miércoles, junio 30, 2021

Presentación a (y de) Tulitas

 











Hoy en la noche, en la Casa del Cerro, será presentada la tercera edición de Tulitas de Torreón traducida por Fernando Fabio Sánchez (Torreón, 1973). Gerardo García y yo acompañaremos al traductor, quien es también escritor, maestro y columnista de prensa. Participé dentro de este libro como editor y como escritor en un par de páginas. Un fragmento de lo que contiene está aquí: 

Entre los documentos privados, íntimos, que mejor testimonian el nacimiento de Torreón como ciudad destaca, sin duda, Tulitas of Torreon. Reminiscences of Life in Mexico, publicado en 1969 en El Paso, Texas. Tal vez no fue Fernando Fabio Sánchez el primer torreonense que tuvo en sus manos ese libro, pero sí, esto es seguro, el primero que se impuso la tarea de divulgarlo, lo que empezó por el desinteresado acto de trasladarlo a nuestra lengua. El traductor describe en su prólogo la circunstancia que lo puso frente al libro y lo que vino luego: el lento trasiego de un idioma a otro.

Lo que no cuenta es que pocos años después, en 2000, con escasos recursos y ya lejos de La Laguna, emprendió la edición y la impresión de estas reminiscencias para que nosotros tuviéramos la oportunidad de acceder al relato que alguna vez le hiciera Tulitas Jamieson a Evelyn Payne.

Lamentablemente, aquel fruto editorial no gozó de la circulación adecuada, y el libro deambuló poco en la región del Nazas. Llegó, sí, a varios lectores que atestiguamos con asombrada delectación el largo camino que debió recorrer la Casa del Cerro para contarnos sus historias inaugurales, las que tejió allí Tulitas Jamieson (hija de Federico Wulff) con sus padres y sus hermanos.

Casi quince años después de aquella primera edición en español preparada por Fernando Fabio Sánchez tuvimos a la mano la segunda en 2013, y hoy la tercera en 2019. La primera, bellamente editada pese a su austero acabado, fue revisada en la segunda edición por el autor y a ella le fue añadido un anexo fotográfico fundamental para complementar las excelencias del relato. Asimismo, la portada pasó de ser meramente tipográfica a icónica, y en ella luce una composición donde destaca la casona que hoy es uno de los emblemas torreonenses. Salvo en la portada y otros detalles menores, tercera edición respeta la publicación anterior.

¿Por qué esta nueva salida de Tulitas de Torreón. Reminiscencias de una vida en México? Creo que la mejor respuesta es también la más simple: porque es un libro entrañable, querible, sobre el pasado de nuestra ciudad visto desde el recuerdo y desde, como se dice ahora, la otredad. Unas cuatro o cinco décadas después de que Tulitas nació en Torreón y vivió en la Casa del Cerro, cuenta a Evelyn Payne, su hija, la andanza de la familia Wulff en nuestras tierras. Tulitas narra, Evelyn escribe, y gracias a ese volcamiento de la memoria nosotros asistimos no sólo al relato familiar, sino a la recreación de aquel pasado en el que Torreón era una ciudad recién nacida. El tono de la narración es, creo, una de sus virtudes más poderosas, pues de manera sencilla, sincera, coloquial, Tulitas articula su evocación sin presentir siquiera que alguna vez la estaremos leyendo en español.

