miércoles, febrero 26, 2025

Cocción lenta

 










Hace muchos años que no ejerzo de padre y es un hecho que ya nunca más lo haré. Digo ejercer en el más alto de sus sentidos, no nada más como engendrador y luego proveedor. No seré más el titubeante guía y orientador que fui de tres niñas a las que, como pude, traté de educar y, para lograrlo, rodeé de aquello que creí mejor para sus formaciones.

Al respecto es, creo, poco lo que uno puede hacer, aunque ciertamente fundamental. Es poco porque —más en estos tiempos digitales, contra los que competí— los estímulos educativos más numerosos provienen de los medios, no tanto de los padres. Sin embargo, digo, levanté la guardia y traté de no permitir que toda la información que recibían les llegara de la tele o, pero todavía, de internet. No idealizo el peso de lo que yo infundí, pues siempre supe que las palabras y “el ejemplo” podían ser una poquedad comparados con el aluvión diario de datos obtenidos en el mar electrónico.

En “Una Sudáfrica para los niños”, ensayo integrado al libro Los once de la tribu, Juan Villoro comenta el caso de una institución gringa que invitaba a crear materiales para sus colecciones infantiles. Los requisitos eran tan definidos que terminaban por desalentar cualquier participación. “Entre los treinta y cuatro temas que la Corporación prohíbe en los cuentos infantiles hay algunos que enternecen por inverosími­les. Por ejemplo, se considera nocivo escribir de ‘niños que enfren­ten situaciones serias’”. Las prohibiciones son delirantes, y en efecto acaban por inhibir toda escritura para la infancia.

En Simpatías y diferencias, Alfonso Reyes incluye un apunte titulado “El ‘cine’ para niños”. Fue de los textos que escribió en su radicación madrileña de los años veinte. Comentaba, con razón, que “Las sesiones ordinarias de cine no convienen en manera alguna a los niños: las groseras emociones del drama cinematográfico, cuya brusquedad puede aprovechar o ser indiferente a los adultos, destrozan la psicología infantil”, de ahí que celebre en esos mismos párrafos la posibilidad de las matinés, que comenzaban a cobrar fuerza.

Así sea con excesivos malabares, hoy se puede limitar el acceso a cierta información peligrosa para los hijos pequeños, pero es un hecho que en algún momento podrán pasar aduanas sin la vigilancia paterna. El asunto es complejo, y lamentablemente creo que no pasa por las prohibiciones y los castigos que a la postre resultan, ahora, inútiles, sino en enfatizar la cocción a fuego lento de valores como el respeto, la tolerancia y la solidaridad, aunque tampoco esto va a garantizar nada. Hoy como nunca, con los medios de este tiempo, la moral de la persona en la vida adulta es de planeación imposible en la niñez, una niñez tan imprevisible que cualquier apuesta tiene muchas, muchísimas posibilidades de no atinar un solo pronóstico.

sábado, febrero 22, 2025

Libertad condicional

 













Debemos la alegoría de lo “líquido” al polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), quien la usó en numerosas obras para explicar diferentes realidades del mundo contemporáneo caracterizado, en sustancia, por la inestabilidad, la incertidumbre, la laxitud y, en general, la sensación de fluidez que se deja sentir en la subjetividad de las personas en contraste con la “solidez” de otros tiempos en los que una idea política o religiosa firmes nos procuraban la certeza de que pisábamos en terreno duro. Para explicarlo con un ejemplo simple, esta es la razón por la que muchos adultos tienen una mirada rígida (digamos monogámica) sobre la sexualidad, mientras los jóvenes admiten posibilidades y combinaciones fluidas y por ello inestables. Lo mismo se podría decir de la política: mientras los adultos se ciñen a una ideología que da seguridad a sus convicciones, los jóvenes pueden pasar sin conflicto de una adscripción a otra o directamente no abrazar ninguna, mantenerse al margen de toda elección.

   

Uno de los libros de Bauman que en su título incluyen el adjetivo es Vigilancia líquida (Paidós, 2013, Buenos Aires, 176 pp.). No es un ensayo tal cual, sino un diálogo entre el polaco y David Lyon, su entrevistador. El tema es, obvio, la vigilancia en el mundo actual, su manera de operar y de gravitar en nuestras vidas. Dividido en siete capítulos, el libro es entonces un ping-pong entre quien pregunta y quien responde, esto en el formato de entrevista clásica. Las ideas de Bauman avanzan muy bien aguijadas por Lyon y dibujan un cuadro general de la actualidad en materia de vigilancia y control social.


