miércoles, marzo 12, 2025

Ser o no ser


 






Como lector frecuente de libros viejos y ya inhallables en muchos casos, me he topado con páginas por supuesto olvidadas y aún meritorias. Es el caso de Lope-Calderón y Shakaspeare. Comparación de dos estilos dramáticos (Ediciones Teatro Clásico de México, 1969), título de Álvaro Custodio, escritor español exiliado en México de 1944 a 1973. Había nacido en Écija, Andalucía, hacia 1914, y murió en 1992 cerca de Madrid. Tengo además un ensayo suyo en el que analiza el corrido mexicano, que me intrigó cuando lo leí. Se dedicó principalmente a la escritura teatral y al guion cinematográfico, aunque también dejó una novela y numerosos ensayos.

De este último género, el dedicado a los dos clásicos españoles y al inglés, que recién leí, le sirve para destacar los rasgos más salientes de sus obras y además para observar las circunstancias históricas en las que fueron escritas. En cuanto a calidad, se inclina por Shakaspeare, lo que no es tan raro en muchos expertos del arte teatral. En uno de los pasajes dice lo siguiente, y es aquí en donde quiero detenerme. “Lope no tiene una comedia que pueda caracterizar su enorme producción; según Menéndez Pelayo ‘habiéndolo intentado todo y habiendo dejado en todas partes impresa su garra de león, rara vez logró perfección suma: a su ingenio, a fuerza de tener extensión, le faltó profundidad’”.

Las palabras de Menéndez y Pelayo citadas por Custodio se parecen a una afirmación que he leído en otros lados. Encierran una amenaza para el escritor, ya que lo fuerzan a crear alguna obra, al menos una, con la cual se le pueda identificar. De no hacerlo, una producción grande pero sin ese parteaguas corre el albur de ser ninguneada por la posteridad.

Tan falso esto no es, y a las pruebas podemos remitirnos con algunas creaturas salientes en medio de una producción abundante: El Quijote, Los Miserables, Los hermanos Karamazov, Madame Bovary, La metamorfosis, Pedro Páramo, Cien años de soledad son libros que se confunden con el nombre de sus autores, tanto como si en ellos hubiera quedado una impronta imposible de superar por los mismos creadores en otras obras de su hechura.

Supongo que urdir ese libro no es fácil. Más: supongo que para alcanzar una cumbre así ni siquiera es posible la premeditación. El genio no se propone obras maestras; simplemente las ejecuta y el tiempo decide si alguna cuajó en eso o no cuajó. Obviamente lo segundo ocurre con muchísima mayor frecuencia.

sábado, marzo 08, 2025

De la mano del TIM

 









En uno de sus prólogos, Borges escribió esto: “Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos”. A algo parecido aspira lo que leeré a continuación.

Como sabemos, hace poco estuvo en Torreón el escritor cubano Leonardo Padura. Presentó Ir a La Habana, su más reciente libro, un recorrido por su íntima, por su visceral convivencia con la capital de la isla. En algún momento de la presentación se destacó que Padura no entiende su cubanía a partir del himno, de la bandera y otros símbolos intangibles, sino a partir de su casa, de su barrio, de los amigos con los que jugó beisbol y discurrió su vida. Esta idea, claro, me recordó “Alta traición”, tal vez el más célebre poema de José Emilio Pacheco:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia
montañas
(y tres o cuatro ríos)

¿Qué significa esto? Simplemente que amar a la patria en términos tan generales es una especie de embuste, pues “Su fulgor abstracto es inasible”. Pacheco propone entonces que es prudente aterrizar el amor a la patria en realidades más concretas, en “diez lugares”, en “ciertas gentes”, en “tres o cuatro ríos”, es decir, en aquello que uno alcanza no sólo a conocer, sino a vivir de manera entrañable, cotidiana. Más o menos esta misma es la noción que palpita en toda la “Suave patria” de López Velarde: no cantar a lo abstracto, sino a lo inmediato, al “relámpago verde de los loros”, al “santo olor de la panadería” o al “paraíso de compotas”.

Asimismo, en mi dimensión lagunera la “alta traición” que puedo cometer se debe a una casa de Gómez Palacio y otra de Torreón, a un río huérfano de agua, dos o tres parques, una escuela secundaria, una esquina de barrio, algunas librerías, una universidad, varias cafeterías, todos mis afectos familiares, cinco o seis amigos y por supuesto un teatro, el Isauro Martínez, institución que es parte de mi vida desde un momento ubicado entre 1983 y 1984. ¿De dónde saco esta fecha? Para mí es simple. Hacia 1982 empecé la carrera, y un año después tuve como profesor a Saúl Rosales, quien desde el D. F. había retornado hacía poco a Torreón. Saúl estableció vínculos laborales con el Iscytac (la escuela donde lo conocí), el diario La Opinión y el Teatro Martínez. En cierta ocasión, lo recuerdo bien, por algún asunto me pidió que lo buscara en las oficinas del teatro que ya tenían entrada por la calle Galeana. Creo que fue la primera vez que ingresé aquí. Las oficinas estaban en construcción o remodelación, inconclusas, sin acabados, pero ya habían sido habilitadas para sus trabajadores administrativos. Aquella también fue la primera vez que vi de lejos a Sonia Salum, primera directora del teatro.

A partir de allí, sin quererlo, yendo y viniendo al paso de los meses y los años, comenzó una relación de cercanía con el teatro que hasta la fecha se mantiene y se me aparece en forma de imágenes, de nombres propios, de anécdotas que justifican mi querencia. Por supuesto, en mis frecuentes visitas vi la terminación de las oficinas, luego la construcción del llamado “anexo del TIM” que hoy es la Galería de Arte Contemporáneo y el gradual y sostenido remozamiento de todos los rincones del teatro salvado casi milagrosamente de la muerte en los setenta, cuando era un cine decadente, tan estropeado como sórdido. Tras su rescate y primera etapa de restauración, allá por el 88 me presenté en el foyer por primera vez en una lectura colectiva tras la que se sucedieron otras hasta que alcancé el mayor de los privilegios: presentar mi primer libro en 1990, hace 35 años, a los 25 de mi edad, en el escenario donde hoy leo estas palabras.

En ese largo tramo de historia conocí y traté con variable proximidad a su personal (aquí trabajaron un tiempo Gilberto Prado y Saúl Rosales, dos de mis más grandes amigos). Trabé contacto, insisto que en distinto grado de colaboración, con sus directoras, la ya mencionada Sonia Salum, Márgara Garza, Laura Eraña, Claudia Máynez, Lourdes Bernal y ahora Cecilia Cansino, y desde 2017 tengo con el teatro una relación profesional de trabajo gracias a la coordinación de los espacios del café y el taller literarios.

Una lista necesariamente incompleta de las personalidades que he visto y escuchado aquí puede dar idea del valor que el TIM tiene como escenario de actividades en este caso literarias (todas, por cierto, gratuitas). En el recinto que hoy festejamos vi a todos o casi todos los escritores laguneros con producción desde 1985 a la fecha, y entre los foráneos a Fernando del Paso, Carlos Monsiváis, José Agustín, Luisa Valenzuela, Felipe Garrido, Luis Alberto de Cuenca, Juan Domingo Argüelles, Sabina Berman, Arturo Azuela, Emmanuel Carballo, Beatriz Espejo, Cristina Rivera Garza, Óscar de la Borbolla, Juan Gelman, Fernando Vallejo, Ignacio Padilla, Martín Solares, Jorge Valdés, Roberto Bardini, Fernanda Melchor y Marcial Fernández, entre muchos otros. Vi también, por supuesto, numerosas obras teatrales, como las encabezadas por Ignacio López Tarso, Germán Robles, Ofelia Guilmáin, Diego Luna y Ofelia Medina.

