, y a vaciar garrafones
de agua purificada en ríos y estanques para compensar a los peses por el
líquido que insistentemente hacemos irrespirable a sus branquias.
Al poco tiempo, Fray Ludovico tuvo un
personalísimo discernimiento de la Teología de la Liberación y se unió a Greenpeace.
Según los noticieros, ya es buscado por atentados violentos contra muchas
carnicerías, algunas tiendas de mascotas y varios laboratorios de Biología en
escuelas secundarias.
Nótese
lo que señalo: el tono que aparenta seriedad, la intencional pobreza de
recursos en la entrada de los tres párrafos que empiezan con la fórmula “Al
poco tiempo”, el disparate —dicho con mentirosa indiferencia— de los garrafones,
la juguetona malicia del agua que “respiran” las branquias, el discernimiento
de una teología que transforma al personaje en terrorista al servicio de una
organización mundial, y las risibles sedes donde perpetra su acción justiciera.
El
microrrelato, o la forma breve en general, debe acatar casi irremediablemente
la forma del iceberg: vemos un texto,
sí, pero eso debe ser la punta visible de muchas malicias escondidas. El Libro de oraciones cumple este
principio: debajo de sus renglones —aparentemente inocentes— late un mundo lúdico
y literariamente valioso: el mundo, escamoteado adrede por el autor, de las formas súbitas.
Libro de oraciones,
Jaime Palacios Chapa, UANL, 2012, 114 pp. Cuidado de la edición: Francisco
Larios Osuna. Texto leído en la presentación de este libro celebrada en la
Alianza Francesa de La Laguna. Participaron Jaime Palacios, Ángel Reyna y Jaime
Muñoz. Torreón, Coahuila, a 21 de noviembre de 2012.
domingo, noviembre 18, 2012
Aeronáutica en miniatura
Estuve ayer sábado en la cuarta edición de la Noche de las
Estrellas celebrada en la Plaza Mayor de Torreón y me dio gusto ver que fue exitosa. Pese
al seminublado del cielo, lo que obstruyó la observación desde los numerosos
telescopios instalados para el público, entre cinco o seis mil laguneros
trabajaron con sus hijos en los talleres y disfrutaron espectáculos de baile,
luz y sonido. Fue una noche grata, en suma.
Uno de los pabellones propuso la elaboración de cohetes
armados con botellas de plástico y papel. Fue quizá el más concurrido, pues los
niños oyen la palabra “cohete” y no hay poder humano que les anule la
curiosidad, más si está de por medio el ofrecimiento para que fabriquen uno. Lo
importante de este taller es que al final de su elaboración, el cohete casero
podía ser lanzado con un sistema de agua y aire comprimidos. Todo se veía muy
manual, muy casero, incluida la bomba de aire para inflar llantas de bicicleta
que servía como instrumento inyector del aire con el cual se lograba la
propulsión del cohete. No me pregunten los detalles técnicos, pero vi que, en
efecto, cada cohete volaba entre cinco y seis metros en línea recta, así que en
los hechos eso funcionó de maravilla.
Al ver el despegue de los cohetes me cayó de golpe un
pasaje de mi infancia, cuando me convertí en experto fabricante de un objeto parecido, aunque
con otra técnica de propulsión, no con agua y aire comprimidos. Explico.
Ubiquémonos en 1974 más o menos, en los alrededores de una casa antigua de la
calle Madero, en Gómez Palacio. Yo tenía diez, casi once años, y los juegos
inmediatos para la palomilla eran el fut y beis callejeros, las canicas, el
trompo, los papalotes, el bélit (que describí hace un par de años en estos dos
artículos: 1
y 2)
y quizá algún otro con menor intensidad, como el coleccionismo de barajitas de
luchadores, el yoyo, los pocitos, el brinca tu burro, el chinchilagua y, más
esporádicamente, el balero. Recuerdo que todos esos juegos tenían sus
temporadas, que, por ejemplo, en febrero y marzo aprovechábamos
el ventoso ambiente lagunero para armar papalotes de papel de china o de periódico
que luego volábamos en terrenos baldíos o semibaldíos.
