sábado, agosto 31, 2024

Momento bisagra

 










La palabra “bisagra” se ha extendido de su significado de “gozne” a otros sentidos, ambos metafóricos. Uno de ellos es horrible; por la función flexiva entre el antebrazo y el hombro, para la raza nostra es un equivalente a axila, a sobaco, de ahí que no sea infrecuente oír “Le apestan las bisagras”, o peor: “Le jieden las bisagras”, con una jota que misteriosamente hace más pestífera la expresión. El otro caso no es ingrato: “Fue un momento bisagra”, que sirve para marcar los hitos, parteaguas o puntos de inflexión de algo o de alguien en una determinada temporalidad. En este último sentido me detendré, no en el nauseabundo.

Leo un post de esos que el algoritmo arrima tal y como opera el algoritmo: sin que lo solicitemos, despiadadamente. En ocasiones, sin embargo, se pone serio y no propala chistes, morras despampanantes o tutoriales para manualidades domésticas, sino textos más o menos bien elaborados y con asuntos de interés general. Uno de estos me cayó el jueves, y aborda sinópticamente la vida de Pete Best, quien pudo ser el baterista de Los Beatles. Me llamó la atención porque, mutatis mutandis, cuando ya somos algo viejos todos llegamos a pensar que hemos vivido uno, o quizá más, momentos bisagra en nuestro pasado. Best estaba ya en el grupo cuando al productor se le ocurrió que no cuadraba, que no poseía los atributos de Paul, John y George. Entonces le dio la noticia: saldría del grupo y su reemplazo sería Ringo. Lo que siguió en la trayectoria del cuarteto ya lo sabemos, así que huelga contarlo.

Para empezar, sé que el algoritmo no es nada pendejo. Si manda el material que manda, es porque ya nos tiene mediditos. Ni siquiera una madre conoce tan bien a sus hijos como el algoritmo a los innumerables navegantes del ciberespacio. Es la vigilancia total, absoluta, e incluye hasta nuestros apetitos más recónditos. Lo curioso es que, a diferencia de la vigilancia basada en la noción del panóptico, que incomodaba a los vigilados, ésta es invisible y bienvenida, tan aparentemente inocua que la dejamos entrar a nuestras vidas porque sería peor perder la sensación de independencia y dominio que alcanzamos mediante la pantalla táctil. Dado, entonces, que no vamos a renunciar así como así a las delicias de la navegación confesable e inconfesable, cabe por lo menos hacerse alguna pregunta, si queremos íntima, sobre las decisiones del algoritmo y por qué en el mostrador nos despacha ciertos productos y no otros.

Esto pensé ahora con el post sobre el tal Best y Los Beatles. Según la nota (lo común es no indagar si fue cierta o no, pues en la época de las noticias falsas la verdad es una categoría si no muerta, sí moribunda), “El golpe fue devastador. El éxito de The Beatles se convirtió en una herida abierta para Pete, quien no comprendía cómo había pasado de estar dentro del fenómeno cultural más grande del siglo a observarlo desde fuera. Pensó que su atractivo y talento le asegurarían una carrera, pero nadie volvió a fijarse en él. El dolor y el resentimiento lo consumieron”.

Best, abatido, trabajó dos décadas como empleado estatal, pero luego volvió a la música, alcanzó algo de reconocimiento y se embolsó “6 millones” (la nota no dice si de dólares o de qué). Pese a esto, “La prensa, al conocer la noticia, le lanzaba la pregunta hiriente: ‘¿Cómo se siente al saber que mientras usted cobró 6 millones, la fortuna de Ringo es de 400 millones?’”. El texto cierra con una especie de moraleja: “Aquel agosto de 1962 cambió la vida de dos bateristas para siempre. Esa decisión marcó un punto de quiebre tan claro que pocas veces se puede señalar un momento tan decisivo en el destino de alguien”.

¿En algún momento dije (el celular también nos escucha) o escribí algo con la orientación de la nota sobre Best? ¿Expresé que la vida me planteó alguna disyuntiva entre una realidad u otra tanto que el algoritmo ahora me lo enrostra? No sé. Pero esto es como los horóscopos: si nos esforzamos en que nos calce, nos calza. En mi caso, puedo ver varios momentos en los que por mi decisión o por ajenas causas avancé por un lado y no por otro, y es un hecho que uno nunca sabe, aunque lo especule contrafactualmente, qué hubiera sido de haber tomado otro derrotero. Insisto: no sé, pero es claro que la anécdota de Best trasluce la mugrosa y ubicua noción exitista del presente, la idea de que el segundo lugar es catastrófico. No por nada esta es la misma idea que vertebra la novela Número dos (Pinguin Random House, 2022), de David Foenkinos, que no he leído pero en una reseña pesqué que trata sobre los dos actores que llegaron a la final del casting para hacer la película Harry Potter; ya podemos imaginar qué destino le cayó encima al perdedor luego del momento bisagra que lo dejó fuera del film.

En la “Milonga del solitario”, Atahualpa Yupanqui nos regala esta estrofa: “El que me quiera ganar, / ha’e tener buen parejero. / Yo me quitaré el sombrero, / porque así me han enseñao, / y me doy por bien pagao, / dentrando atrás del primero”. No es falta de ambición, es sólo no dejarse engatusar, estemos o no estemos en un momento bisagra, por las paparruchas del éxito como única vara para medir el espesor de nuestras vidas.

miércoles, agosto 28, 2024

Naturalmente ganó

 








Las palabras tienen la peculiaridad de migrar de su sentido estricto a otros sentidos. Eso pasa con el verbo “agarrar”, que usamos los humanos aunque no tengamos garras. Este desplazamiento se da en el adverbio “naturalmente”, ya que hoy lo usamos para modificar incluso aquello que no es natural. Un ejemplo extremo sería “Naturalmente los aviones bajan su velocidad poco antes de aterrizar”, donde los aviones no ejecutan nada de manera natural, sino artificial, pero entendemos el adverbio como sinónimo de “obviamente”.

Pues bien, voy a escribir sobre alguien que en su deporte ganó naturalmente, pero a quien antes de que eso ocurriera se le echó encima una jauría mundial —la jauría de las redes sociales y su miserabilidad— de burlones que la hicieron pedazos en función de su apariencia. Me refiero, claro, a Imane Khelif, la boxeadora argelina que en las Olimpiadas de París se tuvo que tragar el bullying planetario sin haber hecho nada fuera del reglamento.

En su momento supe, como cualquiera, que era mujer y que no había ingerido ninguna sustancia artificial que le diera ventaja sobre sus contrincantes. Dado esto, ¿por qué los cuestionamientos tras su primer triunfo? Sólo por el prejuicio de la apariencia, pues cualquier deportista que gana, suponemos, lo hace por su preparación física, pero también, y sustancialmente, por sus aptitudes natas. Así es el deporte: se impone el que está mejor preparado, sí, pero también el que naturalmente es más rápido, más fuerte y más hábil.

