sábado, septiembre 14, 2024

Reyes frente al mundo

 

















A lo largo de treinta años y pico he frecuentado cada tanto algún libro de Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959). Esta costumbre autoimpuesta se debe en primer lugar al placer que siempre me produce su obra y, en segundo lugar, a que de no leerla me torturaría la culpa de haber acumulado de balde medio centenar de títulos de su autoría y otros tantos de crítica a su vida y su trabajo. Es mucho espacio por cubrir, así que necesitaría la territorialidad amplia del león para poder abarcarlo a planitud. No me da ya la biología para lograrlo, pero sí para incursionar de vez en cuando, uno o dos momentos por año, a alguno de sus volúmenes, como sucedió ahora con el recorrido por Tentativas y orientaciones (Nuevo Mundo, México, 1944, 230 pp.), libro que también es asequible en ediciones recientes como la individual del FCE o la resguardada en el tomo XI, también del Fondo, de sus obras completas, donde comparte espacio con dos más: Ultima Tule y No hay tal lugar

Tentativas… contiene diez ensayos que a simple vista pueden parecer misceláneos, pero tienen un común denominador: todos, además de un tenue didactismo, muestran un fleco político, social y cultural global, es decir, que en ellos el regiomontano observa asuntos relacionados con las circunstancias del mundo entre los años 1932 y 1944, cuando el planeta se veía amenazado por el fascismo, el nacional-socialismo y la Segunda Guerra. Como en casi todos los libros de Reyes, el menú es variado y la erudición estalla frente a los ojos y se derrama como avalancha en cada página. Ahora bien, su apabullante magma de saberes no parece nunca afectado ni amenazante, sino natural y sobre todo ameno. Esto lo logra por su fluidez discursiva, por la perfección de la forma y por algo casi indefinible de tan sutil: una suerte de pasión por la gracia del estilo, por la frecuentación de giros expresivos que se aproximan mucho a la conversación. Reyes aquí también, entonces, no parece escribir, sino charlar con su invisible lector.

El rasgo más saliente del estilo alfonsino está pues en el gesto que podemos suponer mientras escribe-habla: aun en los temas más serios o graves, su actitud es cordial, la de un amigo que nos describe realidades sin pedantería, sólo por el gusto de compartir lo que sabe como entre sorbos de café. Carlos Fuentes percibió esto y lo resumió con una frase: “A mí me enseñó que la cultura tenía una sonrisa”. Y sí: la coyuntura mundial, por espantosa, estaba para volcarse en el ejercicio casi legítimo del amarillismo, para tomar partido con agitación de fanático, pero Reyes no añade gasolina a la polémica, sino que trata de explicar serenamente las dolencias del mundo, los horrores de la barbarie, pero siempre contrastadas con la posibilidad de revertirlas mediante las armas de la cultura y el humanismo, los mejores frutos de la civilización, y nunca con más y peores agresiones.

Los ensayos, digo, mezclan las cartas intelectuales de Reyes, su condición de espíritu grecolatino entregado a la compostura del destartalado siglo XX. Lector omnívoro, al analizar el momento que vive el mundo apela a la literatura, la historia, la política, la filosofía, la ciencia e incluso un poco a la economía. En todo su repaso late el deseo de persuadirnos acerca de un imperativo válido ayer y válido en este momento: la necesidad de comprender la realidad como un todo y optar sin titubeos por las respuestas civilizadas y civilizatorias. Por ejemplo, Reyes enfatiza lo criminal que es la desigualdad material de los pueblos, y en este contexto, repudia la discriminación y el exterminio por motivos de raza, uno de los motores más poderosos de la belicosidad durante la guerra que se libraba principalmente en Europa y Asia. El ensayista subraya varias veces que la superioridad natural de una raza sobre otra es una patraña para justificar atrocidades. Frente a la violencia, el humanista mexicano llama a quienes se quieran sumar a la cruzada por la sensatez: “La onda de barbarie que anega el mundo nos va arrojando a la misma orilla. Desde aquí, juntamos los haces de una realidad que parecía alcanzada, y que otra vez se nos deshizo en las manos, urna de arcilla quebradiza. Es necesario que persistan algunos, para que al cabo se salven todos. Empecemos otra vez, empecemos todas las mañanas. Nos congrega la fraternidad de un empeño que debe adelantarse día a día con un esfuerzo paciente. Con un esfuerzo paciente y hasta lleno de comprensión para las flaquezas humanas. No hay que exigir demasiado a la naturaleza. La regla de oro: rigor en lo esencial, tolerancia en lo secundario, abandono de lo indiferente. Sumemos a todo el que tenga buena intención, por escasas que sean sus fuerzas. No pretendamos movilizar ejércitos de héroes: basta con que haya algunos, y los demás, que los sigan tan de cerca como les sea posible. Transformar, poco a poco, lo heterogéneo en asimilable. Que cada uno preste su brazo, hasta donde su brazo alcance. ¡A ver si, entre todos, acabamos por desterrar la violencia, la ceguera, el crimen, cínicamente erigidos en normas de la vida social por la voluntad de dos o tres locos”.