Esto, ingresar al recuerdo de Tulitas en nuestra lengua, se lo debemos a Fernando Fabio Sánchez, quien luego de concluir sus estudios de comunicación en La Laguna emigró a los Estados Unidos, esto a mediados de los noventa. Allá estudió su maestría y su doctorado en letras, ambos en la prestigiada Universidad de Boulder, Colorado. Luego ha trabajado como maestro e investigador en dos universidades del oeste norteamericano (en Oregon y en California). A la par, sus libros han visto poco a poco la luz; ha publicado cuentos, poesía y ensayo. Destaca en su notable bibliografía el estudio monstruo titulado La luz y la guerra. El cine de la revolución mexicana, compuesto junto al también lagunero Gerardo García Muñoz; este libro es ya, desde su salida, un estudio canónico sobre el tema, y da cuenta por sí solo de la solvencia intelectual adquirida por dos estudiosos torreonenses. Un personaje protagónico de Tulitas de Torreón es, por supuesto, la Casa del Cerro que desde hace un siglo se erige como una de las presencias más visibles, por su señera ubicación, en el extremo poniente de la ciudad. Hoy, la Casa del Cerro es, como sabemos, un museo, y es dable pensar que el diálogo de Tulitas con Evelyn constituye también una especie de biografía sobre este recinto, uno de los patrimonios arquitectónicos más queridos por los laguneros. Avancemos ya, pues, sobre las páginas de este recuerdo. Que Tulitas de Torreón sea leído y comentado como lo merecían y como lo merecen, como lo merecerán siempre, nuestra querida Casa del Cerro y sus primeros inquilinos.

sábado, junio 26, 2021

Abolición del silencio

 










Alguien, en una entrevista, le preguntó a Alejandro Dolina que qué le gustaba más, si escribir o hablar por radio. No recuerdo textualmente su respuesta, pero aproximadamente dijo que ambas actividades le producían satisfacción; la diferencia sustancial radica en el tiempo de espera necesario para obtener, si es que llega, el reconocimiento: en el radio uno recibe casi inmediatamente la respuesta del público, mientras que en la escritura es imposible que el lector esté allí, junto al autor mientras escribe, listo para aplaudir cada que nace un buen párrafo. Escribir implica esperar con paciencia y silencio a que días, semanas, meses y a veces hasta años después llegue algún apapacho proveniente del lector. Este trabajo es entonces uno de los que implican más silencio, aislarse del ruido para pensar/entretejer palabras.

Lograr el silencio que asegure la concentración es hoy una de las mayores utopías del escritor. A menos que se aísle en una isla, valga el pleonasmo, por todos lados lo perseguirá la sombra del ruido, y a veces ni en el hogar dulce hogar podrá sacudirse el acoso de las estridencias. Tengo un amigo que vive, por ejemplo, en una situación desafiante para escribir: como radica en una colonia popular, todos los días a casi toda hora padece bocinas estereofónicas en el vecindario; expelen sin misericordia reguetones y piezas de banda sinaloense en el peor de los casos, y de Marco Antonio Solís o de Chente, en el mejor. Pese a esto, con paciencia tibetana, mi amigo sigue adelante, atrincherado en la resignación de saber que el ruido no se largará jamás con su música a otra parte.

Como él y no muy lejos, cada que tengo oportunidad de sentarme a escribir como Cervantes manda debo poner barricadas a la desconcentración, aunque sin éxito. El hecho de trabajar a solas y evitar hasta la música que me agrada no garantiza el silencio: los ruidos se confabulan y rompen a saco el enclaustramiento, de manera que uno debe aprender a escribir en medio del ajetreo sonoro. Ignoro, por esto, qué tanto he perdido en agudeza debido a las miles de horas de escritura perturbada, de silencio hecho trizas por ruidos de cumbias lejanas, de gritos en la calle, de notificaciones de celular, de sirenas de camión gasero, de motos con el escape abierto y karaokes despiadados durante las madrugadas de los fines de semana.

En el libro Lectura y catarsis (Juan Pablos-Ediciones sin Nombre, México, 2000, 78 pp.), ensayo de mi amigo Adolfo Castañón sobre George Steiner, cita del erudito francés unas palabras que ratifican la importancia del silencio en toda labor que tome en serio el imperativo de pensar: “¿En qué piensa usted? —le pregunta el diario francés Liberation y él responde—: En primer lugar en la extrema dificultad de pensar. En el sentido serio del término. En la necesidad de tener acceso, en este fin de siglo, a los silencios, a los espacios privados (…), los ejercicios de concentración y de abstracción de toda mundanidad que presupone, que exige, el auténtico acto de pensamiento. En el presupuesto de la contabilidad mental, nada se ha hecho tan costoso como el silencio. Nuestra condena es la del ruido constante, público, mediático, pero también el ruido en los rincones de nuestras moradas. La metrópolis moderna es un largo aullido —y muy pronto sobrevendrá la abolición del armisticio que era la noche, durante veinticuatro horas sobre veinticuatro”.