En otras palabras, cuestionar a la boxeadora permitiría pedir que descalifiquen a Bolt de los 100 metros planos porque sus largas y poderosas piernas le dan ventaja para ser más rápido, o a Jordan porque su desmedida habilidad lo hace más preciso para anotar canastas en el básquet, o, en otro terreno, a Einstein hay que botarlo de las universidades porque su inteligencia es una ventaja y nadie lo derrota en la Física.

La capacidad natural de un deportista es la onza que habrá de permitirle, junto con el entrenamiento, ganar a sus rivales. Khelif es mujer y no tomó nada prohibido. Si de manera natural tiene más testosterona y golpea más duro es exactamente por esto por lo que compite. Su ventaja natural no infringió ninguna regla.

sábado, agosto 24, 2024

El mundo de los Underwood

 













Además de la máquina de escribir mecánica, una de las pruebas más claras de que los cincuentones+ (uso este “+” al modo actual, para significar que me refiero a las personas de esa edad o mayores) provenimos de otra realidad, casi de la Edad Media, es el visor estereoscópico. Era, mis contemporáneos no me permitirán mentir, un dispositivo cuyas características... ahora que lo pienso no es de fácil descripción. Consistía, digo, en una especie de cine en miniatura: tenía la forma de unos binoculares, y en un extremo se le colocaba un disco plano en cuyos bordes se ordenaban en círculo pequeñas imágenes de celuloide, 14 fotos o dibujos fijos a color. Esos 14 cuadros en realidad eran 7, pues se repetían de modo que al girar el disco una imagen quedaba visible al ojo izquierdo y la otra, casi idéntica, al ojo derecho. Al verlas simultáneamente con ambos ojos se creaba el efecto del estereoscopio: admirar dos imágenes juntas y percibir en la mente una sola en tercera dimensión (lo advertí: es difícil explicar esto).

Vi esos aparatos en la calle durante toda mi infancia. Los señores que alquilaban los “cinitos” se apostaban sobre todo afuera de las primarias, y por un pago seguramente ínfimo permitían que cualquier niño pudiera disponer de los “binoculares” y un disco. Durante dos o tres minutos, el pequeño arrendador le daba algunas pasadas a las siete imágenes y terminaba su turno. Aunque parezca increíble, ver siete imágenes en tercera dimensión era divertido, por eso digo que provenimos casi del Medievo.

Recién esta semana me enteré de que el estereoscopio fue un divertimento inventado en el siglo XIX, una razón para admitir que su popularidad fue larga, pues alcanzó a llegar hasta la infancia de los ahora cincuentones+. Lo que sé ahora sobre el aparato se debe al encuentro de Underwood & Underwood. Una visión estereoscópica de México (Universidad Iberoamericana, México, 2012, 126 pp.), libro de lujo presentado en una caja que además contiene un estereoscopio igualmente fino y eficaz en su diseño.

No exagero si digo que el conjunto es una exquisitez, incluida la caja. De edición impecable, el libro y el estereoscopio tienen un formato de trece por quince centímetros, casi cuadrado; fueron impresos en un papel de calidad muy superior a la habitual en los libros comerciales. Pero más allá de estas delicadezas de suyo bienvenidas, su contenido es harto interesante. El libro ofrece un estudio introductorio con abundantes notas de Teresa Matabuena Peláez, quien además hizo la selección de las imágenes para el estereoscopio.

Matabuena Peláez recorre con detalle la historia del objeto. Consigna que en 1838 fue el inglés Charles Weathstone quien fraguó el primer estereoscopio, cuyo sistema recurría a los espejos. Luego, claro, llegaron otros creadores —como David Brewster— que le introdujeron cambios, aunque sustancialmente se basaran en lo mismo: el sistema binocular. El producto no tuvo un arranque prometedor, pero fue en la Exposición Universal de Londres, hacia 1851, donde la reina Victoria vio uno y quedó maravillada. Luego de esto, la fama del invento se acrecentó notablemente hasta convertirse en un producto común en muchos de los hogares primero ingleses, luego europeos y después americanos.

La etimología de “estereoscopio” es griega: “estereo” quiere decir “sólido”, y “scopos”, “ver”. Esto significa que las imágenes vistas a partir de aquel aparato tienen la peculiaridad de parecer tridimensionales, con relieve, como “sólidas”, tal y como vemos en la realidad. Aquí paso a un punto difícil de esta reseña: explicar cómo funciona el estereoscopio y por qué fue (es) fascinante. Bien sabemos que, así sea por muy poco, nuestros ojos ven desde dos lugares distintos; podemos comprobarlo con un experimento simple: delante de su cara coloque la mano izquierda abierta, de canto, de manera que el pulgar quede a unos dos o tres centímetros de la nariz. Luego cierre alternativamente los ojos. Notará que con el ojo izquierdo ve sólo la parte exterior de la mano, y con el derecho, la interior. Los dos ojos abiertos sirven para dar volumen a los objetos, y esto es lo que nos permite, por ejemplo, percibir la distancia cuanto asimos cosas.

Lo anterior parece, es, elemental para cualquiera, pero fue Weathstone quien le vio un uso más allá de la condición natural de los ojos, y por eso inventó el estereoscopio; además se ayudó en su momento del desarrollo de otra innovación: la fotografía, aunque en sus inicios usó dibujos. Digamos que el aparato tiene dos lentes como de binoculares, ya lo expliqué. Luego, a una distancia de unos diez centímetros, se colocan dos imágenes cuadradas como de cinco por cinco centímetros cada una, ambas separadas unos tres milímetros. A simple vista, las imágenes darán la impresión de ser la misma, pero no: la imagen de la izquierda habrá sido tomada (si es foto) como si la percibiera el ojo izquierdo, y la de la derecha, el derecho. Al colocarlas en el binocular, la mente hará el trabajo de juntarlas en una sola, con la novedad de que será asombrosamente tridimensional, es decir, los objetos en primer plano se verán como separados del segundo plano, tal y como ven los ojos humanos.

El aparato fue un divertimento, cierto, pero también más que eso, como lo es hoy internet. Los fabricantes de estereoscopios pronto advirtieron que podían venderlo y además ofrecer vistas de diferentes partes del mundo, así que diseminaron fotógrafos por todo el planeta. Lo fundamental es que las imágenes, por ejemplo, de las pirámides de Egipto o del Partenón podían adquirir relieve, una tridimensionalidad que permitía admirarlas mejor, como si se vieran “en vivo”. A mi parecer, esta fue la primera o una de las primeras revoluciones informativas globales, pues en una época en la que hasta las grandes ciudades eran como aldeas separadas de otras aldeas, el estereoscopio permitió saber, casi tal cual, cómo eran otras realidades.

Claro está que México no quedó al margen del estereoscopio. Muchos fotógrafos vinieron a hacer tomas de nuestra circunstancia, de nuestros paisajes, de nuestra arquitectura. Eran enviados por compañías establecidas en urbes como Nueva York, desde donde controlaban el mercado de los estereoscopios y de las fotos. Fue el caso de Underwood & Underwood, cuyos hermanos, Bert y Elmer Underwood, crearon una especie de “biblioteca de los viajes” para ver allí todos los sitios del mundo que juzgaban interesantes, con más de setenta lugares de los cuales se ofrecían cien fotos por cada uno, un verdadero tour por el planeta. Una de las series con cien imágenes (una book- box) llevó como título Mexico Through the Stereoscope.