Casi sobre lo mismo, en el ensayo “Un mundo organizado” coloca en el centro las nociones a considerar para la creación de un ente como la ONU, que en aquel momento estaba todavía en proceso de construcción: “El problema se reduce a encontrar un justo equilibrio entre la soberanía y la supersoberanía. Lo cual, inmediatamente, plantea la cuestión vital de dar, dentro del organismo superestatal, una posición tal a los Estados menores, que éstos no se sientan amenazados por las Grandes Potencias, y de encontrar para éstas un sistema tal de engranajes, que ellas no puedan empujar al mundo a un nuevo desastre como el que ahora padecemos”.

Reyes ya había dejado la diplomacia cuando publicó Tentativas…, libro en el que resaltan sus famosos ensayos “Discurso por Virgilio”, “Homilía por la cultura”, “Esta hora del mundo”, “Posición de América” y “El hombre y su morada”, que es en este lote el texto más largo y compendioso de la historia de la civilización humana. Poco después de escribirlo y de publicarlo, en 1944, tuvo el primero de los cuatro infartos que terminaron por vencerlo. Por lo que sabemos, es de suponer que trabajaba sin freno en ese entonces, y así siguió hasta 1959, bregando a diario en la factura de nuevos libros y en la organización de todo lo que luego edificó el corpus de su obra completa.

Es necesario insistir en un detalle: que las piezas de Tentativas… pueden dar la impresión, vistas de lejos, de aridez o de secura profesoral. No. En “Discurso de la lengua”, precisamente el penúltimo ensayo del índice, hace este elogio de nuestro idioma, que cito en largo como ejemplo de su pulcritud y por exacto de la afirmación: “Sólo declaro al comenzar que considero como un privilegio hablar en español y entender el mundo en español: lengua de síntesis y de integración histórica, donde se han juntado felizmente las formas de la razón occidental y la fluidez del espíritu oriental; tan ejercitada en las argucias intelectuales como en las libres explosiones del ánimo, ya en sus escolásticos o en sus místicos; lengua cuyo atletismo admite el transportar fácilmente las crudezas terrenas hasta el cielo de las ideas puras, o el hacer bajar los arquetipos hasta los afanes del trato diario, según se advierte, para ambos extremos, en el diálogo eterno de Don Quijote y Sancho; lengua lo bastante elaborada para captar las regularidades y exactitudes, lo bastante audaz para respetar las temblorosas indecisiones del misterio; capaz de la matemática como de la lírica; valiente en la cordura y en la locura, y cabal en su registro de las posibilidades humanas; lastrada por una ironía profunda, que al par la defiende de la pura embriaguez abstracta y de la estéril fascinación de lo inmediato, al punto que su sola práctica dicta normas para la buena conducta de la voluntad y el pensamiento; sonora sin delicuescencias que amengüen su viril reciedumbre, y cuyo equilibrio fonético parece dictado por la misma economía biológica del resuello. Los que viven en otra de las grandes lenguas civilizadas podrán reclamar para ella iguales excelencias, o aun otras que les parezcan superiores. Quiere decir que son igualmente privilegiados, o que se hallan tan a gusto de beber en su vaso como nosotros en el propio. Lo que importa es convencernos de que poseemos un instrumento tan bueno como cualquiera de los mejores, y nunca culpar al instrumento de nuestra impericia en manejarlo”.

Con esta lengua elogiada y en su caso perfectamente usada, Alfonso Reyes nos adentra en la permanente urgencia de caminar con la cultura en ristre, única lámpara que teníamos ayer y seguimos teniendo hoy para avanzar en la penumbra.