¿Cómo ganar terreno al ruido en un mundo que aturde?, ¿cómo pensar y escribir en una realidad que no cesa de retumbar a los costados? No sé. Por lo pronto, uno debe terminar por habituarse al ruido y proseguir a contracorriente, como comenté que prosigue mi amigo el de la colonia popular, quien reflexiona y escribe sobre Sor Juana apedreado por el atroz fondo musical de la banda Cuisillos o los detestables vibratos, si bien le va, de Luis Miguel.


miércoles, junio 23, 2021

Árboles ayer, bosques hoy

 











Hace veinte años, en 2001, Ediciones del Ermitaño, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y la compañía Adobe publicaron El libro y las nuevas tecnologías. Los editores ante el nuevo milenio, obra colectiva en la que un numeroso contingente de profesionales de la edición espigó planteos de cara al momento que se venía encima. Desde entonces a la fecha sigue viva la discusión sobre los cambios provocados por el universo de la comunicación digital, cambios fortuitos y en algunos casos imprevisibles. En 2001 se hablaba todavía, como novedad, del correo electrónico y de la superabundancia de información en la red, pero parecía que estábamos aún lejos del smatrphone, de Whatsapp y de las redes sociales como Facebook, Twitter, Instagram y Tik Tok. Era difícil anticiparlo, pero en el lustro que va de 2005 a 2010, y más recientemente en la década que abarca de 2010 a 2020, se han dado cambios mayúsculos en la forma de comunicarnos. Y más: de marzo de 2020 a marzo de 2021 acusamos, debido a la pandemia, un cambio radical en nuestra forma de interactuar, y descubrimos casi como revelación que en los quehaceres académicos e intelectuales era posible sobrevivir, nuevas tecnologías mediante, gracias al trabajo desde casa.

No voy a teorizar sobre la revolución digital ni nada que se le parezca; no tengo competencia para hacerlo y además hay mucho material en todos lados para seguir los hilos de ese debate. Lo único que haré será bordear algunas ideas que parten de mi experiencia de escritor, de editor y principalmente de lector, un lector radicado en la periferia cultural, en el centro-norte de México, específicamente en la Comarca Lagunera, región que, como sabemos, abarca dos porciones significativas de los estados de Coahuila y Durango, México.

Como mis coetáneos nacidos en los cincuenta y sesenta, llegué a la vida adulta pocos años antes de que comenzaran a zumbar en el ambiente las palabras Windows y Macintosh. Egresé de la carrera en 1986 y comencé a trabajar como escritor y periodista en un contexto donde sólo podíamos apoyarnos en soportes de papel. Escribía en máquinas de escribir mecánicas, llevaba personalmente mis cuartillas al diario o la revista, y veía publicados mis textos, con más pena que orgullo, en los medios concretos que tenía a mi alcance. En 1993 compré mi primera computadora, una Macintosh Classic II. La usé cinco años sin conexión de internet, así que me sirvió sólo para escribir, no para hacer todo lo que hoy hacen las computadoras. En aquel momento, a mediados de los noventa, no era infrecuente que a los escritores se les preguntara qué preferían: si la máquina de escribir mecánica o la computadora. Algunos todavía, los verdaderos románticos, y no por mucho tiempo ya, seguían apegados a las Remington o a las Olivetti.