Entre los juegos que jamás supe de dónde salieron ni qué tan
populares fueron en mi entorno gomezpalatino está uno que practiqué con dedicación
casi japonesa: la fabricación de cohetes con cerillos y papel plata o dorado de
caja de cigarros. Les decíamos “cohetitos”, o más exactamente, “cuetitos”. Su
fabricación era totalmente manual, económica y, a simple vista, sencilla. Con
una cajita de cerillos Clásicos o Talismán y papel reciclado de caja de cigarros
se podían armar unas verdaderas joyas de la aeronáutica en miniatura.
Debo decir que para surtir los insumos era necesario
conseguir unas pocas monedas, salir a la miscelánea y comprar al menos una
cajita de cerrillos. Es importante aclarar que se requerían cerillos (los
españoles les dicen “cerillas”, y “fósforos” los argentinos) con palito
encerado, no de madera. En cuanto al papel, lo fundamental era andar
permanentemente a la caza de cajas de cigarros vacías, de ésas que tira cualquier
fumador en cualquier parte; de allí obteníamos el papel metálico.
No ignoro que era peligroso, pero en aquellos tiempos la
calle era nuestra y aunque el peligro estaba en todos lados, asombrosamente la
mayor parte de los niños salía incólume. Sé asimismo que al describir esto puedo despertar
al pequeño Eróstrato que todos llevamos dentro, pero confío en: 1. Que este
blog sólo es leído por verijones que ya no jugarán a los cuetitos, y 2) Que este blog más bien no tiene lectores,
así que no hay peligro si al narrar este recuerdo doy de paso las instrucciones para hacer
cuetitos.
Decía pues que ya conseguidos los cerillos y el papel, mis
hermanos y los amigos de la cuadra nos reuníamos en algún sitio que podemos
denominar, no sin grandilocuencia, “zona de lanzamiento”. Debíamos tener en cuenta
una condición meteorológica determinada: que no hubiera viento, para lo cual
servía aislarse en un patio chico, al aire libre pero con paredes que
prácticamente generaran una condición cero de factor viento.
Luego de localizar el lugar, comenzábamos el armado de los
cuetitos. El procedimiento era, es, elemental, como se puede notar en la imagen que encabeza este post: sobre un pedacito de papel
metálico (debía ser de los cigarros, insisto, metálico por un lado, con papel
blanco por el otro) de unos 4x3 centímetros colocábamos los cerillos en el
lado opaco; luego lo hacíamos taquito, con los tres cerillos a la
mitad, para que al hacer el taco le salieran las patas; después hacíamos
una especie de piquito o churro en la cresta del cohete y apretábamos un poco
en la parte baja del papel metálico. Al final, abríamos las patas de los
cerrillos con un pequeño doblez, para que formaran una especie de trípode y la micronave pudiera pararse.
Ya listo el cuetito, cada fabricante procedía a encenderlo,
y aquí es donde importaba mucho que no hubiera aire, pues necesitábamos que la
llama no se moviera, que fuera perfectamente vertical. El encendido de las
patas provocaba una lumbre recta, que poco a poco calentaba la cabeza de los
cerrillos abrazados por el papel hasta que las tres bolitas de fósforo
encendían y se lograba una propulsión inmediata, con todo y línea de humo.
Da la impresión de que fabricar cuetitos es hacer
enchiladas, pero fui testigo del fracaso padecido por muchos practicantes de este tipo de ingeniería. Si
tienen defectos de fabricación, los cuetitos pueden encender antes de tiempo, o
si se les queman las patas antes de que la lumbre llegue al fósforo, se caen y
no encienden o encienden tarde y sólo logran propulsión a ras de suelo.
Modestia al margen, fui —puedo decir soy— un cuetista
consumado. Llegué a fabricar cuetitos de esa índole que volaban hacia arriba,
en línea recta, tres o cuatro metros, lo que no es poco si consideramos que su “motor”
eran tres miserables cerillos.
