Desde hace
cuatro años, poco más o poco menos, cada semana llevo un libro distinto al
taller literario. Y no sólo el libro ha sido hasta ahora diferente, sino
también el autor. Se trata, obvio, de una especie de ruta de lectura, la mía,
dispersa en los géneros de cuento, novela, ensayo, poesía y periodismo en
disciplinas como literatura, historia, política y algo de filosofía, entre otras.
Siempre comparto la lectura de algún párrafo, una frase subrayada o algunos
versos si se trata de poesía. Es un ejercicio que disfruto porque me permite reconstruir,
a la distancia, la idea que me dejó tal o cual libro luego de haberlo recorrido
años atrás, y compartir a los talleristas el sedimento que ha quedado en mi memoria.
Hace poco
llevé Paisaje, una vieja compilación
de la poesía que nos legó Manuel José Othón (SLP, 1858-SLP, 1906). Fue
publicado por la UNAM en 1944 y, por supuesto, como es habitual en la obra de
un clásico, su contenido no envejece. Para reforzar el potencial afecto que los
participantes pudieran sentir por el poeta potosino, es obvio que les recordé un
dato biográfico fundamental: durante algunos años, Othón ejerció su oficio de
abogado, como funcionario público, en La Laguna, región que dejó en él una impronta
tan profunda que su poema más célebre, el “Idilio salvaje”, exhibe trazos en
los que se adivina nuestro semidesértico paisaje: “Mira el paisaje: inmensidad
abajo, / inmensidad, inmensidad arriba…”. Como refuerzo de lo antedicho, les convidé
“Una estepa del Nazas”, soneto en el que desde el título se hace explícito el
entorno inspirador, el nombre del río que fue útero de La Laguna: “¡Ni
un verdecido alcor, ni una pradera! / Tan sólo miro, de mi vista enfrente, / la
llanura sin fin, seca y ardiente / donde jamás reinó la primavera…”.
Llegué así a un poema cuyo tema me queda lejos, pues se refiere a la relación establecida por un trabajador de campo con su perro. Digo que me queda lejos porque jamás tuve ni tendré perros, pero no es necesario haber experimentado tal vinculación para sentir la fuerza y la verdad de este soneto hermoso y perfecto: “No temas, mi señor: estoy alerta / mientras tú de la tierra te desligas / y con el sueño tu dolor mitigas, / dejando el alma a la esperanza abierta. // Vendrá la aurora y te diré: Despierta, / huyeron ya las sombras enemigas. / Soy compañero fiel de tus fatigas / y celoso guardián junto a tu puerta. // Te avisaré del rondador nocturno, / del amigo traidor, del lobo fiero / que siempre anhelan encontrarte inerme. // Y si llega con paso taciturno la muerte, / con mi aullido lastimero / también te avisaré... ¡Descansa y duerme!”.