sábado, mayo 31, 2025

Haiku binsai o la búsqueda de lo esencial


 










El corazón dice: criaturas terrestres, la vida es gloriosa…

Juan L. Ortiz

Al ritmo que llevamos desaparecerá el género epistolar, pues luego de que el teléfono abolió la carta de papel, el WhatsApp casi echó a pique al mail y así terminó el diálogo entre dos que se corresponden todavía con una actitud aproximada a la serenidad. Carlos Dariel pensó que la carta vía mail, y no el mensaje de WhatsApp que siempre llega impregnado de impaciencia, era el mejor medio para compartirme una inquietud editorial. El asunto del mensaje fue “Un atrevimiento de mi parte”, y éste su contenido:

Querido Jaime, espero que te encuentres bien. Te cuento el motivo de este email. Ya para los meses finales de este año, digamos octubre o noviembre, tengo pensado publicar por Macedonia un nuevo libro de poemas. En esa oportunidad será una nueva producción de haiku escrita con posterioridad a la publicación de Bajo el fulgor, a la que se suma una serie de una composición poética mucho más breve a la que acuñé con el nombre de “haiku bonsai” y que se caracteriza por 11 sílabas distribuidas en tres versos de 3-5-3. Bueno, y aquí viene el verdadero motivo de mi atrevido correo. Si no te inoportuna, me gustaría enviarte el PDF para tu lectura de manera que contemples la posibilidad de escribir unas palabras preliminares a modo de prólogo o algo así para incluirlas en la publicación. Desde ya que no debes sentirte ni comprometido ni obligado a nada, sólo si mi libro despierta tu genuino interés en escribir palabras alusivas estará justificado mi atrevimiento.

La atenuación retórica de su solicitud habla de la prudencia con la que Carlos se movía al tratar sobre literatura, particularmente sobre poesía. Era este género, en efecto, el que más lo conmovía, tanto que ni siquiera lo consideraba “literatura”, sino algo tan etéreo e intangible que ponerle un nombre era un intento imprudente de apresarlo: la poesía se nos escapa cuando intentamos definirla, decía, así que es mejor dejar al margen su definición y permitir que su ser viva tranquilo en la condición inasible que sin duda garantiza la libertad de su ejercicio, un ejercicio que él disfrutó como pocos en la libertad de Juan L. Ortiz, Juan Carlos Bustriazo y Leopoldo Teuco Castilla, sus amados poetas del interior.

Mi respuesta fue, claro, afirmativa. Incluso enfaticé en mi mail de devolución que, lejos de molestar, me honraba con aquella entrañable solicitud. No fue un gesto de cortesía subrayar el honor que el convite me suscitaba: en verdad me sentí halagado de que un escritor como él, que a mi juicio es el tipo de poeta más genuinamente instalado en el ejercicio del verso como indeclinable exploración de lo esencial, pensara en mi tosca sensibilidad de narrador para confeccionar un prólogo.

Acordamos que en septiembre de 2024 se lo tendría listo, pues él deseaba que su libro, como ya vimos, estuviera en circulación entre octubre y noviembre del mismo año. Yo sabía ya que su salud se había visto disminuida en los meses cercanos y que el final lo amagaba. Sospecho que no me apuró ni yo aceleré para evitar que su enfermedad estableciera las condiciones en el acuerdo. Ambos confiábamos en atravesar con holgura las fechas establecidas, pero no fue así: su vida quedó segada a finales de julio, y este prólogo y este libro son ya póstumos.

En cumplimiento de su propósito de ver impreso el libro y de mi aceptación para dejar en él unas palabras liminares es que Fabián Vique y yo seguimos adelante. Aquí, en el umbral de Haiku bonsai, quedan estas palabras ciertamente tristes, y en las páginas venideras las piezas que Carlos trabajó con escrupuloso lente de joyero. En la carta que cité y en la misma presentación de este libro él describió el origen de su proyecto y delimitó el tamaño del recipiente en el que después vació los puñaditos de once sílabas. Podemos ver en cada pieza que su autor ha querido lograr el dibujo de lo inefable mediante la hiperconcisión, casi mediante el silencio. Como en ciertos bocetos de Leonardo, la imagen es simple pero con su belleza colma la página de manera inexplicable; o igual, dicho de otro modo, los haiku bonsai de Dariel son como las gotas de una fragancia poderosa: que pese a su pequeñez ocupan invisiblemente toda una habitación.