En 2012, la Ibero México, gracias al trabajo de Teresa Matabuena, hizo una selección de treinta imágenes y sumó un estereoscopio para verlas. El resultado es espléndido, así que quedé atravesado de alegría cuando pude recordar los “cinitos” que en mi infancia vi afuera de la primaria, la López Mateos de la colonia Santa Rosa, en Gómez Palacio, y este objeto del que jamás imaginé un valor tan alto en la comunicación mundial.

Hoy podemos viajar con mucho mayor facilidad, hoy podemos ver películas, millones de fotos y documentales de cualquier realidad, e incluso creemos que —para decirlo con una palabra del filósofo alemán Hartmut Rosa— es completamente real la “disponibilidad” de todo lo que existe, pero entre 1850 y 1920, pongámosle ese lapso, los seres humanos se asombraron al ver y casi tocar con sus pupilas, gracias al estereoscopio, un mundo que era mucho más grande, variado e “indisponible” de lo que imaginamos. Fue, sin duda, una revolución del conocimiento ahora muy poco valorada, pues nadie se acuerda hoy de Charles Weathstone ni de los hermanos Underwood. El trabajo de Teresa Matabuena, por suerte, los rescata para nosotros del olvido.

Nota. Anexo imágenes del estereoscopio. La última es una versión muy similar a la que he descrito en relación con mi infancia.

























miércoles, agosto 21, 2024

Estudio del último ritual


 










Voltaire sostenía que el respeto de un pueblo se refleja en la atención  y en el cuidado que los vivos tienen hacia la última morada de sus deudos”, dice Antonio Guerrero Aguilar casi en el arranque de “Los entierros en el noreste mexicano”, ensayo (disponible gratis en la página de la Secretaría de Cultura de Coahuila) que indaga en las ceremonias funerarias de los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, trabajo que da pie a la reflexión de lo que hoy implican los rituales mortuorios, pues es claro que nuestra relación con la muerte y con la ceremonia de despedida es histórica y, por ello, no ha permanecido inmutable por más que el acabamiento biológico sea el mismo. 

En su estudio, el investigador indaga en los cambios acontecidos primero en el espacio a donde van a parar los restos y cómo las Leyes de Reforma determinaron que el gobierno, casi siempre municipal, sucediera a la Iglesia en el manejo de los panteones. Este cambio, en apariencia pequeño, modificó el destino último de los difuntos, quienes ya no fueron depositados en contigüidad con los templos, sino en las afueras de los pueblos.

La visita a los cementerios, así, motivaba un recorrido más largo y la amplitud del espacio abrió la posibilidad de construir evidencias de apego más grandes, elaboradas y hasta lujosas. El crecimiento geográfico y demográfico de las ciudades y el paso del tiempo provocaron la desaparición de muchos panteones y la aparición de otros de carácter privado, lo que hoy representa un negocio muy rentable del mundo moderno.

Como ya señalé, “Los entierros en el noreste mexicano” permite asomarnos a la historia de los rituales mortuorios de la tradición judeocristiana y abre la posibilidad, de paso, para que recordemos nuestra relación con esos ámbitos también llamados “camposantos”. Creo que, sin mucho temor a errar, las personas de mi edad o un poco menores pertenecemos a una generación que quizá será la última vinculada alguna vez a los cementerios.

La negación a aceptar la vejez y la muerte, aunado a la comercialización/modernización de los espacios mortuorios, ha provocado que los jóvenes no quieran tener ya ningún trato con los cementerios, zonas de reunión habitual en el pasado. He visto incluso que cuando deben dar un pésame (a un maestro, por ejemplo) sufren mucho porque han quedado muy lejos del ritual. Pueden dar unas palabras de solidaridad, pero jamás ir a un panteón.

sábado, agosto 17, 2024

Bucear en la memoria: cuentos de DMV





 











Tremendo sentido del ritmo cuentístico, de la administración de detalles, del flujo zigzagueante de la descripción, la narración y el diálogo. Humor en la pintura física y psicológica de los personajes y elección perfecta de las peripecias. Hábil sostenimiento de la tirantez que requiere el suspenso, suministro preciso de guiños históricos y políticos, eficacia en el punch conclusivo de las historias. Estilo alusivo, no explícito, al referirse a la situación de Chile en los horribles tiempos de la opresión dictatorial y la cacería de refractarios, es decir, dominio en el arte de bordear lo político-social sin incurrir en la prédica ideológica. Las anteriores son algunas de las malicias literarias de Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956, en adelante DMV), autor de cuentos de pecho ancho, amplios y a la vez apretados, rotundos, sin cascajo.

Parecen demasiadas virtudes juntas, pero las tiene y las exhibe sin escatimar destreza en Foto de portada y otros cuentos (Zuramérica, Santiago de Chile, 2020, 159 pp.), libro que en 2003 apareció con el título Déjalo ser (FCE, colección Tierra Firme, 165 pp.) y desde hace poco, en busca de nuevos lectores, reanudó su andadura editorial. Es, claro, el mismo libro, sólo que con otra portada, otro título, otro ordenamiento de los cuentos, un oportuno prólogo de Rodrigo Barra Villalón y algunos retoques sólo detectables, creo, con un cotejo de ambas ediciones. El único asegún que le pondría a esta nueva salida es el reacomodo de las historias, pero esto es prácticamente nada frente al dechado de libro de cuentos que Zuramérica puso en recirculación durante el año de la pandemia. La mayoría de los cuentos son para mí, sin discusión, modelos del género tal y como podemos entenderlo si lo asumimos con rigor, como arquitectura gobernada con los ojos abiertos y no como mero chorreo de lirismo o acumulación deshuesada de situaciones. Al menos en su costado de narrador realista, siento que hay un aire de Ribeyro en el chileno que aquí me ocupa.

Hijo de los escritores Diego Muñoz y Inés Valenzuela, DMV es autor de más de veinte libros; entre otros, de Nada ha terminado, Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Las nuevas hadas, Microsauri, El tiempo del ogro, Todo el amor en sus ojos, Ojos de metal, Entrenieblas, El mundo de Enid. Además, ha sido incluido en más de cien antologías de relatos en Chile, España, Bulgaria, Rusia, Ecuador, Argentina, México, Colombia, Italia, Islandia, Canadá, Croacia, Estados Unidos y otros países. Cuentos suyos han sido traducidos al croata (incluido el volumen Lugares secretos, en 2009), francés, italiano, ruso, islandés y mapuche; su novela Flores para un cyborg fue publicada en España (2008), Italia (2013) y Croacia (2014). Ha obtenido numerosos reconocimientos, participado en decenas de congresos, encuentros y ferias del libro, y trabajado como ingeniero (carrera que estudió), profesor universitario, coordinador de talleres, antologador y promotor cultural. Es presidente de la corporación Letras de Chile.