En algunos casos tengo incluso anécdotas. Por ejemplo, cuando vino Fernando del Paso, el narrador estaba en la cumbre de la fama pues no hacía mucho había publicado Noticias del imperio, su novela-monstruo. Muchos laguneros llenamos el espacio y al final, en la sesión de preguntas, un colega escritor, desesperado, casi a gritos imploró al maestro que ayudara a la literatura lagunera: “¡Ayúdenos, maestro Del Paso!”, le rogó. Recuerdo que escritor hizo notar que se sentía como candidato a gobernador en campaña. Otra anécdota se dio con Ofelia Medina. Yo era director de cultura en Torreón y el área presentaría en el TIM un monólogo de la actriz. En la mañana del ensayo vine a saludarla como una deferencia y en ese momento no sé qué pasó que se requería un técnico más en el área de iluminación o audio. Ofelia no lo dudó y me pidió que entrara a la sala de controles para que yo apoyara bajando y subiendo unas palanquitas. La última anécdota que contaré aquí es la que se dio con Diego Luna, quien venía a exponer también un monólogo. Uno de los coorganizadores del gobierno estatal me dijo que el actor necesitaba, como parte de su utilería para la escena, una máquina de escribir no descompuesta. Me preguntó que si yo tenía una, le respondí que sí, y prometió devolvérmela apenas terminara la representación. Vine a ver la obra, vi que Luna tecleaba en mi máquina con preocupante furia, y al final creo pasaron dos años para que el funcionario y yo nos coordináramos hasta ver de regreso la Olympia que todavía conservo, por suerte no descompuesta.

En suma, la relación que uno tiene con las cosas y con los espacios es lo que afianza el cariño, diría incluso que el amor. Me podrán decir que el Metropolitan de Nueva York o La Scala de Milán son más grandes, famosos y bonitos, pero más allá del respeto que uno puede tener por esos iconos de la cultura mundial, a mí me concierne y me emociona el Teatro Martínez. Junto a su fachada, sus muros interiores, sus butacas, su escenario, sus luces y sus murales he pasado muchas horas felices de mi vida y es aquí, en este recinto, donde mi emoción calza a la medida, donde me siento en casa, bienvenido siempre.

Aquí he visto y escuchado además a la Camerata de Coahuila, el Festival de la Canción de la Esperanza, la Banda Municipal, espectáculos de baile diversificado en ballet, tango, folclor y jazz; obras de teatro locales, el Festival internacional de piano, recitales de academias como los organizados por la maestra Mariana Chabukiani, conferencias, exposiciones, informes de gobierno y el Festival de la Palabra, entre muchísimas otras actividades. Además, cómo no voy a considerar que el teatro es mi casa si aquí, en este escenario, vi bailar ballet a mis hijas cuando tenían menos de diez años y tomaban clases en la Academia Nijinsky.

El Teatro Isauro Martínez es, en suma, un sitio que me atañe de manera honda y es parte esencial de mi laguneridad, y supongo que muchos podrán adherir al sentimiento que he compartido. Celebro por ello su nonagésimo quinto aniversario, y más celebro que haya sido rescatado de la barbarie y que actualmente goce de muy buena salud arquitectónica y administrativa, garantía de que este tesoro artístico, patrimonio de los laguneros, nos sobrevivirá, llegará fácil a su centenario y nunca más estará en riesgo de usos denigrantes o, lo que es mucho peor, de demolición.

Muchas gracias por escucharme y larga vida a este teatro que tanto nos enorgullece.

Nota. Texto leído el 5 de marzo de 2025 en la sala principal del Teatro Isauro Martínez. Compartí mesa con la doctora Laura Orellana Trinidad.

jueves, marzo 06, 2025

Veinte años os contemplan


 








Conocí a un amigo que repetía con frecuencia esta frase: “Tuvo salida de pura sangre y llegada de burro”. Se refería a los entusiasmos efímeros, aquellos que prometen tragarse el mundo en un taco y al final se desinflan sin dejar un solo rastro de su fe inicial. Esto me pasó como editor de columnistas y articulistas sobre todo cuando tuve bajo mi responsabilidad la coordinación de un suplemento cultural. No faltó en aquellos noventeros años que de la nada me pidiera cita cualquier conocido o desconocido. Su idea era “colaborar”, escribir sobre “algo”, un “algo” que podría ser cine, teatro, literatura, música, historia… Antes de agarrar malicia, yo me emocionaba con esas propuestas, pues si algo alegra a un editor es la disposición ajena para escribir y colaborar.

Lo que venía inmediatamente después no requería ninguna espera, pues el potencial columnista o articulista, tras recibir la aceptación de su propuesta, desenfundaba el primer texto: una maravillosa colaboración de cinco cuartillas para nutrir su flamante columna. Allí mismo se acordaban los plazos de cierre, la extensión de los textos y todo lo que fuera necesario. Para la siguiente quincena, ante la demora, como editor debía llamar al columnista con el fin de recordar la entrega de su colaboración. Por lo común, su respuesta era que la estaba terminando y que la haría llegar en unas horas. En efecto, el texto llegaba, pero misteriosamente ya no sumaba las tres cuartillas convenidas, sino una y media. Y en fin, así se publicaba.

El desenlace habitual se daba en la tercera o cuarta colaboración: el columnista ya no respondía a las llamadas o, cuando lo hacía, de su ancha manga sacaba argumentos ciertos o ficticios, daba igual: “Se murió mi abuelita y anduve en los trámites”, “Me salió un viaje urgente y no pude escribir”, “No encontré tema, te lo debo para la próxima”. Así fue como obtuve la noción de los ya mencionados "entusiasmos efímeros" de muchos columnistas en cierne, colegas que a las dos o tres entregas notaban que una colaboración semanal o quincenal parece nada, pero como el tiempo tiene siempre la mala costumbre de avanzar hacia adelante y hacer que las fechas lleguen, pronto caían en la cuenta de que escribir para mantener un espacio recurrente no era enchilar sopes. Inevitablemente, el género periodístico llamado columna supone al menos la sencilla exigencia de vislumbrar sin pausa temas en la mente y sentarse a escribir antes de los cierres de edición.

Toda esta explicación sirve de intro al recordatorio de que hoy, 6 de marzo de 2025, la columna Ruta Norte cumple veinte años de ininterrumpida existencia. Nació gracias a la invitación que me hizo Marcela Moreno, responsable editorial de Milenio Laguna, para colaborar como columnista del diario. Acordamos el nombre, la frecuencia y las características del espacio. Yo ya colaboraba mucho como articulista en el matutino, pero jamás había sido columnista. Acordamos que serían cerca de tres cuartillas publicadas de miércoles a domingo, cinco entregas a la semana. Durante varios años, creo que cinco o seis, cumplí sin falla con el propósito, pero obviamente fue agotador, desgastante. La búsqueda de ideas terminó por obligarme a tomar una decisión: cambiar las frecuencias. Propuse entonces dos colaboraciones a la semana, miércoles y sábados, y con esta regularidad ya tengo cerca de quince años.

Como se podrá advertir, no fue un entusiasmo efímero. Lo que ya sabía antes de asumir la columna era que un espacio de esta naturaleza no podía tener como sostén la inspiración (si es que tal cosa existe) o el mero entusiasmo, sino el oficio. Oficio para tener presente las fechas de cierre, oficio para aprovechar los tiempos muertos en la elección de un tema, oficio para sentarse a teclear en cualquier circunstancia, oficio para tratar siempre de urdir algo digno pese a la premura inevitable del periodismo, oficio para no fallar ni enfermo con la colaboración. El oficio, no el entusiasmo, es pues la base de sustentación de cualquier espacio fijo en un diario, y sólo el tiempo dirá si el trabajo ha rendido algún fruto meritorio o fue un esfuerzo digno de mejores causas.

A lo largo de los veinte años que hoy se cumplen, he publicado alrededor de tres mil textos. La mayoría trata sobre libros y asuntos literarios, medios de comunicación, rollos de la vida cotidiana y miscelánea histórica, política, cinematográfica y hasta deportiva. Muy al tanteo, calculo en doce mil las cuartillas producidas, la mayoría disponibles gratuitamente en este espacio digital, recipiente último de la columna. Sé bien que la cantidad no es sinónimo de calidad, pero también sé que todo trabajo de escritura extenso al menos tiene el mérito de las horas-nalga. En cuanto al blog, no lo he sobrepoblado de imágenes y menos de videos, esto para destacar que su interés es la palabra, la austera pero indispensable palabra. Más de un amigo me he dicho que le imprima movimiento, videos, audios (podcasts), incluso más fotos, pero les he respondido que como creo en las palabras, sé que las palabras se defienden con palabras. Ya otros millones de sitios ofrecen en la web abundante confeti audiovisual; yo aquí ni siquiera he cambiado la plantilla verdiblanca con la que nació esta modesta aventura.

Me despido con agradecimiento a quienes han leído alguna vez lo que comparto; les hago la promesa de seguir hasta que el cuerpo y la creatividad aguanten. También, convido el acta de nacimiento de Ruta Norte, el texto inaugural de este espacio, un texto inaugural con el que, pese a los veinte años transcurridos, coincido hasta esta fecha.