“Misterio / cuanto respiro / y veo”, dice en una pieza para expresarnos que en todo se esconde “algo”. Poeta contenido, observador penetrante del misterio agazapado detrás de lo visible y lo invisible, Carlos Dariel nos deja pues en Haiku binsai una despedida que casi no demanda palabras para comunicarnos lo mucho que en silencio amó y celebró la vida. Sus piezas son un dechado de autolimitación, de limpidez extrema, de búsqueda de lo esencial y pespunteo entre lo abstracto y lo concreto, que es como decir entre el tiempo y el espacio que él cruzó con los sentidos bien atentos, volcados al eros cognoscente, como llamó Lezama Lima al ansia de buscar y comprender.

Que los poemas albergados en sus otros libros y los que habitan en este Haiku bonsai sean siempre un recordatorio de la presencia —física y espiritual— de Carlos Dariel y su poesía entre nosotros.

Torreón, Coahuila, México, 21, septiembre y 2024

miércoles, mayo 28, 2025

Un soneto perro

 








Desde hace cuatro años, poco más o poco menos, cada semana llevo un libro distinto al taller literario. Y no sólo el libro ha sido hasta ahora diferente, sino también el autor. Se trata, obvio, de una especie de ruta de lectura, la mía, dispersa en los géneros de cuento, novela, ensayo, poesía y periodismo en disciplinas como literatura, historia, política y algo de filosofía, entre otras. Siempre comparto la lectura de algún párrafo, una frase subrayada o algunos versos si se trata de poesía. Es un ejercicio que disfruto porque me permite reconstruir, a la distancia, la idea que me dejó tal o cual libro luego de haberlo recorrido años atrás, y compartir a los talleristas el sedimento que ha quedado en mi memoria.

Hace poco llevé Paisaje, una vieja compilación de la poesía que nos legó Manuel José Othón (SLP, 1858-SLP, 1906). Fue publicado por la UNAM en 1944 y, por supuesto, como es habitual en la obra de un clásico, su contenido no envejece. Para reforzar el potencial afecto que los participantes pudieran sentir por el poeta potosino, es obvio que les recordé un dato biográfico fundamental: durante algunos años, Othón ejerció su oficio de abogado, como funcionario público, en La Laguna, región que dejó en él una impronta tan profunda que su poema más célebre, el “Idilio salvaje”, exhibe trazos en los que se adivina nuestro semidesértico paisaje: “Mira el paisaje: inmensidad abajo, / inmensidad, inmensidad arriba…”. Como refuerzo de lo antedicho, les convidé “Una estepa del Nazas”, soneto en el que desde el título se hace explícito el entorno inspirador, el nombre del río que fue útero de La Laguna: “¡Ni un verdecido alcor, ni una pradera! / Tan sólo miro, de mi vista enfrente, / la llanura sin fin, seca y ardiente / donde jamás reinó la primavera…”.

Llegué así a un poema cuyo tema me queda lejos, pues se refiere a la relación establecida por un trabajador de campo con su perro. Digo que me queda lejos porque jamás tuve ni tendré perros, pero no es necesario haber experimentado tal vinculación para sentir la fuerza y la verdad de este soneto hermoso y perfecto: “No temas, mi señor: estoy alerta / mientras tú de la tierra te desligas / y con el sueño tu dolor mitigas, / dejando el alma a la esperanza abierta. // Vendrá la aurora y te diré: Despierta, / huyeron ya las sombras enemigas. / Soy compañero fiel de tus fatigas / y celoso guardián junto a tu puerta. // Te avisaré del rondador nocturno, / del amigo traidor, del lobo fiero / que siempre anhelan encontrarte inerme. // Y si llega con paso taciturno la muerte, / con mi aullido lastimero / también te avisaré... ¡Descansa y duerme!”.

sábado, mayo 24, 2025

Industria del apócrifo

 











La obra literaria apócrifa más famosa de la historia es el Quijote de Avellaneda. Fue publicada en 1614 tras el éxito de la primera parte del Quijote (1605), y resultó para Cervantes una especie de acicate: cuando supo que alguien, un tipo que usó el seudónimo Alonso Fernández de Avellaneda, le había madrugado al publicar la segunda parte del caballero andante, no tuvo más remedio que terminar pronto la verdadera continuación, la escrita por el propio Cervantes.