Haré una revista en caída libre de cada cuento, pero antes quiero subrayar dos o tres líneas generales, rasgos que atraviesan todas o casi todas las piezas. Primero, que ocho de las diez pueden quedar arracimadas en un haz, lo que da unidad al libro. Siento que dos de ellas, por razones que señalaré en su turno, escapan por su tema de la orientación mayoritaria. Segundo, que en el conjunto de ocho que he mencionado destaca el uso del recuerdo como dinamo de los relatos; los protagonistas viven en un presente que con alguna facilidad podemos ubicar en los noventa y desde allí se remontan a retrospecciones setenteras. Este racconto permite saber que en casi todos los casos, por no decir que en todos, se evoca una juventud inmersa en la tensión que provocaba su apetito de libertad intelectual y sexual puesto en contraste con los usos y costumbres de la satrapía atornillada al poder desde septiembre de 1973. Tercero, y esto se liga a otra estrategia de DMV: que carga la tinta de su interés en las experiencias de los personajes, los retrata en su vitalidad, en sus excesos, en su voracidad cultural, en su desorientación, en sus bromas, en sus titubeos, en su inmadurez y sus arrebatadas preocupaciones por el mundo inmediato que les cupo en (mala) suerte, y deja como fondo, con sutileza y precisión para no resbalar hacia el precipicio del panfletarismo, las alusiones a la tiranía. Según recuerdo —digo esto como ejemplo—, una sola vez se menciona el apellido del Déspota, pero uno como lector entiende que la mancha venenosa de su “gobierno”, por llamarle de algún modo, permeaba todo el luengo país las 24 horas de aquellos días aciagos. Recorro ahora sí cada uno de los cuentos.

“Foto de portada” es un relato político genial. Sabemos que se ubica en el 77 por la mención al acto del cerro de Chacarillas (en el que participó, por cierto, Nelson Sanhueza, futbolista que pasó por varios equipos mexicanos), y cuenta una revuelta estudiantil en la Universidad de Chile. El personaje narrador, Arancibia, un estudiante de ingeniería que casi podemos considerar alter ego del autor, recuerda, a partir de una foto de portada de El Mercurio, al Guatón (esto en Chile significa “barrigón”, “panzón”, “tripón”) Alvarado y a Vicente, dos jóvenes que se destacaron contra los carabineros en un encontronazo universitario. El relato describe el horror represivo y el coraje de los estudiantes que reclamaban otro estado de cosas para el país apuñalado por el generalote, sus esbirros y sus “sapos” (espías). Es un cuento con todos los atributos del género, además de cinematográficamente vertiginoso.

Relato que rompe un poco con la tesitura de las ocho piezas que mencioné como afines, “Apuntes para una historia siniestra” es una especie de utopía despiadada, o más bien de antiutopía. Cierto tipo adicto al dinero hace negocio con una anciana millonaria: produce para ella una pomada hecha de grasa humana. La sustancia es capaz de abolir las arrugas y por ello alargar al menos la apariencia juvenil. El protagonista, Matías de nombre, se vincula con un químico corrupto para fabricar en serio y en serie la grasa milagrosa derivada de cadáveres humanos. El texto es una especie de parábola de la ambición, de la voracidad empresarial como aplanadora de cualquier prurito ético, nada muy lejano de la mentalidad neoliberal puesta en boga durante los ochenta.

En “Déjalo ser” DMV sabe mostrar/esconder la información necesaria para que el relato mantenga in crescendo el interés, el aura de amenaza que apetecía Carver para los buenos cuentos. Ramsey, el protagonista, es un excelente asesor empresarial, una “estrella de la consultoría”. El cuento es narrado por un compañero de trabajo, quien reconoce su profesionalismo y su éxito. Un día Ramsey pasa de ser alegre a tristón, cuando ya no puede más con un sentimiento oprimente relacionado sin duda con su condición (algunos le llaman “preferencia”) sexual. Se lo revela al narrador. Ramsey desaparece y uno siente que las alusiones a la canción de Los Beatles, que da título al cuento, tienen profunda validez. Humor, sentido de la realidad, conocimiento del interior humano, malicia en la disposición de las peripecias: todas las virtudes de DMV en un relato.

“Ojos un poco perdidos” narra el encuentro de Monique y Leo. Beben bitters y recuerdan su ya larga amistad. En el fondo está la dictadura, el negror del terrorismo de Estado que deja márgenes muy estrechos para ejercer una felicidad algo desesperada. Leo apetece desde siempre a su amiga, está obsesionado con sus tetas. Dialogan, recuerdan, pero lo que avanza debajo de la conversación es el acercamiento sexual luego de una larga postergación. Saben que lo resultante de un encuentro es la infelicidad, el dolor. Ambos están como marcados por la urgencia y la anticipada derrota de la alegría. Aquí como en la mayoría de los cuentos hay leves referencias al momento en el que viven los personajes: el trasfondo es, ya lo dije, la dictadura, y los personajes son jóvenes que se mueven entre el instinto y la racionalidad, y saben que tienen poco margen de maniobra para disfrutar de sus vidas, del erotismo y el arte, que son casi clandestinos en ese marco social.

Más que triste, tristísimo es el cuento “Mirando los pollitos”, aunque no deja de estar impregnado del humor a veces acre de DMV. Cárdenas es un oficinista de provincia instalado a pujidos en la capital chilena. Casado y con dos hijos pequeños, con sacrificios levantó una casa que, precaria y todo, es un reino si nos atenemos a sus expectativas de origen. Un día lo echan del trabajo y con la liquidación sobrevive algunos meses si decir a su esposa que ha sido centrifugado. Deambula por la ciudad y busca sin fruto un nuevo empleo. Está ya casi al borde del cataclismo, aletargado en un parque, cuando aparece un tipo embutido en una botarga, el animador publicitario del pollo Roky, “el mejor de todo el Pacífico Sur”, quien lo convida a disfrazarse; con este empleo ínfimo y tragándose la sensación de ridículo, Cárdenas logra salir un poco del infierno de las deudas. Cierto día lo invitan a animar como botarga en una fiesta, y ese hecho detona una novedad. Es un cuentazo armado, como otros de DMV, in extremas res, de modo que desde el comienzo de la historia ya estamos instalados en el desastre del personaje.

“Yesterday” es otro gran cuento. Emilio, un joven estudiante de ingeniería y militante clandestino, se enamora de una mujer seis años mayor que él, Isabel. Tienen encuentros fugaces, no asientan nada firme, pero cada vez que se ven estalla el deseo. Esta historia revela lo destructivo de la rutina en pareja y lo feliz que puede ser el ser humano en los encuentros no burocratizados. La historia se ubica en el Chile del 76, así que allí campean los toques de queda, la persecución y el pavor a la degollina convertida en política pública. En medio de eso se tenía que colar la vida, el sexo, la aventura, como lo saben los protagonistas.

