sábado, agosto 16, 2025

Crímenes escritos


 











Según Perogrullo, quienes dominan un oficio o una profesión escriben con ventaja si escriben sobre su oficio o profesión. Tal ventaja se da, claro, sólo en el plano del contenido, pues la forma, el estilo o, para acabar pronto, la calidad estética de la escritura es una pericia que se adquiere aparte. Sólo se da una salvedad cuando el escritor escribe sobre la vida literaria, pues se supone que además de conocerla es capaz de escribir bien. Así, un médico, un psicólogo o un plomero, si desean hacer literatura sobre medicina, psicología o plomería ya tienen recorrida una buena parte de la ruta: lo que deben agregar a sus historias es arte, el mayor arte del que puedan ser capaces.

Esto que ha sonado tan general como abstracto se puede aterrizar en la figura del alemán Ferdinand von Schirach (Munich, 1964) y su libro Crímenes (Salamandra, Barcelona, 187 pp. 2009). Concreto en él lo dicho en el primer párrafo porque es abogado penalista y con su conocimiento de la profesión urdió un primer libro en el que se conjugan con solvencia la pericia jurídica y el cuidado narrativo a la hora de trazar sus historias. Crímenes es un libro tan duro y eficaz que al aparecer se mantuvo más de cuarenta semanas como uno de los más vendidos en su país, ganó el Premio Kleist y los derechos de traducción fueron comprados en más de treinta países, una tanda de éxitos inusual para cualquier escritor primerizo.

Como todos los profesionales que se dedican al derecho penal, Von Schirach tuvo contacto profesional con casos terribles, algunos tan crudos que llegaron a sonar fuerte en la prensa germana. Este fue su punto de partida. Lo que siguió fue escribir y organizar las historias, cuadrarlas como relatos que si bien pueden ser leídos como ficción, se supone que se ciñen a experiencias reales. Su género es pues de difícil filiación, dado que no son cuentos aunque parezcan tales, y se ajustan más, a mi juicio, a lo que entendemos por crónica. Ahora bien, tampoco son exactamente esto, dado que el material ha sido organizado para crear un impacto unitario, muy a la manera del cuento. Lo mejor, en fin, es desentenderse de lo que son y apreciar más bien su eficacia, una eficacia que recuerda los documentales sobre delitos con variados ingredientes forenses y jurídicos como los que ofrece, por citar un solo ejemplo, Invastigation Discovery.

Aunque difuminada, la sombra del abogado penalista/autor atraviesa todos los casos. En algunos párrafos es explícita, en primera persona, pero el autor-personaje trata de borrar esa presencia y dejar que los hechos se desarrollen como si él no estuviera presente, tal y como ocurrieron los desaguisados y tal y como los encaró la justicia. Destaco con un muy breve trazo algunas de las piezas, a mi parecer las mejores por vincularse de paso al tema de la migración.

“Summertime” es la historia de Abbas, palestino en Alemania que se enfrenta al mundo atroz de los migrantes. Sin nada para sobrevivir, se convierte en “camello”, es decir, en distribuidor callejero de droga, lo que acá conocemos como “puchador”. Pide un préstamo, no lo paga y le cuesta un dedo cortado sin piedad por su acreedor, quien además lo amenaza con tumbarle más trozos de cuerpo si no paga la deuda. La novia de Abbas, Stefanie Becker, decide ayudarlo y no halla otro camino: se prostituye con un empresario para salvar el pellejo de su novio, quien está en franco riesgo de desaparecer a pedacitos. Luego ella aparece muerta y todo parece indicar que su asesino es el ricachón. No pueden acusar al palestino porque no hay pruebas suficientes, y la sospecha se vuelca de lleno contra el empresario. Un detalle nimio salva al cliente del abogado y el homicidio queda sin esclarecer. La mezcla de fiscales, testigos, defensores, jueces, periodistas y posibles culpables pinta un submundo leguleyo muy interesante.

El relato titulado “Suerte” es enternecedor y brutal a un tiempo. Narra la vida adversa de Irina, migrante balcánica en Alemania, y la desdicha de Kalle, su pareja. Ambas vidas, ya de por sí quebradas, se ven vinculadas a una terrible situación: el infarto de un cliente mientras Irina ejerce de prostituta. Kalle trata de salvarla deshaciéndose del cadáver destazado del gordo calenturiento, infartado y convertido en rompecabezas. La historia se complica hasta llegar a su resolución que no deja de sorprender.

En “El erizo” aparece también el tema de los migrantes en Alemania. El libanés Karim, ninguneado por todos, tiene una vida secreta y sana, digamos que exitosa y legal pese a que es parte de una familia vinculada al delito. Uno de sus hermanos es acusado y Karim hace un alegato genial en su juicio.

Crímenes, de Ferdinand von Schirach, es sin duda un excelente libro, y aunque su lector puede ser cualquier lector, creo que tiene en los abogados, más específicamente en los penalistas, a sus mejores destinatarios. Supongo que estos casos no se abordan igual en Alemania que en México (país donde el dinero es un lubricante imprescindible de la justicia), pero algún parecido deberán tener al menos en sus líneas jurídicas esenciales. En cualquier caso, entretienen, divierten y son, pese a su salvajismo, o precisamente por ello, muy humanos, y todo esto es lo fundamental en cualquier producto narrativo que aspire a ser buena literatura.

miércoles, agosto 13, 2025

Sobre bebidas


 











Conversaba recién sobre mi percepción de las bebidas que he visto cerca e incluso consumido como habitante en este recoveco del mundo. Han sido pocas, pero ya tengo edad suficiente para comentar/comparar algunas peculiaridades que forzosamente se han modificado con lentitud, a veces sin notarse (tanto es así que los jóvenes creen, por ejemplo, que siempre se han tomado micheladas o infusión de matcha, bebida que acá llegó apenas ayer).

Recuerdo que en las reuniones festivas de mi niñez, hablo de la década de los setenta, los señores bebían cerveza y cuando se ponían elegantes le entraban al brandy rebajado con Coca o agua mineral. Los rangos de calidad en ese bebedizo pasaban del Don Pedro al Presidente hasta llegar al más modesto: Viejo Vergel. Recuerdo que quienes aportaban una “ramona” de aquel espantoso líquido se convertían en los ases de la fiesta.

La cerveza siguió su camino mientras el brandy cedió su lugar al whisky y un poco al ron y al tequila, bebida esta última que en mi infancia y juventud asociábamos con la pobreza. Tomarse un San Matías (le decíamos San Matón) era corriente, naco. A finales del siglo pasado el tequila fue subiendo de rango, y por estos rumbos tuvo y tiene ya apretada competencia de aguardientes como el mezcal y el sotol.

Los vinos no tienen mucho tiempo en convivencia con nosotros. Hace treinta años apenas eran consumidos, pero poco a poco han ganado terreno sobre todo por su asociación con el estatus y el buen gusto gastronómicos, de modo que se les ingiere en muchos casos sólo para afectar refinamiento. Nada como opinar sobre vinos con cara de conocedor para dar (o al menos para tratar de dar) el gatazo como persona de “alto pedorraje”, como decía Renato Leduc.

Por otro lado, el café predominante de mi niñez era el instantáneo. Con la llegada de las cafeteras caseras de jarrita de vidrio y filtro de papel apareció, aunque en menor grado, el insumo de café molido, de grano, y salvo los restaurantes, no se ingería fuera de casa. Hoy, junto con un montón de infusiones exóticas, es uno de los negocios de bebidas más exitosos, y ya no se le prepara de manera simple (como “americano”), sino en combinaciones que lo encarecen a grados escandalosos, lo que el consumidor acepta sin hacer gestos porque esto también, desde el vaso rotulado, da la impresión de mayor estatus.

Por último en este breve apunte, la cerveza, hoy mezclada y deformada con ingredientes que incluyen salsas, verduras, mariscos, ¡dulces! y líquidos como el Clamato que los puristas de la cheve, no sin razón, aborrecen.

sábado, agosto 09, 2025

Enfermos de libros













Los algoritmos son implacables. Con más olfato que el de los sabuesos, detectan y siguen la pista de lo que nos gusta, y de inmediato comienzan con el bombardeo. Nunca como ahora se llegó a esto, y sin duda es el más resonante logro del marcado: saber qué queremos sin necesidad de tocarnos a la puerta. Con un celular basta para que dejemos en todos lados las huellas digitales de nuestros apetitos, tanto los superficiales como aquellos que supuestamente mantenemos agazapados en las cloacas más profundas de nuestro ser. El algoritmo nos conoce desnudos, es un invasor indetenible de la intimidad.