En 1998 compré otra computadora, una Alaska de caja blanca, y en ella contraté por primera vez internet y tuve mi primer correo electrónico. Durante dos décadas yo había obtenido información sólo en papeles, en libros, periódicos y revistas. Por mi trabajo sentía el imperativo de conseguir todo lo que fuera posible, acumular papel como un castor acumula madera. No había nacido en una familia con biblioteca, así que la fui armando desde cero. Cuando comencé a editar más o menos en serio, en 1990, me convertí en adicto a las revistas y a los suplementos culturales. Semana tras semana, mes tras mes, compraba las siguientes publicaciones: las revistas Plural (1971), Vuelta (1976) y Nexos (1978), y los fines de semana varios periódicos de la capital para extraer de ellos los suplementos: Unomásuno (1977) por el suplemento Sábado (1977); La Jornada (1984) por La Jornada Semanal (1984); Novedades por El Semanario; Excélsior (1917) por El Búho (1985); Reforma (1993) por El Ángel (1993) y El País (1976) por Babelia (1991). Estos espacios, más los libros que conseguía básicamente en las tres o cuatro librerías de Torreón, constituyeron mis lecturas de aquellos años. Hoy, creo que los suplementos más llamativos son Confabulario de El Universal (1916) y Laberinto de Milenio (2000), pero sospecho que sin la influencia de los suplementos de hace veinte años.

Sin saberlo, fui uno de los últimos y asiduos consumidores de papeles de ese tipo en un siglo en el que se vivió el boom de las revistas y los suplementos culturales encartados en los diarios. Poco a poco supe que estas publicaciones se convirtieron en obsesión de los artistas, sobre todo de los escritores y los intelectuales, pues, al margen del libro, los espacios periódicos servían para desahogar asuntos y preocupaciones coyunturales, posturas políticas o producción literaria en marcha. Por mencionar sólo algunos casos representativos en el orbe hispánico, uno de los modelos fue la Revista de Occidente, fundada en Madrid hacia 1923 por Ortega y Gasset. En 1931 nació Sur, de Buenos Aires, fundada por Silvina Ocampo. En La Habana, José Lezama Lima y José Rodríguez Feo fundaron Orígenes hacia 1944, y, en México, entre los veinte y treinta nacieron varias revistas importantes como Contemporáneos, de 1928, dirigida por el poeta Bernardo Ortiz de Montellano. Hay, claro, muchas revistas más, como la peruana Amauta, de José Carlos Mariátegui, fundada en 1926, y la fiebre por tener un órgano de difusión no se diluyó durante todo el siglo XX. Esto se puede notar en la biografía sobre Paz escrita por Krauze, donde el historiador enfatiza que tener una revista fue una obsesión abrazada por el Nobel mexicano durante toda su vida (de alguna manera, pues, el fervor hemerográfico del siglo se puede medir en el arco vital de Paz: de 1914 a 1998). Aunque tarde y en el rango provinciano, La Laguna no estuvo ajena a este contexto, pues en el XX nacieron y desaparecieron las revistas Cauce, Suma, Estepa del Nazas, La Paloma Azul, los suplementos Opinión Cultural, La Tolvanera, entre otras publicaciones, cada una con una vida que frisó los diez años.

Estas publicaciones servían hacia afuera para informar y entretener al lector, y hacia adentro como dispositivos editoriales para aglutinar grupos más o menos afines en sus inquietudes estéticas y políticas. Luego de varias apariciones, el lector podía notar un aire de familia en cada publicación, cierta sintonía espiritual o ideológica, incluso asomaba en ellas alguna condición de secta con oficiantes algo sacralizados. Parecían muchas publicaciones, pero, como yo mismo lo experimenté durante casi veinte años, y aunque cada mes compraba tres revistas y cada semana me hacía de cinco o seis suplementos, no eran tantas, así que las iba leyendo poco a poco, durante la semana, de modo que vistas desde ahora me dan la impresión de que configuraban productos insumibles en una escala humana, material viable para ejercer en sus páginas una “lectura sosegada”, como la llama Álex Grijelmo.

Luego de este sucinto y algo aparatoso, aunque forzosamente incompleto, recorrido por las revistas y los suplementos, tengo hoy la impresión de que mucho ha cambiado. No digo que para mal; no digo, como el poeta, que todo tiempo pasado fue mejor, sólo consigno parte de lo que ha cambiado. El hecho de que hoy podamos acceder por la red a la revista digital de algún cuentista radicado en Huimanguillo, Tabasco, o a los contenidos de las revistas más prestigiadas en todos los países y de todos los idiomas, ha reducido a casi nada el estatus del colaborador de revistas, ha diluido la idea de grupo artístico compacto y nos ha llevado a pulverizar nuestros intereses en mil partículas editoriales. Digamos que ahora no tenemos revistas, sino enlaces a textos específicos que al multiplicarse por cantidades inhumanas, forzosamente torrenciales y fragmentarias, crean cierta anhedonia o falta de placer en el lector, de ahí que hoy padezcamos algo aproximado al síndrome del niño rico: tenemos todo, y como tenemos todo, nada nos exalta, nada nos entusiasma, nada nos sorprende.