El filósofo pasa relativamente rápido por los métodos antiguos de vigilancia y castigo. Apela al ejemplo del panóptico como modelo de control. Antes de la era digital en la que ahora estamos, el poder ponía énfasis en la mirada directa del enjambre social, lo observaba y lo reprimía en caso de transgresiones o desacatos. Lo que garantizaba el control era pues una vigilancia amenazante. Por supuesto, Bauman cita a Bentham y Foucault: “Otra metáfora más antigua procede de Jeremy Bentham, el reformador utilitarista de las prisiones, que inventó una palabra construida a partir del griego para formar ‘panóptico’, la cual designa ‘un lugar desde el que se ve todo’. Pero esto no fue una ficción. Era un plan, un diagrama, un diseño arquitectónico. Y aún más que eso. Se planteaba como una ‘arquitectura moral’, una fórmula para remodelar el mundo”.


Más adelante, señala: “Foucault utiliza el diseño panóptico como una ‘archimetáfora del poder moderno’. Los presos en una estructura panóptica ‘no pueden moverse porque todos están bajo vigilancia; se tienen que mantener en los sitios que les han asignado porque no saben, y no tienen manera de saber, dónde se encuentran los vigilantes, que se mueven libremente’”. Es decir, el poder predigital aspiraba a que la vigilancia fuera, como la prisión de Bentham, panóptica, y para ello articuló el entramado de medios de contención o represivos adecuados, como leyes, policía, sistemas judiciales y penitenciarios, todo aquello que pudiera producir “trabajadores obedientes” e inhibir refractarios.


Con el advenimiento de las herramientas digitales se dio un paso adelante en la sofisticación de la vigilancia. Es un paso asombroso, en verdad, pues supone el tránsito de la vigilancia como sinónimo de incomodidad a la vigilancia como sinónimo de autosatisfacción, pues “La vigilancia se ha difuminado especialmente en la esfera del consumo”. En otras palabras, gracias a los atractivos del consumo en todas sus manifestaciones, gracias al deseo y placer que genera, accedemos sin cortapisas a la voluntaria exhibición de nuestras vidas y al consumo, lo que supone una acumulación infinita, para otros, de datos que neutralizan toda posibilidad de anonimato y, de refilón, viabilizan el suministro infinito de información valiosa para el control. “En el marketing a partir de bases de datos, el objetivo es hacer creer a los clientes potenciales que son importantes cuando lo importante es clasificarlos y, por supuesto, sacarles más dinero en las futuras compras (…) Tal como yo lo veo, el modelo panóptico está vivo y goza de buena salud, y de hecho está dotado de una musculatura mejorada electrónicamente, como la de un ciborg, lo cual lo hace tan fuerte que ni Bentham, ni siquiera Foucault, hubieran sido capaces de imaginarlo”.


He aquí una de las derivaciones más interesantes (vale decir alarmantes y paradójicas de la vigilancia y el control actuales): que es voluntaria y hedonista. Un poco de pasada, Bauman menciona a Étienne de la Boétie, aquel ensayista francés (si es que fue él) que escribió sobre la “servidumbre voluntaria”: “Quienquiera que sea el autor (…) presagió la estratagema que se llevó a cabo varios siglos más tarde, hasta alcanzar casi la perfección en la moderna sociedad líquida de los consumidores”. La “perfección” a la que se refiere es exactamente la alcanzada por la actual “servidumbre voluntaria”: “los subordinados están tan acostumbrados a su nuevo papel de autocontroladores que hacen inútiles las torres de control del esquema de Bentham y Foucault”.


Hay en suma tal grado de perfección en el control social (y neutralización de todo asomo de rebeldía) que torna irresistible lo que antes amenazaba sí o sí con vulnerar nuestra privacidad: “En el modelo panóptico no había zanahoria, sólo palo. Una vigilancia panóptica asume que el camino de la sumisión del recluso pasa por la eliminación de la elección. Nuestra actual vigilancia por parte del mercado asume que la manipulación del gusto (a través de la seducción, y no la coerción) es la vía más segura para llevar a los individuos a la demanda”, es decir, “hacer que la sumisión pueda ser vivida como un progreso de la libertad y una prueba de la autonomía del que decide”.