Además de ofrecimientos de entretenimiento estúpido, el algoritmo suele aguijar mi interés por los libros. Prácticamente no hay visita a mis redes sin que aparezca algo de esto por allí. Por supuesto, es tan grande el menú que apenas me detengo en lo ofrecido. Pero a veces no es así. Esta semana llegó, por ejemplo, la publicidad de un libro que por desgracia sólo venden en España, y mi bolsillo no gasta tan lejos. Parece excelente, pero, a menos que algún día llegue a México, por ahora me contentaré con la sinopsis comercial de Bibliopatías, bibliomanías y otros males librescos (Antonio Catronuovo, Trama, Madrid, 2024, 304 pp.). Dice la publicidad: “Quien se adentra en estas páginas se hunde de inmediato en el lazareto de las enfermedades producidas por los libros, en medio de las monomanías, las fobias, la codicia y los desvaríos desmesurados que afligen a sus maniáticos acaparadores y perseguidores. Un mundo lleno de obsesiones, frenesíes, caprichos y excentricidades desmedidas. Los variados tipos de locura, las numerosas historias de personas reales, los episodios extravagantes y a menudo al borde de lo increíble que aquí se revelan, permiten al autor asumir la figura de «bibliopatólogo», que le sirve para diagnosticar la enfermedad que él mismo padece: la enfermedad incurable de la bibliofilia”.

La misma página promocional ofrece una estupenda reseña del blog Libros de Cíbola, así que no abundo sobre este antojable título, además de que, como no lo tengo, no sabría qué más decir.

Ahora bien, la referencia sobre las patologías librescas me llevó a recordar La memoria vegetal, libro de Umberto Eco, más exactamente un pasaje de ese volumen alguna vez comentado en esta columna. Lo que recordé se encuentra en el apartado “Reflexiones sobre la bibliofilia” bajo el subtítulo “Robar libros”. La explicación es genial: “El bibliómano roba libros. Podría robarlos también el bibliófilo, llevado por la indigencia, pero el bibliófilo suele considerar que, si para poseer un libro no ha llevado a cabo un sacrificio, no experimenta el placer de la conquista (la diferencia entre tener una mujer porque la has fascinado y tenerla violentándola). Por otra parte, se cuenta de un gran anticuario que habría dicho: «Si no consigues vender un libro, en el próximo catálogo redobla su precio». El bibliómano roba libros con gesto desenvuelto mientras habla con el librero: le indica una edición rara en el estante alto y hace desaparecer otra igual de rara bajo la chaqueta; o roba partes de libros merodeando por bibliotecas donde corta con una cuchilla de afeitar las páginas más apetecibles. Yo estoy orgulloso de poseer una Crónica de Nuremberg con la anhelada lámina trece de los monstruos, mientras que en una biblioteca de Cambridge he visto un ejemplar sin esa lámina, cortada por un bibliómano endemoniado”.

El apartado no es muy largo y vale traer más palabras de Eco: “Hay personas de buena cultura, satisfactoria condición económica, fama pública y reputación casi inmaculada que roban libros. Los roban por incontenible pasión, y gusto por el escalofrío, como los ladrones gentilhombres que roban solo joyas famosas. El ladrón bibliómano se avergonzaría de robar una pera en la frutería, pero juzga excitante y caballeresco robar libros, como si la dignidad del objeto excusara su robo. Si pudiera, robaría tantos libros que no tendría ni siquiera el tiempo de mirárselos. Le corroe el frenesí de su posesión”.

Llegó por fin a la anécdota que recordé del libro de Eco. Es breve, no necesito resumirla, sino permitir que sea el italiano quien nos ayude a recorrerla con su erudita ironía: “El mayor ladrón de libros que la historia de la bibliomanía recuerda es un señor que, nomen omen, se llamaba Guglielmo Libri. Era un insigne matemático italiano del siglo pasado que se convirtió en eminente ciudadano francés (Legión de Honor, Collège de France, miembro de la Academia, inspector general de Bibliotecas). Es verdad que Libri llegó a ser benemérito porque visitó todas las bibliotecas más desvalidas de Francia, encontró y clasificó obras rarísimas que yacían abandonadas; pero quizá se comportó como esos grandes arqueólogos que dedican su vida a sacar a la luz tesoros perdidos de los países del tercer mundo y consideran una honesta recompensa a todos sus esfuerzos llevarse a casa una parte de lo que encuentran. Libri debió de exagerar: el caso es que hubo un escándalo público, perdió todos sus cargos y su reputación y acabó su vida en el exilio, perseguido por órdenes de captura. También es verdad que algunos de los mejores nombres de la cultura francesa e italiana, como Guizot, Mérimée, Lacroix, Guerrazzi, Mamiani y Gioberti, se batieron por la inocencia de un hombre tan célebre y estimado, todos ellos dispuestos a jurar que Libri había sido víctima de una persecución política. No sé realmente hasta qué punto Libri era culpable de veras, pero el caso es que había acumulado cuarenta mil textos antiguos, entre libros y manuscritos rarísimos y, desde luego, la cantidad induce a sospechar. Libri era, sin duda alguna, un bibliófilo: creyó que esos libros estaban mejor en su casa, mimados y amados, que en cualquier biblioteca de provincias donde nunca nadie iría a buscarlos. Pero al haber amado demasiados, seguramente no pudo haberlos amado uno a uno. Sepultados en su origen, volvían a estar sepultados en la meta”.

El caso es que tener libros, muchos libros comprados, regalados o robados es un buen tema ya, al parecer, de numerosos libros. Por increíble que parezca, hay personas que se convierten en adictos a los libros como objetos preciosos, atesorables como las joyas o el dinero, con voracidad y celo. A veces esta adicción no incluye leerlos, dado que la pura posesión es, como observa Eco, el fin, igual que tener joyas y no usarlas o dinero y no gastarlo. Se trata en suma de una patología, no le exijamos mucha lógica.

miércoles, agosto 06, 2025

Detector de miércoles

 











Con el eufemismo “miércoles” evité escribir la palabra “mierda” en la cabeza de este apunte. Por supuesto que se trata de una delicadeza excesiva, pues en estos tiempos ya no es imperativo cuidar detalles atañederos al buen gusto de la expresión, como lo demuestra el uso ahora más que naturalizado de la palabra vga en hablantes de todas las condiciones socioeconómicas. El título debió ser, entonces, “Detector de mierda”, aparato que Ernest Hemingway recomendaba usar a todos los escritores deseosos de guisar buena literatura.

Lo dijo así, con dos énfasis en el curioso artefacto: “El regalo más esencial para un escritor es un buen detector de mierda: un sólido detector de mierda bien construido y a prueba de golpes. Este es el radar de un escritor y todos los buenos escritores lo tienen”.

En parecida sintonía, Vargas Llosa expuso años después, al explicar cómo escribió La casa verde, lo siguiente: “De un lado, toda esa barbarie me enfurecía: hacía patente el atraso, la injusticia y la incultura de mi país. De otro, me fascinaba: qué formidable material para contar. Por ese tiempo empecé a descubrir esta áspera verdad: la materia prima de la literatura no es la felicidad sino la infelicidad humana, y los escritores, como los buitres, se alimentan preferentemente de carroña”.

Escritor de otra índole, volcado más bien al ensayo académico y divulgador de la escritura como práctica, el catalán Daniel Cassany observó que “El escritor acaba siendo un trapero que recoge desechos, un ecualizador que mezcla y purifica ruidos de la calle. Pero ¡atención! ¡Qué difícil es encontrar desechos! ¡Buenos desechos!”.

Creo que, mutatis mutandis, a lo que se refieren las tres citas es a la pertinencia, casi a la obligación, de encontrar fallas en la realidad para después trasmutarlas en arte, en este caso literario, particularmente narrativo. Lo que no debemos confundir es el propósito: preparar un coctel indiferenciado de ética y estética, asomarse a las lacras humanas para dar lecciones y creer que basta con su sola exposición literaria para corregirlas y de paso regañar a quienes las provocan. La obligación del artista es mostrar la condición humana en toda su dimensión, y como el rasgo principal de tal condición es, lamentablemente, la inhumanidad, el egoísmo, la bestialidad en suma, nada mejor que un buen detector de mierda para hacer literatura.

sábado, agosto 02, 2025

El maestro Benaiges

 












En noviembre de 2022 estuve en Burgos, famosa ciudad española. Aunque fuera sólo un rato, quería conocer ese lugar, caminarlo un poco. Uno de mis ensayistas favoritos, Álex Grijelmo, nació allí en 1956, y desde que leí su Defensa apasionada del idioma español despertó en mí la inquietud de visitar algún día aquella heráldica ciudad de la comunidad autónoma de Castilla y León. No hubo tiempo en aquel viaje para visitar un espacio del cual obtuve noticias en mis vagabundeos por internet. Cerca de Burgos está Atapuerca, zona que se convirtió en el principal yacimiento de restos fósiles de homínidos en Europa, huesos que tienen alrededor de un millón de años.

Desde aquel periplo burgalés han pasado ya tres años, y lo recordé con énfasis por estos días a propósito de un hallazgo: la película El maestro que prometió el mar (Patricia Font, 2023), pues su historia se relaciona con sucesos ocurridos hacia 1934 en la zona de Burgos, particularmente en Bañuelos de Bureba, una miniciudad cuya población actual es de 31 habitantes. Hace noventa años, más o menos cuando se dio la historia que narra la película, tenía más, pero igualmente su población no era numerosa.

