miércoles, marzo 31, 2021

Instante con Vargas Llosa

 


















En 2005 me fue bien. Aparte de otras buenas noticias, conocí y conversé algunos minutos con Mario Vargas Llosa. No es, que digamos, un hecho espectacular, pero para mí, que pondero su obra literaria como una de las mejor ensambladas en Latinoamérica, significó el encuentro con el Monstruo. Fue en San Luis Potosí. Un año antes lo había visto de lejos en la FIL de Guadalajara, pues el peruano tuvo varias presentaciones, todas brillantes pese a que en más de una oportunidad opinó con alguna ligereza sobre la realidad política de México. A la capital potosina fui a recoger el premio nacional de cuento que obtuve por el libro Leyenda Morgan. Tras la entrega del diploma y el cheque hubo, como se acostumbra en esos casos, un brindis en el que se formaron varios pequeños grupos animados con diálogos espontáneos. Yo no conocía a nadie, pero era el galardonado, de alguna manera el centro de la reunión. Allí me presentaron a un señor muy acicalado del que olvido nombre y puesto público. Tras conversar un rato, a la plática saltó el tema del doctorado honoris causa que la Universidad Autónoma de SLP le otorgaría al autor de Conversación en La Catedral. Como el premio me había dado una migaja de notoriedad, el hombre aquel captó mi interés ante la cercana visita del escritor arequipeño. Fue entonces cuando me ofreció, así nomás, de sorpresa, una invitación a la futura ceremonia, y accedí inmediatamente. Pensé que era pura lengua, pero luego sucedió que el convite iba en serio.

Ya de vuelta en La Laguna, unas semanas después me llamaron de San Luis, me dijeron que mi hotel y mi transporte estaban listos, y viajé. Lo hice en camión, con gusto, que así lo pedí para evitar el vuelo con escala en el DF. En la capital potosina tuve un hotel muy decoroso. La noche indicada me calcé el traje y fui a la sede del ayuntamiento para oír, primero, una conferencia de Vargas Llosa sobre el Quijote. Fue, como era previsible, una pieza ensayística perfecta, basada sobre todo en el prólogo que Vargas Llosa había escrito sobre el Quijote para figurar en la edición conmemorativa de la Real Academia Española y Alfaguara. Luego, el público invitado se dirigió a un salón de la Universidad para ver la entrega de un honoris más para el peruano, y de allí pasamos a cenar a un elegante salón del casino La Lonja. Fue en aquel recinto donde los organizadores me acomodaron cerca, a una mesa, del narrador asediado en todo momento. El señor que me había invitado, quien era algo así como el mandamás en la organización de todo lo que allí ocurría, administraba el besamanos a la estrella de la noche. Ante el recién doctorado desfilaban políticos y empresarios potosinos que quizá jamás lo habían leído, pero sabían de su fama y no desaprovechaban la oportunidad para tumbarle alguna dedicatoria o una foto. Mientras eso ocurría en la mesa del escritor, yo departía en otra con desconocidos.

Pasado un buen rato, Vargas Llosa y su esposa Patricia no habían dejado de sonreír por obligación ante las extrañas caras que les arrimaban poco a poco. En cierto momento, el organizador fue a mi mesa, me tomó del antebrazo y me habló directamente: “Jaime, venga rápido”. Fue así como me aproximó a una silla vacía ubicada al lado del mejor novelista latinoamericano. Yo ignoraba de cuánto tiempo disponía para hablar con Vargas Llosa, pero calculé que el encuentro sería efímero, de apenas unos segundos. El organizador le informó: “Él acaba de ganar el premio nacional de cuento que organizamos en San Luis Potosí”. Como el viejo sólo sonreía por compromiso y de grandísimos dientes para afuera, me vi obligado a hablar. Le pregunté por qué no siguió escribiendo cuentos luego de Los Jefes, y le dije que mis novelas favoritas de su cosecha eran La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo. También elogié su ensayo sobre La casa verde, el de Tusquets. Ingenuamente, le regalé uno de mis libros. Al final logré, eso sí, tres dedicatorias. En las dos primeras sólo puso MVL, como acostumbra, pero para el tercer libro ladeó un poco la cabeza y preguntó: “¿Cómo me dijiste que te llamas, ah?” Le dije mi nombre y entonces se explayó: “Para Jaime, MVL”. Esta dedicatoria la tengo en Cartas a un joven novelista.