Luego viene “Vientos de cambio”, pero no lo juzgo el cuento más eficaz. Está escrito en clave de parábola. Un tipo anodino, de rostro convencional, quien representa a la sociedad chilena agraviada, sale a manejar y padece abusos. Trae un auto con el que inicia su desquite. El principal, atentar contra el general Lareen y comenzar allí el cambio: no permitirá más abusos contra la libertad de circulación. Parece qué tal es el símbolo encerrado en esta extraña historia.

“Adagio para un reencuentro”. Tremendo relato. Trata sobre el reencuentro imposible en San Francisco, California, con el padre muerto y también acosado por opositores políticos; la historia se mueve en una franja de realidad-irrealidad (más, claro, en la segunda que en la primera) en la que se da el recuento de lo compartido entre padre e hijo, un diálogo en el que reviven, entre otros asuntos comunes para los dos, “huelgas obreras y esperanzas fallidas”. Es un gran cuento fantástico, urdido con el fondo del “Adagio de Barber”. No sé dónde la leyó, pero esta es una pieza narrativa venerada por mi amigo Daniel Lomas, escritor, y lo entiendo y adhiero a su admiración.

Un cuento que no empata con el tema y el tono con los anteriores es “El día en que todo se detuvo”. Plantea la sorpresa de llegar a un día en el que amanece y no funciona ningún aparato. Nada explica el fenómeno. Esta especie de distopía se ubica en la casa de Alberto, su esposa y sus hijos pequeños. Entre sorprendidos y resignados, ven que nada echa a andar. Los teléfonos no funcionan, los autos no encienden, todo ha quedado sin energía. Tratan de llegar a la escuela y la oficina, pero no hay transporte. Sin tragedia aparente, se resignan todos a seguir una vida más serena y vinculada a la naturaleza. Este cuento desconcierta un poco en el conjunto, se siente algo edificante, con una moraleja acaso no muy soterrada, lo que podría ser juzgado como lunar en un grupo de cuentos sin tal rasgo.

Por último, “Después de treinta años” cuenta la historia de un reencuentro de amigos cincuentones. Es de mis textos favoritos en el menú. Fueron adolescentes en el periodo del Golpe que, obvio, también les cagó la vida. El narrador-testigo (Diego Núñez, escritor, alter ego menos disimulado del autor) describe el caso de Lucho, quien se fue a España y está de paso por Chile luego de treinta años. Es la época de las fiestas navideñas. Rememoran andanzas, “la diáspora” tras el ataque a La Moneda, sucesos relacionados con la represión, amigos muertos (Héctor). Es un cuento ejemplar, pues debajo de su humor asordinado —el retrato de los personajes es impecable— se desliza como pesadilla el recuerdo de la dictadura y su contracara: el heroísmo. Este es, como observé hace algunos párrafos, el único que menciona por su apellido al tiranosaurio de Valparaíso.

En el prólogo, Rodrigo Barra tiene razón al comentar que como editores se preguntaron si era pertinente “volver a publicar el libro, pensando que tal vez sería extemporáneo y no se ajustaría a los nuevos tiempos. ‘Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que Déjalo ser vio la luz’ —nos dijimos”. Me da gusto que Zuramérica haya consumado, ahora con otro título, esta reedición precisamente por ser, o al menos parecer, un libro extemporáneo. Con él, los jóvenes lectores, sobre todo ellos, podrán asomarse a un mundo que en efecto comparten, el de la inquietud sexual, cultural, académica, pero también a otra realidad lamentablemente desplazada hoy por la potencia de la banalidad digital que ha hecho del compromiso político un bochorno como no lo fue, como no podía serlo, para la juventud que nos mira desde las páginas de Foto de portada y otros cuentos de factura compacta y sin detalles librados al azar.

miércoles, agosto 14, 2024

Saldo olímpico 2024



 








Desde hace algunos años decayó hasta desaparecer mi esfuerzo por ver en vivo los deportes en la televisión. Esta es una más de las reacciones de mi rejego yo a la noción de novedad y culto de la inmediatez: no me interesa ver primero o enterarme de nada antes que nadie. Llegar tarde, ver después, es mi decisión frente al furor que causan el nuevo libro, la nueva película, el nuevo acontecimiento, la nueva aplicación, el nuevo celular, el trending topic.

Esta es la razón por la que sólo vi flashazos de los Juegos Olímpicos, todos en calidad de noticias sobre hechos consumados. Me atuve a YouTube (vaya rima) y a los videos cortitos encontrados a la vera de la navegación internética.

El medallero final dejó a México muy abajo sólo por no haber conseguido una presea de oro. Esto motivó una cauda de críticas, muchas inmerecidas, a deportistas y autoridades, como si obtener medallas fuera enchilar flautas y lo único digno de vítores. No sé con cuántas nos conformaríamos, pero es una realidad que nunca serán muchas.

Hay deportes, creo, en los que las medallas nos están vedadas, más allá de que de vez en vez nos aparezca un garbancito de a libra. En el atletismo, por ejemplo, o en la natación, pese a que alguna vez Felipe Muñoz nos dio el oro. Esto me lleva a pensar en las posibilidades del apoyo, si se otorga: una, dar la espalda a los deportes en los que jamás ganaremos medallas y apoyar sólo a las disciplinas que han sido fértiles, como marcha, box, clavados y tiro con arco. Otra, respaldar, o tratar de respaldar, a todos los deportes tanto como sea posible y de manera equitativa. No es una elección fácil.

Si el asunto quedara en mí, empujaría la segunda posibilidad, es decir, la de (tratar de) apoyar todas las disciplinas, incluidos los 100 metros planos. ¿Por qué? Porque en el exitismo actual parece que sólo es aceptable la llegada a la cúspide, y en el caso de los deportes no sólo existen las olimpiadas. También hay competencias nacionales y continentales, y hay marcas locales que no por bajas, comparadas con las olímpicas, dejan de ser meritorias.

Más que ver el medallero, habría que revisar, de entrada, si nuestros deportistas mejoraron los récords mexicanos. Por allí podríamos empezar, no sepultando a nuestros atletas.

lunes, agosto 12, 2024

sábado, agosto 10, 2024

Un día inolvidable












Al género crónica podemos añadir en ciertos casos el apellido memoria: crónica-memoria. Se trata de la recuperación, con la mayor fidelidad posible, de un acontecimiento del pasado descrito en clave cronológica. Los hechos más adecuados para su escritura son aquellos que nos han impresionado con fuerza, sean gratos o funestos. El olvido de muchos detalles, por supuesto, es parte de su dificultad, pero la imaginación sin desbordes de la franqueza es aceptable si nos atenemos al objetivo de alcanzar una meta cara a toda escritura de este tipo, autoconfesional: ser al menos verosímil. Es un género que me gusta porque en él se adunan, en grados desiguales, el deseo de recuperar una estampa real algo remota y el arte de narrar el acontecimiento o la anécdota como si de un cuento se tratara. Traigo aquí un relato de esta índole.