Basada en una historia real hasta donde pueden serlo las historias golpeadas por la guerra, a Bañuelos de Bureba llegó en 1934 un maestro de primaria. Su nombre fue Antonio Benaiges, y simpatizaba con la república. Acostumbrada España a una educación básica confesional, clerical y cerrada, los métodos de Benaiges fueron decididamente laicos, sin intromisiones de la fe religiosa. El profesor era oriundo de Mont-roig del Camp, Cataluña, y había conseguido su plaza en un pueblo recóndito y cercano a Burgos, al parecer sin estímulos para dedicar allí grandes esfuerzos.

Lejos de tomarlo a poco, el maestro emprendió un trabajo creativo y entusiasta, al estilo magisterial antiguo, comprometido hasta el tuétano con la formación de sus discípulos. Obviamente no escasean los obstáculos a su propósito. El cura del pueblo, atinadamente llamado Primitivo, cuestiona los métodos del nuevo docente, pero nada puede hacer: a Benaiges lo ha designado el gobierno de la república, por aquellos años de corte progresista, “rojo”.

Antonio Benaiges (encarnado en la cinta por Enric Auquer) lleva en la cabeza, para poner en acto, el método pedagógico del francés Célestin Freinet cuyo eje es la autogestión, la cooperación y la solidaridad del alumnado. Para su tiempo se trata de una novedad, vanguardia educativa que además sumó una imprenta manual como pieza clave de los quehaceres en el aula. El resultado principal de esa dinámica fue la impresión de cuadernillos de trabajo elaborados por los mismos alumnos, con sus textos y sus dibujos.

El título de la cinta, El maestro que prometió el mar, se debe a que Benaiges, en un paseo al campo con sus alumnos, explicó el flujo de los ríos que al final desembocan en el mar. Una alumna le preguntó que cómo es el mar, y de allí el profesor interroga a los demás si saben cómo es. Los niños y las niñas no lo conocen, y es en ese momento cuando el maestro promete llevarlos a su pueblo, en Cataluña, para que conozcan el mar. El trabajo de convencimiento a los padres para obtener permisos es arduo, pero lo consigue, y, en la emoción que los arrebata, los estudiantes elaboran cuadernillos alusivos al océano. No cuento lo que sigue porque la película, pese a su reciente factura, está íntegramente disponible en Youtube.

El maestro que prometió el mar ha sido armada con dos tramas muy bien urdidas, cada cual con su fotografía cálida y fría según la época a la que se refiere. Es 2010; Ariadna (Laia Costa) es una joven madre de familia. Ve en un programa de tele que en Burgos han encontrado una fosa común como las muchas que dejó regadas el franquismo por toda España luego de terminar la guerra civil. Sabe que el padre de su abuelo es un desaparecido y vivió en aquellos rumbos de Castilla. Su abuelo está en el asilo ya sin habla, enfermo, y Ariadna le/se promete que irá a Bañuelos de Bureba a tratar de indagar algo en la fosa común de La Pedraja. Allí encuentra el vago paradero del padre de su abuelo, y algo más: la historia infantil de su propio abuelo y la del profesor Benaiges, quien trabajó en el pueblo de 1934 al 19 de julio del 36. Titulado “¡El retratista!”, en uno de los cuadernillos reales sobrevivientes a las piras franquistas el profesor escribió: “Todo aquí es tan nuevo, que todo, la menor cosa levanta júbilo. ¡Dentro de su abandono, dichosos ellos, estos niños! Por eso yo digo: dad a los pueblos, a las aldeas... Dadles, no luz de ciudad, sol artificial, sino luz de su luz, luz que sea también calor, sabor, alma. Luz y alma. Y antes que eso, ineludiblemente, pan, satisfacción de pan. Y entonces veríamos qué son los pueblos, qué son las aldeas... Ese caudal de alegría, esa llama y ese frescor, ese primor que ahora sólo y a pesar de todo mana de los niños, no sería rostro y alma mustios, queja y vejez en los hombres, en los mismos mozos. ¡El retratista! He aquí, niños, lo que os trajo, sin traérosla: una perla”. Se refiere a una foto real del maestro y sus alumnos fuera de la escuela, imagen que también sobrevivió a la persecución del régimen encabezado por el despiadado Caudillo, como llamaron a Franco.

Con guion de Albert Val basado en un notable trabajo de Francesc Escribano, Queralt Solé y Sergi Bernal, la historia de Antonio Benaiges se vincula estrechamente con la cacería salvaje de “rojos” durante (y sobre todo después de) la guerra civil (1936-1939). Por eso el film consigna al final, en un mensaje previo a los créditos, esto que no debemos olvidar dado que el mapa de España está lleno de fosas comunes: “Al día de hoy se han exhumado en España los restos de 12.000 personas. Se estima que aún quedan miles por encontrar. Sus familiares continúan buscando”.

miércoles, julio 30, 2025

Una minucia fílmica


 












Desde hace años tuve la duda y creo que ya la disipé. Alejandro Fantino, comentarista deportivo argentino que hoy es una basura de comunicador aliado al troglodita Milei, hizo hace varios años una pregunta a Héctor el Bambino Veira. ¿Cómo apareciste en una película con John Wayne? Veira respondió entusiasmado. En efecto, conoció al rey del western y logró incluso participar como extra en uno de sus filmes. Aquello ocurrió cuando el Bambino jugó en el equipo Laguna, de Torreón.

Procedente de San Lorenzo de Almagro y Huracán, donde había jugado del 63 al 71, año en el que llegó a nuestra ciudad. Estuvo aquí, en la región lagunera, hasta 1973, y dejó un recuerdo hasta hoy imborrable en los viejos aficionados. En la entrevista con Fantino declaró que el encuentro con John Wayne se dio durante el rodaje de una película “en Laredo”. El periodista le preguntó que cómo se enteró de eso, y el jugador respondió que la noticia sobre la filmación apareció “en los diarios”.

Es una nimiedad, pero lo que me inquietó fue la sede donde realizaron la película. ¿Laredo? Por supuesto, pensé que se trataba de una pequeña confusión. Veira seguramente quiso referirse a Durango, donde en el ejido Chupaderos, muy cerca de la capital duranguense, se habían construido sets con el estilo del far west. Allí apareció el futbolista sólo para conocer a Wayne, y logró más: aparecer como extra en la película.

Reparé de todos modos en la posibilidad de que Laredo hubiera sido el espacio donde el Bambino conoció al actor. No me parecía muy lógico, dado que una escapada del futbolista desde Torreón hasta la frontera demandaba al menos seis o siete horas en aquel tiempo, mientras que llegar a los sets duranguenses a lo mucho requería de cuatro, por carretera.

Fue por eso que decidí investigar mejor en dónde fue filmada Big Jack, la película del lejano oeste en la que aparece el entonces futbolista Veira. Fue filmada en 1971, precisamente cuando el Bambino ya jugaba en Torreón. El otro dato tampoco fue difícil de encontrar: la rodaron en espacios de Durango y Zacatecas. Imposible, pues, que hubiera sido Laredo, como lo sospeché. El último dato que hallé no deja de ser simpático: la cédula de IMBd para Big Jack consigna mucha información. La última línea del elenco señala: “Bambino Veira (Extra: sin créditos)”.

Como pincelazo final, en una columna fechada en mayo de 1971 se señaló lo siguiente: “Un homenaje al héroe legendario de las películas ‘de caballitos’, John Wayne, le fue rendido recientemente por el Gobierno del Estado y los ejidatarios de Chupaderos donde se han construido ‘sets’ para filmaciones de películas y donde trabajan permanentemente las compañías cinematográficas. Esta distinción le fue hecha por considerar al veteado actor como el principal promotor de la industria fílmica en Durango, que ha producido aquí las siguientes películas: En 1966 ‘Los hijos de Katy Elder’…”. Es claro entonces: Wayne filmaba por aquellos años en Durango, no en Laredo.

sábado, julio 26, 2025

Del libro veterano

 












Como una costumbre que obedece a mi necesidad de compartir el asombro ante el libro, muchas veces, dentro del aula o a la vera de alguna conversación despejada, describí a trazo veloz la historia del libro tal y como la he ido adquiriendo en diferentes páginas y documentales. Me gusta hablar del libro en tablillas (e incluso en piedras), del libro en rollos de papiro o en pergamino, del libro en papel y ahora en modalidad electrónica. La historia de este objeto es hasta ahora, si me apremian a ser breve, la parte mejor en la marcha de la civilización.

Las historias no difieren en lo sustancial, y si acaso hay desacuerdos, no pasan de ser leves, de un siglo o dos de diferencia, lo cual no significa gran cosa si reparamos en que se trata del examen a un pasado largo, de varios milenios. Lo básico es aprender y recordar que el libro ha tenido tres materias primas hasta la fecha, a las que podemos sumar una cuarta si por materia queremos sumar los flujos digitales del presente: papiro, pergamino y papel.