De qué escribir

¿De qué escribir cuando a uno lo invitan a escribir?, esta pregunta es la primera que debe plantearse quien asume la responsabilidad de alimentar una columna. Como así es, escribo en esta primera entrega de Ruta Norte que escribiré sobre libros y escritores, sobre medios de comunicación, sobre arte y política, sobre asuntos misceláneos con algún discreto tinte antropológico. No quiero, sin embargo, pecar de solemnidad, incurrir en un soliloquio bostezante, sino aprovechar el espacio que generosamente me convida La Opinión Milenio para campechanear ideas con el tono oscilatorio del —me atrevo a denominarlo así— “periodismo lúdico”, un periodismo que sin renunciar a su responsabilidad social y política, a su gesto militante, atreve en todo momento el chispazo desenfadado y festivo, satírico a veces, que le dé al lector la posibilidad de encontrar amable lo sacralizado y serio lo mordaz. Agradezco, pues, a La Opinión Milenio la oportunidad de colocarme en su importante alineación, el feliz chance de saltar a su cancha de papel.

Ruta Norte sirve ahora como título de una columna que me ronda desde hace años. Obviamente, como lo saben muy bien quienes viven en La Laguna, esas dos palabritas las plagié de la realidad, pues forman el nombre de una línea de camiones caracterizada por hacer sus recorridos por o hacia el norte de Torreón. Desde que recuerdo, decir, pensar, leer “ruta norte” era para mí como una afirmación de nuestra condición geográfica, de nuestra norteñidad, si se me permite el sufijo filosoficoide.

Por razones de identidad y de querencia al terruño local, aunque sin chovinismos que cierren las compuertas de mi afecto a lo foráneo, he insistido por todos los medios a mi alcance que los laguneros debemos enfatizar nuestro orgullo por lo propio. Como lo ha demostrado el doctor Corona Páez en sus ensayos históricos (y ya habrá tiempo para desmenuzarlos con calma), la noción de “lo lagunero” nos viene de muy lejos, desde tiempos de la conquista, y no precisamente desde que se cruzaron unas vías de tren muy cerca del cerro de las Noas.

De ahí pues Ruta Norte, una línea de camiones, un rumbo preciso, una posición en la geografía del país, un nombre hermoso para esta columna periodística que se lanza a recorrer las calles de La Laguna con el único fin de repensar, a botepronto, algunas ideas. Trataré de añadir, cuando sea posible, cualquier imagen que roce lo que aquí vaya expresando, como ocurre en el caso de estas palabras inaugurales, lujosamente aderezadas con una foto (“La nave de los Guerreros”) obtenida gracias a mi asombrosa Fuji digital.

Aquí quedo, y espero que Ruta Norte sea un espacio digno de quienes quieran invertir tres minutos de su tiempo en estas líneas. Si no es así, envíe cualquier reclamación a mi Departamento de quejas instalado en la terminal rutanortelaguna@yahoo.com.mx

miércoles, marzo 05, 2025

Dialogo en el TIM

 












Hoy miércoles 5 de marzo a las 19:00 horas, en la Sala principal del Teatro Isauro Martínez, se llevará a cabo una conversación sobre la historia de este recinto indispensable de Torreón a propósito de su aniversario número 95. El diálogo será entablado por la historiadora Laura Orellana Trinidad y el firmante de estos párrafos.

El Teatro Isauro Martínez suma esta actividad a los festejos por su nonagésimo quinto aniversario. Fue fundado en marzo de 1930, y desde entonces conserva su valor intrínseco como obra arquitectónica y como espacio ideal para la exposición de las artes y otras manifestaciones del espíritu humano. A lo largo de su existencia, el TIM ha sido escenario de obras de teatro, conciertos, espectáculos de danza, presentaciones de libros, conferencias, informes de gobierno y, desde hace algunas décadas, ofrece también la Galería de Arte Contemporáneo y promueve actividades de formación artística en diferentes disciplinas.

Este miércoles tendré entonces dos honores; por un lado, ser parte de los festejos por los 95 años de vida de un emblema torreonense y, por otro, compartir mesa con una persona a la que admiro, la doctora Laura Orellana. Tengo con la institución y la persona una relación entrañable. Sin programarlo, desde que comencé a trabajar en el contexto público de la literatura local, el TIM ha estado cerca de mis empeños, tanto que ya no recuerdo cuántas veces he podido ser público y participante de sus actividades; con Laura mantengo una amistad que en mi caso está mediada, como ya dije, por la admiración.

Laura Orellana Trinidad (Torreón, 1962) es socióloga, maestra y doctora en Historia por la Ibero Ciudad de México. De 1990 a 2022 colaboró en la Ibero Torreón como profesora, coordinadora de la Licenciatura en Comunicación, responsable del Archivo Histórico y directora general académica, entre otras funciones. En 1999 obtuvo el primer lugar en el certamen nacional de ensayo Susana San Juan. Es autora de Hermila Galindo, una mujer moderna (Conaculta) y Teatro Martínez, patrimonio de los mexicanos (Fineo), además de artículos académicos y de divulgación que han llegado a un público amplio. Actualmente asesora proyectos de investigación de forma independiente.

La entrada al diálogo es libre.

sábado, marzo 01, 2025

Un espaldarazo al caos

 













El galicismo boutade es definido por el diccionario académico como “Intervención pretendidamente ingeniosa, destinada por lo común a impresionar”; otro diccionario establece que es una “Afirmación chocante más o menos paradójica e ingeniosa”. Así pues, una boutade es lo que en términos coloquiales podemos denominar “ocurrencia” con el sentido de frase ingeniosa. Un ejemplo podría ser éste: “Las personas muy ordenadas en realidad son flojas para buscar”. Hay ingenio aquí, claro, aunque sólo sirva para respingar cuando nos regañan por desordenados, por caóticos.

La antinomia orden-desorden está presente en todos lados, tanto en las creaciones de la naturaleza como en las del ser humano. Para mí es obviamente más visible en el plano del homo sapiens: nuestras obras creativas, las obras que conforman nuestra civilización, tienden al orden pero en el fondo han sido gobernadas por el caos. Se da pues en ellas una oscilación que podemos reducir a la fórmula sarmentina “civilización y barbarie”, donde la primera busca el orden, la sujeción, la previsibilidad, mientras la segunda tiende a lo contrario.

El libro La obsesiva realidad del caos (Ayuntamiento de Torreón, 2024, Torreón, 87 pp.), de Raúl Blackaller Velázquez (Torreón, Coahuila, 1977) reflexiona sobre el caos y su envés durante ocho ensayos hermanados por el tema, el tono y la extensión. Si alguien se asoma al índice sentirá que son diez las piezas que lo configuran, pero en realidad noto que el primero y el último tienen espíritu de prólogo y epílogo, respectivamente, aunque no estén encabezados por estos rótulos.

Es, si no me equivoco, el primer libro de este autor lagunero, de ahí que sea pertinente compartir su semblanza. Blackaller es licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Coahuila y maestro en Educación por la Universidad Iberoamericana. Tiene más de 25 años de experiencia docente, en la que ha impartido clases de literatura, historia, ciencias sociales y filosofía. A lo largo de su trayectoria ha compartido artículos y ensayos en diversos medios, como la plataforma digital Substack, donde explora temas educativos, estrategias de aula y experiencia como docente.

De entrada debo consignar que La obsesiva realidad del caos es un libro multidisciplinario, convocante de saberes misceláneos relacionados con la ciencia, la lingüística, la educación, la filosofía, la sociología, la antropología, la tecnología, la economía, la política y aún de otros menos rigurosos y más bien creativos como el cine, el periodismo y en general los divulgados por los medios de comunicación. Una de sus virtudes radica en que, ceñido a la mejor tradición del ensayo, esencialmente antidogmática, no se plantea como respuesta, sino como dinamo de peguntas e inquietudes, como sacudimiento de nuestra adormilada y acomodaticia percepción de la realidad frente a un caos que debería infundirnos una permanente curiosidad por ver lo que hay del otro lado de las costumbres, los hábitos, las inercias y, en suma, la educación que recibimos para encincharnos en sistemas que nos malacostumbran a la pereza analítica que es el otro nombre de la alienación y el sometimiento. Por esto, debo decir que La obsesiva realidad del caos es un libro exigente y muy difícil de compendiar por su rica enciclopedia. Con un repaso a los ocho ensayos intentaré espigar, necesariamente a vista de pájaro, su contenido.