MVL cumplió 85 el 28 de marzo, y desde hace once años tiene el Nobel.


sábado, marzo 27, 2021

Una embarrada de sufijos










Tengo la oportunidad, o más bien el privilegio de trabajar con tres talleres de escritura, todos con distintos participantes. Además de la revisión de textos, allí trato de compartir algunas ideas sobre lo que en el trayecto de mi propia formación, en muchos sentidos autodidacta, he pescado aquí y allá con el ánimo de entender mejor los infinitos recovecos de la escritura. En esta como en cualquier otra materia uno jamás termina de aprender, es decir, en el arte de escribir el conocimiento no tiene lindes.

He comentado frecuentemente, por ejemplo, que hay palabras habilitadas por la publicidad o la tecnocracia política cuyo uso me reprimo, pues pienso que son novedades que desean hacerse las interesantes, las muy muy, pues el español ya contiene lo que se quiere expresar con ellas. O sea, son neologismos mamones, seudocultos, o bobos rizamientos del rizo. Un seudocultismo es “sinergia”, palabreja que ya va de salida y que jamás usé porque muy pronto la oí llenando la bocota, sobre todo, de políticos que con ella se querían pasar de sesudos (es un poco como el verbo “instrumentar” que en cierta época sobrepobló los discursos de innumerables demagogos). Llamo “retorcimientos innecesarios del rizo” a palabras como “accesar”, por “acceder”; “aperturar”, por “abrir”; “recepcionar” (de uso en el futbol), por “recibir”, y otras de la misma chafa hechura.

La política que recomiendo es pensar siempre en la necesidad o no de usar las palabras novedosas o los retorcimientos. Con frecuencia podremos advertir que no necesitamos esas maromas del lenguaje, que con las palabras que el español lengua madura, lengua perfecta ya tiene podemos bastarnos para expresar lo que nos apetezca. De manera exagerada digo, o me digo, que ya casi todas las palabras están en el Quijote, así que no es pertinente pasarse de creativos.

El español es tan rico, variado y elástico que durante sus poco más de mil años de existencia como hijo del latín se ha encanchado en la vida y casi solito puede resolver un montón de situaciones vinculadas con el habla y la escritura. Es exuberante en palabras, y a esas palabras se suman los matices de esas palabras expresados con elementos llamados prefijos y sufijos. Es decir, una palabra tiene un significado, pero a ella se le puede trepar otro, de modo que en una sola palabra pueden apiñarse varias sin atropellarse, sin estorbarse en su significado. Veo por hoy sólo el caso de los sufijos.

La sufijación es muy útil para asignar sentidos específicos a los sustantivos y adjetivos. Así, no es lo mismo caballo que caballero, o caballería que caballerango, es decir, a partir del radical “caball” el sufijo modifica el significado de la palabra. Para algunos oficios es común el sufijo “ero”: jardín+ero, peluqu+ero, fontan+ero, tapiz/c+ero. También “ista”: electric+ista, mod+ista, contrat+ista, period+ista. O “dor”: avia+dor, carga+dor, reparti+dor, vela+dor, afila+dor. Igual "co": mecáni-co, políti-co, cómi-co. técni-co. Y hay otras posibilidades, pero quedémonos con éstas por ahora. Pues bien, hace poco vi el negocio de un curandero y pensé que para designar a quien cura, el camino más fácil era añadir el sufijo “dor”, “cura+dor”, pero esa palabra parece haber quedado restringida al ámbito de las artes y otras actividades en las que alguien, un experto, un “curador”, valora, organiza, cuida y en general vela por la instalación adecuada de exposiciones de obras artísticas. Al tipo que “cura” espiritualmente, con remedios tradicionales o prácticas folclóricas vinculadas con la magia, le quedó pues la opción “curand+ero”, que es como se le designa popularmente, casi con el gerundio “curand” más el sufijo “ero”. El caso es que los sufijos modifican las palabras, introducen matices, enriquecen. Lo mejor es que los tenemos a la mano, son parte del español nuestro de cada día.