Perdimos la visión de los árboles; hoy todo es bosque, infinito bosque, y en él tenemos que buscar la manera de volver a la sorpresa del hallazgo que nos seduce y nos obliga, como en los viejos tiempos, a leer con atención, sosegadamente.

sábado, junio 19, 2021

López Velarde vs Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña

 







Saúl Rosales me ha permitido compartir este comentario suyo sobre el recordado poeta de Jerez, Zacatecas:

López Velarde vs. Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña

Saúl Rosales

El dilema de publicar o no publicar su poesía, agravado por las consecuencias de lo ya dado a la luz, consecuencias no siempre amargas, dicta a Ramón López Velarde el poema “Mi corazón se amerita” (Zozobra, 1919). Forma el título con algunas palabras del primer verso que completo dice: “Mi corazón leal, se amerita en la sombra”.

Al suponer enigmático ese verso y al pretender esclarecerlo, uno podría aventurar que mediante su articulación López Velarde mira cómo sus sentimientos, que acostumbramos ubicar en el corazón, se relamen cierto dolor en el oscuro íntimo decoro. El corazón se gratifica a sí mismo recluido en donde no luce, ni menos resplandece. ¿Y por qué merecería ser lucido su corazón? Porque, se sabe al continuar la lectura del poema, el corazón es la poesía, la exquisita partitura lopezvelardeana que canta en sus diástoles y sístoles.

Una vez convenido que el corazón es la poesía se ilumina la primera estrofa que parecía un enigma encantador, hipnotizador, por sus palabras conocidas y sin embargo necesitadas de exégesis a causa de los insólitos lugares que ocupan en la estructura de cada verso; eso, más la ondulante cadencia del conjunto y el dulce repique de una rima alterna. Transcribo dicha primera estrofa después de insistir en que, en este poema, para López Velarde el corazón es la poesía, pero en su caso, la poesía contenida, retenida, cancelada en la penumbra íntima:

 

Mi corazón leal, se amerita en la sombra.

Yo lo sacara al día, como lengua de fuego

que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;

y al oírlo batir su cárcel, yo me anego

y me hundo en la ternura remordida de un padre

que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego.

 

Como se ve en los versos segundo y tercero, Ramón López Velarde considera, con un implícito condicional “Yo lo sacara”, considera, digo, que podría exhibir su poesía, sacarla de la sombra a la luz, si, y sólo si… Y su poesía quemaría ciertas sensibilidades con el fuego que arde dentro de él, en su purgatorio ínfimo e íntimo. La poesía que yace en la sombra de lo inédito, su poesía, lo perturba.

Ahora, ¿a qué se debe el desasosiego de que su poesía palpite y se amerite en la sombra? Se debe a que López Velarde esgrimió su pluma contra el portentoso Alfonso Reyes y sufrió el silencio crítico de Pedro Henríquez Ureña, quien es considerado por José Luis Martínez como el fundador de la cultura mexicana contemporánea. La pugna estaba cantada.

Así, el poeta de Jerez Zacatecas, en su poema “Mi corazón se amerita”, a causa de la contención de su poesía en la sombra de lo inédito, dice en la segunda estrofa que todo lo agravia, pero a la vez lo estimula para seguir su carrera. Por ello, en la tercera estrofa, después de definir su poesía, dice, sólo en tiempo potencial, cómo la exhibiría y la llevaría a conocer la vida en la luz viviente desde el alba hasta el ocaso. Si se me perdona la digresión, a este periodo crepuscular del día lo nombra en un verso que parece calcado de Agustín Lara en tanto éste canta “un listón azul de amanecer”, y nuestro poeta jerezano dice “el cíngulo morado de los atardeceres”. De ese modo el cíngulo de López Velarde pasa a ser listón; el morado se convierte en azul y los atardeceres en amanecer. Todo paralelismo entre los dos versos es sólo señal de que Agustín Lara leía buenos poemas.