Recuerdo, para terminar con este apunte de aeronáutica rupestre,
que en mi obsesión por perfeccionar la técnica una vez compré un paquete entero
de cerillos Clásicos (como veinte cajitas) y salí a buscar en la calle paquetes
vacíos de cigarrillos, para extraer el papel metálico y contar con mucha materia prima. Hice cientos de
cuetitos y por una época me consideré el mejor de la cuadra en ese estúpido divertimento.
Ustedes habrán de perdonar lo que hacíamos en aquellos
tiempos. No teníamos internet, cable, Xbox, nada. Nosotros jugábamos con lo que
costaba un tostón o hallábamos tirado en cualquier lado.
martes, noviembre 13, 2012
El espacio de Borges
Esta crónica fue publicada
en la revista Noticias & Protagonistas, de Mar del Plata, Argentina,
en junio de 2004. Fue una especie de reencuentro con la crónica, género que
como lector nunca he abandonado y que como escritor/periodista practiqué mucho
de joven gracias al impulso de Función de medianoche, libro clave, al
menos para mí y para Saúl Rosales, de la crónica setentera mexicana.
A pedido de Prometeo Murillo, esta crónica salió luego en Artefacto,
revista de la Comarca Lagunera; hoy, ocho años después, sube a este blog.
El espacio de Borges
Jaime Muñoz Vargas
¿Cómo aprovechar la cancha de ocho mil caracteres que Juan Pablo
Neyret me ha convidado con el fin de celebrar el día del escritor en Argentina
y el aniversario de la muerte de Borges? Fácil: escribiendo, ya instalado en
México, mi reciente y breve y profunda experiencia argentina, mi paso por
algunas librerías de Buenos Aires, mi permanente sensación de que esas calles
del centro eran las mismas que había escrito Borges, mi certeza de que tal vez
anduve cerca del sótano donde el enorme ciego vislumbró el aleph. Porque salí
de mi natal Torreón, Coahuila, en el árido centro-norte mexicano, con la terca
idea de que, por fin, Buenos Aires y Borges estaban en mi itinerario. Fue un
viaje largamente acariciado, una espera de años. Y por fin, por fin.
Soy, lo digo cada vez que se atraviesa la oportunidad, un
sedentario empedernido. Como los koalas, con un árbol me he conformado y hasta
puedo pedir menos, pues sé que viviría feliz en cualquier rama. Por eso resultó
una verdadera aventura aceptar la generosa invitación del doctor David
Lagmanovich, estimadísimo amigo e internético tutor, quien con algunos correos
electrónicos logró persuadirme de que bajara de mi árbol y viajara a la
Argentina para participar en el VII Congreso
de Hispanistas celebrado en San Miguel de Tucumán, en el noroeste argentino,
del 19 al 22 de mayo.
Miles de personas han emprendido el viaje de Norte a Sudamérica.
Como quiera que sea, este viaje fue mi viaje, y con asombro todavía me
impresiono con lo que a otros tal vez ya les parece demasiado ordinario: pensar
que en quince horas de vuelo pasé de Torreón a Buenos Aires, eso con escalas
breves en el Distrito Federal y en Santiago de Chile. Llegué al aeropuerto
internacional de Ezeiza en la medianoche del sábado 15. En un microbús de la
línea Tienda León pasé de la aeropista al Gran Hotel España, en Tacuarí 80,
precisamente en el ombligo de la capital federal. Esa primera impresión de
Buenos Aires fue nocturna; amplias carreteras, edificios de todos los tamaños,
innumerables anuncios espectaculares, nada que se diferenciara demasiado de mis
visitas al DF. Tal vez, y esto
podría ser cuestionable, noté más orden y menos pobreza en esta megalópolis que
en la capital de México. De inmediato, los señalamientos de tránsito comenzaron
a traerme las palabras que gracias a la literatura ya guardaba en mi
desordenada memoria: Liniers, Villa Crespo, Boedo, Lanús, Avellaneda,
Recoleta... Como siempre me ocurre, por las palabras entro al mundo, y Buenos
Aires me obsequió de golpe un montón de gestos hasta entonces conocidos sólo
por medio de los libros.