Por último, una vez oí que alguien designaba “durero” al vendedor de “duros”, una fritura callejera llamada así en La Laguna; pensé: “Durero”, y concluí que esta palabra ya estaba ocupada por el famoso grabador alemán de nombre Albrecht Dürer, es decir, Alberto Durero.


miércoles, marzo 24, 2021

Coronel sexagenario

 











Luego de recibir unos libros viejos y temáticamente malos como obsequio, nació en mí una pasión aproximada a la bibliomanía. Frisaba los 17 años, mi barcaza académica hacía agua en la preparatoria pero ya tenía, como secreto amparo, el gusto por leer. Lo que no tenía eran libros, así que por un tiempo debí conformarme con revistas, periódicos y los de regalo mencionados en el primer renglón. Llegué a la carrera y allí, en aquella época, se fijó uno de mis mejores recuerdos. Creo que hasta entonces jamás había entrado a una librería, y de hecho ignoraba que existieran en Torreón. Un día de noviembre o diciembre de 1982 reuní unos pesos y fui al centro. En la avenida Morelos casi esquina con Acuña, cuando el centro histórico de la ciudad todavía bullía de gente, entré a Librolandia. Recuerdo mi extrañeza al notar que nadie me atendería tras un mostrador, que podía caminar por los pasillos y tomar libros para ver portadas y leer contratapas. Me sentí raro, cohibido ante tantos libros. En la cabeza no llevaba una idea clara de lo que deseaba comprar, así que el azar y la limitación de plata tomaron la decisión: mi presupuesto era flaco, sólo alcanzaba para un libro chico. En una montaña de novedades eras exhibidos varios ejemplares de El coronel no tiene quien le escriba en una edición de Oveja Negra. Su portada era la foto de un joven militar vestido de gala; en los extremos de la foto el diseño incluía, como marco de la portada, las líneas diagonales azules y rojas de los antiguos sobres para cartas. En realidad era una portada fea, y la edad del militar no correspondía con la del coronel de la novela. Sobre la portada figuraba otro elemento: el pegote (de los que ahora llamamos stickers) de un círculo dorado con el mensaje “Premio Nobel 1982”. Por el precio y porque poco antes me había enterado de que ese tal García Márquez era una riata, adquirí el volumen.

Fue así como quedó registrado en mi cabeza que El coronel no tiene quien le escriba fue el primer libro que compré por mi propio pie. Aquel ejemplar me duró muchos años y en este momento no sé si lo perdí o todavía lo conservo extraviado entre papeles. Es lo de menos, pues poco después me fui dando cuenta de que los libros del colombiano aparecían hasta en la sopa. Cuando leí El coronel… yo tenía 18 años, y la novela había cumplido apenas 21 desde su primera edición de 1961. La historia me subyugó, aunque no alcancé a comprender del todo su sentido. No era necesario estar entrenado en literatura para detectar que aquello estaba muy bien escrito y lograba crear una atmósfera de melancólica tensión en las idas y las vueltas del coronel a la oficina de correos. Volví a leerla como diez años después, allá por el 2000, y ahora una vez más, en la edición de Diana, justo cuando El coronel no tiene quien le escriba ha cumplido sesenta años.

Alguna vez leí que García Márquez la consideraba su mejor obra. Ahora que volví a visitarla me queda la certeza de que no ha envejecido, de que es perfecta y puede ser capaz de iluminar pasajes de la vida de cualquier adulto metido en el peor trance matrimonial: cuando el apremio económico quema los aparejos y torna insoportable la vida. Entre el coronel y su esposa, ambos viejos, ambos acosados por la desventura de haber perdido a su hijo y todos los bienes que han vendido poco a poco para sobrevivir, se lidia un estira y afloja salpicado de terribles ironías con las que ella mete presión y él, por una mezcla de orgullo y apocamiento, no puede salir del hoyo. E insisto: sólo quienes han pasado por apuros graves pueden saber lo asfixiante que es la convivencia en la precariedad y la incierta llegada del bienestar. Antes creí que podía leerse en clave simbólica, que la espera del coronel era la espera de América Latina o algo así; ahora me parece que no: puedo leerla literal, crudamente como un retrato de la angustia por la falta de lo inmediato: la comida. La última palabra del libro, tal vez la mejor última palabra de un libro latinoamericano, no deja dudas: carecer de lo básico es abominable.

Nota. La portada que ilustra este post no es a la que me refiero en el texto, pero se le asemeja en tres aspectos: tiene las diagonales azules y rojas de las cartas antiguas, la diseñó Oveja Negra y es horrible.

sábado, marzo 20, 2021

Neoclásico destacado por Saúl Rosales

 














Les comparto que Saúl Rosales ha detenido la mirada en lo que por costumbre, por ignorancia, por trepadurismo o por todo esto junto muchos laguneros hemos invisibilizado: la arquitectura neoclásica que hoy luce ruinosa en la mayor parte de sus vestigios pero que definió la fisonomía de nuestra urbe y sigue siendo un patrimonio material digno de valoración. Con este paseo emocionado por nuestras calles del centro Saúl nos convida a convivir —pues todavía podemos hacerlo— con el estilo arquitectónico definitivo de La Laguna: el neoclásico a ras de suelo o, como él atinadamente lo llama, "neoclásico de un piso".