Vigilancia líquida es un libro denso, imposible de resumir en este modesto apunte. Atrevo sin embargo que su idea eje, su metáfora global, es que la humanidad está hoy casi inhabilitada para intentar cualquier proyecto de emancipación ya no de poderes políticos opresivos, vigilantes y punitivos, sino de un mercado que nos ha infundido la opción de elegirlo —mediante la seducción y el ansia de consumir con total libertad— sólo a él.

miércoles, febrero 19, 2025

De portadas

 












Todavía hoy, la palabra “portada” conserva en su segunda acepción un sentido casi muerto: “Primera plana de los libros impresos, en que figuran el título del libro, el nombre del autor y el lugar y año de la impresión”. Es hasta la cuarta acepción donde define lo que se entiende ahora de manera casi absoluta: “Cubierta delantera de un libro o de cualquier otra publicación o escrito”.

El primer significado se debe a que durante muchas décadas que incluso suman siglos, los libros no tenían portada en el sentido que damos actualmente a esta palabra. En la época del libro escrito y copiado a mano, las cubiertas solían carecer de datos, y no era sino hasta la primera o primeras páginas donde comenzó a asentarse la información general del libro. Tras la invención de la imprenta, este uso continuó de manera casi idéntica: el encuadernado exterior no identificaba al libro, así que los primeros datos básicos aparecían apenas se le abría.

Fue hasta el siglo XIX cuando los libros comenzaron a tener rasgos de identificación en su exterior, portadas tal y como las entiende el lector de hoy, aunque muchas, quizá la mayoría, eran sólo tipográficas, sin imágenes.

El siglo XX vio el estallido gradual de la imagen en todos los espacios impresos y con ello la llegada de portadas con diseños no sólo tipográficos, sino plenamente icónicos: los grabados, dibujos y fotografías se convirtieron en un rasgo ya no meramente accesorio del libro, sino en su “cara”, la mejor forma de individualizarlo.

Como la palabra lo insinúa, “portada” viene de “puerta”, y no es exagerado decir que por allí entra el primer flechazo que propina el libro a su potencial lector. En mi trato con ellos, siempre reparo en sus detalles, procuro identificar su estilo, y no me queda duda de que hoy las editoriales tienen equipos de diseño extraordinarios, expertos en la composición y el manejo del color y otros rasgos, como los troqueles y los suajes al estilo de los que usa en México la editorial Almadía. Sin embargo, soy un adicto demodé a las portadas tipográficas, sobre todo a las de los años cuarenta y cincuenta. Me coloco pues en medio de las dos definiciones de la RAE que cité en el primer párrafo, aunque sin dejar de admirar el trabajo impresionante en portadas como las de Alianza Editorial, por citar sólo un caso de evidente perfección y equilibrio entre lo icónico y lo tipográfico.

sábado, febrero 15, 2025

Borges en una nuez


 











No recuerdo el nombre del restaurante, pero sí, con claridad, la sensación que me produjo el buen ambiente de camaradería literaria que allí se respiraba. Era mayo de 2004, estaba a punto de cumplir cuarenta años y pasaría mi onomástico en San Miguel de Tucumán, a donde fui invitado para participar en un encuentro de escritores que se celebraría en la Universidad Nacional de aquella provincia argentina. Uno o dos días antes de que comenzara la actividad, mi amigo David Lagmanovich organizó algunas reuniones con escritores del lugar, quienes me demostraron afecto y gusto por escuchar mi acento de película mexicana.

Digo pues que la fiesta estaba en su apogeo de vino, cena y música, cuando ocurrió una suerte de pequeño milagro. Juan Pablo Neyret, escritor y periodista marplatense también invitado por David, pidió silencio a la concurrencia porque deseaba compartir un poema. Caminó al micrófono de los cantantes y, sin más, ofreció de memoria los dos sonetos escritos por Borges y publicados en tándem con el título “1964” dentro del libro El otro, el mismo (1964). No existían los celulares con avances tecnológicos como los de hoy, así que yo llevaba cámara digital y una minigrabadora de audio, para lo que pudiera ofrecerse. Y se ofreció: mientras Juan Pablo decía (no declamaba, pues declamar ya era y sigue siendo una práctica obsoleta) los dos sonetos, alcancé a sacar la grabadora y pescar al aire algunos fragmentos de su voz, los últimos seis versos. Aquello fue un torrente de luz en medio de la noche.