Traigo esta breve historia a cuento para señalar que la fama de un libro o de un autor han motivado desde hace mucho la creación de imitaciones baratas. Lo que perpetró el tal Fernández de Avellaneda fue el robo del personaje, un recurso tan descarado que en la mismísima segunda parte del Quijote-libro el Quijote-personaje dice a Sancho que lo han plagiado en otro libro, y que la historia verdadera es la que el lector va leyendo. Un enredo.

En los tiempos que corren, atestados de mensajes cuyo origen desconocemos, es casi diario el contacto de nuestros ojos con adefesios cincelados por inciertas plumas. Supongo que quienes redactan eso lo hacen por juego, para burlar a los muchos potenciales lectores que encuentren en el camino. Si no fuera así, si en realidad creyeran que se trata de obras dignas, ¿qué razón habría para no firmarlas con sus nombres reales?

Desde la llegada del anonimato multitudinario fomentado por internet, cunden las falsas atribuciones, la industria del apócrifo: alguien expele un texto melifluo y lo firma con el nombre de un escritor famoso. En realidad esto sería inocuo si no fuera por un daño colateral: muchos lectores creen que eso, si lo firma un consagrado, es literatura, y entonces lo reenvía con altas dosis de ignorancia e impunidad. Ya varias veces me he detenido en esto, y lo hago simplemente como mínimo dique ante la avalancha de miel.

El más reciente que vi es, una vez más, del poeta “Gabriel García Márquez”. Lo primero que debemos notar es que el verdadero Gabriel García Márquez nunca fue poeta. El falso, sin embargo, nos deleita con unos versos espesos de glucosa:

Si te atrae una mujer
por la talla de su pecho,
por su cintura o por sus caderas,
te estás equivocando.
 
Si lo que más valoras en ellas son los rasgos de su cara
el color de sus ojos, la longitud de sus piernas
o como se le ve con minifalda
te sigues equivocando.
 
Una mujer es su actitud,
su forma de ser, la forma en que te trata y te mira,
su risa y sus silencios.
 
Una mujer es su inteligencia, su rebeldía
su entrega, su generosidad, su capacidad de hacer varias
cosas simultáneamente, sus manías.
 
Lo mejor de una mujer no es su envoltorio,
es lo que hay dentro:
Su humor, sus ocurrencias, su valentía, su forma de pensar...
Un hombre de verdad,
un hombre inteligente,
se enamora de lo que otros ni se imaginan.
Ese hombre puede ver lo que otros ni imaginan que exista
y eso, amigos, tiene un premio…
y se llama felicidad.

Este no desea ser un apunte didáctico, pero me he preguntado qué recomendar para que no caigamos en el embuste. Para los lectores mínimamente entendidos es una necedad explicar esto, aunque en las redes he notado que lectores supuestamente agudos difunden bodrios sin inmutarse, incluso con orgullo por compartirnos piezas literarias de mérito. En la del “GGM” entrecomillado destaca una total falta de ritmo poético (es prosa destazada), no hay imágenes o tropos que vayan más allá del lugar común, es meramente descriptiva, carece de un mínimo velo de misterio y, sobre todo, tiene un asqueroso tufo edificante, aleccionador, cursi. Su tema es lo de menos, pues el sentimiento que contiene no es inválido en tanto gesto humano, pero planteado así, como poema de afiche para oficina de los que venden en la alameda y atribuirlo a un escritor que ni siquiera hizo poesía, es un disparate que en lugar de difusión y elogio merece, mínimo, pena ajena.

miércoles, mayo 21, 2025

A nadie se le niega un tinaco de agua


 








Como todo mundo no sabe, vivo en el suroriente de la ciudad, quizá una de las zonas más abandonadas del municipio si la comparamos con las del nororiente, el sector que abraza a las colonias donde vive la gente que sí merece ser bien atendida dado que pertenece a nuestra pequeña oligarquía lechera. De todos modos no es tanta la diferencia, pues es un hecho que, salvo las ínsulas pudientes, toda la ciudad y sus alrededores tienen como rasgo más visible el caos, una falta de planeación que difícilmente se resuelve con giros viales y demás improvisaciones postcolapso.