Pero antes a esta introducción sumo otra: ¿qué detona la crónica-memoria? Puede ser el capricho, un resorte del subconsciente. Un día estamos en la ducha y nos asalta el recuerdo sin un motivo claro a la vista. Otro día leemos o escuchamos algo y aparece pleno una especie de film en nuestro interior. Lo que contaré tuvo una palanca del segundo tipo, y esto parece un buen ejemplo para el comentario “Otros usos del libro”, que escribí hace poco. En él declaro que en mi caso suelo usar los libros para leer, pero también como archivo o repositorio disperso, desordenado, de papelitos entre sus páginas. Obviamente nunca sé lo que voy a encontrar, si es que encuentro algo, cuando tomo alguno de mis libros. Puede ser un post it, una foto, una invitación vieja, una nota de compra, un pedazo de servilleta, un fragmento de periódico, un separador perdido… Recientemente hallé así, entre páginas de libro, un cacho de mi pase de abordar para un vuelo de la Ciudad de México a Santiago de Chile. La fecha aparece en el comprobante del equipaje: 26 de octubre de 2011. Este dato precipitó mi recuerdo de aquel momento y sus vicisitudes.

La mañana ya del 27 bajé de la nave de Aeroméxico en el aeropuerto Arturo Merino Benítez de Santiago. Para evitar el alto costo del taxi, creo que primero tomé un autobús y luego el metro; lo que sí recuerdo fue que al cálculo descendí cerca de la estación Universidad de Chile. No tenía señal de internet y sin Google Maps (¿ya existía?) me resultaba imposible saber en dónde estaba. Era, lo sé ahora muy bien, un viaje mal planeado. Sólo sabía que por allí, donde fuera, debía encontrar una habitación de hotel. Los recursos no me sobraban, así que descarté edificios sólo por su fachada. Erré por algunas calles comerciales con mi mochila de espalda y la maleta de rueditas inclinada desde la extensión hasta mi mano derecha. De aquella caminata guardo fija una imagen insustancial: la farmacia Ahumada con el mismo logo y la misma tipografía de nuestra farmacia Benavides. Nadie me esperaba en Santiago, aunque en el mail tenía el contacto de Diego Muñoz Valenzuela, quien ya para entonces me tenía organizada una lectura en la corporación Letras de Chile.

Al azar seguí caminando como una hora y vi una especie de cueva con un rústico anuncio que ofrecía “habitaciones disponibles”. Al pie de la calle, en el umbral, una chica de edad incierta, tal vez apenas adulta y muy humilde, vendía golosinas en una caja de madera trepada sobre una de cartón. Antes de acceder a la “administración” de aquel hostal claramente sórdido —para ahorrar—, pregunté a la chica si en efecto allí había hospedajes, dado que el anuncio había sido diseñado con las pezuñas. Me respondió que sí, pero luego, dibujando una cara de genuina angustia, añadió con el acento del lugar: “Pero no entre, allí le roban a la gente”. Sus ojos abiertos, alarmados, solidarios y hermosos reflejaban que en verdad quería ayudarme, así que de inmediato reculé y huí con mi maleta de rueditas a otra parte.

Continué mi marcha por calles desconocidas, y en un puesto de periódicos y revistas pregunté por algún hotel económico. La oscura cabeza asomada en un marco de papeles me respondió que a dos cuadras, por allá, había uno. Seguí avanzando y di con el hotel Imperio situado en la esquina de la avenida Bernardo O’Higgins y calle San Alfonso. Entré ya agotado de caminar y pregunté el precio en la recepción. No era barato, pero tampoco caro, así que pagué mi estancia con desayuno incluido. Al entrar en la habitación —ni fea ni bonita— lo primero que hice fue bañarme. Luego me tendí en la cama y caí dormido como un bulto de cemento. Tras un rato de sueño, desempaqué mis cosas y vi que no traía adaptador para conectar la computadora y el celular. Decidí salir a comprar uno y de paso a buscar un sitio para comer lo que fuera. Una indicación del recepcionista del hotel me señaló buscar mi adaptador en la calle Matucana, a dos cuadras de allí. Caminé hacia el rumbo recomendado en aquella tarde espléndida, y esos primeros pasos en Santiago los recuerdo muy gratos, de un verdor pleno por los álamos y los amplios tramos con césped del camellón. Por fin estaba en la ciudad de tantos queridos y detestados hechos históricos. Me sentía dueño de la urbe, un mexicano llenándose los pulmones de Santiago. Lo que vino luego amerita párrafo aparte.

Estaba ya frente a la Estación Central del metro, en la bocacalle de O’Higgins con Matucana, sitio desde donde vi que era verdad: había allí muchos pequeños negocios de electrónica. Pero antes de avanzar por Matucana, un griterío llamó mi atención. Tras esto, vi que un tropel corría hacia mí; las caras de quienes corrían mostraban agitación, supongo que horror. No sé por qué, como hipnotizado, en lugar de sumarme a la estampida caminé de frente a ella. Algunas personas que corrían me rozaban los costados al pasar. Yo iba como ido, fascinado y curioso hasta que noté una nube no muy densa pero visible. Quise tomar una foto con el celular (creo que era Blackberry) y en eso estaba cuando la nube me llegó. Ya no pude ni encender el celular, pues sentí una picazón horrible en los ojos. Ahí fue cuando di marcha en reversa por segunda vez en el día, y con los ojos llorosos, ardientes, como si en ellos me hubieran tallado un chile xalapeño, llegué otra vez a la esquina de la calle Matucana, donde doblé y avancé media cuadra antes de encontrar la sombra de un árbol. Los ojos me ardían, saqué mi paliacate y comencé a llorar en su decorado hindú. El ardor desconocido casi no me permitía ver, y cuando abría los ojos todo lo veía acuoso, hiriente, con un picor inédito en las córneas. Necesitaba agua. Casi a tientas me desplacé hacia una tiendita cercana y pedí una botella. El encargado dijo unas palabras que no recuerdo, me pasó el agua y pagué con cualquier billete. Salí de la tienda y de nuevo busqué el resguardo del árbol bienhechor. Luego humedecí el paliacate y comencé a frotarme los ojos. Nada. Me incliné y a ciegas me derramé agua en la cara, de lado. El agua fría palió el ardor, pero tuvo que pasar como media hora para recuperar una visibilidad decente.

¿Por qué ocurrió esto? Lo supe después en mi viaje mal organizado: al lado de la calle Matucana se ubica uno de los planteles de la Universidad de Chile. Los estudiantes estaban enfrentando al gobierno de Sebastián Piñera por sus afanes privatizadores de todo, incluida la educación (era la época de oro como dirigente de Camila Vallejo, vocera de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile) y el poder reprimía con camiones de agua a presión, gases lacrimógenos y demás amabilidades. Eso fue habitual allá durante el 2011, pero yo no lo esperaba así de golpe, casi como bienvenida.