Yo ya conocía las dos piezas de “1964”, pues la Obra poética (Alianza-Emecé, Madrid, 1975, 447 pp.) de Borges es un libro que conseguí en los noventa. Lo que no sabía era aquello que Juan Pablo me reveló al pasar los versos por el filtro de su garganta: que la perfección no sólo estaba en la escritura, sino en el sonido exacto que iban dejando sus acentos y sus rimas, la gestación de un clima melancólico a partir de las palabras hechas de tinta en algún libro, pero sin duda redimensionadas al adquirir forma sonora, tal y como era el canto (la poesía) antes de la invención de la escritura. “Estos versos nacieron para decirse, no para leerse”, pensé.

Es posible encontrar “1964” con toda facilidad en Google, así que sólo traigo aquí el segundo soneto, que me gusta más, valga la implícita e innecesaria comparación: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar. La vida es corta // y aunque las horas son tan largas, una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna // y del amor. La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada. // Sólo que me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.

Lo que uno primero siente, de golpe, es el tono de la pieza. Ciertamente la voz poética se resigna al “goce de estar triste”, pero esa tristeza no es una aplanadora, sino una especie de sombra atenuada por la frase previa: “sólo me queda”, que supone una ganancia en medio de la derrota (de aquí que la tristeza sea un paradójico “goce”), como cuando en otro lugar el mismo autor afirma que el olvido es “una de las formas de la memoria”, es decir, una pérdida que también es una posesión. La afirmación inicial, contundente (“Ya no seré feliz”), tiene como inmediato amortiguador el “Tal vez no importa”, que así sea con dudas hace menos trágica la tragedia de haber sido centrifugado del amor.

Para consolarse en medio de la desolación, recuerda: “Hay tantas otras cosas en el mundo”, y que “un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar”, lo cual es cierto si reparamos en que cualquier segundo contiene infinitas situaciones, más que gotas de agua en el océano. Sabe que, por larga que parezca, “La vida es corta”, cortísima, y como escribían los latinos sobre las horas en los relojes de sol, “todas hieren; la última mata” (Vulnerant omnes, ultima necat), así Borges nos hace ver que una “oscura maravilla nos acecha”, la de la muerte que “nos libra del sol y de la luna”, que es como decir que nos libra de todo, incluido el amor.

Y estos versos tremendos en su sencillez y su verdad: “La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada”, plantea la obligación de recurrir al olvido como tablita de salvación. Al final, aquello del “goce de estar triste” y practicar, luego del naufragio amoroso, esa “vana costumbre” de pasar por “cierta puerta” y “cierta esquina”.

Sé que este soneto dice mucho más de lo que yo puedo exprimir, pero creo que ni siquiera es necesario hurgar en su sentido, someterlo al microscopio; es suficiente con sentir su flujo por los tímpanos y atisbar el avance de su resignado apagamiento, su melancolía de tarde que se va haciendo noche.

miércoles, febrero 12, 2025

Lectura sonora


 







Como una proyección algo freudiana para un futuro que espero nunca llegue, en un cuento escrito hace más de dos décadas abordé la circunstancia de un viejo lector que gradualmente pierde la vista hasta quedar casi a oscuras. Por necesidades de la narración reconstruí con palabras su inmensa biblioteca ya muda, y en un anaquel cercano a su escritorio ubiqué una serie grande de casetes. Contenían, grabados con su ya cansada voz, pasajes amplios de páginas y páginas de muchos libros por él amados. Se supone que era su respuesta a la ceguera en camino, una mínima defensa ante la oscuridad y el imperativo de seguir en contacto con obras admiradas.

Más allá del patetismo de la escena —un homenaje a la lectura como salvación en medio de la tiniebla visual—, jamás puse en práctica real la grabación de literatura, ni la ajena ni mucho menos la propia, y como respuesta individual e inútil ante las avalanchas iconotecnológicas que cada vez avanzan más contra la lectura-lectura, jamás tampoco me acerqué al audiolibro en sus modalidades adaptada y literal (la adaptada es como una película, que suprime un montón de detalles, la literal es aquella que convierte un libro tal cual en un audio).

