miércoles, julio 30, 2025

Una minucia fílmica


 












Desde hace años tuve la duda y creo que ya la disipé. Alejandro Fantino, comentarista deportivo argentino que hoy es una basura de comunicador aliado al troglodita Milei, hizo hace varios años una pregunta a Héctor el Bambino Veira. ¿Cómo apareciste en una película con John Wayne? Veira respondió entusiasmado. En efecto, conoció al rey del western y logró incluso participar como extra en uno de sus filmes. Aquello ocurrió cuando el Bambino jugó en el equipo Laguna, de Torreón.

Procedente de San Lorenzo de Almagro y Huracán, donde había jugado del 63 al 71, año en el que llegó a nuestra ciudad. Estuvo aquí, en la región lagunera, hasta 1973, y dejó un recuerdo hasta hoy imborrable en los viejos aficionados. En la entrevista con Fantino declaró que el encuentro con John Wayne se dio durante el rodaje de una película “en Laredo”. El periodista le preguntó que cómo se enteró de eso, y el jugador respondió que la noticia sobre la filmación apareció “en los diarios”.

Es una nimiedad, pero lo que me inquietó fue la sede donde realizaron la película. ¿Laredo? Por supuesto, pensé que se trataba de una pequeña confusión. Veira seguramente quiso referirse a Durango, donde en el ejido Chupaderos, muy cerca de la capital duranguense, se habían construido sets con el estilo del far west. Allí apareció el futbolista sólo para conocer a Wayne, y logró más: aparecer como extra en la película.

Reparé de todos modos en la posibilidad de que Laredo hubiera sido el espacio donde el Bambino conoció al actor. No me parecía muy lógico, dado que una escapada del futbolista desde Torreón hasta la frontera demandaba al menos seis o siete horas en aquel tiempo, mientras que llegar a los sets duranguenses a lo mucho requería de cuatro, por carretera.

Fue por eso que decidí investigar mejor en dónde fue filmada Big Jack, la película del lejano oeste en la que aparece el entonces futbolista Veira. Fue filmada en 1971, precisamente cuando el Bambino ya jugaba en Torreón. El otro dato tampoco fue difícil de encontrar: la rodaron en espacios de Durango y Zacatecas. Imposible, pues, que hubiera sido Laredo, como lo sospeché. El último dato que hallé no deja de ser simpático: la cédula de IMBd para Big Jack consigna mucha información. La última línea del elenco señala: “Bambino Veira (Extra: sin créditos)”.

Como pincelazo final, en una columna fechada en mayo de 1971 se señaló lo siguiente: “Un homenaje al héroe legendario de las películas ‘de caballitos’, John Wayne, le fue rendido recientemente por el Gobierno del Estado y los ejidatarios de Chupaderos donde se han construido ‘sets’ para filmaciones de películas y donde trabajan permanentemente las compañías cinematográficas. Esta distinción le fue hecha por considerar al veteado actor como el principal promotor de la industria fílmica en Durango, que ha producido aquí las siguientes películas: En 1966 ‘Los hijos de Katy Elder’…”. Es claro entonces: Wayne filmaba por aquellos años en Durango, no en Laredo.

sábado, julio 26, 2025

Del libro veterano

 












Como una costumbre que obedece a mi necesidad de compartir el asombro ante el libro, muchas veces, dentro del aula o a la vera de alguna conversación despejada, describí a trazo veloz la historia del libro tal y como la he ido adquiriendo en diferentes páginas y documentales. Me gusta hablar del libro en tablillas (e incluso en piedras), del libro en rollos de papiro o en pergamino, del libro en papel y ahora en modalidad electrónica. La historia de este objeto es hasta ahora, si me apremian a ser breve, la parte mejor en la marcha de la civilización.

Las historias no difieren en lo sustancial, y si acaso hay desacuerdos, no pasan de ser leves, de un siglo o dos de diferencia, lo cual no significa gran cosa si reparamos en que se trata del examen a un pasado largo, de varios milenios. Lo básico es aprender y recordar que el libro ha tenido tres materias primas hasta la fecha, a las que podemos sumar una cuarta si por materia queremos sumar los flujos digitales del presente: papiro, pergamino y papel.

En Libros y libreros en la antigüedad (FCE, Letras Mexicanas, México, 1981, 48 pp.), Alfonso Reyes, tal vez el hombre que mejor ha usado los libros en nuestro país, hace un sucinto recorrido por los orígenes del libro en tanto objeto de conocimiento y, sobre todo, de intercambio comercial. Es recomendable este ensayo de divulgación porque el regiomontano describe los contornos del libro antiguo no sólo como estamos acostumbrados los acostumbrados a preguntarnos por el libro y su pasado, es decir, con énfasis en los materiales y las temáticas recurrentes. El ensayista se detiene entonces en la maraña de intereses productivos y económicos relacionada con el libro, en sus costos, resguardo y distribución, asunto que hasta la fecha, sin que lo notemos, es quizá la más saliente preocupación de los editores y libreros.

El viaje comienza con el papiro egipcio, lo cual es casi un pleonasmo (o sin casi): “El uso del papiro para la escritura es un temprano descubrimiento egipcio, aprovechado pronto, como tantos otros descubrimientos de aquel pueblo vetusto y admirable, por los griegos y los romanos (…) la Roma imperial consumía enormes cantidades de este precioso material: ocupaba toda la carga de algunos barcos, y se lo conservaba luego en almacenes especiales (…) Por toda la edad clásica, el rollo de papiro fue el vehículo de la cultura griega; cuando Grecia fue avasallada, los romanos adoptaron el producto, desde el siglo II a. C.”.

El manejo y aprovechamiento del material es descrito por Reyes: “raro que se escriba en los dos lados de la banda. Generalmente, la cara externa se deja en blanco. Y, a lo largo de la cara interna, la escritura se divide en columnas paralelas que corresponden a nuestras páginas y que, de hecho, se llamaron página. (…) En un volumen cabían dos cantos de la Ilíada. Las obras extensas se dividían en varios ‘libros’, a uno por rollo”. Cito en largo al polígrafo para destacar otro valor de su ensayo: el estilo claro, didáctico, preciso: “Para la lectura se usaban ambas manos: la izquierda asía el comienzo de la banda, y la iba enrollando al paso de la lectura, ‘página’ a ‘página’; la derecha sostenía el resto del rollo y lo iba entregando a la izquierda”.