El opúsculo (nombre que en el argot editorial se le da a las publicaciones de extensión breve y carácter divulgativo) estará disponible sólo en versión digital (PDF) y podrá ser solicitado gratuitamente al mail del autor (rocas_1419@hotmail.com) o al mío (rutanortelaguna@yahoo.com.mx). También, directamente en esta liga. Por ahora les doy un adelanto de sus primeros párrafos; debo decir que la publicación contiene algunas fotos tomadas por el mismo autor. Confío en abrir su apetito por leerlo. Así comienza Saúl:

Torreón, Coahuila, es una ciudad que nació y pasó su primera infancia durante el porfiriato y la Revolución que lo expulsó a balazos por dictatorial. Sin embargo, en las fachadas de las edificaciones de esa época quedó una huella del gusto arquitectónico que se ha ido esfumando con el tiempo. Muestras quedan pocas, algunas maltratadas por el descuido; otras por un destino insólito, el lugar donde se encuentran, como la que se ve de fondo para la máquina de ferrocarril. Es extraordinario que esa vieja mansión se ubique en el Cañón de Jimulco, periferia rural del municipio. Es vestigio de la existencia de un potentado dueño de riqueza y también de residuos de la ilustración de su tiempo. Sorprenderá, si es que todavía existe, tal ejemplar del gusto arquitectónico porfiriano localizado a una hora de viaje en carro hasta el otro lado de los cerros que bordean a la ciudad por el sur. Es una finca que no conozco y de la que sólo poseo la foto que aquí se puede mirar y que me regaló una amiga arquitecta.

Se diría que el estilo es ecléctico, yo quiero decir que es caprichoso por sus ornamentaciones que parece que sí y parece que no se acercan a las líneas, los volúmenes y los planos de los estilos que se han sucedido en la historia. Cuántas veces el señorío de ese capricho no habrá sido azotado por los terregales en su época de esplendor. Cómo luciría en las vastedades de tierra suelta y aroma natural del orégano que se prodiga silvestre en el Cañón de Jimulco, vastedad semidesértica y feraz; polvosa y exuberante de vegetación xerofítica. Aún hace pensar en la riqueza producida por el trabajo campesino.

Hacen sombra a las puertas y ventanas de esa finca unas cornisas que sugieren remotamente frontones rotos; de pronto me hicieron imaginar cejas muy empinadas. En lo que pueden ser ventanas, dan forma a la horizontalidad superior lo que los arquitectos llaman arcos rebajados y en la puerta un como arco lobulado. Corona en el pretil, a la altura de la puerta, una aproximación a frontón roto cuyas líneas se alzan sin llegar a tocarse para materializar el ángulo. A la vez son como prolongación y remate de la cornisa que corre encima de una cenefa. Toda esa ornamentación en realce parece —en la foto— de cantera labrada. La casona, el palacete que me imagino erigido ya muy entrado el siglo XX, ubica al espectador ante residuos del gusto porfiriano, cuando todavía no era desterrado por el neoclasicismo arquitectónico… también de gusto porfiriano.

miércoles, marzo 17, 2021

Setenta de JJB

 











En julio de 1976 el presidente Echeverría movió sus tentáculos para que se consumara el golpe contra Excélsior, es decir, la salida de Julio Scherer y muchos de sus colaboradores, entre ellos Manuel Becerra Acosta, subdirector del diario. Poco después, mientras Excélsior era ya dirigido por el sinuoso Regino Díaz Redondo, Scherer fundó Proceso, Octavio Paz (quien dirigía Plural) fundó Vuelta y Becerra Acosta, hacia 1977, encabezó la aparición de Unomásuno. El segundo lustro de los setenta fue, por esto, un momento de cambios bruscos y favorables para el periodismo mexicano, un crack que urgía como contrapeso de la agusanada relación prensa-gobierno.

También los géneros periodísticos se vieron rehidratados. El reportaje y la entrevista alcanzaron notables registros de calidad en Proceso, los géneros de opinión tuvieron más libertad en las nuevas publicaciones y la crónica se convirtió en un género cada vez más visible en las páginas de revistas y periódicos. Unomásuno fue un periódico rupturista en diseño y contenido, y fue allí donde José Joaquín Blanco comenzó a publicar textos que miraban de una manera distinta a la capital del país. La prosa, llena de giros expresivos cultos y populares, chisporroteante, comenzó a ser crítica sin tropezar en el lloriqueo o el panfleto. Los pasos del cronista lo llevaron a moverse en todos los escondrijos de la ciudad y narrar sus andanzas con garra y crudeza, sin eufemismos.