Tras esa digresión vuelvo a la rivalidad literaria entre Alfonso Reyes  y López Velarde y al silencio de Henríquez Ureña porque en la última estrofa de “Mi corazón se amerita”, el poeta de la “Suave Patria”, decidido, amenaza con liberar su corazón (su poesía) de la sombra y lanzarlo a la hoguera pública para, a su vez, liberarse de la pasión contenida. Resuelto, el poeta que contemplaba su íntima pasión, transformado y altivo, heroico, irreverente y belicoso, se enfrentará a la disputa y al silencio, a la incomprensión y el ninguneo:

 

asistiré con una sonrisa depravada

a las ineptitudes de la inepta cultura.

 

Los últimos versos de la cuarta estrofa y del poema, pareados, cantan el triunfo ardiente, luminoso y armónico de su poesía:

 

y habrá en mi corazón la llama que le preste

el incendio sinfónico de la esfera celeste.

 

A los cien años de la muerte de Ramón López Velarde, ocurrida el 19 de junio de 1921, su corazón (su poesía) se amerita en la más viva, extensa y extensiva luz del reconocimiento de quienes lo frecuentamos.


Antes de los 33

 









El arte de la biografía siempre ha puesto énfasis en la precocidad. Como si la vida fuera una carrera (currículum significa eso: recorrido), los estudiosos se han empeñado en destacar los frutos maduros producidos a edades muy tempranas y los han considerado hitos. En el universo artístico hay casos paradigmáticos, como el de Mozart, quien de niño ya asombraba a la aristocracia europea con la perfecta ejecución al piano de sus perfectas obras; también Rimbaud, quien antes de los veinte ya había escrito los libros que le granjearían la inmortalidad; o Picasso, quien en la adolescencia casi superaba a su padre, maestro de pintura. Para los biógrafos, la madurez adelantada es un prodigio digno de ser contado, se trate del genio matemático de Évariste Galois, del genio futbolístico de Diego Maradona o del genio de quien sea.

En la referida precocidad pienso cuando evoco a Ramón López Velarde (Jerez, Zac., 1888-México, DF, 1921). El destino le concedió poco tiempo para urdir una de las obras más importantes de la literatura española. Conste que no digo mexicana ni hispanoamericana, sino española, adjetivo con el que deseo asir todo lo muy bien escrito en la órbita de nuestra lengua. Mientras a otros escritores les cuesta una larga vida alcanzar el ideal del virtuosísimo, la obra ya cuajada y gorda de buen zumo, y a otros se les va la existencia sin lograrlo, la musa favoreció a López Velarde con una sensibilidad y unos recursos inusitados, para decirlo con un adjetivo que él hizo célebre al calificar ciertos ojos de sulfato de cobre.

Muchas veces he buceado en mi interior para tratar de descubrir la razón profunda de su encanto (y digo aquí encanto en sentido estricto, pues la poesía del jerezano encanta, fascina como el canto). He leído, claro, explicaciones técnicas sobre su manera de versificar/adjetivar/rimar y por supuesto me parecen un ejercicio inteligente de la crítica, pero siento que toda aproximación a la obra poética lopezvelardeana debe partir de una renuncia, la renuncia a encontrar mediante la pura razón el misterio que emana de su laboratorio metafórico. La explicación de López Velarde, a mi ver, no alcanza a colmarse con el develamiento de su técnica o con los datos autobiográficos agazapados en sus versos, sino en un sitio menos concreto. Es como si con un radar espiritual él hubiera captado una esencia que, como brisa, roza todos los pliegues del alma mexicana. Él supo vislumbrarla y, sobre todo, expresarla en palabras cuyo objetivo parece, de entrada, excesivo: convertir un sentimiento apenas presentido en evidencia de una realidad tangible.