El otro material destacado, aunque común en su momento, fue menos importante que el papiro: “el pergamino sólo fue una forma transitoria en el desarrollo del libro, por pesado e incómodo. De aquí que se pasara a la forma del códice, en hojas aparte, de donde proviene el libro moderno”. Al decir “códice”, Reyes se refiere al libro ya no en rollo, sino en cuaderno, cuadrado o rectangular, un invento que nació, como la cuchara o el martillo, perfecto, inmejorable.

Viene entonces un salto importante: el libro como objeto comercial, de intercambio: “Más florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del libro es tan viejo como el libro mismo”. Así pues, “El que deseaba copias privadas, acudía a calígrafos especiales. Los copistas emprendedores procuraban juntar un fondo de las obras más solicitadas. Algunos, que disponían de capital suficiente, mantenían un cuerpo permanente de copistas auxiliares. Así, aunque dentro de estrechos límites, comenzó el negocio de las publicaciones”.

El trabajo de editor y librero, unido entonces, puede darnos la idea de que tomaba en cuenta al autor como parte de la cadena gananciosa. Al parecer no fue así ni por asomo: “La reproducción y distribución de las obras no significaba ganancia alguna para los autores. Se publicaban ‘por amor al arte’, y acaso por conveniencia política en ciertas circunstancias”, de modo que “En tanto que los editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal ‘la hueca fama’. Los autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les resultase remunerativo”.

Para copiar los libros, a veces dictados en grupo con el fin de multiplicar un mayor número de ejemplares, se apelaba, entre otros, a los “servus literatus”. Esta labor del editor-librero atendía las exigencias del mercado: “Una firma bien organizada [como la de un tal Ático, apoderado de Cicerón] podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro. Cicerón se muestra tan indignado que habla de ‘libros llenos de mentiras’, donde ‘mentira’ viene a ser nuestra ‘errata’”. Y “Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio”.

Muchísimos más datos de interés contiene Libros y libreros en la antigüedad, como los que espiga sobre el plagio y la fama pública obtenida o no por quienes escribían: “Marcial, Juvenal y Plinio, todos ellos convienen en que ‘el escribir da renombre y nada más’. Tácito ni siquiera eso concede: ‘El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos les sonríe a ellos que a los oradores públicos’”. O sobre el auspicio, el mecenazgo: “El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida”.

Voy cerrando. No sé si en las palabras citadas de Alfonso Reyes se siente que han avanzado los siglos y no hay mucha diferencia entre aquel pasado y este presente. Significa entonces que quien abraza la tarea profesional de escribir debe saber que dos milenios no han servido para hacer de la profesión una forma de vida que le garantice nada, ni fama las más de las veces. Más vale pues saberlo desde ya para seguir con abnegación o abandonar a tiempo tal empeño.

miércoles, julio 23, 2025

Doctorados deshonoris causa

 











Parte de los desastres que trajo aparejada la sociedad del espectáculo (viva Guy Debord, quien en 1967 anticipó todo esto) fue el arribo de la verdad deficitaria, hoy agudizada en el pestilente y por ello fascinante mundo de las redes sociales. A casi nadie le importa que algo sea verdad, basta con una foto a veces acompañada de algunas palabras para que cualquier afirmación nos convenza. Nadie investigará nada, todo pasará como hecho consumado con la sola evidencia de su representación en internet. Todo existe fugazmente porque alguien lo compartió, más allá de que sea falso o verdadero.

Recién el lunes, gracias a una nota de Reporte Índigo colgada en Facebook por el escritor Alejandro Badillo, leí una crónica sobre instituciones que han inventado la venta de “doctorados honoris causa”. Una estupidez sólo creíble porque en efecto existe: se venden doctorados como si fueran baratijas chinas de Amazon. Quien pague la cuota requerida podrá ser elevado a la categoría de “doctor de doctores”, todo para vitaminar el currículum y luego apantallar incautos. Quienes inventaron este negocio merecen un doctorado honoris causa en pillería de alta escuela. Ni Ricardo Montalbán ofreció tanto en La isla de la fantasía.

Tenía años con el antojo de escribir sobre esta pantomima. Me da gusto que Reporte Índigo la aborde ahora con una documentada crónica. Mi inquietud surgió por las mismas razones que comparte el reportero: un doctorado honoris causa que valga debe ser entregado por una institución de altísimo prestigio a personas de altísimo prestigio, en este último caso, sobre todo, del ámbito académico, aunque no exclusivamente. Pues bien, en Facebook comencé a ver contactos con togas y birretes absurdos y chapuceros, de fantasía, una prueba grotesca de los daños provocados por la sociedad del espectáculo en la que el ser se confunde con el parecer, en la que una puesta en escena quiere persuadir al público sobre méritos ficticios. Los nombres ridículos de las instituciones que otorgan los doctorados de bisutería son en sí mismos una evidencia de miserabilidad moral.

Dije que son otorgados sobre todo en el mundo académico para académicos, aunque en este último caso no nomás a ellos. El prestigio, que debe ser enorme, de quien recibe tan alto título se relaciona con sus aportes a la ciencia, las humanidades, la cultura, la política, la diplomacia, etcétera, y son honorarios, no se cobra por conferirlos. Las “instituciones” denunciadas en el reportaje cobran cuotas para dar sus doctorados Patito, pero aducen no solicitarlas como cobro del doctorado en sí, sino para los gastos operativos, una forma infantiloide de encubrir el chanchullo. Son, claro, negocios ruines, ladrones que contrabandean prestigios inexistentes. Ahora bien, si alguien quiere pagar por un engaño, adelante, que lo pague, pero que sepa que es un montaje, un fraude, para que evite presumirlo como gran y merecido laurel en su cabeza. Eso es ridículo, absolutamente burdo.