En una crónica titulada “Cronista del PSUM”, Blanco observó lo siguiente: “Unomásuno era el periódico de todas mis ilusiones, y le estaba particularmente agradecido a Becerra Acosta por no sólo permitirme, sino hasta solicitarme todo tipo de ‘barbaridades’, impublicables entonces en otros medios (recopiladas parcialmente en Función de medianoche, 1981). Ninguna le parecía suficientemente atroz, escandalosa o inconveniente; me incitaba a ir cada día más allá, en asuntos, en lenguaje, en perspectiva crítica, en inconveniencias y sarcasmos. Nunca lograba epatarlo con mis crónicas ‘escandalosas’ de la vida cotidiana o subterránea de la ciudad de México. Cuando ya me sentía todo un enfant terrible del periodismo, y tenía disgustado y escandalizado a medio mundo, al grado de construirme una pequeña fama de ‘amargado y disoluto’, por esos relatos urbanos que adrede cargaban la tinta en los rincones sórdidos, trágicos o depresivos de la sociedad capitalina, para Becerra Acosta todavía ni siquiera empezaba yo a mirar ‘con verdaderos ojos dostoyevskianos’ la realidad mexicana. Algunas de las más ruidosas o tenebrosas de esas páginas fueron escritas en plan de reto, para ver si por fin me pasaba de la raya, lo escandalizaba, y se veía obligado a rechazarlas o a censurarlas; no lo conseguí”.

El libro que menciona fue un batazo en mi cabeza, tanto que de inmediato me impuse la obligación de intentar algo parecido en La Laguna, mi entorno. El fruto obtenido resultó magro, pero eso lo supe años después. Lo importante estaba en otro lado: gracias a Función de medianoche, que este año cumple cuatro décadas, supe que el periodismo podía tener el impulso de la literatura, que escribir bajo presión no justificaba desdeñar el tratamiento estético de la prosa ni extraviar la mira de lo cotidiano, de la incesante y torcida realidad.

Luego hallé otros libros de JJB, como Las púberes canéforas, El castigador, Un chavo bien helado y Postales trucadas, entre muchos más, pero siempre me quedó zumbando en el alma la idea de que Función de medianoche nunca dejaría de ser, y lo es hasta hoy, mi favorito. Su autor nació el 19 de marzo de 1951, así que pasado mañana cumple setenta. Estas palabras desean recordarlo con afecto y admiración.

sábado, marzo 13, 2021

Aira en un no-libro












Me ocurrió una vez más esta semana, pero es frecuente que me encuentre en la misma situación: converso con alguien y ese alguien me descarga la siguiente confidencia: “Siempre he querido escribir un libro”, o esta aproximada: “Tengo un tío [o hermano o primo o cuñado o medio hermano o suegro o sobrino o exnovio o compañero de trabajo o vecino o lo que sea, en masculino o en femenino] que quiere escribir un libro”. En ese momento, mientras escucho con la amabilidad y la cautela que me caracterizan en tales diálogos, especulo íntimamente en el tipo de libro que mi interlocutor hospeda en la cabeza. En este caso, un libro puede ser cualquier objeto que parezca libro, es decir, un puñado de hojas pegadas en uno de los lados a una cubierta de cartulina. No imagino algo diferente, pues con frecuencia noto que el contenido es borroso: el libro puede ser algo aproximado a una novela, una memoria, una biografía o autobiografía, un manual, un poemario, un anecdotario, una crónica de viaje, una historia o un libro con aforismos al que la gente suele llamar “de pensamientos”, como si todos los libros no implicaran, así sea rudimentariamente, el acto de pensar. La confesión suele ir acompañada de otra frase: “Mi tío [o etcétera] ya tiene un escrito, pero no sabe qué hacer con él”. Y pienso: he aquí la indefinición genérica, la vaguedad del proyecto abrazado en la gaseosa expresión “un escrito”.