En Libros y libreros en la antigüedad (FCE, Letras Mexicanas, México, 1981, 48 pp.), Alfonso Reyes, tal vez el hombre que mejor ha usado los libros en nuestro país, hace un sucinto recorrido por los orígenes del libro en tanto objeto de conocimiento y, sobre todo, de intercambio comercial. Es recomendable este ensayo de divulgación porque el regiomontano describe los contornos del libro antiguo no sólo como estamos acostumbrados los acostumbrados a preguntarnos por el libro y su pasado, es decir, con énfasis en los materiales y las temáticas recurrentes. El ensayista se detiene entonces en la maraña de intereses productivos y económicos relacionada con el libro, en sus costos, resguardo y distribución, asunto que hasta la fecha, sin que lo notemos, es quizá la más saliente preocupación de los editores y libreros.

El viaje comienza con el papiro egipcio, lo cual es casi un pleonasmo (o sin casi): “El uso del papiro para la escritura es un temprano descubrimiento egipcio, aprovechado pronto, como tantos otros descubrimientos de aquel pueblo vetusto y admirable, por los griegos y los romanos (…) la Roma imperial consumía enormes cantidades de este precioso material: ocupaba toda la carga de algunos barcos, y se lo conservaba luego en almacenes especiales (…) Por toda la edad clásica, el rollo de papiro fue el vehículo de la cultura griega; cuando Grecia fue avasallada, los romanos adoptaron el producto, desde el siglo II a. C.”.

El manejo y aprovechamiento del material es descrito por Reyes: “raro que se escriba en los dos lados de la banda. Generalmente, la cara externa se deja en blanco. Y, a lo largo de la cara interna, la escritura se divide en columnas paralelas que corresponden a nuestras páginas y que, de hecho, se llamaron página. (…) En un volumen cabían dos cantos de la Ilíada. Las obras extensas se dividían en varios ‘libros’, a uno por rollo”. Cito en largo al polígrafo para destacar otro valor de su ensayo: el estilo claro, didáctico, preciso: “Para la lectura se usaban ambas manos: la izquierda asía el comienzo de la banda, y la iba enrollando al paso de la lectura, ‘página’ a ‘página’; la derecha sostenía el resto del rollo y lo iba entregando a la izquierda”.

El otro material destacado, aunque común en su momento, fue menos importante que el papiro: “el pergamino sólo fue una forma transitoria en el desarrollo del libro, por pesado e incómodo. De aquí que se pasara a la forma del códice, en hojas aparte, de donde proviene el libro moderno”. Al decir “códice”, Reyes se refiere al libro ya no en rollo, sino en cuaderno, cuadrado o rectangular, un invento que nació, como la cuchara o el martillo, perfecto, inmejorable.

Viene entonces un salto importante: el libro como objeto comercial, de intercambio: “Más florece la literatura de un pueblo, más se ensancha el círculo de sus escritores y sus lectores, y menos directo es el contacto entre el creador de la obra y el que la recibe. En vez del auditorio, aparece el lector, y en vez de las copias domésticas, sobrevienen las reproducciones comerciales, el verdadero libro en suma. El librero surge como intermediario. El comercio del libro es tan viejo como el libro mismo”. Así pues, “El que deseaba copias privadas, acudía a calígrafos especiales. Los copistas emprendedores procuraban juntar un fondo de las obras más solicitadas. Algunos, que disponían de capital suficiente, mantenían un cuerpo permanente de copistas auxiliares. Así, aunque dentro de estrechos límites, comenzó el negocio de las publicaciones”.

El trabajo de editor y librero, unido entonces, puede darnos la idea de que tomaba en cuenta al autor como parte de la cadena gananciosa. Al parecer no fue así ni por asomo: “La reproducción y distribución de las obras no significaba ganancia alguna para los autores. Se publicaban ‘por amor al arte’, y acaso por conveniencia política en ciertas circunstancias”, de modo que “En tanto que los editores se enriquecían, los autores de Roma, no menos que sus colegas de Grecia, tenían que conformarse con lo que llamaba Juvenal ‘la hueca fama’. Los autores antiguos nunca esperaron que su trabajo, con ayuda de los editores, les resultase remunerativo”.

Para copiar los libros, a veces dictados en grupo con el fin de multiplicar un mayor número de ejemplares, se apelaba, entre otros, a los “servus literatus”. Esta labor del editor-librero atendía las exigencias del mercado: “Una firma bien organizada [como la de un tal Ático, apoderado de Cicerón] podía en unos cuantos días lanzar al mercado cientos de ejemplares de un nuevo libro. Cicerón se muestra tan indignado que habla de ‘libros llenos de mentiras’, donde ‘mentira’ viene a ser nuestra ‘errata’”. Y “Así pues, para estos días el comercio del libro era ya muy importante y extenso. Pero no podemos presumir que los manufactureros fijaran de antemano, como se hace hoy, la cifra de las ediciones. Sin duda comenzaban por un número limitado de ejemplares, singularmente si el autor era aún poco conocido, para así tantear el comercio”.

Muchísimos más datos de interés contiene Libros y libreros en la antigüedad, como los que espiga sobre el plagio y la fama pública obtenida o no por quienes escribían: “Marcial, Juvenal y Plinio, todos ellos convienen en que ‘el escribir da renombre y nada más’. Tácito ni siquiera eso concede: ‘El versificar no da honor ni dinero —dice—. Aun la fama que tanto anhelan como único premio los poetas, a cambio de sus luchas y afanes, menos les sonríe a ellos que a los oradores públicos’”. O sobre el auspicio, el mecenazgo: “El sarcástico Sila concedió un sueldo a un mal poeta que le consagró un poema bombástico y bajamente laudatorio, pero imponiéndole la condición de que no escribiera más en su vida”.

Voy cerrando. No sé si en las palabras citadas de Alfonso Reyes se siente que han avanzado los siglos y no hay mucha diferencia entre aquel pasado y este presente. Significa entonces que quien abraza la tarea profesional de escribir debe saber que dos milenios no han servido para hacer de la profesión una forma de vida que le garantice nada, ni fama las más de las veces. Más vale pues saberlo desde ya para seguir con abnegación o abandonar a tiempo tal empeño.

miércoles, julio 23, 2025

Doctorados deshonoris causa

 











Parte de los desastres que trajo aparejada la sociedad del espectáculo (viva Guy Debord, quien en 1967 anticipó todo esto) fue el arribo de la verdad deficitaria, hoy agudizada en el pestilente y por ello fascinante mundo de las redes sociales. A casi nadie le importa que algo sea verdad, basta con una foto a veces acompañada de algunas palabras para que cualquier afirmación nos convenza. Nadie investigará nada, todo pasará como hecho consumado con la sola evidencia de su representación en internet. Todo existe fugazmente porque alguien lo compartió, más allá de que sea falso o verdadero.

Recién el lunes, gracias a una nota de Reporte Índigo colgada en Facebook por el escritor Alejandro Badillo, leí una crónica sobre instituciones que han inventado la venta de “doctorados honoris causa”. Una estupidez sólo creíble porque en efecto existe: se venden doctorados como si fueran baratijas chinas de Amazon. Quien pague la cuota requerida podrá ser elevado a la categoría de “doctor de doctores”, todo para vitaminar el currículum y luego apantallar incautos. Quienes inventaron este negocio merecen un doctorado honoris causa en pillería de alta escuela. Ni Ricardo Montalbán ofreció tanto en La isla de la fantasía.

Tenía años con el antojo de escribir sobre esta pantomima. Me da gusto que Reporte Índigo la aborde ahora con una documentada crónica. Mi inquietud surgió por las mismas razones que comparte el reportero: un doctorado honoris causa que valga debe ser entregado por una institución de altísimo prestigio a personas de altísimo prestigio, en este último caso, sobre todo, del ámbito académico, aunque no exclusivamente. Pues bien, en Facebook comencé a ver contactos con togas y birretes absurdos y chapuceros, de fantasía, una prueba grotesca de los daños provocados por la sociedad del espectáculo en la que el ser se confunde con el parecer, en la que una puesta en escena quiere persuadir al público sobre méritos ficticios. Los nombres ridículos de las instituciones que otorgan los doctorados de bisutería son en sí mismos una evidencia de miserabilidad moral.

Dije que son otorgados sobre todo en el mundo académico para académicos, aunque en este último caso no nomás a ellos. El prestigio, que debe ser enorme, de quien recibe tan alto título se relaciona con sus aportes a la ciencia, las humanidades, la cultura, la política, la diplomacia, etcétera, y son honorarios, no se cobra por conferirlos. Las “instituciones” denunciadas en el reportaje cobran cuotas para dar sus doctorados Patito, pero aducen no solicitarlas como cobro del doctorado en sí, sino para los gastos operativos, una forma infantiloide de encubrir el chanchullo. Son, claro, negocios ruines, ladrones que contrabandean prestigios inexistentes. Ahora bien, si alguien quiere pagar por un engaño, adelante, que lo pague, pero que sepa que es un montaje, un fraude, para que evite presumirlo como gran y merecido laurel en su cabeza. Eso es ridículo, absolutamente burdo.