“La anémona y el niño” plantea la diversidad caótica de la naturaleza en contraste con la tendencia humana a ceñirnos a la clasificación y al orden. Frente al imperativo dieciochesco y decimonónico de poner ataduras a la realidad, propósito caro sobre todo al positivismo y su devoción por el orden y el progreso, la realidad se fuga y se torna tan caprichosa como un ornitorrinco, animal que escapa a las clasificaciones, a la categoría de lo previsible. Otro buen ejemplo de afán ordenador es el de la frenología que con Gall y Lombroso quiso establecer la conducta delincuente a partir del tamaño y la forma de la cabeza y otros rasgos físicos. Habita también en este ensayo una crítica de la estadística y la clasificación como métodos de ordenamiento, las que en efecto suelen fallar porque siempre habrá excepciones que escapan a la sujeción (en el caso de la clasificación recordé el del ajedrez, los toros y el billar, actividades que en los programas de la vieja televisión incluían, estoy seguro que con dudas, en el rubro “deportes”). Este primer ensayo marca una pauta central del libro: el caos convive con nosotros y debe estimularnos a pensar, no a forzar a rajatabla iniciativas de ordenamiento y clasificación.

En “La magia del Pi”, el autor escudriña de nuevo las posibilidades del caos como dinamo de la creatividad. El ejemplo del juguete Lego es puntual, e igual sus planteos sobre el símbolo como representación de la coherencia que buscamos al desorden. Sobre el famoso juego, comparte que cuando era niño las piezas abrían la posibilidad de armar cosas distintas, pues “el caos te permite la creatividad y la emoción. Hoy, armas el Batman, el coche, la tienda de helados, lo pones en tu librero y se acabó. El mundo ha terminado siendo así, determinado, concreto, simple, demasiado simple”.

El ensayo titulado “El universo cinematográfico o la otra realidad” nos plantea que la complejidad de lo real es sometida a simplificaciones que hacen sumariamente entendible y acaso soportable el caos. El planteo de que el entendimiento actual de la realidad, incluso el científico, puede ser una mera conjetura aspira a decirnos que todo está en permanente cambio, que lo que hoy tenemos subrayado como certeza mañana puede ser superado tal y como pasa con nuestra consideración del saber primitivo. ¿En el futuro seremos vistos como nosotros vemos hoy a los prehomínidos? En suma, no debemos tener miedo a la complejidad (al caos) en contraposición a la idea de vivir encapsulados en realidades minúsculas que nos tranquilizan, es verdad, pero que asimismo no son la realidad o en todo caso son la realidad petrificada del orden.

Blackaller critica el facilismo de las pseudociencias en “Los determinismos dan miedo”, estancia en la que reflexiona sobre la tendencia a establecer conclusiones sobre el comportamiento humano asimilándolo al de la máquina: si A resultó B en diez personas, quiere decir que A siempre resultará B. Todo es, dice el autor, complejo, dinámico, y no debemos encuadrarlo en tablas o incisos estancos, por lo que observa: “Entonces, ¿estamos determinados o no? Como siempre defenderé: sí y no. Definitivamente estamos determinados por el sistema, el lenguaje. Pero hay mucho espacio para el indeterminismo en nuestro contexto, incluso en nuestro cuerpo y en el Universo”.

“Odio el color rojo de Mazda” plantea algunas preguntas y posibles respuestas sobre la obsesión, que en general tiene mala prensa y sólo asociamos con terquedades destructivas. El autor no concluye que esto sea positivo o negativo, sino, como en sus otros ensayos, nos mueve a reflexionar que una obsesión puede tener caras tan diversas como descuartizar a un ser humano, pintar un gran cuadro o tener un amor irreductible por la matemática.

Un acercamiento al maniqueísmo es observado en “Destruyendo Mazdas rojos”. Apela aquí, como disparador, al caso de la película El rey león y su esquematización —reiterada en miles de películas— de los buenos contra los malos. De nuevo, las preguntas son acaso más importantes que las respuestas: ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos y por qué los buenos son buenos y los malos, malos, se pregunta, nos pregunta. Entre otros ejemplos, para desarrollar su sobrevuelo recuerda el caso de Najib Bukele y su tabula rasa, un caso bienvenido en el mundo de los simplificadores de la mano dura que aplauden la aniquilación de un plumazo contra todo aquel que, si parece malo, seguramente lo es y por ello hay que eliminarlo.

Uno de los ensayos más breves, aunque no menos interesantes, es “Contemplación de la impureza”, donde Blackaller observa el proceso mediante el cual acopiamos conocimiento. Todo comunica, en todo está escondida la complejidad, no hay nada simple. Nos invita pues a pensar en lo que nos rodea siempre con preguntas en ristre, para aprender y para asombrarnos, como lo supuso Neruda en las “odas elementales” que nos convidan a sopesar lo asombrosas que son todas las minucias de la vida cotidiana, incluidas las ingratas. “Un instante cualquiera es más diverso y profundo que el mar”, dijo Borges, y advertimos que esto es cierto cuando reparamos en lo más simple; una taza de café, por ejemplo, supone agricultura, física, antropología, química, economía…

Basado en su trabajo como profesor, el ensayista encara el tema de la confianza, el miedo y la forja de comunidad. En “Al maestro con confianza” explica que la base para que los lazos comunitarios se refuercen no radica en la propagación del miedo, sino en enfatizar la confianza que permita establecer relaciones sanas y constructivas.

El último ensayo es una especie de epílogo sin este nombre; su título es “Destruyamos todo”, y es un llamamiento hiperbólico cuya traducción menos alarmante sería “Cuestionemos todo” y no nos resignemos a fórmulas ni científicas, ni seudocientíficas ni mágicas. Pensemos, dudemos, cuestionemos una realidad que siempre se ofrece como mesa de bufet para nuestro apetito. El caos, pese a que de entrada insinúa una noción terrible, puede ser más bien una invitación permanente al asombro de la imaginación y la busca de sentido.

Una idea global de La obsesiva realidad del caos, harto simplista pero creo que eficaz si nos atenemos a los alcances de esta reseña, puede articularse en el párrafo que comenta el ya mencionado juego de los legos, que por cierto tuve la suerte de practicar con mis hijas. A propósito de lo expuesto por Blackaller, allí no queda duda de que el caos de las piezas incita nuestro ingenio, las infinitas posibilidades de la creatividad humana frente al mecanicismo de los sistemas atornillados a un solo orden.

En suma, vuelvo en el cierre de mi recorrido a la boutade con la que arranqué estos párrafos: el orden ilusorio en el que vivimos es sólo una coartada de nuestra resignación y nuestra flojera para pensar. Destruyamos, cuestionemos todo y que el caos sea un permanente e imaginativo motor de la creatividad.

Nota. Texto leído el 26 de febrero de 2025 en la presentación del libro La obsesiva realidad del caos celebrada en la Casa Mudéjar de Torreón. Participamos Mariana Ramírez, el autor y yo, y fue organizada por Nadia Contreras, coordinadora del área de Literatura del Instituto de Cultura y Educación de Torreón (IMCE).

miércoles, febrero 26, 2025

Cocción lenta

 










Hace muchos años que no ejerzo de padre y es un hecho que ya nunca más lo haré. Digo ejercer en el más alto de sus sentidos, no nada más como engendrador y luego proveedor. No seré más el titubeante guía y orientador que fui de tres niñas a las que, como pude, traté de educar y, para lograrlo, rodeé de aquello que creí mejor para sus formaciones.

Al respecto es, creo, poco lo que uno puede hacer, aunque ciertamente fundamental. Es poco porque —más en estos tiempos digitales, contra los que competí— los estímulos educativos más numerosos provienen de los medios, no tanto de los padres. Sin embargo, digo, levanté la guardia y traté de no permitir que toda la información que recibían les llegara de la tele o, pero todavía, de internet. No idealizo el peso de lo que yo infundí, pues siempre supe que las palabras y “el ejemplo” podían ser una poquedad comparados con el aluvión diario de datos obtenidos en el mar electrónico.

