El
filósofo italiano Diego Fusaro ha escrito un libro cuyo título no deja dudas
sobre su propósito: Odio la resiliencia.
Aclara en él que la palabra, hoy tan de moda, tiene un uso adecuado en el
ámbito de la psicología y otro torcido en el terreno ideológico. Así sea por
encima, sabemos que la resiliencia es un estado deseable y es exactamente lo
que busca el tratamiento de los traumas encajados en la psique, como la muerte
violenta de un ser querido. Ser resiliente en el plano psicológico es un
estadio al que es conveniente llegar para salir bien librado de un atolladero
emocional.
El
problema con la resiliencia trasladada al espacio de lo social, es decir,
convertida en ideología, es que confina al ser humano en su individualidad y muta las deficiencias de la estructura social y política en un problema
que se debe encarar en solitario, con las armas que el individuo como tal tenga a
la mano. Este ha sido quizá el más grande logro del neoliberalismo: crear tal
desconfianza en lo colectivo, en lo público, en lo comunitario, que el
ciudadano termina rechazando todo contacto con el otro para pensar en una
sociedad distinta y mejor. Dicho con una frase popular, es un “ráscate con tus
uñas” sin horizonte que vaya más allá del sujeto aislado.
Por
supuesto, esta mirada no nace de la nada, espontáneamente. Es una creación
discursiva que se afianzó como resultado de la desigualdad inherente al sistema
capitalista. Como la mayoría iba a quedar fuera del bienestar, fue imperativo
diseñar muros de contención al resentimiento. Por un lado, enfatizar que todo
Estado es ineficaz, innecesario, prescindible, y en este mismo sentido, que
cualquier forma de organización para la lucha (un partido, un sindicato…) es
encabezada por corruptos; por otro, que todo éxito depende de los méritos
propios. Así, cualquier fracaso es un fracaso individual y se debe únicamente
al sujeto que no hizo lo necesario o lo atinado para salir adelante. Es aquí
donde aparece la monstruosa noción del loser/winner que se fomenta en cursos,
programas de televisión, libros, películas… Se es ganador o perdedor en función
de la voluntad individual. Nada tiene que ver con esto ninguna estructura de
desigualdad económica o social.
Pero los
perdedores y sus resentimientos son siempre peligrosos, y en este punto
aparecieron dos diques. Por un lado, la resiliencia como ideología: ante la
derrota, uno se autoculpa y concluye que no hizo, repito, lo necesario o lo
atinado para lograr tal o cual meta. Se acepta el fracaso y se aprende a
sofocarlo, a conformarse, a colegir con la cabeza gacha que “así son las
cosas”. La resiliencia en este caso es uno de los rostros de la resignación.
Pero es
insuficiente, y la resiliencia abre una rendija. En el discurso contraderrota
se prescribe que las crisis pueden ser leídas como una “oportunidad para reinventarse”,
para buscar entre los miles de nuevos empleos que hoy existen alguno que nos
permita, por fin, alcanzar el escurridizo triunfo. ¿Acaso no hemos visto lo
bien que les va a los youtubers? ¿No sabemos cuánto gana aquella chica en Only
Fans? ¿No tenemos todos una tía que vende más pasteles desde que los exhibe en
Instagram? Sí se puede, todo es cuestión de echarle más ganas y elegir lo
correcto, reiteran los manuales de autoayuda (por supuesto, el único éxito que
hoy existe es el económico; todos los demás son éxitos menores, por no
llamarlos fracasos).
Tanto la resignación como el reseteo de la vida son dos salidas individuales cuyo soporte es la resiliencia social. En ningún caso se escapa del individualismo: el meollo es remachar en la conciencia del ciudadano que jamás hay soluciones colectivas al drama individual.