¿Qué recomendaría a quienes han comprado doctorados de hojalata? Fácil: que quemen el diploma y tumben sus orgullosas fotos de las redes sociales. Los estafaron. No se difamen más.

sábado, julio 19, 2025

Al galope con Ruth Castro

 











Uno de los hábitos más frecuentes de la literatura es preguntarse sobre las colindancias de los géneros. Qué es un cuento, qué es una novela, hasta dónde llega la poesía, cuál es la forma de crónica y otras preocupaciones que nunca ha desvelado a la mayoría de los lectores. Antes tomaba muy en serio estas inquietudes, pero luego me di cuenta de que sólo servían sobre todo para facilitar el trabajo en las aulas, no tanto para resolver los problemas creativos del escritor o del periodista. Todavía es hora en la que, al leer y escribir, me planteo la definición genérica de lo que leo y escribo, pero sin caer en el fundamentalismo de la juventud. Si un libro es bueno o malo, da igual que sea del género que sea.

El libro de Ruth Castro que aquí presentamos se inscribe claramente en lo que conocemos como “ensayo”, precisamente uno de los géneros que más debate definitorio han provocado. ¿Qué es un ensayo?, se han y nos hemos preguntado incontables veces. En su estado más puro y antiguo, la respuesta está en Pensar a caballo, pensar sobre la almohada (El Astillero Libros-Arferit Editorial, Torreón, 2024, 117 pp.) en el que su autora no sólo ofrece en el primer ensayo homónimo su definición del espécimen, sino que también lo ejerce en las páginas que componen todo el libro. Por alusiones y dicho sea de paso, una parte de este volumen se desarrolló durante la pandemia, época que, si un beneficio tuvo, a muchos resultó adecuada para pensar y escribir.

A continuación y también a caballo, pero galopando, describo por encima cada una de las 21 piezas, todas breves y varias ilustradas por María José Ramírez:

“Pensar a caballo, pensar sobre la almohada” es un ensayo en el cual Ruth Castro reflexiona sobre el género que en ese mismo momento está practicando; el ensayo. Es pues una especie de metaensayo. Señala que este género tuvo dos grandes iniciadores, uno en occidente, con Michel de Montaigne, y otro en oriente, con la japonesa Sei Shönagon, quien escribió El libro de la almohada, una especie de diario con reflexiones sobre su circunstancia y a quien Ruth prefiere tener como engendradora del ensayo, 580 años antes que el francés a quien tenemos como padre del género. En aquel libro, Shönagon compartió sus problemas, su vida íntima, una especie de antecedente remoto del ensayo a lo Montaigne. La autora lagunera confiesa al paso que este es el género que más le acomoda.

El siguiente ensayo, “Escribir la historia con los pies”, es un elogio de la movilidad pedestre. Lamenta que a diferencia de los hombres, las mujeres no tienen la libertad suficiente para desplazarse por el mundo sin el miedo a muy diversos tipos de agresión. Con ideas de Rebecca Solnit como punto de partida (Una historia del caminar), luego habla sobre las marchas que permiten, gracias al desplazamiento a pie, mostrar inconformidades y reclamos de muy diversa naturaleza. Ruth Castro reafirma su convicción de ganar la calle, de disfrutarla y de convertirla en espacio público para la manifestación, para la crítica y para el disfrute. Es decir, opone la participación física, poner el cuerpo en la calle, a la queja digital contra los abusos de todo poder.

En “Fijación por los calcetines” la autora recurre a su memoria para evocar, mediante la escritura, la imagen de su padre, hombre con quien tuvo una relación polivalente entre el cariño, el distanciamiento, el recelo, la indiferencia y otros rasgos. Habla de su padre como un sujeto entregado a la curiosidad permanente por explorar con sus manos el mundo doméstico. Fue un gran desarmador y arreglador de objetos cercanos a la vida cotidiana, y entre las obsesiones de su padre como herencia del pasado estaba la de arreglar los calcetines mediante remiendos y así proyectar su vida útil. Esto podemos vincularlo con la idea que algunos filósofos, como Han, sostienen en relación con la pérdida de valor de los objetos, hoy desechables casi inmediatamente. Como en el oficio de costurera de su abuela paterna, Castro reconstruye su pasado a retazos, zurciendo como puede los fragmentos de tela real e imaginaria del recuerdo.

“Las piedras saben escuchar” es un ensayo breve y poemático dividido en todavía más pequeñas estancias en los que la autora reflexiona sobre su colección de piedras; ante la pérdida de una de ellas se lamenta de estos extravíos y piensa con certeza que las piedras son seres vivos capaces de transmitir emociones especiales a quienes saben escucharlas; otra vez nos encontramos con la idea de las “no cosas” en contraposición con las cosas, aquellas que permiten una adherencia del recuerdo mucho mayor que la posibilitada por los objetos resguardados en medios digitales.

“Atalanta” es un comentario sobre el libro Amazonas, guerreras del mundo antiguo, de Adrianne Mayor. Trata sobre el mito griego de una mujer excepcional: abandonada por su padre, criada por un oso y desdeñada y retada por hombres a los que vence en competencia. Este mito da pie a Castro para pensar en las historias, míticas o reales, de mujeres que se han impuesto a su circunstancia para afirmarse como seres creativos y fuertes.

En “Como peces flotando”, la ensayista lagunera trabaja sobre un libro de Jung en el que reflexiona sobre las casualidades y las casualidades. Da el ejemplo de los peces que (a Jung) reaparecen en un rato a propósito a sus tratos en la inmediatez de la vida cotidiana. Luego, a Castro le sucede lo mismo: muchos peces aparecen en apenas unas horas. Creo que a todos nos ha pasado, y sobre esto sospecho que se da un fenómeno relacionado con la atención: encontramos lo que estamos pensando, como ocurre cuando trabajamos un tema de investigación.

Una paradoja abraza “Escribir desde la negación”: es posible escribir cuando no se quiere o no se puede escribir. Ante el bloqueo, lo viable, dice Ruth, es escribir sobre el bloqueo, trabajar sobre la imposibilidad de escribir y de allí obtener algo: un producto de la escritura nacido como plantita en la aridez. Como en sus otros ensayos, un libro preside el fondo de estos párrafos; se trata aquí de Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, exploración del escritor catalán sobre obras en las que aparecen escritores abrumados por el bloqueo o prófugos de la escritura, como Rimbaud y Rulfo, entre muchos otros.