En los últimos meses he cedido todavía con alguna reticencia a la lectura en un dispositivo Kindle, pero jamás había escuchado un libro hasta que en los dos días recientes caí víctima de una fiebre no aguda pero sí lo suficientemente molesta como para anularme con dolores de cabeza. Sin pensarlo, casi como quien se rasca la barbilla, busqué algo en YouTube y opté por el audio de un libro leído de orilla a orilla. Contiene 28 capítulos, y me ha permitido recorrer su contenido con los ojos cerrados.

¿Este tipo de “lectura” tiene el mismo efecto que la convencional? ¿Retiene igual la memoria o es el ojo imprescindible para alcanzar una mejor inteligencia del texto? ¿Resulta igualmente placentero? Supongo que necesito algo de distancia para poder responder tales preguntas, pero es un hecho, y esto puedo responderlo desde ya, que ante alguna contingencia, como la ceguera, los audios de libros son una posibilidad casi milagrosa, un recurso no sólo útil, sino muy ajeno ya a la grabación de casetes ahora rebasados por dos o tres benévolos clicks.

sábado, febrero 08, 2025

Anotación bajo una foto

 







Gerardo García, Fernando Fabio Sánchez y quien esto apunta intercambiamos casi a diario información sobre todo literaria. Gerardo está en Texas, Fernando en California y yo en Coahuila, así que entre los tres formamos un amplio escaleno que nos mantiene al tanto de las novedades y uno que otro chisme. Hace poco, mediante mi corresponsal texano nos llegó una foto muy interesante acompañada de un pequeño texto escrito por Salvador Novo. En la imagen aparecen 19 personajes de la literatura mexicana del siglo XX. Al verla, mis amigos y yo comenzamos a comentarla, y unos días después se la mostré a Saúl Rosales, con quien amplié algunas observaciones.

El comentario de Novo, extraído de sus memorias, trae como fecha el 22 de enero de 1965, y supongo que se refiere al día en el que describió la imagen, pues más adelante, ya en el cuerpo del texto, señala que la reunión se celebró el 16 de diciembre “del año pasado” (1964). Da igual: de lo que podemos estar seguros es de que data de mediados de los sesenta. Observa Novo: “Porque estoy convencido del valor documental de esta foto, me empeño en nombrar y describir a los personajes que en ella aparecen; pues luego ocurre que uno arrumbe una foto ocasionalmente tomada en algún banquete, comida o reunión; la olvide y pasados los años le cueste trabajo reconocer o recordar el nombre de muchos de los que en ella aparecen”.

El autor de Nueva grandeza mexicana estaba seguro, y no se equivocaba, del valor de aquella imagen, por eso le dedicó unos párrafos. La reunión a la que se refiere estuvo motivada por la reciente publicación del libro Protagonistas de la literatura mexicana, de Emmanuel Carballo. Es un libro de entrevistas en el que su autor dialogó con escritores que sin duda eran eso, protagonistas de nuestras letras. Dado aquel producto editorial, el editor y Carballo convocaron a los autores que seguían vivos. Otros, como Alfonso Reyes y José Vasconcelos, habían muerto pocos antes.

La foto incluye pues a algunos escritores entrevistados en el famoso y abultado libro, y suma a dos editores y a otros autores en ese momento muy jóvenes pero ya destacados, aunque por supuesto no incluidos entre los entrevistados por Carballo. Novo precisa que seis habían muerto ya, y que cinco más (Torri, Ramón Rubín, Yáñez, Arreola y Fuentes) no asistieron por equis o zeta motivos. El caso es que en la foto aparecen, de pie, Gastón García Cantú, José Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Rafael Giménez Siles y Rafael Giménez hijo (editores los dos últimos), Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Salvador Novo, Nellie Campobello, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y Martín Luis Guzmán; en cuclillas, Henrique González Casanova, Emmanuel Carballo, Pedro Bayona, Ernesto de la Torre, “y por último tres jóvenes demonios de la más nueva ola”: “el terrible” Carlos Monsiváis, Miguel Capistrán y José Emilio Pacheco.