Bien. Punto y aparte. Mi amigo y maestro David Lagmanovich me enseñó sin querer, en alguno de nuestros muchos diálogos, su noción del no-libro, lo que para él era, creo, un libro deshuesado, genéricamente difuso y organizado sin un criterio más o menos visible de estructura. Arrejuntar (este verbo mexicano es hermoso) papeles sueltos, tomar cualquier “escrito” y reunirlo con otros tantos no configura necesariamente un libro, de ahí que David, consumado académico al fin, pusiera tanto énfasis en la arquitectura del libro, en su temática, su estilo y sus apretadas partes.

En función de lo anterior, ¿dónde podemos colocar Continuación de ideas diversas (Jus, México, 2017, 109 pp.) de César Aira (Coronel Pringles, Provincia de Buenos Aires, 1949)? De entrada, apoyado en la noción ya expuesta, parece un no-libro, pues los criterios de unidad se sienten demasiado laxos, sin trabes que unan la miscelánea de microtextos. Cierto que podemos destacar la unidad del estilo y la extensión de las piezas, parejamente similar, casi todas breves, de media página la mayoría, pero esto puede parecer insuficiente. Sin embargo, hay un hilo conductor acaso muy sutil, pero firme y elegante. No sé cómo definirlo, pero para darnos una idea se relaciona con el, digamos, emplazamiento de la mirada: Aira reflexiona sobre temas diversos, así importantes como banales, siempre desde una perspectiva peculiar. Hay en él una especie de obsesión por los planteos extraños, por mirar el costado menos saliente y obvio de los temas. Desde tal emplazamiento de la mirada se engarzan las piezas de Continuación de ideas diversas, y el resultado es un cajón de sastre que no por caótico carece de interés. Puede ser que no sea el mejor libro de Aira, y de hecho no le es, pero es interesante por su agudeza y por algo mejor: su desenfado, casi el desacato de pergeñar un libro con los espontáneos tanteos de la sobremesa o el insomnio, como en este ejemplo brevísimo porque ya agoté mi espacio: “Lo difícil es escribir, no escribir bien. En los talleres literarios se puede aprender a escribir bien, pero no a escribir. Para escribir bien hay recetas, consejos útiles, un aprendizaje. Escribir, en cambio, es una decisión de vida, que se realiza con todos los actos de la vida”.

“Y así”, como dicen hoy los jóvenes. 

miércoles, marzo 10, 2021

Rosario clásica












No ha sido olvidada, por suerte, pero es un hecho que, como sucede con tantos otros escritores mexicanos, su obra no tiene hoy la resonancia merecida. Me refiero a Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974), quien en el breve arco de 49 años pudo componer un corpus bibliográfico cuyo mérito nos obliga a tenerla presente tanto como sea posible. El FCE ha reunido en dos gordos tomos sus libros de narrativa, poesía, teatro y ensayo, paso importante para facilitar el contacto con su obra y su revaloración.

Un poco al margen de sus libros más famosos (Balún Canán, 1957; Oficio de tinieblas, 1962; Álbum de familia, 1971), es decir, los de narrativa, figura una mujer con pensamiento propio, dotada como pocas para el trato con las ideas y el arte de la crítica. Muchas de sus reflexiones gozan de cabal salud en términos de forma y fondo, como el discurso “El escritor y su público” enunciado al recibir el premio Chiapas en 1958. Al releerlo me asombró la agudeza de su mirada y su perfecta enunciación, todo ceñido apretadamente a una pregunta retórica detonante: “¿Qué es un escritor?”

Luego de explicar que no es el que padece al escribir ni el que a lo fácil suelta las palabras, apunta: “La mayoría se confunde y acepta como escritor a quien detenta este virtuosismo de recetario, pero nosotros procuraremos no caer en el error. Para el escritor auténtico, escribir es una disposición de la naturaleza a la que se añade un hábito de la voluntad. Y este hábito es una conquista del trabajo arduo, un resultado de la paciencia lúcida. Detrás de cada página tersa, de cada texto ordenado, deleitoso, nítido, se ocultan las infinitas tachaduras, los borrones inconformes, los cestos llenos de papeles desechados. El aprendizaje consume tiempo, exige sacrificios y muy frecuentemente rinde fracasos”.

Castellanos no celebra al escritor clavado como flecha en el puro estilismo, en el esteticista que sólo se desliza en la epidermis del texto o el regodeo de la palabra. Asimismo, rechaza al escritor que se deja llevar por el puro instinto: “Es un error muy aceptado suponer que el artista se circunscribe a la zona ‘sentimental, sensible y sensitiva’. Las emociones —se afirma— lo ponen en contacto con lo trascendente y en un chispazo de intuición le son revelados los misterios. Su instinto atina donde la razón tropieza. El rigor esteriliza lo que toca y es en el ocio donde madura la obra, en la improvisación donde se manifiesta (…) ¿Por qué la inteligencia había de menoscabar la imaginación, que es uno de sus agentes? ¿Por qué había de enfriar la pasión, que es una de sus condiciones?”