Ya más recuperado me coloqué en una ubicación adecuada para tomar algunas fotos de los carabineros y de la Universidad de Chile en los dos planteles de la avenida O’Higgins que me quedaban cerca: el de la Estación Central donde probé el gas pimienta y el que está frente al Palacio de la Moneda. Comparto esas modestas fotos como recién acabo de compartir mi inolvidable primer día chileno.












miércoles, agosto 07, 2024

Cómo explicar




















Durante quince años fui coordinador de talleres literarios. El primero lo tuve de 1988 a 1991 o 92 en el Departamento de Difusión Cultural de la Universidad Autónoma de Coahuila Unidad Torreón; el segundo, de 1994 o 95 a 2005 en la Universidad Iberoamericana Laguna. Creo que aquellas dos experiencias fueron lo mejor que pude hacer como maestro, o al menos lo que más satisfecho me dejó. En el de la UA de C tuve dos participantes que siguieron, hasta le fecha, ejerciendo la escritura. El de la Ibero duró más y casi pude trabajar con dos o tres generaciones universitarias; allí participaron jóvenes que ahora son profesionistas y, hasta donde sé, unos mucho, otros poco, siguen escribiendo: Miguel Báez Durán (radicado en Montreal), Daniel Herrera, Daniel Lomas, Enrique Sada, Idoia Leal Belausteguigoitia (radicada en Groningen, Holanda), Iñaki Leal Belausteguigoitia (radicado en París), René Orozco (radicado en Ciudad Victoria), Alberto de la Fuente, César Cano, Édgar Salinas, Salvador Sáenz (radicado en Valle de Bravo), Federico Garza Ramos, Nazul Aramayo, Marco Chávez y Brenda Muñoz.

Quizá omito la mención de participantes consistentes, pero como esto es un blog, puedo añadirlos después. No menciono aquí, por supuesto, a los muchísimos que asistieron un par de días y luego se alejaron por cualquier motivo para mí desconocido. En esos dos talleres me pasó lo que, supongo, le pasa a cualquier coordinador: sufrir a la hora de demostrar que un texto es deficiente.

Los talleristas, sobre todo los que recién se calan en ese espacio, presuponen, aunque no lo confiesen, que sus textos nacen perfectamente acicalados. Para evidenciarles lo contrario, lo primero que yo solía revisar, aunque fuera muy rápidamente, era lo básico: la ortografía y la sintaxis. En la misma u otra lectura veía el contenido, el tratamiento del asunto, la estructura si se trataba de un relato, o la eficacia del ritmo y la fortuna de las imágenes si era un poema. En ninguno de los dos casos es fácil revelar los defectos, pero es obvio que batallaba más cuando el objeto analizado era un poema. Decir sobre un cuento que la anécdota es inverosímil, o manida, o que tal peripecia anuncia demasiado el final, o que el desenlace carece de fuerza, o que cierto personaje está de más, no es tan complicado como demostrar (sí: demostrar) que un poema no sirve. No me refiero a esos poemas con rima en diminutivo y visión Barney de la vida, que sólo merecían una mirada distante y que por suerte me arrimaron poco, sino a esos poemas en verso titubeante, entre medido y libre, y principalmente a esos poemas escritos con una depravada obsesión por el hermetismo. Aunque parezca increíble, vi que algunos poetas muy jóvenes creían que la poesía era arracimar frases entrecortadas, todas con un sentido impenetrable, de imposible análisis. No me apena confesar que en algunos casos me declaré incompetente, pues era punto menos que laberíntico intentar cualquier desmenuzamiento sensato de obras que, de entrada, no parecían quedar claras ni para su autor.

Tras esa experiencia llegué a una conclusión: no toda, pero sí buena parte de la poesía no posibilita explicaciones adecuadas en el espacio de un taller. Por esa razón, en breves cursos o talleres ulteriores a 2005, pedí ex profeso que la promoción dijera esto: “Taller de cuento” o “Taller de narrativa”, para no toparme de frente con la poesía. Y no se crea que no sé o creo saber lo que es la poesía o lo que tiene sentido poético, pero me pasa lo mismo que contestaba San Agustín, todos conocemos esa respuesta, cuando le preguntaban qué es el tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pide, no lo sé”.

Esa reflexión sobre los muros que debemos atravesar para analizar, entender, explicar productos literarios la he llevado a otras disciplinas. Creo por ejemplo que si la poesía permite que casi cualquiera haga el intento de escribirla y bien provisto de fe en sí mismo y alguna autojustificación, no haya poder humano que le demuestre el verdor. ¡El trabajo que cuesta explicar a alguien que escribe que lo que escribe no funciona! Pero si allí, en la poesía, está cabrón, en artes visuales el reto es mayor. Cualquier mancha, cualquier combinación de colores, cualquier textura, cualquier volumen esculpido así nomás, sumado a cualquier dosis de autoral fe en uno mismo, en una nula autocrítica y en alusiones demoledoras contra el supuestamente fácil Picasso o Mondrian o Moore, justifica obras muy cercanas a lo que me atrevo a definir como pertenecientes a la escuela del “infantilismo esperpéntico”.

Y así, en todas las artes, la subjetividad pesa tanto que es un lío decir por qué un objeto artístico sirve o por qué no. Pero dije “todas las artes”, y exageré. No es en todas. Eso no ocurre, u ocurre menos, en la música, y podemos hacer el experimento. Dé lápiz y papel, pintura y lienzo y un violín a alguien que no se dedique ni a escribir, ni a pintar ni a tocar algún instrumento musical. Pídale que escriba, que pinte y que toque. El resultado previsible es que quizá componga una pequeña narración ingenua o una combinación abstracta de machas, pero del violín no sacará más que rechinidos. La música, al ser forma pura, limita tanto que quien ejecuta un instrumento por primera vez sólo puede emitir monstruosidades, de ahí que esta disciplina sea un coto más cerrado a la charlatanería.

Todo lo anterior es, en síntesis, un intento por enfatizar algo que a veces olvidamos: que las artes son de todos a condición de que en ellas depositemos más trabajo, más silencio y más modestia que pereza, ruido y fanfarronería. Que la explicación de la belleza sea compleja y a veces imposible no debe ser obstáculo para que tratemos, como San Agustín sobre el tiempo, de entenderla bien aunque sea en nuestro fuero íntimo.

Nota. Texto originalmente publicado en 2013 sólo en el blog. Un fragmento salió publicado hoy 7 de agosto de 2024 en mi columna del diario Milenio Laguna.

sábado, agosto 03, 2024

Grillete 24/7

 














Uno de los asertos más socorridos y muchas veces pedantes de la crítica formal, llamémosle académica, es que la reseña de libros importa un reverendo pepino, pues no profundiza y es meramente cutánea, de ahí que sea lícito minusvalorarla, tenerla en muy muy poco o de plano en nada. Por el espíritu y la extensión de la reseña bibliográfica, claro, y porque su destino —la prensa— así lo exige, no profundiza, sino expone una idea con rapidez, sobrevuela un material y con ello desea motivar en los lectores la posibilidad de que tal o cual libro ingrese a sus zonas de interés. Pedir más al reseñista es cargar en su lomo aspiraciones que no le conciernen.