Quizá me equivoco en algún caso, pero hoy todos los convidados al ágape ya murieron. Ahora bien, y disculpen que hable en términos autorreferenciales, ¿esa foto me atrajo nomás porque en ella aparece gente literaria? La respuesta es sí, pero luego reparé en algo más: esa foto también me atrae porque en ella veo flashazos de mi pasado. Yo tenía menos de un año de vida cuando la tomaron, y no fue sino hasta 1980 cuando comencé a sentir los primeros pálpitos de mi vinculación con la literatura, pero así haya sido, y sea hoy todavía, un mero tundeteclas de provincia, tuve la suerte de conocer y cruzar algunas palabras con seis de los personajes que aparecen en la imagen tomada en el jardín del coyoacanense restaurante La Capilla, propiedad de Novo. Cuento cada caso con una fecha de encuentro totalmente insegura:

Alí Chumacero. Al poeta de Acaponeta (¿Acapoeta?) lo conocí en Torreón (2007), cuando vino a hacer una lectura comentada de su obra. Ya era un hombre muy entrado en años, pero pese al calor lagunero no perdió figura dentro de su traje oscuro. Recuerdo que por culpa de un compromiso docente no pude asistir a su presentación, pero sabía que unos amigos (como la poeta Ivonne Gómez Ledezma) lo llevarían a cenar a La Marioneta, un restaurante luego cerrado a balazos, a donde recalé para insumir una cerveza y pedir que el maestro me dedicara un par de libros. De este encuentro quedó una foto en la que luzco una lamentable playera de Ocean Pacific.

Emmanuel Carballo. Lo vi y lo saludé en el Teatro Isauro Martínez (1990), cuando vino a presentar un libro sobre Torri junto a Serge I. Zaïtzeff, su autor; en aquella ocasión no quedó registro fotográfico. Carballo venía acompañado por su esposa, la escritora Beatriz Espejo.

Ernesto de la Torre Villar. Es el único de la lista con quien crucé algunas palabras en la Ciudad de México (2001). Asistí a un encuentro del Seminario de Cultura Mexicana (cuya sede estaba en la avenida Presidente Mazaryk, en Polanco) y en algún receso lo saludé y le presumí tener en Torreón dos de sus libros. Ya era un hombre grande, había nacido en 1917 y moriría en 2009. No quedó registro fotográfico ni con él ni con alguno de los miembros del Seminario de Cultura Mexicana que andaban por allí: Alberto Beltrán, Víctor Sandoval, Carlos Prieto, Sergio García Ramírez, Arturo Azuela, entre otros.

Carlos Monsiváis. Lo vi cinco veces, cuatro en Torreón y una en Guadalajara, y es el único con quien compartí mesa en el sentido literario y gastronómico. Como era ubicuo, no fue nada raro que viniera seguido a Torreón. En la última lo presenté antes de que diera una conferencia y de allí partimos a comer en un restaurante con menú español ubicado en el Paseo La Rosita. La única buena foto que tengo con él fue tomada en la FIL. Lo vi buscando afanosamente libros en una estantería, me acerqué, lo saludé, le pedí la foto y sonó el click sin que me dijera una sola palabra, pues estaba más apurado en hallar no sé qué volúmenes que en atender a un lector impertinente.

Miguel Capistrán. No tengo idea del año en el que lo vi acá, en La Laguna. Quizá en el 2003. Vino a ofrecer una conferencia sobre no recuerdo qué tema, y al final, en el restaurante Garufa, hubo una cena donde me quedó del otro lado de la mesa, inaudible.

José Emilio Pacheco. Lo vi en 1991, en el museo Quinta Gameros, de Chihuahua capital. Dio allí una conferencia y al final me acerqué con dos objetivos: saludarlo e infligirle el inútil regalo de mi primer libro. Lo recuerdo ya algo encorvado, tímido y pese a esto muy amable.

Finalizo. Al comentar la foto con Saúl en la gordería de nuestro desayuno semanal, se me ocurrió preguntarle cuál era el personaje por él más admirado. Algo nos distrajo y ya no supe su respuesta, pero sí alcancé a mencionarle mi gallo: Martín Luis Guzmán.