La autora de Mujer que sabe latín… observa que el escritor no debe apego a las inercias de una secta, y al contrario debe buscar en lo profundo de su individualidad lo que juzgue correcto, lo que crea justo. Aquí el riesgo de fracasar es muy alto, pero, apunta, quien escribe en serio acepta el desafío y persiste incluso ante el panorama más desolador: “Pero el fracaso no es grave más que cuando se convierte en ponzoña, amargura o mudez. El escritor de raza acepta el fracaso como un reto, como un puntal de su tenacidad, como una confirmación ‘a contrario’ del propio valer. Desestima el juicio de sus contemporáneos, apela a la posteridad, confía en el tamiz de los siglos y continúa escribiendo. ¿Por qué? Porque supone que el fracaso es injusto”. Cuando pasa lo contrario —como le pasaba en aquel momento a Castellanos, quien estaba recibiendo un reconocimiento—, debe ser fuerte para no ensoberbecerse: “El incienso marea, el aplauso ensordece. El hombre deja de serlo para transformarse en la caricatura de un dios; un dios demasiado vigilante de su culto, exigente de homenajes, celoso con sus fieles”.

Las citas largas tienen un propósito: demostrar per se que un texto puede tener vigencia a 63 años de haber sido creado. Y así toda la obra de Rosario Castellanos, una clásica innegable.

sábado, marzo 06, 2021

Dolor e imagen en Susan Sontag

 

















En la página 73 de Ante el dolor de los demás (Debolsillo, 2020, México, 109 pp.), Susan Sontag (1933-2004), al comentar el efecto de las horribles imágenes que adornan las actuales cajetillas de cigarros, dice: “¿Seguirán perturbando a los que aún fumen dentro de cinco años? La conmoción puede volverse corriente. La conmoción puede desaparecer. Y aunque no ocurra así, se puede no mirar. La gente tiene medios para defenderse de lo que la perturba; en este caso, información desagradable para los que quieren seguir fumando. Esto parece normal, es decir, adaptación. Al igual que se puede estar habituado al horror de la vida real, es posible habituarse al horror de unas imágenes determinadas”. Este efecto de desgaste semántico, de anulación del impacto deseable en quien mira, es el eje de la reflexión que propone la famosa escritora nacida en Nueva York.

Inteligente hasta la coronilla, Sontag había publicado Sobre la fotografía (1977), libro que de inmediato la ubicó como una de las más agudas observadoras del fenómeno fotográfico en todas sus posibles vertientes: periodística, artística, familiar… En el ocaso de su vida, que como ya vimos terminó en 2004, publicó Ante el dolor de los demás (2003), ensayo que continúa su examen de la fotografía como herramienta compleja, como objeto que por ubicuo supone una fuerte gravitación en nuestra actual aprehensión de la realidad.

La idea regente de este libro puede ceñirse, así sea con trazo demasiado grueso, a esta inquietud: ¿la representación fotográfica del dolor, sobre todo el producido por las guerras, desgasta al receptor y termina por ser desagradable o inocua? En poco más de cien páginas, Sontag examina fotos y guerras, fotógrafos y medios, todo lo que puede envolver a la fotografía como medio de comunicación en un mundo atestado de medios de comunicación y por tanto, más todavía, saturado de imágenes. Entre paréntesis debo decir que Sontag murió antes de que estallara el éxito de las principales redes sociales y plataformas movilizadoras de imágenes, incluidos los videos: Facebook (2004), YouTube (2005), Twitter (2006), Instagram (2010), Pinterest (2010) y TikTok (2017). De haber vivido hasta la actualidad, es de suponer que sus observaciones se hubieran visto por lo menos ampliadas, aunque es evidente que ya para el 2000 se veía venir la avalancha que, en efecto, experimentó un mundo en el cual todos somos, potencialmente, generadores de “contenido”.

Tras articular una cronología de la fotografía de la guerra y pensar en la recepción que tuvo, por ejemplo, en publicaciones como la revista Time (recuerda el caso de Vietnam), Sontag analiza el sentido que puede tener hoy la mostración del horror, y si esto mueve en algún grado el ánimo de quien observa. No es muy optimista en este sentido, pues “La compasión es una emoción inestable. Necesita traducirse en acciones o se marchita”.