Cuando leo a López Velarde me pasma advertir cómo atrapó la mencionada esencia, cómo emplazó sus sentidos a la manera de una cámara para captar detalles que parecen decir más de lo que dicen: “Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía; / y por las madrugadas del terruño, / en calles como espejos, se vacía / el santo olor de la panadería”. Esta estrofa remite, por ejemplo, a la mirada, el oído y el olfato, y en los tres casos parece haber una secreta correspondencia: el barro con la alcancía y la alcancía con la pobreza; luego la palabra “terruño” (y no “ciudad” o “pueblo”), usada muy frecuentemente para referirnos con cariño al lugar donde nacimos, se enlaza a la sensación de pureza que produce el amanecer vinculada a la santidad del pan (litúrgico). Todo se mezcla y fluye en nuestra emoción como río subterráneo, casi como fluye el viejo indoeuropeo en las palabras que usamos.

“Suave Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito; / como a niña que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada hasta el huesito”, dice en otra estrofa no lejana a la anterior, y ocurre lo mismo: “bendito” no sólo rima formalmente con “huestito”, sino que también consuena en el plano cultural por el conservadurismo presente en “bajada”, participio (los participios parecen adjetivos y verbos al mismo tiempo) que insinúa alguna coerción en el acto de adecentar la falda.

Esta poesía es un portento literario, una flecha que atraviesa la carne de nuestra idiosincrasia. Ramón López Velarde sólo tuvo 33 años para escribirla. Murió hace un siglo.

miércoles, junio 16, 2021

Sarta de locuciones

 









Es relativamente fácil distinguir diferencias en el vocabulario del español hablado y escrito en las distintas regiones del mundo hispánico, y la comunicación actual nos muestra esos matices evidentes mediante películas y canciones, entre muchos otros productos. Más difícil es percibir cambios que están más allá del léxico, de la palabra aislada, en frases que alcanzan distintos grados de fijación y se convierten en formulaciones que aparecen y reaparecen en el habla cotidiana y la escritura informal. Al respecto he tratado de parar la oreja para detectar algunas locuciones que a mi parecer tienen un frecuente uso local, aunque por supuesto no descarto que también puedan aparecer en el habla de otros países.

La idea de detectar estas locuciones me nació hace algunos años, cuando un grupo de amigos argentinos me pidió que le explicara el significado de la expresión “ni modo”. Pensé, claro, que para los mexicanos es obvia, y me asombró no haber reparado en lo vago que podía resultar su inteligencia en un ámbito de comunicación distinto al nuestro.

Traigo pues, aquí, una sarta de expresiones recurrentes en nuestra habla. Insisto que no son palabras, sino frases, locuciones adverbiales, verbales o nominales. Por limitación de espacio e incompetencia personal no agoto la descripción ni los usos de cada una. Casi me limito pues a enumerarlas, bordear su significado y dar un ejemplo de cada una.

A poco. Generalmente aparece como introducción de una duda dentro de una pregunta. “¿A poco no te gustó la sopa que preparé?”

Al ahi se va. Modifica sobre todo al verbo “hacer” cuando algo fue elaborado o ejecutado desprolijamente: “Todo lo hace al ahi se va” (es importante observar que el adverbio “ahí” se pronuncia sin acento: “ahi”).

Así como así. Expresa espontaneidad, que algo se hace sin tomar demasiados previsiones o recaudos. “Entró a la fiesta sin invitación, así como así”.

De a tiro. Locución que intensifica ciertas afirmaciones, que las lleva al extremo de su significado: “Es de a tiro pobre”.

Hacer de pedo. Desafiar, reclamar, provocar por rechazo a alguien o a algo. “Llegó y la hizo de pedo porque no estaba lista su comida”.

Hecho la mocha. Rápida, veloz, diligentemente. “Salió hacia su casa hecho la mocha”.

Luego luego. Inmediatamente, sin solución de continuidad. “Llegó a la oficina y luego luego se puso a trabajar”.

Mero mero. La persona más destacada de un conjunto: “Es el mero mero de toda la oficina”.