El sábado 15 desperté con la curiosidad de palpar la atmósfera de
la capital argentina. Advertido por David, cargué al menos un suéter que me
protegió del gélido otoño sudamericano, en estas fechas el polo opuesto al
perol chicharronero llamado La Laguna, lugar donde (sobre)vivo. La ciudad lucía
gris, húmeda, con nublazones y mucho viento helado. La primera zona que recorrí
fue la Avenida de Mayo. No entendí por qué había tantos negocios cerrados, con
la cortina metálica corrida hasta el suelo. Era sábado, sí, pero en mi remoto
norte, pensé, los sábados tienen mucho movimiento, y en aquel sabatino Buenos
Aires noté la vida comercial muy apagada. Las cortinas como párpados cerrados
me permitieron leer los agresivos graffitis que cunden por toda la ciudad,
pintas políticas que grupos radicales dejan plasmadas en los establecimientos
comerciales como decorado de la crisis, las crisis. La violencia sesentera de
aquellas palabras también me impresionó, y no titubeo al afirmar que aquella
fue mi primera y nada turística y muy despierta visión de Buenos Aires.
Sin advertirlo, mientras leía los grafitis antimperialistas que en
México ya casi desaparecieron, llegué a la legendaria Plaza de Mayo. De frente
me encontré con la Casa Rosada, con su obelisco, con una discreta cuota de
turistas y con un plantón, el que tenían asentado algunos veteranos de las
Malvinas para exigir mejoras a sus pensiones de ex combatientes. En ese primer
vagabundeo me abordó un joven vendedor de banderitas albicelestes. Pese a su
pobreza evidente (un suéter raído, un pantalón seboso, los ojos estrábicos), me
distrajo con buena retórica, con frases bien construidas, con habilidad verbal,
rasgo que luego me parecería común en la Argentina, pues en el taxi o en
cualquier sitio la gente se emplea bien al momento de conversar. El joven no me
ofreció su mercancía, no me impuso su asedio comercial, simplemente me explicó
que la Argentina atravesaba por una etapa dura, pero que ellos ya estaban
acostumbrados y se iban a recuperar. Luego se apuntó para tomarme una foto, me
prestó una banderita y allí quedé, inmortalizado en una imagen con la Casa
Rosada al fondo y yo con la tímida banderita a media asta.
Luego de visitar por accidente el ombligo histórico de Buenos Aires,
me alejé unas cuadras. David Lagmanovich, en un mail que en realidad era una
guía para que me orientara en aquel primer contacto con Buenos Aires, recomendó
que no me perdiera un desayuno en el Café Tortoni, establecimiento de añeja
tradición. Allá fui. Me atendió un mesero, o sea un mozo, con deficiente
español, un tipo que parecía balcánico recién llegado a la Argentina. Pedí un
sándwich, una gaseosa (o sea, nuestra “soda” o nuestro “refresco”) y un café
que me sirvieron en una taza microscópica y cuyo sabor, como casi todo el café
de este país, me supo demasiado amargo. Vi luego una vitrina que guardaba fotos
del recuerdo en el Tortoni. Cantantes, políticos, escritores. Entre ellos,
Borges conversando con amigos en animada mesa. “Aquí ando, viejo, por fin”, pensé.
Prácticamente no salí del centro. Era demasiado ambición llegar
más lejos, y ni siquiera lo intenté. Yrigoyen, Suipacha, 9 de Julio, Avenida de
Mayo, Florida, Corrientes, Chacabuco, Lavalle, Tucumán, ¿qué más podía pedir un
hombre que sólo había leído esas calles? “Es el centro de Borges, el lugar
donde más caminó, las aceras donde seguramente nacieron sus adjetivos, sus
juegos con el tiempo, su noción del laberinto”, me dije muchas veces y la
felicidad de quien visita a un gran amigo me cobijó en todo momento.