En general, la mirada actual observa y pasa de largo, si acaso se apiada de las víctimas mientras ve, pues “Siempre que sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de las causas del sufrimiento”. En la saturación, en el impulso por evadir aquello que nos desagrada o, en el peor de los casos que nos atrae sólo por su costado morboso, las fotos del horror son imágenes que simplemente se agregan al collage vertiginoso disponible hoy para todos, razón por la que la autora confía más (para efectos de compasión/movilización) en el relato que en la imagen. Además, como señala casi al final, “Es difícil encontrar espacio reservado para la seriedad en una sociedad moderna cuyo modelo principal del espacio público es la megatienda”. Todo, pues, hasta el más elevado dolor revelado por una imagen, es carne de mercado, objeto sometido al esquema del úsese y tírese. 


miércoles, marzo 03, 2021

Gente de Leñero

 
















Los libros-galería plantean el pequeño inconveniente de no dejarse definir con facilidad en lo genérico, pero pueden ser tan valiosos como otros de pareja catadura. Al final, si la calidad está allí, lo que menos importa es el género del cual participan. Es el caso de Más gente así (Alfaguara, México, 2013, 255 pp.), de Vicente Leñero, libro misceláneo en el que el autor de Los albañiles desplegó una serie de trabajos que ora rozan la crónica, ora la memoria, ora el artículo, ora el relato con aire ficcional. Pese a que la ensalada parece harto diversa, o quizá precisamente por ello, es atractiva sobre todo para el lector que desee deambular por distintos moldes y registros prosísticos, todos manejados con destreza por el escritor nacido (casi nomás por accidente) en Guadalajara hacia 1933.

Son 16 piezas las que componen este libro peculiar y hermano de otros dos con títulos semejantes. En todas es evidente la solvencia de Leñero para configurar, con cualquier tema, con cualquier personaje, textos de suyo atractivos, todos nimbados por el malicioso interés que en ellos insufló. Leñero manejó con maestría el arte de contar, e hizo sereno alarde de su pericia en textos literarios y periodísticos. Ya no es, al final de su vida, el joven escritor ceñido al impulso experimental del Boom, sino el colmilludo lobo de mar que sabe cómo mantener atado al lector con el relato exacto de historias muy bien elegidas.

Las reunidas en Más gente así atraviesan, como quedó dicho, varios registros. Esto se nota apenas deambulamos por el segundo relato. Si en el primero (“Las uvas estaban verdes”) acomete su accidentada experiencia como representado por Carmen Balcells, con quien, pese a ganar el Biblioteca Breve en 1963, nunca se acomodó y con quien al final sostuvo una relación algo tirante, en la segunda (“Herido de amor, herido”) reconstruye la vida de Morelos y la enorme carga que el “Siervo de la nación” debió soportar por el amor/desamor de Francisca Ortiz y el pleito con su amigo/enemigo Matías Carranco.

Y en este zigzag avanza el libro: cada capítulo nos depara una sorpresa muy bien escrita, espesa de detalles y sobre todo humana, demasiado humana, incluso cinematográfica en ciertos casos, pues no debemos olvidar el fervor leñereano por la dramaturgia y el guionismo, que acá también asoma la oreja. Intensa emotividad tienen, a mi parecer, los apuntes con carácter autobiográfico, como “Madre sólo hay una”, “El enigma del garabato”, “Plagio”, “A pie de página” o el mencionado “Las uvas estaban verdes”. Otro tono, no menos atractivo, tienen las piezas de corte cercano a la crónica, como “Guerra santa” y “La muerte del Cardenal”.

Un rasgo de estilo, por llamarlo así, visible en Leñero es su apego al español de México marcado aquí por el empleo de palabras familiares entre nosotros. Aunque los textos se refieran a temas distantes, la mirada de quien escribe es mexicana, de modo que el léxico y muchas locuciones verbales y adverbiales de nuestra conversación condimentan los pasajes: “así como así”, “convenenciera”. “mhijo”, “órale”, “cambalacheaba”, “vaciladas”, “hechos la mocha”, “chamacas”, “te cai”, “de a mentiras” y otras bien puestas en el flujo de una prosa harto dúctil.

No hallé ninguna referencia a Más gente así en varias semblanzas de Leñero. Supongo que puede ser considerado menos importante que sus novelas o sus obras de teatro, pero me gustó. De hecho, gracias a este libro me acreció el ánimo de seguir en tratos con el también autor de Talacha periodística.