Además de otros rezagos, la zona suroriente padece el del suministro de agua. No digo nada nuevo, nada que no sepa toda la población. Sé que la escasez del “vital líquido” —como decían los viejos periodistas alarmados por no tener un sinónimo para “agua”, que no lo tiene, así que el sinónimo de “agua” es “agua”— es generalizada, pero se agudiza en unos puntos más que en otros. En el que resido, supongo, es de los que más sufren este horror. Apenas llega el calor, que como sabemos en nuestra región tiene la capacidad hasta de matar, el agua se nos esconde y tenemos que cazarla sin descanso. La zozobra ante su falta es el pan de cada hora, no de cada día.

Para medir la inquietud que produce su escasez y a veces su plena carencia, basta asomarse a un recurso de moda en nuestra época: los grupos de whatsapp generalmente armados por quienes viven en colonias cerradas. El intercambio de mensajes es frenético, y como pasa en un medio fácil de emplear y muy inexpresivo pese a todo, el cruce a veces se torna ríspido y lleno de preguntas y respuestas sin orden ni concierto, un claro síntoma de la desesperación en la que cae cualquier ciudadano cuando ve que no hay agua ni para lavar un plato.

Porque lo sabemos, es innecesario subrayar la importancia del agua en cualquier lugar y momento, tanto que hasta la fecha no existe civilización humana que no se haya formado cerca de ríos o veneros cuya munificencia es la base de toda sociedad. En Torreón, muchas colonias, como la mía, sobreviven condenadas a la preocupación, al miedo de no tener el bien básico para la existencia. Algo tendrán que hacer nuestras autoridades en un futuro ya muy próximo. A nadie se le niega un tinaco de agua.

sábado, mayo 17, 2025

Wako en tiempo real

 












Los documentales son una manera de acercarse al pasado propio y ajeno. Vi recién en Netflix el (muy bien) titulado en español Wako: el apocalipsis texano (Tiller Russell, 2023), y quedé sorprendido por todo lo que recordaba de aquel hecho pero más por todo lo que se me había evaporado de la memoria. Mientras pasaban los capítulos de la miniserie pendulé de lo que veía en la pantalla al recuerdo de los días en los que comentaba el suceso con mis compañeros de la revista Brecha. Más de treinta años después, sentado frente al televisor en la comodidad de mi sala, las horrendas imágenes de Wako, Texas, me trajeron a la mente las gratas imágenes de aquel tiempo querido en el que yo, sin saberlo, era joven y feliz aunque me esforzaba por parecer viejo y desdichado debido a la absurda creencia de que eso le calzaba mejor a la condición de escritor que ya asumía.

Para no reborujarme en estos párrafos, primero doy cuenta de aquel momento, lo que recordé al ver el documental. Era 1993, y estaba por concluir el sexenio gandalla de Salinas de Gortari. No faltaba mucho pues para que reventara la burbuja de su supuesto buen gobierno, tal vez el paso más sólido de nuestro país en su adhesión al neoliberalismo, palabra que en aquel tiempo cundió en todos los discursos políticos y académicos, como la plaga que era. Se hacían realidad las recetas del Consenso de Washington que en México se materializaron con una oleada de opacas privatizaciones y la cocción del TLC que entraría en vigor a partir del año siguiente.

Aunque el gobierno de Salinas se afanaba por subrayar que vivíamos el estallido del progreso en nuestro país, lo que estalló fue otra realidad: el EZLN abrió el 94 con su levantamiento, al que le siguieron las turbulencias por los asesinatos contra Colosio y Ruiz Massieu que terminaron en la elección por descarte del redivivo Zedillo, ahora recién elevado a la categoría de prócer del 68.

Eran tiempos políticos harto viscosos, y en la redacción de la revista nos reuníamos para comentarlos no sin algún gesto de inquietud, pues parecía que todo se pudría ante nuestros ojos. Mis principales interlocutores eran Óscar Fernández y Jaime Arellano, pero se sumaba quien anduviera por allí. Sin saberlo en ese momento, aquella fue mi mejor universidad, pues en ese espacio aprendí a los empujones —por mero instinto de supervivencia— a revisar, editar, diseñar, coordinar y por supuesto a escribir artículos, entrevistas, reseñas y columnas, todo lo que se necesitaba para tapizar las páginas con algo que intentaba satisfacer al lector.