En “Una Sudáfrica para los niños”, ensayo integrado al libro Los once de la tribu, Juan Villoro comenta el caso de una institución gringa que invitaba a crear materiales para sus colecciones infantiles. Los requisitos eran tan definidos que terminaban por desalentar cualquier participación. “Entre los treinta y cuatro temas que la Corporación prohíbe en los cuentos infantiles hay algunos que enternecen por inverosími­les. Por ejemplo, se considera nocivo escribir de ‘niños que enfren­ten situaciones serias’”. Las prohibiciones son delirantes, y en efecto acaban por inhibir toda escritura para la infancia.

En Simpatías y diferencias, Alfonso Reyes incluye un apunte titulado “El ‘cine’ para niños”. Fue de los textos que escribió en su radicación madrileña de los años veinte. Comentaba, con razón, que “Las sesiones ordinarias de cine no convienen en manera alguna a los niños: las groseras emociones del drama cinematográfico, cuya brusquedad puede aprovechar o ser indiferente a los adultos, destrozan la psicología infantil”, de ahí que celebre en esos mismos párrafos la posibilidad de las matinés, que comenzaban a cobrar fuerza.

Así sea con excesivos malabares, hoy se puede limitar el acceso a cierta información peligrosa para los hijos pequeños, pero es un hecho que en algún momento podrán pasar aduanas sin la vigilancia paterna. El asunto es complejo, y lamentablemente creo que no pasa por las prohibiciones y los castigos que a la postre resultan, ahora, inútiles, sino en enfatizar la cocción a fuego lento de valores como el respeto, la tolerancia y la solidaridad, aunque tampoco esto va a garantizar nada. Hoy como nunca, con los medios de este tiempo, la moral de la persona en la vida adulta es de planeación imposible en la niñez, una niñez tan imprevisible que cualquier apuesta tiene muchas, muchísimas posibilidades de no atinar un solo pronóstico.

sábado, febrero 22, 2025

Libertad condicional

 













Debemos la alegoría de lo “líquido” al polaco Zygmunt Bauman (1925-2017), quien la usó en numerosas obras para explicar diferentes realidades del mundo contemporáneo caracterizado, en sustancia, por la inestabilidad, la incertidumbre, la laxitud y, en general, la sensación de fluidez que se deja sentir en la subjetividad de las personas en contraste con la “solidez” de otros tiempos en los que una idea política o religiosa firmes nos procuraban la certeza de que pisábamos en terreno duro. Para explicarlo con un ejemplo simple, esta es la razón por la que muchos adultos tienen una mirada rígida (digamos monogámica) sobre la sexualidad, mientras los jóvenes admiten posibilidades y combinaciones fluidas y por ello inestables. Lo mismo se podría decir de la política: mientras los adultos se ciñen a una ideología que da seguridad a sus convicciones, los jóvenes pueden pasar sin conflicto de una adscripción a otra o directamente no abrazar ninguna, mantenerse al margen de toda elección.

   

Uno de los libros de Bauman que en su título incluyen el adjetivo es Vigilancia líquida (Paidós, 2013, Buenos Aires, 176 pp.). No es un ensayo tal cual, sino un diálogo entre el polaco y David Lyon, su entrevistador. El tema es, obvio, la vigilancia en el mundo actual, su manera de operar y de gravitar en nuestras vidas. Dividido en siete capítulos, el libro es entonces un ping-pong entre quien pregunta y quien responde, esto en el formato de entrevista clásica. Las ideas de Bauman avanzan muy bien aguijadas por Lyon y dibujan un cuadro general de la actualidad en materia de vigilancia y control social.


El filósofo pasa relativamente rápido por los métodos antiguos de vigilancia y castigo. Apela al ejemplo del panóptico como modelo de control. Antes de la era digital en la que ahora estamos, el poder ponía énfasis en la mirada directa del enjambre social, lo observaba y lo reprimía en caso de transgresiones o desacatos. Lo que garantizaba el control era pues una vigilancia amenazante. Por supuesto, Bauman cita a Bentham y Foucault: “Otra metáfora más antigua procede de Jeremy Bentham, el reformador utilitarista de las prisiones, que inventó una palabra construida a partir del griego para formar ‘panóptico’, la cual designa ‘un lugar desde el que se ve todo’. Pero esto no fue una ficción. Era un plan, un diagrama, un diseño arquitectónico. Y aún más que eso. Se planteaba como una ‘arquitectura moral’, una fórmula para remodelar el mundo”.


Más adelante, señala: “Foucault utiliza el diseño panóptico como una ‘archimetáfora del poder moderno’. Los presos en una estructura panóptica ‘no pueden moverse porque todos están bajo vigilancia; se tienen que mantener en los sitios que les han asignado porque no saben, y no tienen manera de saber, dónde se encuentran los vigilantes, que se mueven libremente’”. Es decir, el poder predigital aspiraba a que la vigilancia fuera, como la prisión de Bentham, panóptica, y para ello articuló el entramado de medios de contención o represivos adecuados, como leyes, policía, sistemas judiciales y penitenciarios, todo aquello que pudiera producir “trabajadores obedientes” e inhibir refractarios.


Con el advenimiento de las herramientas digitales se dio un paso adelante en la sofisticación de la vigilancia. Es un paso asombroso, en verdad, pues supone el tránsito de la vigilancia como sinónimo de incomodidad a la vigilancia como sinónimo de autosatisfacción, pues “La vigilancia se ha difuminado especialmente en la esfera del consumo”. En otras palabras, gracias a los atractivos del consumo en todas sus manifestaciones, gracias al deseo y placer que genera, accedemos sin cortapisas a la voluntaria exhibición de nuestras vidas y al consumo, lo que supone una acumulación infinita, para otros, de datos que neutralizan toda posibilidad de anonimato y, de refilón, viabilizan el suministro infinito de información valiosa para el control. “En el marketing a partir de bases de datos, el objetivo es hacer creer a los clientes potenciales que son importantes cuando lo importante es clasificarlos y, por supuesto, sacarles más dinero en las futuras compras (…) Tal como yo lo veo, el modelo panóptico está vivo y goza de buena salud, y de hecho está dotado de una musculatura mejorada electrónicamente, como la de un ciborg, lo cual lo hace tan fuerte que ni Bentham, ni siquiera Foucault, hubieran sido capaces de imaginarlo”.


He aquí una de las derivaciones más interesantes (vale decir alarmantes y paradójicas de la vigilancia y el control actuales): que es voluntaria y hedonista. Un poco de pasada, Bauman menciona a Étienne de la Boétie, aquel ensayista francés (si es que fue él) que escribió sobre la “servidumbre voluntaria”: “Quienquiera que sea el autor (…) presagió la estratagema que se llevó a cabo varios siglos más tarde, hasta alcanzar casi la perfección en la moderna sociedad líquida de los consumidores”. La “perfección” a la que se refiere es exactamente la alcanzada por la actual “servidumbre voluntaria”: “los subordinados están tan acostumbrados a su nuevo papel de autocontroladores que hacen inútiles las torres de control del esquema de Bentham y Foucault”.


Hay en suma tal grado de perfección en el control social (y neutralización de todo asomo de rebeldía) que torna irresistible lo que antes amenazaba sí o sí con vulnerar nuestra privacidad: “En el modelo panóptico no había zanahoria, sólo palo. Una vigilancia panóptica asume que el camino de la sumisión del recluso pasa por la eliminación de la elección. Nuestra actual vigilancia por parte del mercado asume que la manipulación del gusto (a través de la seducción, y no la coerción) es la vía más segura para llevar a los individuos a la demanda”, es decir, “hacer que la sumisión pueda ser vivida como un progreso de la libertad y una prueba de la autonomía del que decide”.


Vigilancia líquida es un libro denso, imposible de resumir en este modesto apunte. Atrevo sin embargo que su idea eje, su metáfora global, es que la humanidad está hoy casi inhabilitada para intentar cualquier proyecto de emancipación ya no de poderes políticos opresivos, vigilantes y punitivos, sino de un mercado que nos ha infundido la opción de elegirlo —mediante la seducción y el ansia de consumir con total libertad— sólo a él.

miércoles, febrero 19, 2025

De portadas

 












Todavía hoy, la palabra “portada” conserva en su segunda acepción un sentido casi muerto: “Primera plana de los libros impresos, en que figuran el título del libro, el nombre del autor y el lugar y año de la impresión”. Es hasta la cuarta acepción donde define lo que se entiende ahora de manera casi absoluta: “Cubierta delantera de un libro o de cualquier otra publicación o escrito”.