Nota. Esta es la portada de la edición reciente del FCE:



miércoles, septiembre 11, 2024

Recuerdos por una foto


 







Pesqué hace como quince días una foto en internet y de inmediato la guardé para conservarla y quizá para escribir en el futuro sobre ella. Ese futuro llegó ahora, en estos veloces y melancólicos renglones. La imagen no tiene mucha calidad, como que es foto de foto, pero da igual. Retiene un edificio ubicado en la esquina nororiente del cruce que forman la avenida Morelos con la calle Treviño, exactamente allí donde hoy se encuentra la terminal abajeña del teleférico, en Torreón.

La foto puede datar de los setenta, así que la esquina luce despejada, sin la edificación contigua de la terminal norte del teleférico. La parte inferior —el primer piso— del edificio fotografiado contenía la farmacia Benavides, que además de ese servicio relacionado con la venta de medicamentos, al lado administraba un restaurante-cafetería. Ignoro si en la parte alta había oficinas o también era un espacio de la farmacia.

Tuve una etapa de cinco años como habitué de la cafetería, y creo que fue allí donde practiqué por primera vez el bello deporte de la ociosidad literaria, del cual ya vivo retirado. Me refiero a la conversación con amigos escritores que, como yo, muchas tardes de la semana nos apostábamos en una mesa para hablar sobre libros y autores, para compartir ideas siempre revueltas por la ventisca del azar, que es el mejor modo de la conversación. Lo bueno de esos cafés estaba en la tranquilidad que ofrecían, es verdad, pero más en la costumbre casi inaudita y anticapitalista de permitir que tres, cuatro o cinco comensales consumieran y pagarán cada uno una modesta taza de café “americano” con infatigables rellenos (refills), y aguantarlos allí, sin malas caras de nadie, dos o tres horas de permanencia y diálogo. Ahora que lo pienso, quizá por eso quebró.

Dos recuerdos fijos tengo del café de Benavides. Uno de ellos, aquel en el que Gilberto Prado y Héctor Matuk me enseñaron el arte de la palindromía, arte que sé ejercer, aunque sin obsesión y por ello tampoco grandes hallazgos. El otro recuerdo es la entrevista que allí nos hizo un periodista a Ricardo Serna y a mí luego de que ambos ganamos, por la música y la letra, respectivamente, el concurso nacional para componer el himno del IMSS.

De ese pasado ya no queda casi nada, salvo frágiles recuerdos como los que por ahora aquí, en la palabra concluyen, concluyen.

sábado, septiembre 07, 2024

Fervor de Vasconcelos

 











En mi infancia, y en la infancia de todos mis contemporáneos, era común que consumiéramos reiteradamente los mismos productos audiovisuales, llámense películas o programas de televisión. No era posible, claro, que eligiéramos el día y la hora para ver tal o cual obra ante la pantalla de la sala familiar o de la sala cinematográfica, pues todavía no disponíamos de sistemas de reproducción (videocaset o DVD) o programación a la carta del tipo de Netflix, así que nos contentábamos con lo que estaba disponible en el horario habitual de la tele o en la cartelera de las salas de cine. Además, la cantidad de contenidos no parecía, como hoy, infinita, así que podíamos ver año tras año algunas películas de cajón: todos mis contemporáneos nos echamos al menos diez veces las de Pepe el Toro o, en semana santa, Marcelino pan y vino, cinta que nos hacía llorar aunque ya supiéramos desde el principio que nos haría llorar. Esta es la razón por la que mis contemporáneos guardan en su memoria lo mismo que yo guardo.

Uno de los recuerdos compartidos es, quizá, el nombre de Mauricio Magdaleno, quien en muchas películas del Indio Fernández aparecía en los créditos como guionista. Y sí, lo fue de filmes como Flor silvestre, María Candelaria, Pueblerina y muchos más. Como Gabriel Figueroa en la fotografía, Magdaleno era el otro brazo del cineasta coahuilense a la hora de trabajar una película, y fuera del fugaz crédito al inicio de las cintas (antes los créditos totales aparecían cuando arrancaba la obra) nada conocía yo con certeza sobre él. Sólo sabía,  sin haberlos leído hasta ahora, que era autor de los libros de narrativa El resplandor y El ardiente verano.