En ese caldo ocurrió lo de Wako que ilustra el susodicho documental de Netflix. Lo vivimos, como todo el mundo, en tiempo real, con escenas diarias de las cadenas norteamericanas. Como sabemos, el 28 de febrero de 1993 la sede de una secta, los davidianos, ubicada en un tal Monte Carmelo, fue visitada por autoridades con una orden de allanamiento debido a la presunta posesión de armas ilegales. El operativo fue torpe, bravucón a la manera represiva gringa, y fue recibido a balazos por los miembros de la secta. De inmediato se supo en todo el planeta que era comandada por David Koresh, seudónimo de Vernon Wayne Howell, quien a la usanza de todos los iluminados de su índole se creía un elegido del altísimo. Lamentablemente, para sus adictos sí lo era, así que lo seguían como los patitos a su madre.

Ya en el primer encontronazo hubo muertos de ambos bandos, y lo que siguió fue un estira/afloja entre los davidianos contra el FBI y otras fuerzas del Estado norteamericano. Koresh se ponía al teléfono con los negociadores, pero no cedía. El cerco armado afuera de la edificación duró 51 días, y además de francotiradores se habían dispuesto tanques de guerra y, más al margen, un enjambre mediático.

Al ver el documental me hice de una conclusión que jamás había pensado: que Koresh nunca se entregaría, que en su locura fundamentalista estaba dispuesto a lo que en efecto terminó siendo el desenlace: la inmolación de toda la comunidad de fanáticos, que incluía niños y no excluía, obvio, al redentor Koresh. En los días del asedio habían liberado a muchos pequeños y a varias mujeres, pero dentro del Monte Carmelo murieron más de setenta personas devoradas por el fuego que ellas mismas provocaron, según creo, aunque también muchos culparon de tal clímax a las autoridades. Esto sucedió el 19 de abril de 1993, día en el que todo quedó reducido a escombros y cenizas davidianas. El documental de Netflix está dividido en tres capítulos: “En el principio”, “Hijos de dios” y “Fuego”, así que además de ser bueno, es breve.

Un hecho importante y final: entre quienes se aproximaron al cerco numantino contra la secta estaba Timothy McVeigh, simpatizante de los davidianos que dos años después, el 19 de abril de 1995, perpetró el atentado terrorista en la ciudad de Oklahoma. Fue su venganza por lo ocurrido en Wako. Lo despacharon mediante una inyección letal hacia 2001.

miércoles, mayo 14, 2025

Adiós a la noche









En uno de sus varios consejos al joven novelista, Leonardo Padura comparte la necesidad de tener buena condición física. Es una recomendación que puede parecer extraña, incluso fuera de lugar y ciertamente incomprensible para quienes no escriben. ¿Buena condición física para escribir?, se preguntarán, y de inmediato aparecerá en sus cabezas la imagen de un escritor en el acto de escribir, es decir, sentadote frente a una computadora. La conclusión entonces será inmediata: es una actividad sedentaria, lo que menos necesita es buena condición física.

No es por nada, pero cuando la escuché de Padura creo que no me sorprendió. Acepté sin chistar que el cubano tenía razón: un escritor necesita fortaleza corporal para desempeñar su chamba. Obviamente no se refirió a la escritura esporádica, sino a la que implica esfuerzos intensos y continuos, como el de urdir una novela o un ensayo ambiciosos. En estos casos, la postura del cuerpo y el desgaste mental tienen un raro efecto de fatiga, una sensación de merma similar a la que deja haber corrido, pero sin sudor.

En una de sus muchísimas páginas, Enrique Serna comenta que “Entre los 25 y los 30 años uno puede ser un lector apasionado y un escritor exigente consigo mismo, sin renunciar a emborracharse dos o tres veces por semana; después la vida nos obliga a elegir entre la caída en picada o la disciplina. Para bien o para mal, yo elegí la mesura epicúrea, pero siempre sentiré nostalgia por el dulce vértigo de esos años eufóricos en los que me creía invulnerable”. En efecto, hay una etapa de la vida literaria en la que se puede, como en la vida no literaria, combinar el trabajo con los excesos. Lamentablemente, es efímera, pues pronto el cuerpo avisa que las desveladas y la fortaleza del siguiente día son incompatibles, y es allí cuando uno, como anota Serna, debe elegir.