“Para vivir hay que pagar” es un agudo y sutil alegato contra la ubicuidad de los pagos. En efecto: vivir es sinónimo de pagar. Sólo los parias que deambulan en la calle se libran de esta piedra sisífica: todo hay que pagarlo. Hoy, aquí, estamos pagando. Tenemos celular y señal porque hay un pago. Podemos ponernos de pie porque nos alimentamos pagando la comida. No andamos desnudos porque compramos ropa. Todo es pagar y pagar, como dice la canción de Rockdrigo. Y lo peor: tenemos que pagar para morir. Claro, por adelantado, ya que muertos no podemos sacar la billetera para liquidar la cuenta de lo que costaremos ya muertos.

Uno de los ensayos más amplios del libro es “De algunas de las cosas que tomé por buenas y lo que resultó de ello”, y comienza con un énfasis en el gusto de la autora por los títulos a la usanza antigua, aquellos que empezaban con las fórmulas “De cómo…”, “De lo que…”, “De cuando…” y otros semejantes, que muchas veces encabezaban los capítulos como pasa en los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega. Luego de esto, Ruth avanza hacia el sobrevuelo de los trabajos que suelen atar al artista o a quien se cree artista. En el fondo, se trata de un texto cercano al debate actual sobre la experiencia de la enajenación en el mundo neoliberal: hay que ser productivos, no perder tiempo, ganar, reinventarnos, diseñar nuevos modelos de negocios, producir, atarnos al “emprendedurismo”. A su modo, la tesis de Ruth no deja de sintonizar con la renuncia a la productividad y la desaceleración propuesta, entre muchos más, por pensadores como Bifo Berardi o Kohei Saito.

“Color cúrcuma” es un elogio del té y otras infusiones descubiertas y preparadas por la autora durante la pandemia. Una prueba más de que todo es tema posible para las piezas de este libro.

El ensayo puede rozar los territorios de la crónica. De hecho, puedo rozar, invadir lo que sea. Es un género capaz de internarse en cualquier espacio, pasar por cualquier rendija. En “Pequeña manada sale a pasear”, con tono de crónica escrita en presente narrativo, la autora aprovecha una salida en bicicleta para reflexionar sobre nuestra condición de mamíferos esenciales y sobre los peligros y las emociones de la vida en una urbe, no lejana de la vida en la jungla. Obviamente, en los pliegues de la crónica se filtra el ensayo, la opinión subjetiva, la divagación mientras se da la “vagación” sobre dos ruedas.

“Duelos” supone el tránsito por el dolor ante la pérdida de seres físicos, sobre todo humanos, pero también sobre amistades y proyectos que han llegado a su fin. El dolor personal debe ser asimilado, nos dice la autora, en un proceso de aceptación que ojalá termine en el agradecimiento luego de convalecer ante las pérdidas.

Una evocación de la abuela cuasicentenaria aparece en “Los botones siempre fueron un tema aparte”, vagabundeo en el recuerdo de una mujer entregada al oficio de la costura y de la que Ruth Castro reconstruye vida, oficio y ámbito de trabajo. No me parece demasiado atrevido decir que de ahí le viene el gusto por la escritura y la edición, que a su modo es lo mismo que coser, unir tramos de palabras. De hecho, “texto” es una palabra hermana de “textura”, “textil” y del verbo “tejer”, de suerte que la metáfora “tejer textos” es casi un pleonasmo.

“Debo trabajar” es la pieza más breve del conjunto y añade un elemento interesante: el ensayo puede arrimarse mucho al terreno de la microficción.

El cuerpo nace marcado por rasgos y obligaciones según se nazca mujer u hombre. En “Para una cartografía de los cuerpos nubosos” la autora expone sutilmente la necesidad de una liberación del cuerpo, de un despojamiento o al menos de la conciencia de los prejuicios que determinan qué es o cómo debe ser el cuerpo.

“Con zapatos de tacón” no es un examen de la famosa cumbia interpretada por Bronco, sino un paseo típico del ensayismo clásico: asumir lo inmediato, en este caso el calzado, los zapatos, como punto de partida para pensar. ¿En qué? Ruth lo hace en torno a las imposiciones sociales, al abuso de los clichés estéticos, a la aceptación de sacrificios sólo para cumplir con los estereotipos. Una reflexión excelente, grata e incluso salpimentada por buenas dosis de humor.

La pieza titulada “Desolación” me deja ver que en la distancia corta, en sus textos más sintéticos, la autora avanza muy cerca del microrrelato. Hay allí un juego con la paradoja: el sol y sus rayos inclementes son tomados como lluvia, lluvia de luz y de calor, de energía que achicharra. Desaparece aquí el yo autobiográfico del ensayo, asume un tenue rasgo narrativo, y aparece un tú en segunda persona metido en una atmósfera atroz: la del calor habitual, por ejemplo, de La Laguna.

En “Affaire” reaparece el yo, la voz de la autora desde el fondo de las palabras. Se deja escuchar aquí una confesión: cómo se ha prendado de escritores y escritoras, y cómo eso ha sido elevado a la categoría de enamoramiento breve o largo, según sea cada caso. Creo que al leer este apunte no hay lector que no confiese una experiencia similar: leer con pasión es amar con pasión.

Un viejo y siempre novedoso tema, el del plagio en literatura, aparece en “Entrecomillar”. La autora recorre aquí, de manera sumaria, cuáles son las fronteras entre el robo y el préstamo, dónde se ubica el descaro y dónde la originalidad.

“El dificultoso oficio de comerciar libros” sirve como pretexto para hablar de su experiencia como lectora, de la relación física y emocional que ha mantenido con los libros. Su paso por librerías como compradora, trabajadora y dueña le ha permitido valorar la importancia del contacto directo con el libro y su gravitación en tanto objeto de cultura.

Por último, “Ixtlilxochitl” es un divertido ejemplo del camino que por lo regular recorre el ensayista: buscar un tema para escribir es propiciar casi de la nada la escritora: todo es tema, incluso no tener tema y buscarlo es tener tema. Es este texto casi una puesta en práctica de lo insinuado en el segundo ensayo, “Escribir desde la negación”

Saludo la llegada de este libro inteligente y grato, un buen modelo para quienes todavía quieran preguntarse qué es un ensayo. Aquí hay muchos de suyo interesantes, sabrosamente escritos y además muy bien editados en dominante tinta azul, el color del pensamiento, quiero creer.