¿Qué recomendaría a quienes han comprado doctorados de hojalata? Fácil: que quemen el diploma y tumben sus orgullosas fotos de las redes sociales. Los estafaron. No se difamen más.

sábado, julio 19, 2025

Al galope con Ruth Castro

 











Uno de los hábitos más frecuentes de la literatura es preguntarse sobre las colindancias de los géneros. Qué es un cuento, qué es una novela, hasta dónde llega la poesía, cuál es la forma de crónica y otras preocupaciones que nunca ha desvelado a la mayoría de los lectores. Antes tomaba muy en serio estas inquietudes, pero luego me di cuenta de que sólo servían sobre todo para facilitar el trabajo en las aulas, no tanto para resolver los problemas creativos del escritor o del periodista. Todavía es hora en la que, al leer y escribir, me planteo la definición genérica de lo que leo y escribo, pero sin caer en el fundamentalismo de la juventud. Si un libro es bueno o malo, da igual que sea del género que sea.

El libro de Ruth Castro que aquí presentamos se inscribe claramente en lo que conocemos como “ensayo”, precisamente uno de los géneros que más debate definitorio han provocado. ¿Qué es un ensayo?, se han y nos hemos preguntado incontables veces. En su estado más puro y antiguo, la respuesta está en Pensar a caballo, pensar sobre la almohada (El Astillero Libros-Arferit Editorial, Torreón, 2024, 117 pp.) en el que su autora no sólo ofrece en el primer ensayo homónimo su definición del espécimen, sino que también lo ejerce en las páginas que componen todo el libro. Por alusiones y dicho sea de paso, una parte de este volumen se desarrolló durante la pandemia, época que, si un beneficio tuvo, a muchos resultó adecuada para pensar y escribir.

A continuación y también a caballo, pero galopando, describo por encima cada una de las 21 piezas, todas breves y varias ilustradas por María José Ramírez:

“Pensar a caballo, pensar sobre la almohada” es un ensayo en el cual Ruth Castro reflexiona sobre el género que en ese mismo momento está practicando; el ensayo. Es pues una especie de metaensayo. Señala que este género tuvo dos grandes iniciadores, uno en occidente, con Michel de Montaigne, y otro en oriente, con la japonesa Sei Shönagon, quien escribió El libro de la almohada, una especie de diario con reflexiones sobre su circunstancia y a quien Ruth prefiere tener como engendradora del ensayo, 580 años antes que el francés a quien tenemos como padre del género. En aquel libro, Shönagon compartió sus problemas, su vida íntima, una especie de antecedente remoto del ensayo a lo Montaigne. La autora lagunera confiesa al paso que este es el género que más le acomoda.

El siguiente ensayo, “Escribir la historia con los pies”, es un elogio de la movilidad pedestre. Lamenta que a diferencia de los hombres, las mujeres no tienen la libertad suficiente para desplazarse por el mundo sin el miedo a muy diversos tipos de agresión. Con ideas de Rebecca Solnit como punto de partida (Una historia del caminar), luego habla sobre las marchas que permiten, gracias al desplazamiento a pie, mostrar inconformidades y reclamos de muy diversa naturaleza. Ruth Castro reafirma su convicción de ganar la calle, de disfrutarla y de convertirla en espacio público para la manifestación, para la crítica y para el disfrute. Es decir, opone la participación física, poner el cuerpo en la calle, a la queja digital contra los abusos de todo poder.

En “Fijación por los calcetines” la autora recurre a su memoria para evocar, mediante la escritura, la imagen de su padre, hombre con quien tuvo una relación polivalente entre el cariño, el distanciamiento, el recelo, la indiferencia y otros rasgos. Habla de su padre como un sujeto entregado a la curiosidad permanente por explorar con sus manos el mundo doméstico. Fue un gran desarmador y arreglador de objetos cercanos a la vida cotidiana, y entre las obsesiones de su padre como herencia del pasado estaba la de arreglar los calcetines mediante remiendos y así proyectar su vida útil. Esto podemos vincularlo con la idea que algunos filósofos, como Han, sostienen en relación con la pérdida de valor de los objetos, hoy desechables casi inmediatamente. Como en el oficio de costurera de su abuela paterna, Castro reconstruye su pasado a retazos, zurciendo como puede los fragmentos de tela real e imaginaria del recuerdo.

“Las piedras saben escuchar” es un ensayo breve y poemático dividido en todavía más pequeñas estancias en los que la autora reflexiona sobre su colección de piedras; ante la pérdida de una de ellas se lamenta de estos extravíos y piensa con certeza que las piedras son seres vivos capaces de transmitir emociones especiales a quienes saben escucharlas; otra vez nos encontramos con la idea de las “no cosas” en contraposición con las cosas, aquellas que permiten una adherencia del recuerdo mucho mayor que la posibilitada por los objetos resguardados en medios digitales.

“Atalanta” es un comentario sobre el libro Amazonas, guerreras del mundo antiguo, de Adrianne Mayor. Trata sobre el mito griego de una mujer excepcional: abandonada por su padre, criada por un oso y desdeñada y retada por hombres a los que vence en competencia. Este mito da pie a Castro para pensar en las historias, míticas o reales, de mujeres que se han impuesto a su circunstancia para afirmarse como seres creativos y fuertes.

En “Como peces flotando”, la ensayista lagunera trabaja sobre un libro de Jung en el que reflexiona sobre las casualidades y las casualidades. Da el ejemplo de los peces que (a Jung) reaparecen en un rato a propósito a sus tratos en la inmediatez de la vida cotidiana. Luego, a Castro le sucede lo mismo: muchos peces aparecen en apenas unas horas. Creo que a todos nos ha pasado, y sobre esto sospecho que se da un fenómeno relacionado con la atención: encontramos lo que estamos pensando, como ocurre cuando trabajamos un tema de investigación.

Una paradoja abraza “Escribir desde la negación”: es posible escribir cuando no se quiere o no se puede escribir. Ante el bloqueo, lo viable, dice Ruth, es escribir sobre el bloqueo, trabajar sobre la imposibilidad de escribir y de allí obtener algo: un producto de la escritura nacido como plantita en la aridez. Como en sus otros ensayos, un libro preside el fondo de estos párrafos; se trata aquí de Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, exploración del escritor catalán sobre obras en las que aparecen escritores abrumados por el bloqueo o prófugos de la escritura, como Rimbaud y Rulfo, entre muchos otros.

“Para vivir hay que pagar” es un agudo y sutil alegato contra la ubicuidad de los pagos. En efecto: vivir es sinónimo de pagar. Sólo los parias que deambulan en la calle se libran de esta piedra sisífica: todo hay que pagarlo. Hoy, aquí, estamos pagando. Tenemos celular y señal porque hay un pago. Podemos ponernos de pie porque nos alimentamos pagando la comida. No andamos desnudos porque compramos ropa. Todo es pagar y pagar, como dice la canción de Rockdrigo. Y lo peor: tenemos que pagar para morir. Claro, por adelantado, ya que muertos no podemos sacar la billetera para liquidar la cuenta de lo que costaremos ya muertos.

Uno de los ensayos más amplios del libro es “De algunas de las cosas que tomé por buenas y lo que resultó de ello”, y comienza con un énfasis en el gusto de la autora por los títulos a la usanza antigua, aquellos que empezaban con las fórmulas “De cómo…”, “De lo que…”, “De cuando…” y otros semejantes, que muchas veces encabezaban los capítulos como pasa en los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega. Luego de esto, Ruth avanza hacia el sobrevuelo de los trabajos que suelen atar al artista o a quien se cree artista. En el fondo, se trata de un texto cercano al debate actual sobre la experiencia de la enajenación en el mundo neoliberal: hay que ser productivos, no perder tiempo, ganar, reinventarnos, diseñar nuevos modelos de negocios, producir, atarnos al “emprendedurismo”. A su modo, la tesis de Ruth no deja de sintonizar con la renuncia a la productividad y la desaceleración propuesta, entre muchos más, por pensadores como Bifo Berardi o Kohei Saito.

“Color cúrcuma” es un elogio del té y otras infusiones descubiertas y preparadas por la autora durante la pandemia. Una prueba más de que todo es tema posible para las piezas de este libro.

El ensayo puede rozar los territorios de la crónica. De hecho, puedo rozar, invadir lo que sea. Es un género capaz de internarse en cualquier espacio, pasar por cualquier rendija. En “Pequeña manada sale a pasear”, con tono de crónica escrita en presente narrativo, la autora aprovecha una salida en bicicleta para reflexionar sobre nuestra condición de mamíferos esenciales y sobre los peligros y las emociones de la vida en una urbe, no lejana de la vida en la jungla. Obviamente, en los pliegues de la crónica se filtra el ensayo, la opinión subjetiva, la divagación mientras se da la “vagación” sobre dos ruedas.