Entre los treinta o treinta y cinco vi el parteaguas. Nunca me sentí notablemente apto para las juergas del mundillo literario, pero participé de ellas con frecuencia y gusto. Pero pasó que recibí los avisos: el cuerpo ya no se recuperaba igual, y poco a poco evolucioné hacia la negación de cualquier desvelada, incluidas las que se pueden tener en casa. A esto añadí una cuota diaria de ejercicio al menos ligero y buena alimentación. Esto no garantiza escribir más ni mejor, pero al menos permite que uno opte por sentarse y no por terminar noqueado, horizontal, sobre la cama. En algo ayuda la buena condición al ejercicio de escribir.

sábado, mayo 10, 2025

Futbol, Argentina y literatura


 







Introducción a la conferencia "Futbol, Argentina y literatura: una pasión es una pasión", ofrecida dos veces: el 9 de mayo de 2025 en la Feria Internacional de Libro de Coahuila y el 19 de mayo del mismo año en la FIL Coahuila-Laguna. 

Futbol, Argentina y literatura: una pasión es una pasión

En más de una oportunidad he contado que la adquisición del hábito de la lectura y el gusto por jugar futbol coincidieron al final de mi niñez, cuando tenía once o doce años. En el libro Invítame a leer. Conversaciones con gente de libros, de Gerardo Segura, respondí así a la pregunta sobre el origen remoto del que hablo:

En mi casa no había libros ni antecedentes de lectura como fuente de placer. Lo que sí había era periódico, pues mi madre compraba a diario La Opinión, el periódico más viejo de La Laguna, fundado en 1917. Gracias a esto, cuando al fin llegué a la primaria y aprendí a leer, las páginas del diario se complementaron con los libros de texto, así que de 1970 a 76, más o menos, no tuve contacto con otros papeles que no fueran esos. Los libros de texto de aquellos años que me gustaban más eran los de español e historia, y desde siempre me sentí lejos de los otros.

Cuando llegué a la secundaria ocurrieron dos hechos importantes: por un lado, descubrí la práctica del futbol y, por el otro, mi madre compró unas enciclopedias, lo que en aquella época era como conectarse a internet. Apasionarme por el futbol como deporte, jugarlo bien y sin descanso, tuvo una extraña derivación “intelectual”, por llamarla de algún modo: me convertí en comprador, lector y coleccionista contumaz de revistas futboleras. Cada semana ahorraba la cantidad necesaria para comprar cinco publicaciones, es decir, todo lo que llegaba a La Laguna sobre ese tema: las revistas Pénalty, Balón y Sólo Futbol, y las historietas Borjita y Chivas Chivas Ra Ra Ra. Gracias sobre todo a las revistas, y a falta de Ilíadas y Odiseas, accedí a entrevistas, reportajes y columnas en los que fui haciéndome una idea del mundo y de la vida a partir del futbol. En aquel tiempo no sólo La Laguna, toda la provincia era más provinciana y se soñaba poco con lo que estaba fuera de nuestro entorno. Las entrevistas a los jugadores me remontaban a geografías distantes, a topónimos y nombres de equipos y jugadores que conllevaban una sonoridad peculiar: Botafogo, San Lorenzo de Almagro, Amaury Epaminondas, Juan Carlos Czentoriky, Belarmino de Almeida, Colo Colo, Rafael Albrecht, Jan Gomola, Carlos Jara Saguier… algo raro había en esas palabras, lo que me hacía pensar en lejanías, en la heroicidad de viajar, en la vaga sensación de que el mundo era mucho más grande de lo que yo imaginaba. Mi vida, entonces, era ir a la escuela, leer revistas de pe a pa y jugar futbol en la calle todos los días. Eso fue, sospecho, lo primero que leí con pasión y disciplina.

Dejé las revistas de futbol y las sustituí por los primeros libros de literatura. No tenía ninguna orientación, leí lo que de casualidad me fue cayendo, y así comencé a formar una biblioteca personal que arrancó con diez libros y ahora debe andar por los diez mil. En esta biblioteca destacan, como temas, la literatura, la historia, el arte, la política, el periodismo y, en alguna medida, el futbol. Esto significa que este deporte me acompañó durante muchos años como práctica (no jugué tan mal cuando jugué), como tema de lectura y como aficionado televisivo. Por supuesto, ya no ejerzo de jugador amateur, pero una pasión es una pasión, qué culpa tengo, y sigo leyendo literatura futbolística y veo resúmenes de los partidos que me interesan.