En los días recientes he subsanado en parte tal laguna con la lectura de Las palabras perdidas (FCE, México, 224 pp.), que insumí en su primera edición (intonsa) de 1956, libro que además tiene un apéndice con fotos y cada capítulo, de los 24 que suma, ofrece un hermoso grabado del maestro Alberto Beltrán. Ha sido una sorpresa redonda, tanto que ya la tengo considerada mi mayor placer literario de agosto/2024. Con una prosa intensa, elegante, ágil y no desprovista de contrapuntos entre la desolación y el humor, Magdaleno reconstruye la odisea emprendida para instalar a José Vasconcelos en la silla presidencial. Aquello ocurrió hace casi cien años, en 1929, y, como bien lo sabemos, terminó en fracaso.

No creo que sea flaco elogio afirmar que la prosa de Magdaleno es parecida, al menos para mí, a la de su coetáneo Martín Luis Guzmán. Lo digo por el ritmo de crónica en caída libre, por el fondo temático vinculado a los golpeteos en el primer momento posrevolucionario, por los ambientes físicos que describe y por apelar muy principalmente a un repertorio acabado de mexicanismos. Al leerlo, uno siente la oralidad del país en muchos trazos, en palabras y locuciones que para nosotros han sido frecuentes en la conversación familiar, en el cotilleo con aire todavía algo rural pero hoy, por desgracia, aplanado por esa máquina uniformadora del habla y la mala escritura llamada internet, sobre todo en su vertiente de las “redes antisociales”, como las llama Horacio Verbitsky, el mejor periodista vivo de América Latina. Por expresiones de cuño mexicano me refiero a algunas como “la carabina de Ambrosio”, “alborotar el huacal”, “pelar gallo”, “aguantar a chaleco”, “echar al plato” y decenas más, acaso cientos que se apiñan en un estilo que no deja de parecer moderno, actual, aunque todavía impregnado de giros un tanto ampulosos, medio declamatorios.

Magdaleno nació en Tabasco, un pequeño municipio del estado de Zacatecas, en 1906, y murió en la Ciudad de México hacia 1986, justo a los ochenta de su edad. Su padre acusó inquietudes políticas, fue simpatizante de Obregón, así que sus hijos Mauricio y Vicente, apenas atravesados los veinte años y junto a varios veinteañeros más, habían sido arrastrados por la pasión política en un México de rebatingas por el poder que tuvo como momento señero el magnicidio en La Bombilla perpetrado contra la figura del presidente electo, lo que fortaleció a Calles y alebrestó a sus opositores de cara al proceso electoral del 29.

Parte de los alebrebrestados de marras (“de marras”, así escribían los articulistas de endenantes) eran los grupúsculos que idearon candidatear a Vasconcelos. En ellos participaban los hermanos Magdaleno, y es sobre la campaña en favor del oaxaqueño en lo que trabaja Las palabras perdidas. El proyecto comenzó casi de casualidad, cuando en 1928 los estudiantes de la capital vieron que se aproximaban las elecciones e intuyeron, sin posibilidad de errar, que el futuro Jefe Máximo manipularía todo para quedar él a la sombra pero sin soltar los hilos que le permitirían controlar el movimiento de sus títeres. Los jóvenes y varios viejos nostálgicos del maderismo pensaron en un posible gallo para la Grande. Calles, quien ya tenía de factótum a Portes Gil, importó a Ortiz Rubio de la diplomacia en Brasil para que actuara como “aspirante” del oficialismo. Allí aparece la figura de Vasconcelos, quien acepta la posibilidad y recibe un respaldo minoritario aunque confiado en su crecimiento conforme avanzara la campaña. La idea era, ya desde entonces, hacer valer los postulados justicieros de la revolución, renovar moralmente las estructuras de poder secuestradas por una cáfila de gandallas con discurso dizque revolucionario y pistola al cinto por si la demagogia no apaciguaba a los rejegos.

El problema, el inmenso problema para los vasconcelistas, como se desprende de la crónica urdida por Mauricio Magdaleno, era que su propósito suponía múltiples obstáculos: no eran muchos los convencidos, tenían pocos recursos, el país era enorme y, sobre todo, estaba plagado de cacicazgos adictos al callismo que podía poner palos en la rueda a las actividades de la campaña o de plano apelar a métodos más taxativos, como las madrizas o los balazos.