“Duelos” supone el tránsito por el dolor ante la pérdida de seres físicos, sobre todo humanos, pero también sobre amistades y proyectos que han llegado a su fin. El dolor personal debe ser asimilado, nos dice la autora, en un proceso de aceptación que ojalá termine en el agradecimiento luego de convalecer ante las pérdidas.

Una evocación de la abuela cuasicentenaria aparece en “Los botones siempre fueron un tema aparte”, vagabundeo en el recuerdo de una mujer entregada al oficio de la costura y de la que Ruth Castro reconstruye vida, oficio y ámbito de trabajo. No me parece demasiado atrevido decir que de ahí le viene el gusto por la escritura y la edición, que a su modo es lo mismo que coser, unir tramos de palabras. De hecho, “texto” es una palabra hermana de “textura”, “textil” y del verbo “tejer”, de suerte que la metáfora “tejer textos” es casi un pleonasmo.

“Debo trabajar” es la pieza más breve del conjunto y añade un elemento interesante: el ensayo puede arrimarse mucho al terreno de la microficción.

El cuerpo nace marcado por rasgos y obligaciones según se nazca mujer u hombre. En “Para una cartografía de los cuerpos nubosos” la autora expone sutilmente la necesidad de una liberación del cuerpo, de un despojamiento o al menos de la conciencia de los prejuicios que determinan qué es o cómo debe ser el cuerpo.

“Con zapatos de tacón” no es un examen de la famosa cumbia interpretada por Bronco, sino un paseo típico del ensayismo clásico: asumir lo inmediato, en este caso el calzado, los zapatos, como punto de partida para pensar. ¿En qué? Ruth lo hace en torno a las imposiciones sociales, al abuso de los clichés estéticos, a la aceptación de sacrificios sólo para cumplir con los estereotipos. Una reflexión excelente, grata e incluso salpimentada por buenas dosis de humor.

La pieza titulada “Desolación” me deja ver que en la distancia corta, en sus textos más sintéticos, la autora avanza muy cerca del microrrelato. Hay allí un juego con la paradoja: el sol y sus rayos inclementes son tomados como lluvia, lluvia de luz y de calor, de energía que achicharra. Desaparece aquí el yo autobiográfico del ensayo, asume un tenue rasgo narrativo, y aparece un tú en segunda persona metido en una atmósfera atroz: la del calor habitual, por ejemplo, de La Laguna.

En “Affaire” reaparece el yo, la voz de la autora desde el fondo de las palabras. Se deja escuchar aquí una confesión: cómo se ha prendado de escritores y escritoras, y cómo eso ha sido elevado a la categoría de enamoramiento breve o largo, según sea cada caso. Creo que al leer este apunte no hay lector que no confiese una experiencia similar: leer con pasión es amar con pasión.

Un viejo y siempre novedoso tema, el del plagio en literatura, aparece en “Entrecomillar”. La autora recorre aquí, de manera sumaria, cuáles son las fronteras entre el robo y el préstamo, dónde se ubica el descaro y dónde la originalidad.

“El dificultoso oficio de comerciar libros” sirve como pretexto para hablar de su experiencia como lectora, de la relación física y emocional que ha mantenido con los libros. Su paso por librerías como compradora, trabajadora y dueña le ha permitido valorar la importancia del contacto directo con el libro y su gravitación en tanto objeto de cultura.

Por último, “Ixtlilxochitl” es un divertido ejemplo del camino que por lo regular recorre el ensayista: buscar un tema para escribir es propiciar casi de la nada la escritora: todo es tema, incluso no tener tema y buscarlo es tener tema. Es este texto casi una puesta en práctica de lo insinuado en el segundo ensayo, “Escribir desde la negación”

Saludo la llegada de este libro inteligente y grato, un buen modelo para quienes todavía quieran preguntarse qué es un ensayo. Aquí hay muchos de suyo interesantes, sabrosamente escritos y además muy bien editados en dominante tinta azul, el color del pensamiento, quiero creer.

Nota. Texto leído en la presentación de Pensar a caballo, pensar sobre la almohada, celebrada en la Feria Duranguense del Libro el 13 de julio de 2025. Victoria de Durango, Durango. Participamos Ruth Castro y yo. El libro está disponible en El Astillero Librería, Casa Juárez, Juárez y Degollado, Torreón. Muchas gracias a Shamir Nazer por la invitación y la organización. 

miércoles, julio 16, 2025

Intelectual y no intelectual

 












Un estudiante universitario (no supe de qué carrera) me envió este cuestionario. Dijo que le serviría, como casi todas las entrevistas estudiantiles, para un trabajo escolar. Escribí las respuestas y se las envié. No me acusó recibo. En la columna del diario publiqué sólo la primera respuesta, dadas las restricciones de extensión. Aquí reproduzco toda la entrevista.

¿Se considera un intelectual?

No. Creo que esa palabra desborda mis contornos. Soy esencialmente un narrador de ficciones que por razones laborales ha hecho crítica de carácter periodístico, general, ajeno a las honduras académicas o filosóficas, podría decirse que impresionista y superficial, con la que puedo lidiar y entenderme. Desde que comencé a vincularme con la literatura en libros y periódicos sospeché que la palabra que alcanzaba, sin mentira, a definir mi actividad era la de “escritor”, y que la palabra “intelectual” calzaba mejor a personajes como Sartre o actualmente Žižek, por mencionar sólo a dos muy evidentes. Siento que la palabra “intelectual” ha sido usada con exagerada ligereza y muchas veces se le cuelga al que simplemente escribe y publica, sea lo que sea. Creo que lo correcto, desde el famoso caso Dreyfus, es adjudicarla y quizá restringirla a aquellas personas que con textos críticos abren camino al debate de las ideas en el espacio público. Aunque se dan algunos casos en los que es posible la mixtura, no me gusta pues pensar que los poetas, cuentistas o novelistas son “intelectuales”, sino quienes tienen una mirada crítica del presente en términos filosóficos, sociológicos, antropológicos, económicos, jurídicos y demás. Por supuesto que hay sujetos (Sartre) que combinan lo creativo con lo intelectual, pero no todos logran tal estatus. Lo más común, a mi juicio, es encontrar al escritor separado del intelectual, un intelectual a la manera de Lipovetsky o Subirts, por ejemplo. No me apena entonces no ser o no sentirme intelectual, pues no lo soy como tampoco soy cardiólogo ni astronauta. Esto lo afirmo sin tragedia, pues no me incomoda ser sólo un escritor en general y un cuentista en particular, un simple creador de ficciones al que siempre le han asombrado, lo confieso, quienes son capaces de percibir, definir y explicar la orientación de las ideas, el camino del pensamiento en la enmarañada realidad. Sartori, Chomsky o Bauman serían otros casos famosos de tal índole.

¿Qué tanto beneficia o perjudica a un creador estar cerca de la reflexión de su tiempo y su lugar?

Creo que a un escritor, que es el creador que mejor conozco, le puede servir el contacto con su realidad inmediata, pero también siento que hay casos en los que puede nacer un buen trabajo de la introspección, del buceo en el ser propio desligado, si esto es posible, del exterior. No desdeño pues a priori al escritor que se encierra en la proverbial torre de marfil y renuncia al mundo. Esto también depende de la personalidad, de la extroversión o la timidez. En lo personal, me siento cómodo en la soledad, nunca me ha asustado, pues soy esencialmente tímido, pero también me seduce el mundo, la vida, el exterior que está más allá de mi biblioteca, los conflictos de mi tiempo, el desastre de la realidad que nos circunda. Por eso también sigo leyendo diarios, por eso busco noticias, para “estar en el mundo”, por decirlo de algún modo. Dije que soy un tímido esencial y sobre esto he pensado mucho: en el gregarismo humano la timidez siempre ha tenido mala prensa, y hoy, con las visiones exitistas impuestas por el capitalismo, cualquier manual de autoayuda indica que debemos salir al mundo y conquistarlo, comernos al que se atraviese, mostrarle nuestra firmeza y seguridad desde que le estrechamos la mano. Yo jamás pude hacer eso, ni podré, no se me dio, me asumo como tímido pero luego deduje que mi gusto por la literatura tuvo su origen en esta deficiencia: la timidez me llevó a la lectura, a los libros, y luego a escribir. No es un gran mérito, pero hoy puedo decir que si hubiera sido extrovertido no me dedicaría a la literatura, actividad que me apasiona. En resumen, digamos que mi personalidad tiende al encierro, a la soledad, y que todo mi contacto con el exterior, que no rehúyo, aunque me desagrade, implica una lucha. En fin, no sé si la respuesta se me fue para otro rumbo.

¿En la era de internet ha cambiado en algo la posición del intelectual?