Con el tiempo, también, comencé a escribir sobre futbol. No sobre la coyuntura estadística de este deporte, sino textos que buscan alguna perdurabilidad. Mi primer cuento futbolístico apareció en El augurio de la lumbre, mi primer libro, de 1990. Luego, en 1999, escribí La ruta de los Guerreros, una larga crónica de los primeros 17 años del Santos Laguna. Después, en 2006 intenté los cuentos del que después sería Polvo somos, treinta relatos futboleros, y hacia 2018 salió Gambeta corta, lote de artículos y reseñas con este mismo tema, el del futbol.

En el camino me fui topando con más literatura futbolera, y pronto advertí que el país que en América Latina tenía mayor número de libros de esta índole era la Argentina. Así, en cada uno de mis viajes a Buenos Aires, he comprado libros de lo que me interesa más, pero siempre sumé títulos sobre futbol. No enciclopedias ni manuales, sino de literatura, especialmente de cuento o, de algún modo, acercamientos de carácter histórico y periodístico. Esta breve exposición muestra el resultado de tal pesca. Salvo dos o tres títulos que nunca hallé, pero de los cuales tengo noticia, todos los que llenan una repisa forman el apartado de mi sección literatura y futbol.

Obviamente, el futbol en estos libros es en gran medida un pretexto para abordar otros asuntos. Como en la Argentina el futbol no es un deporte, sino una forma de vivir, su literatura siempre trasuda las inquietudes comunes a la humanidad, a la condición humana: la honra, la locura, la frustración, el miedo, el reconocimiento, la cobardía, el orgullo, la violencia, la envidia, la ambición, el coraje, pasiones que atraviesan todos los espacios de la vida social. Más allá, pues, de ser un deporte, el futbol argentino es un reflejo de aquel país y de su población, quizá la mejor manera de acercarnos a la comprensión de su idiosincrasia. Esto es lo que he procurado encontrar y entender al leer su literatura futbolística.

miércoles, mayo 07, 2025

Los anticuerpos de siempre













Enrique Macías recién me ha compartido un artículo que en efecto aguijó mi interés. En él, Arturo Pérez-Reverte despotrica contra las editoriales y los autores que en asociación ilícita revientan el mercado con libros sin mérito alguno. El alegato es general, abierto, casi para que cualquier empresa productora de libros se sienta parte del problema. Es difícil, imposible más bien, no coincidir con el escritor español, aunque el riesgo de abrir tanto el abanico es que en él quepan libros como los del mismo crítico: novelas y sagas diseñadas para el éxito de ventas, que al parecer es el único éxito que hoy importa.

Afirma el padre del capitán Alatriste: “Dense una vuelta por las mesas de novedades y comprobarán que lo de Jeosm [un fotógrafo amigo suyo que fue invitado a escribir una novela de lo que sea con tal de venderla] no es anécdota suelta, sino indicio de una estrategia editorial sin escrúpulos que como una mancha infame envilece lo que aún llamamos literatura. Cada año, cada mes, cada semana, una cantidad enorme de novelas aparece en librerías, plataformas digitales y redes sociales. Algunos de sus autores son mediocres o innecesarios, publicados por sus editores a ver si suena la flauta”.

¿No es este fenómeno similar al que se da en todas las artes? ¿Acaso no sobreabundan las propuestas de todos los pelajes? ¿Es posible frenar la avalancha de objetos culturales cuya única razón de ser es el propósito de lucro? Más adelante, observa: “No hay presentador de televisión, youtuber, influencer o famoso que, por iniciativa propia o inducida, en sus ratos libres, que por lo visto son muchos, no pruebe suerte con la tecla”. Particularizar, decir que los youtubers y los influencers son quienes infestan el mercado del libro es casi improcedente, pues en realidad el tumulto de los que hoy producen libros no se restringe a un tipo específico de persona. Es más fácil decir “cualquiera”, o al menos “cualquier famoso”.

Tampoco es un mal sólo atañedero a la literatura, al libro. Hoy, tras el boom de la comunicación digital, cualquiera que tenga un celular y una cuenta de red social puede ser actor, cantante, fotógrafo, estrella porno, politólogo, orientador vocacional, conferencista, científico, mago, cómico, chef... Un poco de fama previa y algo de suerte pueden facilitar cierto éxito, como pasa con los exfutbolistas que ahora se han autohabilitado de entrevistadores en streaming o perpetradores de tik toks.