Nota. Texto leído en la presentación de Pensar a caballo, pensar sobre la almohada, celebrada en la Feria Duranguense del Libro el 13 de julio de 2025. Victoria de Durango, Durango. Participamos Ruth Castro y yo. El libro está disponible en El Astillero Librería, Casa Juárez, Juárez y Degollado, Torreón. Muchas gracias a Shamir Nazer por la invitación y la organización. 

miércoles, julio 16, 2025

Intelectual y no intelectual

 












Un estudiante universitario (no supe de qué carrera) me envió este cuestionario. Dijo que le serviría, como casi todas las entrevistas estudiantiles, para un trabajo escolar. Escribí las respuestas y se las envié. No me acusó recibo. En la columna del diario publiqué sólo la primera respuesta, dadas las restricciones de extensión. Aquí reproduzco toda la entrevista.

¿Se considera un intelectual?

No. Creo que esa palabra desborda mis contornos. Soy esencialmente un narrador de ficciones que por razones laborales ha hecho crítica de carácter periodístico, general, ajeno a las honduras académicas o filosóficas, podría decirse que impresionista y superficial, con la que puedo lidiar y entenderme. Desde que comencé a vincularme con la literatura en libros y periódicos sospeché que la palabra que alcanzaba, sin mentira, a definir mi actividad era la de “escritor”, y que la palabra “intelectual” calzaba mejor a personajes como Sartre o actualmente Žižek, por mencionar sólo a dos muy evidentes. Siento que la palabra “intelectual” ha sido usada con exagerada ligereza y muchas veces se le cuelga al que simplemente escribe y publica, sea lo que sea. Creo que lo correcto, desde el famoso caso Dreyfus, es adjudicarla y quizá restringirla a aquellas personas que con textos críticos abren camino al debate de las ideas en el espacio público. Aunque se dan algunos casos en los que es posible la mixtura, no me gusta pues pensar que los poetas, cuentistas o novelistas son “intelectuales”, sino quienes tienen una mirada crítica del presente en términos filosóficos, sociológicos, antropológicos, económicos, jurídicos y demás. Por supuesto que hay sujetos (Sartre) que combinan lo creativo con lo intelectual, pero no todos logran tal estatus. Lo más común, a mi juicio, es encontrar al escritor separado del intelectual, un intelectual a la manera de Lipovetsky o Subirts, por ejemplo. No me apena entonces no ser o no sentirme intelectual, pues no lo soy como tampoco soy cardiólogo ni astronauta. Esto lo afirmo sin tragedia, pues no me incomoda ser sólo un escritor en general y un cuentista en particular, un simple creador de ficciones al que siempre le han asombrado, lo confieso, quienes son capaces de percibir, definir y explicar la orientación de las ideas, el camino del pensamiento en la enmarañada realidad. Sartori, Chomsky o Bauman serían otros casos famosos de tal índole.

¿Qué tanto beneficia o perjudica a un creador estar cerca de la reflexión de su tiempo y su lugar?

Creo que a un escritor, que es el creador que mejor conozco, le puede servir el contacto con su realidad inmediata, pero también siento que hay casos en los que puede nacer un buen trabajo de la introspección, del buceo en el ser propio desligado, si esto es posible, del exterior. No desdeño pues a priori al escritor que se encierra en la proverbial torre de marfil y renuncia al mundo. Esto también depende de la personalidad, de la extroversión o la timidez. En lo personal, me siento cómodo en la soledad, nunca me ha asustado, pues soy esencialmente tímido, pero también me seduce el mundo, la vida, el exterior que está más allá de mi biblioteca, los conflictos de mi tiempo, el desastre de la realidad que nos circunda. Por eso también sigo leyendo diarios, por eso busco noticias, para “estar en el mundo”, por decirlo de algún modo. Dije que soy un tímido esencial y sobre esto he pensado mucho: en el gregarismo humano la timidez siempre ha tenido mala prensa, y hoy, con las visiones exitistas impuestas por el capitalismo, cualquier manual de autoayuda indica que debemos salir al mundo y conquistarlo, comernos al que se atraviese, mostrarle nuestra firmeza y seguridad desde que le estrechamos la mano. Yo jamás pude hacer eso, ni podré, no se me dio, me asumo como tímido pero luego deduje que mi gusto por la literatura tuvo su origen en esta deficiencia: la timidez me llevó a la lectura, a los libros, y luego a escribir. No es un gran mérito, pero hoy puedo decir que si hubiera sido extrovertido no me dedicaría a la literatura, actividad que me apasiona. En resumen, digamos que mi personalidad tiende al encierro, a la soledad, y que todo mi contacto con el exterior, que no rehúyo, aunque me desagrade, implica una lucha. En fin, no sé si la respuesta se me fue para otro rumbo.

¿En la era de internet ha cambiado en algo la posición del intelectual?

El intelectual llega hoy a un público más amplio, aunque siento que las voces de los críticos de nuestro tiempo ya no pueden ser lo que fueron en otra época, por ejemplo, y disculpen la reiteración del nombre, hombres como Sartre. Hay hoy, claro, pensadores como él, pero su obra se pierde en lo que se pierde todo en este momento: en la enormidad del ruido, en la frivolización de todo, en la condición brutalmente efímera de cualquier aporte, sea profundo o chafa. Gracias a que me tocó vivir la época preinternética, la comparo con el momento actual y hoy pienso que no nos falta información, sino estómago para digerirla, es decir, cabezas para procesar lo que ocurre y recibimos en una avalancha diaria de noticias. Lo penoso es que cualquier pensador serio y capaz, aunque sea un sujeto necesario para orientarnos en el laberinto, es tapado por la ola de la vacuidad, por la superabundancia de naderías que sólo refuerzan la ceguera colectiva.

¿Existe todavía algún espacio para la “literatura comprometida”?