Magdaleno escribió su crónica un cuarto de siglo después de ocurridos los hechos que de joven le incumbieron. Cuando vivió lo que allí cuenta tenía 23 años, y Vicente, su hermano, 22. Eran casi unos chamacos, e igual muchos de sus correligionarios, quienes con ahínco juvenil, cuenta el autor, desplegaron sus trajines políticos por la capital y varios estados de la República sobre todo del norte, como deja ver la crónica, ya que casi todo el relato se mueve en la capital, el Bajío y el noreste del país. El proselitismo exigía viajes, pega de carteles, repartición de volantes y mítines en los que la oratoria, todavía una actividad muy apreciada, servía para enfervorizar a los ciudadanos y convencerlos sobre la valía del “Maestro”, como llamaban a quien escribió el Ulises criollo, quien asimismo era un temible orador, ducho para la cita erudita y más ducho todavía para zaherir a sus enemigos con la filosa verba que igualmente se dejó sentir en muchos de sus agrios libros poselectorales, ya cuando por su exilio y su amargura adhirió al nazismo.

“Trato de recoger mis pasos, no de deformarlos. Aquello fue así”, dice Magdaleno a la mitad de su abultada relación. ¿Y qué fue “aquello”? Pues los recorridos, las conversaciones, las actividades proVasconcelos, los errores y más que nada las pocas garantías que los militantes tenían, por ejemplo, al celebrar un mitin, ya que no fueron esporádicas las ocasiones en las que anónimos matones a sueldo los bajaran del estrado a plomazos y en plena efusión oratoria para después hospedarlos, si bien les iba, en alguna celda abundantemente provista de chinches. “Han mandado manadas de asesinos a todas partes a fin de hacernos saltar antes de que los derrotemos en las urnas”, dijo por esos días Vasconcelos según Magdaleno. No era mentira decir eso en el México de entonces, cuando ya comenzaba a cocerse, con la fundación reciente del PNR, el sistema presidencialista del que Calles fue primer mandamás, un sistema de jefatura todopoderosa, revolucionaria de dientes para afuera y para la que los comicios sólo representaban una pantomima de envergadura nacional.

En realidad, Vasconcelos aparece poco en Las palabras perdidas. Los jóvenes dialogan con él en escasas ocasiones y Magdaleno lo muestra como hosco, apenas cordial, pero, pese a esto, ninguno de sus seguidores le regateó una estimación que rayó en la idolatría basada esencialmente en la ponderación de su pasado como secretario de Educación, promotor de colecciones bibliográficas y de revistas como El Maestro (1921-1923). La idea vertebral del plan era, como ya señalé, un sueño guajiro: regenerar el sistema político, abatir en él la podredumbre moral de quienes habían salido gananciosos en la tómbola de la revolución e instaurar un gobierno probo bajo el lema, por cierto muy vasconceleano, “Trabajo, Creación, Libertad”. Si Renato Leduc escribiría años después que “la Revolución degeneró en gobierno”, una idea similar alentaba los esfuerzos de quienes empujaron la candidatura de Vasconcelos: la administración de la cosa pública estaba en manos (garras) de unos pocos buitres en detrimento de las inmensas mayorías, lo cual urgía la implantación de la nueva moral explícita en el ideario electoral vasconcelista.

El final es triste, diríase que hasta dramático. El día de los comicios fue el 17 de noviembre del 29, y con él llegó la derrota cimentada en el chanchullo más directo: la inhibición del voto mediante la fuerza. El callismo, o su instrumento, el portesgilismo, distribuyó saboteadores armados en todos los puntos del país donde sentían que había prendido la prédica vasconcelista, y así el desenlace fue anticlimático porque ni Vasconcelos ni nadie dio respuesta armada al obvio fraude, de donde se deduce que sus intenciones eran buenas, pero mala la organización y pésima la falta de un plan B a sabiendas de que el enemigo impondría sí o sí su plan A. Mauricio Magdaleno, quien vivió la jornada electoral en el noreste —por Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila—, anduvo en ascuas, a salto de mata y en espera del levantamiento por un tiempo, pero nada ocurrió.