Nota. Tarde descubrí que sobrevive Pedro Bayona, en cuclillas y de moño en la foto. Nació en Guadalajara hacia 1937. El otro personaje posiblemente vivo es Rafael Giménez hijo, pero no conseguí datos sobre su vida.

miércoles, febrero 05, 2025

Siete estrofas de amor

 









De casualidad en este febrero releí El “Fausto”, de Estanislao del Campo (Buenos Aires 1835-1880). Es, como cualquiera lo sabe, uno de los primeros libros de la denominada poesía gauchesca, quizá el primer conjunto de obras literarias con marcado acento hispanoamericano. Por sus formas y su compacidad temática sólo podría compararlo con la novela de la Revolución Mexicana, otra corriente nacida y cultivada exclusivamente por un país de nuestro continente.

El “Fausto” es un poema narrativo. Aborda el encuentro en el campo entre don Laguna y el Pollo, dos viejos amigos. Tras los saludos de rigor, el Pollo le cuenta que fue a la capital y en el teatro Colón vio una obra. La representación no fue otra que el Fausto, de Goethe, en la adaptación de Gounod. Don Laguna se interesa en saber qué vio, así que el amigo le comparte el resumen de la historia que ya conocemos, aquella en la que el viejo Fausto ama a una joven inalcanzable, y la aparición y la promesa del diablo para que, mediante un convenio también bien conocido, aquel contacto con la muchacha pueda llegar a su consumación.

La gracia del poema está en que sigue los pormenores de la obra goethiana en un estilo inocente, impregnado de conmovedora rusticidad. El gaucho que cuenta apela a su experiencia para detallar el contenido de la obra. La parte que más me gusta está en la sección IV, y es una descripción de lo que puede sentir cualquier enamorado no correspondido. Son siete estrofitas compuestas en verso octasilábico rimado abba. El signo “//” es salto de estrofa. Vean lo bueno y cierto que es:

“Cuando un verdadero amor / se estrella en un alma ingrata, / más vale el fierro que mata / que el fuego devorador. // Siempre ese amor lo persigue / a donde quiera que va: / es una fatalidá / que a todas partes lo sigue. // Si usté en su rancho se queda, / o si sale para un viaje, / es de balde: no hay paraje / ande olvidarla usté pueda. // Cuando duerme todo el mundo, / usté, sobre su recao, / se da güeltas, desvelao, / pensando en su amor projundo. // Y si el viento hace sonar / su pobre techo de paja, / cree usté que es ella que baja / sus lágrimas a secar. // Y si en alguna lomada / tiene que dormir al raso, / pensando en ella, amigaso, / lo hallará la madrugada. // Allí acostao sobre abrojos, / o entre cardos, Don Laguna, / verá su cara en la luna, / y en las estrellas, sus ojos”.

sábado, febrero 01, 2025

Vida y letras según Chéjov

 











Con o sin intención, los escritores suelen mostrar su “cocina”, es decir, los modos, los métodos, las fórmulas (si es que las hay) mediante las cuales consumaron sus obras. Han podido hacerlo por la vía oral, sea en una clase, en una conferencia, en un taller, o por la escrita en un manual, diario o memoria. Cualquier espacio, incluso la conversación de sobremesa más informal, es propicio para que un zurcidor de palabras exponga sus procedimientos. Tengo para mí que la recomendación o la metodología de un escritor no calza por completo a otro, pues escribir es una práctica atada visceralmente a la experiencia única e irrepetible del individuo. Todos vemos un árbol, pero ese árbol es distinto y evoca emociones diferentes en quienes lo ven.

Pese a la imposibilidad de transferir recetas susceptibles a una completa imitación, los libros que las ofrecen tienen, sin embargo, el mérito del desprendimiento, casi casi como cuando un chef comparte las contraseñas de sus platillos (dupliqué el adverbio para subrayar que de todos modos no es exactamente lo mismo). Los libros que convidan secretos de escritura pueden ser asimismo muy diversos, pero algo habrá en ellos que delate al menos un tenue afán didáctico. Pienso, sólo para mostrar cinco casos distintos, en Filosofía de la composición, de Edgar Allan Poe; La experiencia literaria, de Alfonso Reyes; Manual de creación literaria, de Óscar de la Borbolla; Un arte espectral, de Norman Mailer y Ser escritor, de Abelardo Castillo (que por cierto comenté hace poco en estos mismos rumbos). Yo mismo, si me permiten el desacato, perpetré un libro de tal índole titulado Entre las teclas, periferia del oficio literario, cuya tercera edición no está en prensa, sino en pausa.