Así, gracias a que mi radar detecta el vuelo bajo de los reseñistas, he llegado a libros estimables. Un caso puede ser 24/7. El capitalismo tardío y el fin del sueño (Paidós Entornos, 2015, Buenos Aires, 152 pp., traducción de Paola Cortés-Rocca), obra sobre la cual leí un breve comentario hace como cuatro años y de inmediato trepé a mi menú de potenciales. Luego hallé el libro en la FIL Guadalajara 2022, pero me pareció caro y omití el tarjetazo. Después, en mayo de este año, me lo topé usado con los buquinistas del parque Centenario de Buenos Aires a tres mil pesos argentinos, lo que al cambio de aquel mes equivalía a sesenta miserables pesos mexicanos (tres dólares), así que de inmediato lo eché al morral.

Tras leerlo agradecí la reseña que me lo puso en el camino. Es un gran, de veras gran gran libro, quizá el mejor que insumiré en 2024. Su autor es el norteamericano Jonathan Crary, profesor de Teoría y Arte Moderno en la Universidad de Columbia, y autor además de libros como Las técnicas del observador: visión y modernidad en el siglo XIX, Suspensiones del observador y Tierra quemada. Hacia un mundo poscapitalista.

Magistralmente prologado por el sociólogo Christian Ferrer, destaco de él cuatro afirmaciones sobre el trabajo de Crary referido a su exploración de las nuevas tecnologías de la comunicación: Una: “No habrá momentos de paz o de pausa, pues los ámbitos de trabajo, consumo y entretenimiento, la información y la gestión narcisista de la propia imagen se integran y coaligan entre sí en una misma temporalidad a lo largo de un mirador orbicular. Ya no habría ‘afueras’ [de internet, reitero]”. Dos: “Inducir a las poblaciones, quizá por medios farmacológicos, a no dormir a fin de que trabajen y consuman ininterrumpidamente es la fantasía definitiva del capitalismo y hay indicios suficientes de que muchos científicos en demasiados laboratorios se afanan en lograrlo, y de que la imaginación de este tiempo comienza a aceptar esa posibilidad. Cabe intuirla como una maldición que, si se cumple, podría volverse irreversible. El daño resultante sería incalculable”. Tres: “la mayor parte de las interacciones en red tienden a hacer que el individuo se vuelva compatible con las rutinas y pautas del trabajo y el consumo”. Y cuatro: “La sola disconformidad o siquiera la menor suspicacia con respecto a los desmanes causados por los procesos técnicos o sus menoscabos a la vida afectiva de la población le ameritan a quien se atreva a difundirla poco menos que el sambenito de hereje”.

En efecto, el hereje Crary espiga los rasgos adquiridos por la sociedad de nuestro tiempo debido al desarrollo del capitalismo desde su etapa industrial. La vigilancia y el castigo de los siglos XIX y XX, representados por la fábrica, la escuela y la penitenciaría (que introdujo el modelo del panóptico) como espacios ad hoc para ejercerlos, pasó a convertirse en lo que a su vez Bauman y Lyon han denominado “vigilancia líquida”, es decir, aquella que parece menos severa pero es ubicua gracias a la superabundancia de cámaras, bases de datos, interacciones por trabajo, entretenimiento y consumo, lo que asimismo supone la voluntaria “autodelación” del individuo que hoy deja, aquiescente, sus huellas digitales, faciales, oculares, laborales, familiares, intelectuales y pasionales por todos lados, como ocurre en esas aplicaciones que nos piden fotos para luego añadir en ellas caritas de conejo, gato o del mismo usuario pero más joven, más viejo, más caricatural o más hollywoodense, todo ello generado con infalible ridiculez.

Crary explica en 24/7 el desarrollo del control social y el manejo de la temporalidad trabajo-descanso. Allí está la vértebra de su exposición: hasta hoy, el pespunteo entre trabajo y descanso (necesario para restaurar fuerzas) era posible; los sistemas actuales de comunicación, empero, han alentado la posibilidad de que todo quede dentro de la órbita del trabajo y el consumo, y el anhelo de todo esto es que el descanso —el sueño, el recogimiento íntimo, la desconexión— también sea infiltrado por el trabajo, el entretenimiento y el consumo sin orillas o sin “afuera”, como dice Ferrer, o, como señala Crary, con el fin de que se convierta en “un universo con un botón de encendido para el cual no existe un botón de apagado”, un mundo 24/7 que “no elimina experiencias externas o independientes, pero las empobrece y las reduce”, tal y como se puede apreciar en los espectáculos “históricos” que el público no ve, pero sí graba, o con las demandas remotas e indoloras de firmantes que jamás pondrán el cuerpo ni para el más tibio mitin.

Además, propicia otras desconfiguaraciones, como lo anota en este párrafo: “Las formas de control que acompañaron el surgimiento del neoliberalismo en la década del noventa eran más invasivas en sus efectos subjetivos y en su destrucción de las relaciones compartidas y basadas en lo colectivo. La modalidad 24/7 presenta la ilusión de un tiempo sin espera, de una instantaneidad a la mano, de un tener y un conseguir aislados de la presencia de los otros. La responsabilidad respecto de otras personas que implica la proximidad ahora puede evitarse con facilidad a través de la gestión electrónica de las propias rutinas y los contactos diarios. O quizá más importante aún, la temporalidad 24/7 ha producido una atrofia de la paciencia y el respeto que son esenciales para cualquier forma de democracia directa: la paciencia para escuchar a los demás y esperar el turno para hablar”.

El trabajo, la vigilancia, la televisión precursora del embrutecimiento, el consumo, la desacreditación de las luchas colectivas, el infantilismo ante el espectáculo, la adicción a las anestesiantes redes y, en suma, “el asalto a la vida cotidiana”, todo apuntala el control y la anulación del quehacer político comunitario (real, no virtual) y la domesticación del individuo convertido en dócil usuario de la tecnología digital. Sólo falta por invadir el rejego territorio del sueño, pero hacia allá se encamina el dominio. Si eso se consigue, o si esto ya se consiguió, el neoliberalismo o como queramos llamarlo habrá alcanzado la más alta sofisticación conocida “para la gestión y el control de los seres humanos”, para su conversión en zombis de tiempo completo con el paradójico efecto de que se sientan libres y felices.

El repaso de Jonathan Crary es accesible, aunque también es verdad que tiene pasajes densos. Lo que al final queda claro es que el propósito es retener 24/7 nuestra atención, apoderarse de nuestra subjetividad, engrillarnos a las redes no con el fin de que la sociedad crezca y sea mejor con el acceso a la ciencia y la cultura, sino que la vida humana individual, fragmentada, insomne y molida por la estupidez, se diluya en los albañales de Peso Pluma, Karely Ruiz y Brincos Dieras, por citar sólo tres ejemplos de la más macuarra inmundicia aportada por nuestro país.

Espero que esta reseñita los aliente a buscar 24/7, un libro ciertamente aterrador aunque escrito con la serenidad del médico forense que examina los restos de un cuerpo recién atropellado por el tren.