Uno de los triunfos del pensamiento que hoy predomina es haber vaciado y tornado obsoletas o cursis ciertas palabras y actitudes inmediatamente anteriores a nuestro tiempo. Una de ellas es la palabra “compromiso” o “comprometida”, hoy rechazadas casi como si tuvieran lepra. Igual pasa con “militancia” y “solidaridad”. Son los trucos del pensamiento hegemónico para colonizar cabezas y conservar su dominio: destrozar todo aquello que pueda servir luego como contracorriente. Lo curioso es que cuando más se necesitan el compromiso, la militancia y la solidaridad, menos se practican y ni siquiera se enuncian por el temor de ser juzgados como vejestorios. Vivimos, luego, el triunfo del individualismo, de la meritocracia, del famoso sálvese quien pueda, del éxito material a cualquier precio. Ahora bien, ya en los tiempos de la llamada “literatura comprometida” había detractores como Nabokov, un genio trilingüe criado entre sábanas de seda que luego perdió el edén por culpa de la Revolución rusa; en él se entiende el odio a la “literatura comprometida”. Debo decir, sin embargo, que por “literatura comprometida” no entiendo “panfleto”, sino obra en la que el autor muestra el drama humano sin perder de vista los imperativos del arte, es decir, la belleza de su expresión.

¿En qué medida pueden ceder los escritores a las exigencias del mercado editorial?

Sólo una vez me tentó la invitación a escribir con indicaciones y pago. Por supuesto, lo que recibí como propuesta no me agradó, y me alejé. Reconozco que en aquella ocasión me asaltó la duda, pues la invitación implicaba buena paga. Dada mi situación un tanto adversa en lo económico, estuve a punto de acceder, pero luego sentí que escribir lo que me pedían demandaba un esfuerzo desmesurado de mi parte, lo que hizo menos atractiva la recompensa. Aquella corazonada me vuelve cada vez que pienso en libros facilistas de autoayuda o escritura descaradamente comercial: parece fácil, pero no lo es “por la abyección que requiere”, como dijo Borges para referirse a otro asunto. Por supuesto, no juzgo a los escritores que en algún momento, por desempleo y desesperación, acceden a ese tipo de chamba, pero si yo lo rechacé es quizá porque en aquella ocasión no necesitaba tanto el dinero. Lo cierto es que tengo la impresión de que nunca como ahora se publica más basura. Basta ver la mesa de novedades de cualquier librería famosa para notar que la estupidez se enseñorea en el trono del mundo editorial.

¿Qué puede hacer un escritor frente a la falta de lectores?

En favor de esa causa un escritor ya mucho hace con tratar de escribir bien. Si logra cuajar una obra armada con solidez, auténtica, original, no podemos pedirle más. Ahora bien, si logra publicarla debe ayudar, en la medida de sus posibilidades, a difundirla, acceder a las iniciativas de los editores para la difusión, si es que las hay. En esta labor tenemos al menos tres tipos de escritores: los que ven con desagrado difundir su obra (y cualquier otra), los que se resignan y los que sienten fascinación por los flashazos. Por otro lado, y dado que el escritor debe ser primordialmente un lector, en más de una ocasión he comentado que una de las vertientes en las que el escritor puede sumarse al fomento de la lectura es mediante la escritura de reseñas o ensayos, no guardarse el gusto por las obras ajenas, compartirlo mediante la escritura. Yo he escrito muchas reseñas y opiniones sobre libros, y, aunque no forman legión quienes se han interesado en los materiales que comento, algunos sí han ido en busca de lo que recomiendo. La reseña es una complemento o extensión del comentario de sobremesa. No ayuda mucho, pero así sea módicamente permite la divulgación del libro y el siempre inalcanzado gusto masivo por la lectura.

¿Puede el escritor participar en política?

Sí, claro, como cualquier ciudadano.

¿Sirven las nuevas tecnologías al escritor?

Mucho, como a todos, aunque es verdad que su ruido también puede perjudicarlo. Se necesita ser un lector/escritor de mucha garra para no caer seducido por las deslumbrantes tecnologías que hoy nos coquetean por todos lados. El mismo celular es un peligro para quien debe procurar, como el escritor, aislamiento y concentración.

sábado, julio 12, 2025

La ciudad del español


 









Muchas veces he pensado en lo que significa desaparecer, en ser escritor, publicar una buena cantidad de libros y pasados algunos años luego de la muerte, si no es que inmediatamente, terminar en el olvido. Es el destino de la mayoría, lo sé, y más en estos tiempos atiborrados de ofrecimientos. Hoy es imposible valorar una novedad porque de inmediato hay otras mil para desplazarla. Es esta la paradoja del consumismo: lo que se ofrece para complacer al cliente no debe complacerlo totalmente, porque, si lo hace, el cliente deja de serlo y de lo que se trata es de que siempre lo sea.

En fin. El olvido. La desaparición, el hecho cierto de que ese es el destino con o sin literatura. De tal olvido he rescatado un librito del cual comparto el colofón, para que se vea claramente que es un acto de resucitatorio: “Se terminó de imprimir esta edición el día 15 de octubre de 1965 en los talleres de ‘Editorial Enigma, S. A.’ bajo la dirección de Marco Antonio Millán y José Revueltas, coordinadores de la Subsecretaria de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación Pública. El tiro consta de 10,000 ejemplares, impresos en papel Tablet de 50 k. y de 1,000 en Bond de 80 k, La portada y el retrato inserto en la segunda página de forros, son obra del grabador Adolfo Quinteros”.

Tiene casi mi edad, y lo reencuaderné para que agarrara un segundo y casi milagroso aire. Su papel, (“Tablet”) era el más corriente del mercado por aquel entonces, tanto que en el trayecto se puso amarillento-casi-marrón y quebradizo, aunque no lo suficiente: calculo que con mi encuadernado todavía será legible unos veinte años más antes de convertirse en polvo.

Su título es Genio y figura de nuestro idioma, y fue parte a un proyecto de la SEP que se llamó “Cuadernos de Cultura Popular”, colección “La honda del espíritu”. En el 65 nuestro país tenía poco más de 40 millones de habitantes, así que un tiraje de diez mil ejemplares era de los grandes, de índole popular.

He guardado el nombre del autor hasta este párrafo: Mauricio Gómez Mayorga. La Enciclopedia de Literatura de México consigna que nació en 1913 y murió en 1992, en ambos casos en la Ciudad de México, y que “estudió Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Inició su labor como crítico y divulgador de arquitectura y el urbanismo en 1939. Ha impartido las cátedras de Teoría del Arte, Arte Contemporáneo e Historia de la Ciencia en diferentes instituciones; de Teoría de la Arquitectura y de Planeación Social y Urbanismo en la UNAM. En 1954 residió como becario en Italia para estudiar Urbanismo y recorrió Europa. En 1957 organizó la representación de México en la Trienal de Milán; trabajó en Atenas en 1961 en una investigación de Urbanismo Teórico. Colaboró en las revistas Taller y Examen. De 1958 a 1973 fue asesor técnico de organismos públicos y privados. Mauricio Gómez Mayorga, poeta y prosista desde 1930. Perteneció al grupo de Taller que encabezaran Octavio Paz, Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez y Neftalí Beltrán. Su poesía se caracteriza por una fuerza expresiva de bien acabada factura. Palabra perdida reúne poemas breves de intenso contenido trágico. El ángel del tiempo es un poema en prosa con aliento metafísico”.