Sin trama y sin final. 99 Consejos para escritores (Alba Editorial, Barcelona, 2016, 134 pp.), de Antón Chéjov (1860-1904), opera en el predio mencionado, como podemos suponerlo por el subtítulo. Son recomendaciones del narrador ruso, uno de los maestros de cuento moderno. Lo peculiar del libro reside en que Chéjov no lo pensó orgánicamente, y acaso ni siquiera lo sospechó tal y como está armado, pues se trata de recortes extraídos de su correspondencia, todos vinculados con el oficio de escribir. Piero Brunello ejecutó el trabajo de edición y es también el autor del prólogo en el que explica su intención: “este librito presenta los consejos de Chéjov sin comentario, pero con la recomendación de tomarlos en serio. En un principio fueron elegidos para uso personal, pero las sugerencias de un gran escritor pueden ser provechosas para mucha gente”. Esas sugerencias, reitero, son fragmentos de cartas enviadas a escritores en las cuales, suponemos, además de abordar asuntos de índole coyuntural como una enfermedad o un viaje, servían para intercambiar impresiones, opiniones, juicios literarios. Entre otros corresponsales, los fragmentos fueron obtenidos de misivas enviadas a Suvorin, Gorki y Aleksandr, tres escritores, el último de ellos su hermano.

Brunello tiene razón al afirmar que las palabras extraídas de las cartas “pueden ser provechosas para mucha gente”. Lo son, particularmente para quienes tienen el deseo de escribir. Sin trama y sin final está dividido en dos partes: “Cuestiones generales” y “Cuestiones particulares”. Las cartas que sirvieron de base fueron escritas, la mayoría, en los últimos quince años del siglo XIX. Dentro de cada gran sección hay apartados más breves, un intento de Brunello por ordenar temáticamente sus recortes. Pese al orden que impuso, es dable aproximarse al libro de manera no necesariamente lineal, como si se tratara, quizá porque en el fondo lo es, un racimo abultado de aforismos.

Los subtemas que abraza son misceláneos. En todos los casos el editor da un título: “No lo que he visto, sino cómo lo he visto”; luego viene la cita: “Lo he visto todo; no obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto”, y al último la referencia postal entre paréntesis: “(A Alekséi Suvorin, Vapor Baikal, Estrecho de Tartaria, 11 de septiembre de 1890)”. Con base en esta estructura, Sin trama y sin final avanza por las cartas de Chéjov y de ellas recoge los pasajes que frontal u oblicuamente se refieren al quehacer literario. Traigo cuatro ejemplos de esa brillante pedacería:

Este sobre el arte de tolerar cierto añejamiento de lo escrito:

Esperar un año

Tiene usted razón: el tema es arriesgado. No puedo decirle nada concreto; sólo le aconsejo que guarde el relato en un baúl un año entero y que al cabo de ese tiempo vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro.

(A Yelena Shavrova, Mélijovo, 28 de febrero de 1895).

O esta prescripción para su hermano:

Seis condiciones

“La ciudad del futuro” es un tema excelente, novedoso e interesante. Si no trabajas con desgana, creo que te saldrá bien, pero si eres un holgazán, que el diablo te lleve. “La ciudad del futuro” sólo se convertirá en una obra de arte si sigues las siguientes condiciones: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de los objetos; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad; rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.

(A Aleksandr Chéjov, Moscú, 10 de mayo de 1886).

O:

Llorar sin que el lector se dé cuenta

Sí, en una ocasión le dije que uno debe ser indiferente cuando escribe historias patéticas. Pero usted no me ha comprendido. Puede llorar o gemir con un cuento, puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la impresión. Eso es lo que quería decirle.

(A Lidia Avílova, Mélijovo, 29 de abril de 1892).

Por último:

Escribir con frialdad

Hace usted grandes progresos, pero permítame que le recuerde un consejo: escribir con mayor frialdad. Cuanto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene azucarar.

(A Lidia Avílova, Moscú, 1 de marzo de 1893).

No puedo pasar por este libro sin recordar que Piglia abre su famoso ensayo “Los dos hilos: análisis de las dos historias” con estas palabras: “En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: ‘Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida’. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito”. Sin trama y sin final intenta algo parecido: iluminar alguna zona del ejercicio literario. Es en síntesis una cascada de chispazos todavía atendibles pese a que hace 150 años fueron modestos párrafos de cartas.