El primer significado se debe a que durante muchas décadas que incluso suman siglos, los libros no tenían portada en el sentido que damos actualmente a esta palabra. En la época del libro escrito y copiado a mano, las cubiertas solían carecer de datos, y no era sino hasta la primera o primeras páginas donde comenzó a asentarse la información general del libro. Tras la invención de la imprenta, este uso continuó de manera casi idéntica: el encuadernado exterior no identificaba al libro, así que los primeros datos básicos aparecían apenas se le abría.

Fue hasta el siglo XIX cuando los libros comenzaron a tener rasgos de identificación en su exterior, portadas tal y como las entiende el lector de hoy, aunque muchas, quizá la mayoría, eran sólo tipográficas, sin imágenes.

El siglo XX vio el estallido gradual de la imagen en todos los espacios impresos y con ello la llegada de portadas con diseños no sólo tipográficos, sino plenamente icónicos: los grabados, dibujos y fotografías se convirtieron en un rasgo ya no meramente accesorio del libro, sino en su “cara”, la mejor forma de individualizarlo.

Como la palabra lo insinúa, “portada” viene de “puerta”, y no es exagerado decir que por allí entra el primer flechazo que propina el libro a su potencial lector. En mi trato con ellos, siempre reparo en sus detalles, procuro identificar su estilo, y no me queda duda de que hoy las editoriales tienen equipos de diseño extraordinarios, expertos en la composición y el manejo del color y otros rasgos, como los troqueles y los suajes al estilo de los que usa en México la editorial Almadía. Sin embargo, soy un adicto demodé a las portadas tipográficas, sobre todo a las de los años cuarenta y cincuenta. Me coloco pues en medio de las dos definiciones de la RAE que cité en el primer párrafo, aunque sin dejar de admirar el trabajo impresionante en portadas como las de Alianza Editorial, por citar sólo un caso de evidente perfección y equilibrio entre lo icónico y lo tipográfico.

sábado, febrero 15, 2025

Borges en una nuez


 











No recuerdo el nombre del restaurante, pero sí, con claridad, la sensación que me produjo el buen ambiente de camaradería literaria que allí se respiraba. Era mayo de 2004, estaba a punto de cumplir cuarenta años y pasaría mi onomástico en San Miguel de Tucumán, a donde fui invitado para participar en un encuentro de escritores que se celebraría en la Universidad Nacional de aquella provincia argentina. Uno o dos días antes de que comenzara la actividad, mi amigo David Lagmanovich organizó algunas reuniones con escritores del lugar, quienes me demostraron afecto y gusto por escuchar mi acento de película mexicana.

Digo pues que la fiesta estaba en su apogeo de vino, cena y música, cuando ocurrió una suerte de pequeño milagro. Juan Pablo Neyret, escritor y periodista marplatense también invitado por David, pidió silencio a la concurrencia porque deseaba compartir un poema. Caminó al micrófono de los cantantes y, sin más, ofreció de memoria los dos sonetos escritos por Borges y publicados en tándem con el título “1964” dentro del libro El otro, el mismo (1964). No existían los celulares con avances tecnológicos como los de hoy, así que yo llevaba cámara digital y una minigrabadora de audio, para lo que pudiera ofrecerse. Y se ofreció: mientras Juan Pablo decía (no declamaba, pues declamar ya era y sigue siendo una práctica obsoleta) los dos sonetos, alcancé a sacar la grabadora y pescar al aire algunos fragmentos de su voz, los últimos seis versos. Aquello fue un torrente de luz en medio de la noche.

Yo ya conocía las dos piezas de “1964”, pues la Obra poética (Alianza-Emecé, Madrid, 1975, 447 pp.) de Borges es un libro que conseguí en los noventa. Lo que no sabía era aquello que Juan Pablo me reveló al pasar los versos por el filtro de su garganta: que la perfección no sólo estaba en la escritura, sino en el sonido exacto que iban dejando sus acentos y sus rimas, la gestación de un clima melancólico a partir de las palabras hechas de tinta en algún libro, pero sin duda redimensionadas al adquirir forma sonora, tal y como era el canto (la poesía) antes de la invención de la escritura. “Estos versos nacieron para decirse, no para leerse”, pensé.

Es posible encontrar “1964” con toda facilidad en Google, así que sólo traigo aquí el segundo soneto, que me gusta más, valga la implícita e innecesaria comparación: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. / Hay tantas otras cosas en el mundo; / un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar. La vida es corta // y aunque las horas son tan largas, una / oscura maravilla nos acecha, / la muerte, ese otro mar, esa otra flecha / que nos libra del sol y de la luna // y del amor. La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada. // Sólo que me queda el goce de estar triste, / esa vana costumbre que me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”.

Lo que uno primero siente, de golpe, es el tono de la pieza. Ciertamente la voz poética se resigna al “goce de estar triste”, pero esa tristeza no es una aplanadora, sino una especie de sombra atenuada por la frase previa: “sólo me queda”, que supone una ganancia en medio de la derrota (de aquí que la tristeza sea un paradójico “goce”), como cuando en otro lugar el mismo autor afirma que el olvido es “una de las formas de la memoria”, es decir, una pérdida que también es una posesión. La afirmación inicial, contundente (“Ya no seré feliz”), tiene como inmediato amortiguador el “Tal vez no importa”, que así sea con dudas hace menos trágica la tragedia de haber sido centrifugado del amor.

Para consolarse en medio de la desolación, recuerda: “Hay tantas otras cosas en el mundo”, y que “un instante cualquiera es más profundo / y diverso que el mar”, lo cual es cierto si reparamos en que cualquier segundo contiene infinitas situaciones, más que gotas de agua en el océano. Sabe que, por larga que parezca, “La vida es corta”, cortísima, y como escribían los latinos sobre las horas en los relojes de sol, “todas hieren; la última mata” (Vulnerant omnes, ultima necat), así Borges nos hace ver que una “oscura maravilla nos acecha”, la de la muerte que “nos libra del sol y de la luna”, que es como decir que nos libra de todo, incluido el amor.

Y estos versos tremendos en su sencillez y su verdad: “La dicha que me diste / y me quitaste debe ser borrada; / lo que era todo tiene que ser nada”, plantea la obligación de recurrir al olvido como tablita de salvación. Al final, aquello del “goce de estar triste” y practicar, luego del naufragio amoroso, esa “vana costumbre” de pasar por “cierta puerta” y “cierta esquina”.

Sé que este soneto dice mucho más de lo que yo puedo exprimir, pero creo que ni siquiera es necesario hurgar en su sentido, someterlo al microscopio; es suficiente con sentir su flujo por los tímpanos y atisbar el avance de su resignado apagamiento, su melancolía de tarde que se va haciendo noche.

miércoles, febrero 12, 2025

Lectura sonora


 







Como una proyección algo freudiana para un futuro que espero nunca llegue, en un cuento escrito hace más de dos décadas abordé la circunstancia de un viejo lector que gradualmente pierde la vista hasta quedar casi a oscuras. Por necesidades de la narración reconstruí con palabras su inmensa biblioteca ya muda, y en un anaquel cercano a su escritorio ubiqué una serie grande de casetes. Contenían, grabados con su ya cansada voz, pasajes amplios de páginas y páginas de muchos libros por él amados. Se supone que era su respuesta a la ceguera en camino, una mínima defensa ante la oscuridad y el imperativo de seguir en contacto con obras admiradas.

Más allá del patetismo de la escena —un homenaje a la lectura como salvación en medio de la tiniebla visual—, jamás puse en práctica real la grabación de literatura, ni la ajena ni mucho menos la propia, y como respuesta individual e inútil ante las avalanchas iconotecnológicas que cada vez avanzan más contra la lectura-lectura, jamás tampoco me acerqué al audiolibro en sus modalidades adaptada y literal (la adaptada es como una película, que suprime un montón de detalles, la literal es aquella que convierte un libro tal cual en un audio).

En los últimos meses he cedido todavía con alguna reticencia a la lectura en un dispositivo Kindle, pero jamás había escuchado un libro hasta que en los dos días recientes caí víctima de una fiebre no aguda pero sí lo suficientemente molesta como para anularme con dolores de cabeza. Sin pensarlo, casi como quien se rasca la barbilla, busqué algo en YouTube y opté por el audio de un libro leído de orilla a orilla. Contiene 28 capítulos, y me ha permitido recorrer su contenido con los ojos cerrados.