Me sorprendió la calidad del ensayo y me dio gusto haberlo rescatado. En él, Gómez Mayorga plantea lo que nunca imaginé: asimilar nuestra lengua a una ciudad. Una metáfora extraña, pero curiosamente útil, por lo gráfica. Así como una ciudad tiene sus edificios más suntuosos, sus bulevares, sus calles, sus plazas, sus barrios, sus arrabales, nuestra lengua contiene lo mismo. Dice por ejemplo que los verbos son las avenidas, lo que permite el movimiento de las ideas, y que las manzanas y los edificios son, como los sustantivos, lo fijo. Los adornos (plazas, monumentos, fuentes) se relacionan con lo adjetivo o lo adverbial. Por allí camina la comparación.

Lo más grato de la reflexión se da cuando el autor recorre “los barrios” o las colonias del idioma: el griego, el latín y el árabe para lo patrimonial, el francés y el italiano para lo suntuoso o lo artístico, el inglés para lo técnico y lo moderno, el náhuatl para lo más próximo a nuestro ser nacional. También, las orillas o los arrabales del idioma: las groserías y los modismos.

Todo el librito es agradecible, pero el pasaje que más me gustó es el dedicado a los arabismos. Es un privilegio de nuestra lengua tener esas palabras encantadoras. Va una cita: “Es desde luego muy probable que ciertos arabismos caigan en desuso, incluso algunos que citamos en nuestro ejercicio anterior, como ‘alarife’, pero otros parece que llegaron al idioma para quedarse. ¿Por cuánto tiempo más estarán en pie algodón, alarido, albacea, arancel, albayalde, almuerzo, arroz, arsenal, máscara, asesino, ataud, zafiro, zaguán y zanja? Pero la importancia de esta zona del idioma, aparte la indudable belleza de muchas de las palabras moriscas, es que constituye una de las características absolutamente propias del español, ya que las demás lenguas romances, por no haber sufrido la multicentenaria ocupación de los árabes, no cuentan en este hermoso acervo de voces orientales, salvo las de uso universal como azufre, alcohol, cero, cifra, tabique, adobe y varias más”.

Mauricio Gómez Mayorga: asiento su nombre para hacerlo viajar desde el olvido hacia esta pequeña anotación. Es poco, es nada, pero Es.

miércoles, julio 09, 2025

Voces del pasado

 









Recuerdo que hace algunos años encontré en YouTube la grabación de la voz de Francisco I. Madero. Casi inmediatamente, la de Porfirio Díaz. A principios del siglo XX, ya la fotografía estaba asentada como herramienta para capturar la realidad visual, y el cine mostraba atisbos importantes para hacer lo mismo, aunque con imágenes silentes en movimiento. Por los mismos años pre y postrevolucionarios, los aparatos para captar el sonido daban sus primeros trastabillantes pasos, y por fortuna su desarrollo técnico alcanzó a retener la voz de los personajes más importantes de aquel momento en nuestro país: la del coahuilense y la del oaxaqueño.

Al escucharlos, sentí que algo cambiaba, que merced a la posibilidad de oír sus voces ellos estaban más cerca, no a la distancia remota de los libros de texto que sirvieron para alimentar nuestra niñez con la historia oficial. Gracias a YouTube, Madero y Díaz tenían voz, una voz a la que luego no me costó poner la cara de cada uno de los sujetos que la emitía: la de Madero algo tipluda, rápida y firme, y la de Díaz ya cansada, de viejo que batalla con la respiración. Estos documentos de YouTube son asombrosos.

Otro de la misma categoría es el que podemos encontrar de un colaborador cercano a Madero: José Vasconcelos. Como sabemos, el autor de Ulises criollo se sumó de joven a la causa antirreeleccionista y, con sus bandazos ideológicos y todo, siempre guardó gran admiración por el político parrense. Ya viejo, cerca de su muerte y quizá todavía con la amargura que provocó en su ser el fraude electoral de 1929, Vasconcelos se encargó de conducir un programa de televisión. Sí, de televisión, aunque parezca absurdo decir esto.

Su título fue Charlas mexicanas, auspiciado con publicidad de la coahuilense Casa Madero y su bebida emblema: Evaristo 1°. En una mesa algo medieval, Vasconcelos aparece al centro y a sus costados lo acompañan dos invitados. Los tres tienen a la mano sendas copas de coñac y no falta que en efecto beban ante las cámaras. Pude computar al menos cinco programas: uno sobre el Hernán Cortés, otro sobre el virreinato, uno más sobre México, otro sobre Porfirio Díaz y uno más sobre el petróleo. Acompañan al filósofo y exrector de la Universidad Nacional, entre otros, el historiador Alfonso Junco y el politólogo Jorge Carrión.

Obviamente, el ritmo del programa es tieso y de estilo algo oratorio en el caso de Vasconcelos. Sea como sea, es un tremendo documento audiovisual de 1957, un milagro de la tecnología.

sábado, julio 05, 2025

Taza de té en Apostrophes

 







En Opiniones contundentes (Anagrama, 2017), Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, 1977) explicó su aversión a las entrevistas que no podía controlar, aquéllas en las que el entrevistador recoge las respuestas a mano o con una grabadora, o aquéllas en las que las respuestas son espontáneas, como sucede en la tele y la radiodifusión y hoy también en un millón de programas de internet. Si la prensa quería obtener sus palabras, el novelista ruso exigía que le enviaran las preguntas, luego él las respondía con calma y regresaba el manuscrito que, exigía, los medios interesados debían publicar tal cual, sin ninguna modificación. Ese era el trato; de no aceptarlo, los periódicos y las revistas se quedaban sin las declaraciones nabokoveanas.