La bitácora se fue nutriendo de pormenores, de detalles
importantes o al menos llamativos, en efecto, pero ajenos a mi búsqueda
principal: el espacio de Borges. Anoté todo lo que pude, y éste no es el
momento para vaciar la lista de lo que más me impresionó, que como digo no fue
poco. No tardé ni un día en caer atrapado por la telaraña de las buenas
librerías que cunden en Buenos Aires. De viejo, de nuevo, todas amenazaban con
aniquilar mi flaco presupuesto de asalariado en trance de turistear. Resistí
como macho mexicano, pero no pude no ceder a la tentación (¿debo entrecomillar
“ceder a la tentación”?) de hacerme trampa y comprar lo inconseguible en
México. Walsh, Feinmann, Macedonio, una buena cuota de Soriano, la tremenda
revelación de Abelardo Castillo. Allí, entre esos autores, saltó un periodista
llamado Alejandro Vaccaro, autor de El señor Borges, una largo diálogo
con la señora Epifanía Uveda de Robledo, quien durante muchos años fue la “fiel
servidora” de la familia Borges. El señor Borges no me pareció caro, y
lo compré como curiosidad inhallable en las librerías de mi patria. A los
amigos borgólatras de Torreón, creí, les iba a parecer interesante. Al salir de
la Distal erré unas cuadras por Florida, contento con los espectáculos
callejeros y con mi primera tanda de libros ahora agazapados en una bolsa de
papel azul eléctrico. En Tucumán doblé a la izquierda y como el hambre ya era
mucha me dejé querer por un pebete (algo parecido a nuestra torta o al lagunero
lonche) en cualquiera de los muchos restaurantitos que salpican esa calle.
Aproveché la coyuntura para sentarme y para hojear, todavía sin convicción, más
bien distraídamente, los libros recién adquiridos. Abrí el de Vaccaro, al azar
—supongo que al azar, aunque ya no estoy muy seguro— en la página 69. Leí:
“Leonor Rita Acevedo nació en la ciudad de Buenos Aires en la calle Tucumán 840
—donde luego nacería su hijo Jorge Luis— el 22 de mayo 1876”. Allí me detuve,
con el pebete a medio camino entre el plato y la boca abierta mucho menos por
el afán de engullir que por la sorpresa. Tucumán 840. Tucumán 840. Apuré de dos
tarascadas el pebete, le di veloz trámite a mi gaseosa, y salí a la vereda para
ver la numeración de la calle. Estaba en los seiscientos. Aprisa, con el
corazón a todo tren, avancé hacia donde crecían los guarismos. 805, 812, 820,
832... La Fundación Jorge Luis Borges apareció en el número 840, y entré a
beberme un café, a tomarme una foto. Unas ancianas me vieron preparando el
disparador automático, y sólo se me ocurrió decirles esta frase: “Soy mexicano,
vengo a saludar al maestro”. Las ancianas sonrieron, y al menos ya no me
juzgaron loco. Pasé allí media hora. En la mochila cargaba tres o cuatro
cuentos de mi cosecha, inéditos, obra en proceso de corrección. Los coloqué
sobre la mesa. Fue entonces inevitable recordar el prólogo de El hacedor,
quizá una de las páginas más hermosas escritas por el Hombre; quise pues darle
a Borges mis cuentos y, junto con ellos, las palabras que él anheló regalarle a
Lugones: “... usted vuelve las páginas y lee con aprobación algún verso [que en
mi caso pudo ser algún parrafito], acaso porque en él ha reconocido su propia
voz, acaso porque la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría”.
Salí de allí admirando más a Borges, a Buenos Aires, a los muchos
escritores notables de Argentina, el país que tiñe de albiceleste el otro lado
de mi mexicano corazón.
Comarca Lagunera, 10, junio y 2004
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saúl rosales
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