El intelectual llega hoy a un público más amplio, aunque siento que las voces de los críticos de nuestro tiempo ya no pueden ser lo que fueron en otra época, por ejemplo, y disculpen la reiteración del nombre, hombres como Sartre. Hay hoy, claro, pensadores como él, pero su obra se pierde en lo que se pierde todo en este momento: en la enormidad del ruido, en la frivolización de todo, en la condición brutalmente efímera de cualquier aporte, sea profundo o chafa. Gracias a que me tocó vivir la época preinternética, la comparo con el momento actual y hoy pienso que no nos falta información, sino estómago para digerirla, es decir, cabezas para procesar lo que ocurre y recibimos en una avalancha diaria de noticias. Lo penoso es que cualquier pensador serio y capaz, aunque sea un sujeto necesario para orientarnos en el laberinto, es tapado por la ola de la vacuidad, por la superabundancia de naderías que sólo refuerzan la ceguera colectiva.

¿Existe todavía algún espacio para la “literatura comprometida”?

Uno de los triunfos del pensamiento que hoy predomina es haber vaciado y tornado obsoletas o cursis ciertas palabras y actitudes inmediatamente anteriores a nuestro tiempo. Una de ellas es la palabra “compromiso” o “comprometida”, hoy rechazadas casi como si tuvieran lepra. Igual pasa con “militancia” y “solidaridad”. Son los trucos del pensamiento hegemónico para colonizar cabezas y conservar su dominio: destrozar todo aquello que pueda servir luego como contracorriente. Lo curioso es que cuando más se necesitan el compromiso, la militancia y la solidaridad, menos se practican y ni siquiera se enuncian por el temor de ser juzgados como vejestorios. Vivimos, luego, el triunfo del individualismo, de la meritocracia, del famoso sálvese quien pueda, del éxito material a cualquier precio. Ahora bien, ya en los tiempos de la llamada “literatura comprometida” había detractores como Nabokov, un genio trilingüe criado entre sábanas de seda que luego perdió el edén por culpa de la Revolución rusa; en él se entiende el odio a la “literatura comprometida”. Debo decir, sin embargo, que por “literatura comprometida” no entiendo “panfleto”, sino obra en la que el autor muestra el drama humano sin perder de vista los imperativos del arte, es decir, la belleza de su expresión.

¿En qué medida pueden ceder los escritores a las exigencias del mercado editorial?

Sólo una vez me tentó la invitación a escribir con indicaciones y pago. Por supuesto, lo que recibí como propuesta no me agradó, y me alejé. Reconozco que en aquella ocasión me asaltó la duda, pues la invitación implicaba buena paga. Dada mi situación un tanto adversa en lo económico, estuve a punto de acceder, pero luego sentí que escribir lo que me pedían demandaba un esfuerzo desmesurado de mi parte, lo que hizo menos atractiva la recompensa. Aquella corazonada me vuelve cada vez que pienso en libros facilistas de autoayuda o escritura descaradamente comercial: parece fácil, pero no lo es “por la abyección que requiere”, como dijo Borges para referirse a otro asunto. Por supuesto, no juzgo a los escritores que en algún momento, por desempleo y desesperación, acceden a ese tipo de chamba, pero si yo lo rechacé es quizá porque en aquella ocasión no necesitaba tanto el dinero. Lo cierto es que tengo la impresión de que nunca como ahora se publica más basura. Basta ver la mesa de novedades de cualquier librería famosa para notar que la estupidez se enseñorea en el trono del mundo editorial.

¿Qué puede hacer un escritor frente a la falta de lectores?

En favor de esa causa un escritor ya mucho hace con tratar de escribir bien. Si logra cuajar una obra armada con solidez, auténtica, original, no podemos pedirle más. Ahora bien, si logra publicarla debe ayudar, en la medida de sus posibilidades, a difundirla, acceder a las iniciativas de los editores para la difusión, si es que las hay. En esta labor tenemos al menos tres tipos de escritores: los que ven con desagrado difundir su obra (y cualquier otra), los que se resignan y los que sienten fascinación por los flashazos. Por otro lado, y dado que el escritor debe ser primordialmente un lector, en más de una ocasión he comentado que una de las vertientes en las que el escritor puede sumarse al fomento de la lectura es mediante la escritura de reseñas o ensayos, no guardarse el gusto por las obras ajenas, compartirlo mediante la escritura. Yo he escrito muchas reseñas y opiniones sobre libros, y, aunque no forman legión quienes se han interesado en los materiales que comento, algunos sí han ido en busca de lo que recomiendo. La reseña es una complemento o extensión del comentario de sobremesa. No ayuda mucho, pero así sea módicamente permite la divulgación del libro y el siempre inalcanzado gusto masivo por la lectura.

¿Puede el escritor participar en política?

Sí, claro, como cualquier ciudadano.

¿Sirven las nuevas tecnologías al escritor?

Mucho, como a todos, aunque es verdad que su ruido también puede perjudicarlo. Se necesita ser un lector/escritor de mucha garra para no caer seducido por las deslumbrantes tecnologías que hoy nos coquetean por todos lados. El mismo celular es un peligro para quien debe procurar, como el escritor, aislamiento y concentración.

sábado, julio 12, 2025

La ciudad del español


 









Muchas veces he pensado en lo que significa desaparecer, en ser escritor, publicar una buena cantidad de libros y pasados algunos años luego de la muerte, si no es que inmediatamente, terminar en el olvido. Es el destino de la mayoría, lo sé, y más en estos tiempos atiborrados de ofrecimientos. Hoy es imposible valorar una novedad porque de inmediato hay otras mil para desplazarla. Es esta la paradoja del consumismo: lo que se ofrece para complacer al cliente no debe complacerlo totalmente, porque, si lo hace, el cliente deja de serlo y de lo que se trata es de que siempre lo sea.

En fin. El olvido. La desaparición, el hecho cierto de que ese es el destino con o sin literatura. De tal olvido he rescatado un librito del cual comparto el colofón, para que se vea claramente que es un acto de resucitatorio: “Se terminó de imprimir esta edición el día 15 de octubre de 1965 en los talleres de ‘Editorial Enigma, S. A.’ bajo la dirección de Marco Antonio Millán y José Revueltas, coordinadores de la Subsecretaria de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación Pública. El tiro consta de 10,000 ejemplares, impresos en papel Tablet de 50 k. y de 1,000 en Bond de 80 k, La portada y el retrato inserto en la segunda página de forros, son obra del grabador Adolfo Quinteros”.

Tiene casi mi edad, y lo reencuaderné para que agarrara un segundo y casi milagroso aire. Su papel, (“Tablet”) era el más corriente del mercado por aquel entonces, tanto que en el trayecto se puso amarillento-casi-marrón y quebradizo, aunque no lo suficiente: calculo que con mi encuadernado todavía será legible unos veinte años más antes de convertirse en polvo.

Su título es Genio y figura de nuestro idioma, y fue parte a un proyecto de la SEP que se llamó “Cuadernos de Cultura Popular”, colección “La honda del espíritu”. En el 65 nuestro país tenía poco más de 40 millones de habitantes, así que un tiraje de diez mil ejemplares era de los grandes, de índole popular.

He guardado el nombre del autor hasta este párrafo: Mauricio Gómez Mayorga. La Enciclopedia de Literatura de México consigna que nació en 1913 y murió en 1992, en ambos casos en la Ciudad de México, y que “estudió Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Inició su labor como crítico y divulgador de arquitectura y el urbanismo en 1939. Ha impartido las cátedras de Teoría del Arte, Arte Contemporáneo e Historia de la Ciencia en diferentes instituciones; de Teoría de la Arquitectura y de Planeación Social y Urbanismo en la UNAM. En 1954 residió como becario en Italia para estudiar Urbanismo y recorrió Europa. En 1957 organizó la representación de México en la Trienal de Milán; trabajó en Atenas en 1961 en una investigación de Urbanismo Teórico. Colaboró en las revistas Taller y Examen. De 1958 a 1973 fue asesor técnico de organismos públicos y privados. Mauricio Gómez Mayorga, poeta y prosista desde 1930. Perteneció al grupo de Taller que encabezaran Octavio Paz, Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez y Neftalí Beltrán. Su poesía se caracteriza por una fuerza expresiva de bien acabada factura. Palabra perdida reúne poemas breves de intenso contenido trágico. El ángel del tiempo es un poema en prosa con aliento metafísico”.

Me sorprendió la calidad del ensayo y me dio gusto haberlo rescatado. En él, Gómez Mayorga plantea lo que nunca imaginé: asimilar nuestra lengua a una ciudad. Una metáfora extraña, pero curiosamente útil, por lo gráfica. Así como una ciudad tiene sus edificios más suntuosos, sus bulevares, sus calles, sus plazas, sus barrios, sus arrabales, nuestra lengua contiene lo mismo. Dice por ejemplo que los verbos son las avenidas, lo que permite el movimiento de las ideas, y que las manzanas y los edificios son, como los sustantivos, lo fijo. Los adornos (plazas, monumentos, fuentes) se relacionan con lo adjetivo o lo adverbial. Por allí camina la comparación.