Esta es la razón por la que hay pocos registros radiofónicos y televisivos del autor de Lolita, su libro más famoso. Nabokov no aceptaba asistir a programas donde forzosamente sus respuestas iban a ser enunciadas de botepronto, al calor de diálogos casi improvisados que además planteaban el peligro de ser luego transcritos. Estilista como pocos, Nabokov tenía horror a las transcripciones; el solo hecho de pensar que sus ideas fueran trasegadas por cualquier tundeteclas, lo forzaba a seguir su método: quien deseara entrevistarlo tenía que enviar primero el cuestionario y admitir después las respuestas sin modificar ni una coma.

Dos años antes de morir, en mayo de 1975, hace exactamente medio siglo, Nabokov aceptó la más famosa entrevista de televisión en la que se retuvieran sus palabras y su imagen. Otra vez, pidió por anticipado las preguntas y exigió que ya en el estudio de televisión los entrevistadores se las formularan tal cual; él, claro, llevaría en cuartillas las respuestas para leerlas ante las cámaras. Es lo menos periodístico que puede haber en el género de la entrevista televisiva, pero no había otra opción. Era esa sopa o era esa sopa, o de plano no contar con el escritor en el plató.

El programa en el que ocurrió el milagro fue Apostrophes, emisión del canal francés Antenne 2. De contenido literario, el programa duró al aire de enero de 1975 a junio de 1990, y en él fueron entrevistados los mejores escritores y pensadores de aquel momento, sobre todo europeos. Tuvo momentos inmortales, como cuando asistió Charles Bukowski e hizo honor a su leyenda: llegó ostensiblemente borracho y siguió chupando “al aire” hasta que, tambaleando, abandonó el programa a media transmisión. Apostrophes era conducido por Bernard Pivot (1935-2024), periodista culto y cordial.

Apenas unos meses tenía el programa cuando a Pivot se le ocurrió invitar al escritor vivo más rejego de ese tiempo: Nabokov, quien vivía en Montreux, Suiza, a seis horas de París. Toda “la previa” a la entrevista fue contada años después por Pivot en un programa catalán. Allí, el francés recordó que antes de buscar al escritor algunos colegas le advirtieron lo difícil que sería lograr la entrevista. Él decidió intentarlo y se apersonó en Montreux. Al llegar a la residencia, Nabokov dormía su siesta y fue su esposa quien lo atendió. Cuando el genio apareció, ambos se aislaron para abordar el motivo de la visita: Pivot lo invitó al programa de televisión. Según parece, el anfitrión no estaba tan de mal humor o le cayó bien el joven periodista, tanto que aceptó. Claro, con las condiciones obvias: preguntas escritas por anticipado y lectura de respuestas al aire sin desviaciones de esa ruta.

Hubo otro requisito, este de carácter gracioso, nabokoveano: el entrevistado pidió beber whisky durante la emisión, pero no en vaso ni con una botella visible, sino en taza y desde una tetera, como si fuera té, para no dar a los televidentes franceses la imagen de “un escritor ruso-norteamericano un poco alcohólico”. La ventaja del whisky es que tiene el mismo color del té, dijo el escritor, y le indicó a Pivot que de cuando en cuando se lo ofreciera con estas palabras: “Señor Nabokov, ¿gusta más té?”

Por todo, el también autor de Habla, memoria controló su entrevista en Apostrophes. Pivot tenía dos caminos, un poco, si se quiere, como los marcados por Max Weber: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Dejó la primera al lado y optó por su responsabilidad; negar las condiciones de Nabokov era perder un documento que en cualquier caso resultaba harto valioso. Al final, hace cincuenta años el huraño padre de Lolita fue al estudio de Antenne 2 y para la historia quedaron sus respuestas escritas y leídas en perfecto francés ante la orgullosa sonrisa infantil de su entrevistador. 

miércoles, julio 02, 2025

Dos poemas ocultos

 












Este pequeño puente nació cuando encontré que entre las páginas de cierto libro viejo se ocultaba un poema tecleado con cinta roja en máquina eléctrica. Su título es “Nocturno y elegía”. Pensé que el autor podía ser un antiguo propietario del libro, pero al googlear el primero de los versos supe que lo había escrito Emilio Ballagas, cubano del que sólo tenía noticia gracias a la antología Laurel publicada por la editorial Séneca en 1941 con prólogo de Xavier Villaurrutia (que tengo en la edición de Trillas y suma un epílogo de Octavio Paz).

Ballagas nació en Camagüey, en 1908, y murió en el 54, apenas un año después del Asalto al Cuartel Moncada. Su semblanza deja ver que produjo varios libros y fue apreciado por escritores importantes de su generación. Tuvo amistad cercana con Eliseo Diego, Cintio Vitier y Fina García Marruz, y al calor de su temprana muerte Alejo Carpentier le dedicó una elogiosa nota necrológica.

Al leer el poema anónimamente transcrito encuentro que su tema se ajusta al planteo de la primera de las doce estrofas: “Si pregunta por mí, traza en el suelo / una cruz de silencio y de ceniza / sobre el impuro nombre que padezco. / Si pregunta por mí, di que me he muerto / y que me pudro bajo las hormigas. / Dile que soy la rama de un naranjo, / la sencilla veleta de una torre”.

Ahora bien, aquel poema me recordó, como un eco, “Alta hora de la noche”, del salvadoreño Roque Dalton (1935-1975). En este segundo caso, la idea es parecida: anularse en el ser amado tras la muerte. Dice: “Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre / porque se detendría la muerte y el reposo. / Tu voz, que es la campana de los cinco sentidos, / sería el tenue faro buscado por mi niebla. / Cuando sepas que he muerto di sílabas extrañas. / Pronuncia flor, abeja, lágrima, pan, tormenta. / No dejes que tus labios hallen mis once letras. / Tengo sueño, he amado, he ganado el silencio. / No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto: / desde la oscura tierra vendría por tu voz. / No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre. / Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre”. Cortázar (con su erre afrancesada) y el grupo chileno Illapu alguna vez lo grabaron.

¿Conoció Dalton el poema de Ballagas? Seguramente sí, pero da igual si no. Ambos poetas izaron con sencillez y belleza el tremendo sentimiento de ya no-ser como definitiva conclusión de todo, incluido lo más doloroso: el amor.