¿Este tipo de “lectura” tiene el mismo efecto que la convencional? ¿Retiene igual la memoria o es el ojo imprescindible para alcanzar una mejor inteligencia del texto? ¿Resulta igualmente placentero? Supongo que necesito algo de distancia para poder responder tales preguntas, pero es un hecho, y esto puedo responderlo desde ya, que ante alguna contingencia, como la ceguera, los audios de libros son una posibilidad casi milagrosa, un recurso no sólo útil, sino muy ajeno ya a la grabación de casetes ahora rebasados por dos o tres benévolos clicks.

sábado, febrero 08, 2025

Anotación bajo una foto

 







Gerardo García, Fernando Fabio Sánchez y quien esto apunta intercambiamos casi a diario información sobre todo literaria. Gerardo está en Texas, Fernando en California y yo en Coahuila, así que entre los tres formamos un amplio escaleno que nos mantiene al tanto de las novedades y uno que otro chisme. Hace poco, mediante mi corresponsal texano nos llegó una foto muy interesante acompañada de un pequeño texto escrito por Salvador Novo. En la imagen aparecen 19 personajes de la literatura mexicana del siglo XX. Al verla, mis amigos y yo comenzamos a comentarla, y unos días después se la mostré a Saúl Rosales, con quien amplié algunas observaciones.

El comentario de Novo, extraído de sus memorias, trae como fecha el 22 de enero de 1965, y supongo que se refiere al día en el que describió la imagen, pues más adelante, ya en el cuerpo del texto, señala que la reunión se celebró el 16 de diciembre “del año pasado” (1964). Da igual: de lo que podemos estar seguros es de que data de mediados de los sesenta. Observa Novo: “Porque estoy convencido del valor documental de esta foto, me empeño en nombrar y describir a los personajes que en ella aparecen; pues luego ocurre que uno arrumbe una foto ocasionalmente tomada en algún banquete, comida o reunión; la olvide y pasados los años le cueste trabajo reconocer o recordar el nombre de muchos de los que en ella aparecen”.

El autor de Nueva grandeza mexicana estaba seguro, y no se equivocaba, del valor de aquella imagen, por eso le dedicó unos párrafos. La reunión a la que se refiere estuvo motivada por la reciente publicación del libro Protagonistas de la literatura mexicana, de Emmanuel Carballo. Es un libro de entrevistas en el que su autor dialogó con escritores que sin duda eran eso, protagonistas de nuestras letras. Dado aquel producto editorial, el editor y Carballo convocaron a los autores que seguían vivos. Otros, como Alfonso Reyes y José Vasconcelos, habían muerto pocos antes.

La foto incluye pues a algunos escritores entrevistados en el famoso y abultado libro, y suma a dos editores y a otros autores en ese momento muy jóvenes pero ya destacados, aunque por supuesto no incluidos entre los entrevistados por Carballo. Novo precisa que seis habían muerto ya, y que cinco más (Torri, Ramón Rubín, Yáñez, Arreola y Fuentes) no asistieron por equis o zeta motivos. El caso es que en la foto aparecen, de pie, Gastón García Cantú, José Gorostiza, Rafael F. Muñoz, Rafael Giménez Siles y Rafael Giménez hijo (editores los dos últimos), Alí Chumacero, Rosario Castellanos, Salvador Novo, Nellie Campobello, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet y Martín Luis Guzmán; en cuclillas, Henrique González Casanova, Emmanuel Carballo, Pedro Bayona, Ernesto de la Torre, “y por último tres jóvenes demonios de la más nueva ola”: “el terrible” Carlos Monsiváis, Miguel Capistrán y José Emilio Pacheco.

Quizá me equivoco en algún caso, pero hoy todos los convidados al ágape ya murieron. Ahora bien, y disculpen que hable en términos autorreferenciales, ¿esa foto me atrajo nomás porque en ella aparece gente literaria? La respuesta es sí, pero luego reparé en algo más: esa foto también me atrae porque en ella veo flashazos de mi pasado. Yo tenía menos de un año de vida cuando la tomaron, y no fue sino hasta 1980 cuando comencé a sentir los primeros pálpitos de mi vinculación con la literatura, pero así haya sido, y sea hoy todavía, un mero tundeteclas de provincia, tuve la suerte de conocer y cruzar algunas palabras con seis de los personajes que aparecen en la imagen tomada en el jardín del coyoacanense restaurante La Capilla, propiedad de Novo. Cuento cada caso con una fecha de encuentro totalmente insegura:

Alí Chumacero. Al poeta de Acaponeta (¿Acapoeta?) lo conocí en Torreón (2007), cuando vino a hacer una lectura comentada de su obra. Ya era un hombre muy entrado en años, pero pese al calor lagunero no perdió figura dentro de su traje oscuro. Recuerdo que por culpa de un compromiso docente no pude asistir a su presentación, pero sabía que unos amigos (como la poeta Ivonne Gómez Ledezma) lo llevarían a cenar a La Marioneta, un restaurante luego cerrado a balazos, a donde recalé para insumir una cerveza y pedir que el maestro me dedicara un par de libros. De este encuentro quedó una foto en la que luzco una lamentable playera de Ocean Pacific.

Emmanuel Carballo. Lo vi y lo saludé en el Teatro Isauro Martínez (1990), cuando vino a presentar un libro sobre Torri junto a Serge I. Zaïtzeff, su autor; en aquella ocasión no quedó registro fotográfico. Carballo venía acompañado por su esposa, la escritora Beatriz Espejo.

Ernesto de la Torre Villar. Es el único de la lista con quien crucé algunas palabras en la Ciudad de México (2001). Asistí a un encuentro del Seminario de Cultura Mexicana (cuya sede estaba en la avenida Presidente Mazaryk, en Polanco) y en algún receso lo saludé y le presumí tener en Torreón dos de sus libros. Ya era un hombre grande, había nacido en 1917 y moriría en 2009. No quedó registro fotográfico ni con él ni con alguno de los miembros del Seminario de Cultura Mexicana que andaban por allí: Alberto Beltrán, Víctor Sandoval, Carlos Prieto, Sergio García Ramírez, Arturo Azuela, entre otros.

Carlos Monsiváis. Lo vi cinco veces, cuatro en Torreón y una en Guadalajara, y es el único con quien compartí mesa en el sentido literario y gastronómico. Como era ubicuo, no fue nada raro que viniera seguido a Torreón. En la última lo presenté antes de que diera una conferencia y de allí partimos a comer en un restaurante con menú español ubicado en el Paseo La Rosita. La única buena foto que tengo con él fue tomada en la FIL. Lo vi buscando afanosamente libros en una estantería, me acerqué, lo saludé, le pedí la foto y sonó el click sin que me dijera una sola palabra, pues estaba más apurado en hallar no sé qué volúmenes que en atender a un lector impertinente.

Miguel Capistrán. No tengo idea del año en el que lo vi acá, en La Laguna. Quizá en el 2003. Vino a ofrecer una conferencia sobre no recuerdo qué tema, y al final, en el restaurante Garufa, hubo una cena donde me quedó del otro lado de la mesa, inaudible.

José Emilio Pacheco. Lo vi en 1991, en el museo Quinta Gameros, de Chihuahua capital. Dio allí una conferencia y al final me acerqué con dos objetivos: saludarlo e infligirle el inútil regalo de mi primer libro. Lo recuerdo ya algo encorvado, tímido y pese a esto muy amable.

Finalizo. Al comentar la foto con Saúl en la gordería de nuestro desayuno semanal, se me ocurrió preguntarle cuál era el personaje por él más admirado. Algo nos distrajo y ya no supe su respuesta, pero sí alcancé a mencionarle mi gallo: Martín Luis Guzmán.

Nota. Tarde descubrí que sobrevive Pedro Bayona, en cuclillas y de moño en la foto. Nació en Guadalajara hacia 1937. El otro personaje posiblemente vivo es Rafael Giménez hijo, pero no conseguí datos sobre su vida.

miércoles, febrero 05, 2025

Siete estrofas de amor

 









De casualidad en este febrero releí El “Fausto”, de Estanislao del Campo (Buenos Aires 1835-1880). Es, como cualquiera lo sabe, uno de los primeros libros de la denominada poesía gauchesca, quizá el primer conjunto de obras literarias con marcado acento hispanoamericano. Por sus formas y su compacidad temática sólo podría compararlo con la novela de la Revolución Mexicana, otra corriente nacida y cultivada exclusivamente por un país de nuestro continente.