Lo más grato de la reflexión se da cuando el autor recorre “los barrios” o las colonias del idioma: el griego, el latín y el árabe para lo patrimonial, el francés y el italiano para lo suntuoso o lo artístico, el inglés para lo técnico y lo moderno, el náhuatl para lo más próximo a nuestro ser nacional. También, las orillas o los arrabales del idioma: las groserías y los modismos.

Todo el librito es agradecible, pero el pasaje que más me gustó es el dedicado a los arabismos. Es un privilegio de nuestra lengua tener esas palabras encantadoras. Va una cita: “Es desde luego muy probable que ciertos arabismos caigan en desuso, incluso algunos que citamos en nuestro ejercicio anterior, como ‘alarife’, pero otros parece que llegaron al idioma para quedarse. ¿Por cuánto tiempo más estarán en pie algodón, alarido, albacea, arancel, albayalde, almuerzo, arroz, arsenal, máscara, asesino, ataud, zafiro, zaguán y zanja? Pero la importancia de esta zona del idioma, aparte la indudable belleza de muchas de las palabras moriscas, es que constituye una de las características absolutamente propias del español, ya que las demás lenguas romances, por no haber sufrido la multicentenaria ocupación de los árabes, no cuentan en este hermoso acervo de voces orientales, salvo las de uso universal como azufre, alcohol, cero, cifra, tabique, adobe y varias más”.

Mauricio Gómez Mayorga: asiento su nombre para hacerlo viajar desde el olvido hacia esta pequeña anotación. Es poco, es nada, pero Es.

miércoles, julio 09, 2025

Voces del pasado

 









Recuerdo que hace algunos años encontré en YouTube la grabación de la voz de Francisco I. Madero. Casi inmediatamente, la de Porfirio Díaz. A principios del siglo XX, ya la fotografía estaba asentada como herramienta para capturar la realidad visual, y el cine mostraba atisbos importantes para hacer lo mismo, aunque con imágenes silentes en movimiento. Por los mismos años pre y postrevolucionarios, los aparatos para captar el sonido daban sus primeros trastabillantes pasos, y por fortuna su desarrollo técnico alcanzó a retener la voz de los personajes más importantes de aquel momento en nuestro país: la del coahuilense y la del oaxaqueño.

Al escucharlos, sentí que algo cambiaba, que merced a la posibilidad de oír sus voces ellos estaban más cerca, no a la distancia remota de los libros de texto que sirvieron para alimentar nuestra niñez con la historia oficial. Gracias a YouTube, Madero y Díaz tenían voz, una voz a la que luego no me costó poner la cara de cada uno de los sujetos que la emitía: la de Madero algo tipluda, rápida y firme, y la de Díaz ya cansada, de viejo que batalla con la respiración. Estos documentos de YouTube son asombrosos.

Otro de la misma categoría es el que podemos encontrar de un colaborador cercano a Madero: José Vasconcelos. Como sabemos, el autor de Ulises criollo se sumó de joven a la causa antirreeleccionista y, con sus bandazos ideológicos y todo, siempre guardó gran admiración por el político parrense. Ya viejo, cerca de su muerte y quizá todavía con la amargura que provocó en su ser el fraude electoral de 1929, Vasconcelos se encargó de conducir un programa de televisión. Sí, de televisión, aunque parezca absurdo decir esto.

Su título fue Charlas mexicanas, auspiciado con publicidad de la coahuilense Casa Madero y su bebida emblema: Evaristo 1°. En una mesa algo medieval, Vasconcelos aparece al centro y a sus costados lo acompañan dos invitados. Los tres tienen a la mano sendas copas de coñac y no falta que en efecto beban ante las cámaras. Pude computar al menos cinco programas: uno sobre el Hernán Cortés, otro sobre el virreinato, uno más sobre México, otro sobre Porfirio Díaz y uno más sobre el petróleo. Acompañan al filósofo y exrector de la Universidad Nacional, entre otros, el historiador Alfonso Junco y el politólogo Jorge Carrión.

Obviamente, el ritmo del programa es tieso y de estilo algo oratorio en el caso de Vasconcelos. Sea como sea, es un tremendo documento audiovisual de 1957, un milagro de la tecnología.

sábado, julio 05, 2025

Taza de té en Apostrophes

 







En Opiniones contundentes (Anagrama, 2017), Vladimir Nabokov (San Petersburgo, 1899-Montreux, 1977) explicó su aversión a las entrevistas que no podía controlar, aquéllas en las que el entrevistador recoge las respuestas a mano o con una grabadora, o aquéllas en las que las respuestas son espontáneas, como sucede en la tele y la radiodifusión y hoy también en un millón de programas de internet. Si la prensa quería obtener sus palabras, el novelista ruso exigía que le enviaran las preguntas, luego él las respondía con calma y regresaba el manuscrito que, exigía, los medios interesados debían publicar tal cual, sin ninguna modificación. Ese era el trato; de no aceptarlo, los periódicos y las revistas se quedaban sin las declaraciones nabokoveanas.

Esta es la razón por la que hay pocos registros radiofónicos y televisivos del autor de Lolita, su libro más famoso. Nabokov no aceptaba asistir a programas donde forzosamente sus respuestas iban a ser enunciadas de botepronto, al calor de diálogos casi improvisados que además planteaban el peligro de ser luego transcritos. Estilista como pocos, Nabokov tenía horror a las transcripciones; el solo hecho de pensar que sus ideas fueran trasegadas por cualquier tundeteclas, lo forzaba a seguir su método: quien deseara entrevistarlo tenía que enviar primero el cuestionario y admitir después las respuestas sin modificar ni una coma.

Dos años antes de morir, en mayo de 1975, hace exactamente medio siglo, Nabokov aceptó la más famosa entrevista de televisión en la que se retuvieran sus palabras y su imagen. Otra vez, pidió por anticipado las preguntas y exigió que ya en el estudio de televisión los entrevistadores se las formularan tal cual; él, claro, llevaría en cuartillas las respuestas para leerlas ante las cámaras. Es lo menos periodístico que puede haber en el género de la entrevista televisiva, pero no había otra opción. Era esa sopa o era esa sopa, o de plano no contar con el escritor en el plató.

El programa en el que ocurrió el milagro fue Apostrophes, emisión del canal francés Antenne 2. De contenido literario, el programa duró al aire de enero de 1975 a junio de 1990, y en él fueron entrevistados los mejores escritores y pensadores de aquel momento, sobre todo europeos. Tuvo momentos inmortales, como cuando asistió Charles Bukowski e hizo honor a su leyenda: llegó ostensiblemente borracho y siguió chupando “al aire” hasta que, tambaleando, abandonó el programa a media transmisión. Apostrophes era conducido por Bernard Pivot (1935-2024), periodista culto y cordial.

Apenas unos meses tenía el programa cuando a Pivot se le ocurrió invitar al escritor vivo más rejego de ese tiempo: Nabokov, quien vivía en Montreux, Suiza, a seis horas de París. Toda “la previa” a la entrevista fue contada años después por Pivot en un programa catalán. Allí, el francés recordó que antes de buscar al escritor algunos colegas le advirtieron lo difícil que sería lograr la entrevista. Él decidió intentarlo y se apersonó en Montreux. Al llegar a la residencia, Nabokov dormía su siesta y fue su esposa quien lo atendió. Cuando el genio apareció, ambos se aislaron para abordar el motivo de la visita: Pivot lo invitó al programa de televisión. Según parece, el anfitrión no estaba tan de mal humor o le cayó bien el joven periodista, tanto que aceptó. Claro, con las condiciones obvias: preguntas escritas por anticipado y lectura de respuestas al aire sin desviaciones de esa ruta.

Hubo otro requisito, este de carácter gracioso, nabokoveano: el entrevistado pidió beber whisky durante la emisión, pero no en vaso ni con una botella visible, sino en taza y desde una tetera, como si fuera té, para no dar a los televidentes franceses la imagen de “un escritor ruso-norteamericano un poco alcohólico”. La ventaja del whisky es que tiene el mismo color del té, dijo el escritor, y le indicó a Pivot que de cuando en cuando se lo ofreciera con estas palabras: “Señor Nabokov, ¿gusta más té?”

Por todo, el también autor de Habla, memoria controló su entrevista en Apostrophes. Pivot tenía dos caminos, un poco, si se quiere, como los marcados por Max Weber: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Dejó la primera al lado y optó por su responsabilidad; negar las condiciones de Nabokov era perder un documento que en cualquier caso resultaba harto valioso. Al final, hace cincuenta años el huraño padre de Lolita fue al estudio de Antenne 2 y para la historia quedaron sus respuestas escritas y leídas en perfecto francés ante la orgullosa sonrisa infantil de su entrevistador.