Conocemos la historia que vino poco después: Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez fueron impuestos por Calles, quien mantuvo así su poder hasta que se topó con el bigote de Lázaro Cárdenas. Luego, Mauricio Magdaleno se metió a guionista del Indio, escribió novelas, hizo periodismo, dio clases, participó en actividades de divulgación como integrante del Seminario de Cultura Mexicana, fue investido como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y llegó a diputado y funcionario público. Entretanto, en 1956 publicó Las palabras perdidas, crónica de una derrota electoral que quizá fue más que eso: una derrota histórica, una derrota que continuó siendo derrota durante varias décadas en un país caracterizado más por los tumbos y por el revoltijo de intereses repugnantes que por la equidad, para decirlo con un estilo que no por oratorio es falaz.

Nota 1. No aguanto las ganas de compartir algunos grabados, ocho nomás, del maestro Alberto Beltrán. Como digo en el comentario, cada una de estas imágenes y 16 más abren cada uno de los capítulos de Las palabras perdidas. No fueron escaneados, sino que les tomé foto con mala luz. Pese a la técnica rupestre que usé para captar cada imagen, es innegable que su calidad plástica conserva gran poder de comunicación. Un dato adicional y asombroso: en 1999 o 2000, no lo recuerdo con precisión, alcancé a conocer en el DF al maestro Beltrán en un encuentro convocado por el Seminario de Cultura Mexicana del que él era miembro. Yo también lo era, pero de la modesta corresponsalía de Torreón. El grabador moriría un par de años después en la misma capital del país. Aquí parte de su obra:




















Nota 2. El libro es completamente asequible, pues ha sido reimpreso y reeditado varias veces desde su publicación hasta la fecha. Puede ser conseguido nuevo o usado, y en este caso, incluso, la primera edición de 1956. Esta es la portada de la edición más reciente: FCE, México, 2006, de fácil localización en línea.



miércoles, septiembre 04, 2024

Adolescencia superstar

 

















Uno de los rasgos más visibles del tiempo que vivimos es el culto de la juventud. Ya nadie quiere ser viejo, con todo lo que esto supone de achaques, discriminaciones, arrugas y sobre todo cercanía del más allá. Al avance de la edad se le combate principalmente en el exterior, por eso no es gratuito el auge de los gimnasios y los quirófanos, el boom de los tenis blancos, el coaching y la comida baja en sodio y grasas saturadas. Si en otras edades de la humanidad los jóvenes se afanaban por parecer adultos lo más pronto posible y así alcanzar respetabilidad, hoy vivimos en el envés de aquella preocupación: ahora los viejos pellizcamos migajas de (aparente) juventud a punta de esfuerzos otrora inexistentes: es el triunfo de la mentalidad bótox.

Lo curioso de este fenómeno se da no sólo en el plano de la fachada. Con menor dificultad, incluso, el interior de muchos adultos se adapta al espíritu adolescente, pues es más sencillo sobreactuar los gestos de inmadurez que pagarse un restiramiento del pellejo. Así es como las tendencias infantilizantes se entronizan y logran cautivar no sólo a los chamacos, sino a una legión de señores y señoras ya entrados en años pero gustosos de adherir al más huero pubertinaje.

Si bien su público mayoritario es el de los todavía jóvenes, ciertos productos del entretenimiento actual también hechizan a los adultos. Es el caso de las series sobre narcos o, más aún, el de las canciones de géneros como el llamado “bélico”, en el que se hacen explícitas las idealizadas travesuras de la juventud. Si antes los chamacos se dejaban la greña larga o se rapaban como punks para mostrar su diferencia de los viejos con corte de pelo escolar, hoy las canciones de este tipo nos muestran, como en el tema “El belicón”, el uso de parafernalia narca, armamento y buchonas de utilería que sirven para afirmar su identidad de “chicos malos” o neorrebeldes sin causa, todo cantado con voces de borracho en discusión.

Los arreglos musicales apabullan por ramplones, de guitarrita rítmica y monótona tuba, y las letras son, no podían ser de otra manera, dechados de literatura lela. Un solo pasaje exhibe su asombrosa y pueril fanfarronería: “De alta frecuencia los aparatos / esperando la orden del señor / cumplo la misión / ropa deportiva o de diseñador / en modo campaña como un marinón / y si toca fiesta hacemos un fiestón”.

Están para reír, pero parece que, como los niños y los adolescentes, ellos y muchos más toman esa fantasía malandra muy en serio, se la creen y la celebran.