El “Fausto” es un poema narrativo. Aborda el encuentro en el campo entre don Laguna y el Pollo, dos viejos amigos. Tras los saludos de rigor, el Pollo le cuenta que fue a la capital y en el teatro Colón vio una obra. La representación no fue otra que el Fausto, de Goethe, en la adaptación de Gounod. Don Laguna se interesa en saber qué vio, así que el amigo le comparte el resumen de la historia que ya conocemos, aquella en la que el viejo Fausto ama a una joven inalcanzable, y la aparición y la promesa del diablo para que, mediante un convenio también bien conocido, aquel contacto con la muchacha pueda llegar a su consumación.

La gracia del poema está en que sigue los pormenores de la obra goethiana en un estilo inocente, impregnado de conmovedora rusticidad. El gaucho que cuenta apela a su experiencia para detallar el contenido de la obra. La parte que más me gusta está en la sección IV, y es una descripción de lo que puede sentir cualquier enamorado no correspondido. Son siete estrofitas compuestas en verso octasilábico rimado abba. El signo “//” es salto de estrofa. Vean lo bueno y cierto que es:

“Cuando un verdadero amor / se estrella en un alma ingrata, / más vale el fierro que mata / que el fuego devorador. // Siempre ese amor lo persigue / a donde quiera que va: / es una fatalidá / que a todas partes lo sigue. // Si usté en su rancho se queda, / o si sale para un viaje, / es de balde: no hay paraje / ande olvidarla usté pueda. // Cuando duerme todo el mundo, / usté, sobre su recao, / se da güeltas, desvelao, / pensando en su amor projundo. // Y si el viento hace sonar / su pobre techo de paja, / cree usté que es ella que baja / sus lágrimas a secar. // Y si en alguna lomada / tiene que dormir al raso, / pensando en ella, amigaso, / lo hallará la madrugada. // Allí acostao sobre abrojos, / o entre cardos, Don Laguna, / verá su cara en la luna, / y en las estrellas, sus ojos”.

sábado, febrero 01, 2025

Vida y letras según Chéjov

 











Con o sin intención, los escritores suelen mostrar su “cocina”, es decir, los modos, los métodos, las fórmulas (si es que las hay) mediante las cuales consumaron sus obras. Han podido hacerlo por la vía oral, sea en una clase, en una conferencia, en un taller, o por la escrita en un manual, diario o memoria. Cualquier espacio, incluso la conversación de sobremesa más informal, es propicio para que un zurcidor de palabras exponga sus procedimientos. Tengo para mí que la recomendación o la metodología de un escritor no calza por completo a otro, pues escribir es una práctica atada visceralmente a la experiencia única e irrepetible del individuo. Todos vemos un árbol, pero ese árbol es distinto y evoca emociones diferentes en quienes lo ven.

Pese a la imposibilidad de transferir recetas susceptibles a una completa imitación, los libros que las ofrecen tienen, sin embargo, el mérito del desprendimiento, casi casi como cuando un chef comparte las contraseñas de sus platillos (dupliqué el adverbio para subrayar que de todos modos no es exactamente lo mismo). Los libros que convidan secretos de escritura pueden ser asimismo muy diversos, pero algo habrá en ellos que delate al menos un tenue afán didáctico. Pienso, sólo para mostrar cinco casos distintos, en Filosofía de la composición, de Edgar Allan Poe; La experiencia literaria, de Alfonso Reyes; Manual de creación literaria, de Óscar de la Borbolla; Un arte espectral, de Norman Mailer y Ser escritor, de Abelardo Castillo (que por cierto comenté hace poco en estos mismos rumbos). Yo mismo, si me permiten el desacato, perpetré un libro de tal índole titulado Entre las teclas, periferia del oficio literario, cuya tercera edición no está en prensa, sino en pausa.

Sin trama y sin final. 99 Consejos para escritores (Alba Editorial, Barcelona, 2016, 134 pp.), de Antón Chéjov (1860-1904), opera en el predio mencionado, como podemos suponerlo por el subtítulo. Son recomendaciones del narrador ruso, uno de los maestros de cuento moderno. Lo peculiar del libro reside en que Chéjov no lo pensó orgánicamente, y acaso ni siquiera lo sospechó tal y como está armado, pues se trata de recortes extraídos de su correspondencia, todos vinculados con el oficio de escribir. Piero Brunello ejecutó el trabajo de edición y es también el autor del prólogo en el que explica su intención: “este librito presenta los consejos de Chéjov sin comentario, pero con la recomendación de tomarlos en serio. En un principio fueron elegidos para uso personal, pero las sugerencias de un gran escritor pueden ser provechosas para mucha gente”. Esas sugerencias, reitero, son fragmentos de cartas enviadas a escritores en las cuales, suponemos, además de abordar asuntos de índole coyuntural como una enfermedad o un viaje, servían para intercambiar impresiones, opiniones, juicios literarios. Entre otros corresponsales, los fragmentos fueron obtenidos de misivas enviadas a Suvorin, Gorki y Aleksandr, tres escritores, el último de ellos su hermano.

Brunello tiene razón al afirmar que las palabras extraídas de las cartas “pueden ser provechosas para mucha gente”. Lo son, particularmente para quienes tienen el deseo de escribir. Sin trama y sin final está dividido en dos partes: “Cuestiones generales” y “Cuestiones particulares”. Las cartas que sirvieron de base fueron escritas, la mayoría, en los últimos quince años del siglo XIX. Dentro de cada gran sección hay apartados más breves, un intento de Brunello por ordenar temáticamente sus recortes. Pese al orden que impuso, es dable aproximarse al libro de manera no necesariamente lineal, como si se tratara, quizá porque en el fondo lo es, un racimo abultado de aforismos.

Los subtemas que abraza son misceláneos. En todos los casos el editor da un título: “No lo que he visto, sino cómo lo he visto”; luego viene la cita: “Lo he visto todo; no obstante, ahora no se trata de lo que he visto, sino de cómo lo he visto”, y al último la referencia postal entre paréntesis: “(A Alekséi Suvorin, Vapor Baikal, Estrecho de Tartaria, 11 de septiembre de 1890)”. Con base en esta estructura, Sin trama y sin final avanza por las cartas de Chéjov y de ellas recoge los pasajes que frontal u oblicuamente se refieren al quehacer literario. Traigo cuatro ejemplos de esa brillante pedacería:

Este sobre el arte de tolerar cierto añejamiento de lo escrito:

Esperar un año

Tiene usted razón: el tema es arriesgado. No puedo decirle nada concreto; sólo le aconsejo que guarde el relato en un baúl un año entero y que al cabo de ese tiempo vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro.

(A Yelena Shavrova, Mélijovo, 28 de febrero de 1895).

O esta prescripción para su hermano:

Seis condiciones

“La ciudad del futuro” es un tema excelente, novedoso e interesante. Si no trabajas con desgana, creo que te saldrá bien, pero si eres un holgazán, que el diablo te lleve. “La ciudad del futuro” sólo se convertirá en una obra de arte si sigues las siguientes condiciones: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de los objetos; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad; rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.

(A Aleksandr Chéjov, Moscú, 10 de mayo de 1886).

O:

Llorar sin que el lector se dé cuenta

Sí, en una ocasión le dije que uno debe ser indiferente cuando escribe historias patéticas. Pero usted no me ha comprendido. Puede llorar o gemir con un cuento, puede sufrir con sus personajes, pero considero que debe hacerlo de modo que el lector no se dé cuenta. Cuanto mayor sea su objetividad, más fuerte será la impresión. Eso es lo que quería decirle.

(A Lidia Avílova, Mélijovo, 29 de abril de 1892).

Por último:

Escribir con frialdad

Hace usted grandes progresos, pero permítame que le recuerde un consejo: escribir con mayor frialdad. Cuanto más sentimental es la situación, mayor frialdad se necesita a la hora de escribir; de ese modo el resultado es más conmovedor. No conviene azucarar.

(A Lidia Avílova, Moscú, 1 de marzo de 1893).

No puedo pasar por este libro sin recordar que Piglia abre su famoso ensayo “Los dos hilos: análisis de las dos historias” con estas palabras: “En uno de sus cuadernos de notas, Chéjov registró esta anécdota: ‘Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida’. La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito”. Sin trama y sin final intenta algo parecido: iluminar alguna zona del ejercicio literario. Es en síntesis una cascada de chispazos todavía atendibles pese a que hace 150 años fueron modestos párrafos de cartas.