En este mundo revuelto nos movemos ahora: el de los “creadores de contenido” que se reproducen como chancros. Lo que debemos invocar no es que desaparezcan equis o zeta productos, aspiración hoy imposible de satisfacer, sino alentar en los consumidores la procura de un cedazo con la cuadrícula más cerrada; es decir, lo de siempre. Quien lo logre al final terminará encontrando que lo bueno, lo meritorio, lo atendible, es lo mismo que ya había antes de que fuera tan fácil la multiplicación/exhibición de la estupidez. 

sábado, mayo 03, 2025

Manos y palabras

 












En un post facebookero afirmé hace poco que el algoritmo, ese recurso diabólico inventado para que caigamos en la adicción de las redes, me suministraba videos de trabajadores hindús cuyo manejo artesanal del metal, la madera, el papel y otros materiales me parecía extraordinario. Los talleres en los que operan suelen ser rústicos, y quienes allí se desempeñan, sean pocos o muchos, siguen una línea de producción perfecta sin perder el aire artesanal que tienen sus labores.

De vez en cuando entonces el algoritmo no es tan vacuo y localiza información que nos lleva a conocer aspectos valiosos de la vida, como ver la importancia del trabajo, la mayor parte de las veces, por no decir siempre, muy mal pagado. En esos documentos audiovisuales se puede apreciar la división de tareas, la especialización: en lugar de que un trabajador desarrolle todo el producto, varios se encargan de cada parte del proceso y agilizan su terminación. La destreza que así obtienen es pasmosa, alelante para quienes no tenemos aquellas habilidades.

Debido a mi gusto por ver documentales relacionados con el trabajo artesanal, no tan infrecuentemente el apiadado algoritmo me ha puesto frente a una cuenta de videos cortos que reproduce reportajes algo viejos, como de los noventa, con actividades laborales desarrolladas en el campo de España. Son videos sencillos, sin una producción lujosa. En sentido estricto, se trata del emplazamiento de una cámara frente a trabajadores y trabajadoras de la provincia española, a lo que se suma la voz de un locutor muy bien timbrado, sobrio, que lee en voz alta con bienvenida pulcritud. Los reportajes son de una belleza admirable porque en ellos podemos observar la creatividad que el entorno y la tradición forjan en el ser humano. Los videos se refieren a España, insisto, pero es dable pensar que en cualquier lugar del mundo todavía quedan vestigios del trabajo que está al margen de la producción industrial, fría y despersonalizada.

Lo que más destaco de los reportajes que aquí comento es el acompañamiento verbal del locutor. El guion suma todos los pasos del procedimiento, y lo hace con el mejor y más claro español que uno puede apetecer. Supongo que quienes tienen el hábito de leer y de paso amar la lengua que nos cupo en suerte, habrán de disfrutar mejor estas pequeñas cápsulas etnográficas. En cada una se nos expone la elaboración de algún producto desde el comienzo hasta que queda listo para su uso o consumo. En el camino, quienes vemos los trajines del trabajador vamos escuchando, gracias al narrador que ya mencioné, la descripción de las faenas. Por esto conocemos el argot de cada oficio, los sustantivos que designan cada herramienta y los verbos asignados a cada operación, de modo que allí nos damos cabal cuenta de la inmensidad de nuestro idioma, un idioma que en riqueza y plasticidad no le pide nada a ninguno de los que en el mundo hay.

Los trabajadores que aparecen en los reportajes son numerosos. Menciono a los que elaboran churros, pan casero, cerámica, abarcas (especie de sandalia), tinas de madera, muros de piedra, producción de resina, juguetes, cucharas de madera, navajas, horcas (tenedor grande para recoger paja), cosecha de piñones, fundición de campanas y muchos otros, cada uno con sus tareas y su diccionario especializados.

La cuenta donde podemos encontrar esta maravilla aparece en Facebook como Eugenio Monesma Documentales (Productor y director de documentales etnográficos sobre cultura, costumbres y oficios del mundo rural). Es un verdadero tesoro de imágenes y palabras sobre el trabajo y los dones que nos deja.