Mira mira. Locución útil para mostrar escepticismo o criticar con cierta burla. “Mira mira, te crees muy culto”.

Muy muy. Ironiza sobre alguien presuntuoso. “Se cree muy muy, el que se viste mejor”.

Ni a cuál irle. Pone en entredicho la falta de un buen elemento entre varias opciones. “Ninguno de los jugadores es bueno, no hay ni a cuál irle”.

Ni modo. Frase de resignación ante cualquier tropiezo, adversidad o fatalidad. “Ni modo, se descompuso mi computadora”.

No le aunque. Expresión adversativa para marcar terquedad en un deseo o propósito. “Le pediré que sea mi novia, no le aunque me diga que no”.

No que no. Introduce una duda irónica en ciertas preguntas. “¿No que no te gustaban los camarones?” Hay otra parecida que enfatiza una afirmación “Iré a la fiesta, sí que sí”.

Por si las moscas. Marca una precaución, que un acto se realiza para evitar un contratiempo o desaguisado: “Compré otro neumático por si las moscas”.

Qué esperanzas. Exclamación que expresa expectativas nulas o bajas respecto de un propósito o deseo. “No terminará su carrera, ¡qué esperanzas!”

Qué le hace. Frase que mitiga o anula el peso, la importancia o el valor de una situación. “Qué le hace que no tengas dinero, vámonos de viaje”.

Quién quita. Locución que añade duda sobre el posible fracaso de una acción: “Vamos a reparar la silla aunque no tengamos herramienta, quién quita y quede bien”.

Tal por cual. Descalificación eufemística. “Nadie le presta dinero, todos sabemos que es un tal por cual”.

Va que va. Afirmación. “Me pidieron que ayudara y va que va, acepté”.

sábado, junio 12, 2021

En busca de mosaicos


 





Más allá de que la Unesco apunte qué es y qué no es el patrimonio material o inmaterial de la humanidad, un buen hábito de cualquier comunidad pequeña o grande es velar por la preservación de aquellos rasgos que la caracterizan. Ya Saúl Rosales, por ejemplo, hace poco nos llevó a reflexionar sobre el valor de la arquitectura lagunera que él definió como “neoclásica de un piso”; además, nos hizo ver la poca atención que tanto las autoridades como la ciudadanía prestamos a esas edificaciones que todavía distinguen la fisonomía de nuestro espacio. El ensayo de Saúl Rosales fue publicado con el título “Torreón neoclásico de un piso”, y aún puede ser solicitado gratuitamente, como PDF, en mi correo electrónico: rutanortelaguna@yahoo.com.mx o aquí.

Con un propósito afín, la doctora (en historia) Laura Orellana Trinidad, encargada del área de investigación de la Ibero Torreón, ha destacado la importancia de un par de documentos resguardados en el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza. En su ensayo “Dos catálogos de mosaicos hidráulicos”, publicado en la revista Acequias número 84, analiza el valor de dos libros cuyo contenido se vincula directamente con un elemento práctico y decorativo de nuestra vida cotidiana: el mosaico.

Lo plantea de la siguiente manera: “Cómo podía una fábrica, a finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, mostrar sus productos de construcción sin transportarlos a lo largo y ancho de México? No hablamos de cemento o de ladrillos, que se pueden evocar fácilmente, sino de una novedad que había llegado de Europa —el mosaico hidráulico— que había adquirido el estatus de ‘arte aplicada’. Sus piezas artísticas eran coloridas o monocromáticas, de manufactura artesanal, fáciles de limpiar, durables. Parecía imposible mostrar estas cualidades a los posibles clientes sólo en ‘blanco y negro’, tonos que manejaba el periódico, único medio visual de la época para llegar a un público más amplio. ‘De la vista nace el amor’, dice el dicho, y quizá por ello las industrias mosaiqueras editaron catálogos comerciales con gruesas pastas, fino papel y buenas imágenes de las piezas que podían ser instaladas en los pisos de las viviendas, así como en plazas y banquetas. La facilidad de los catálogos es que podían llevarse o enviarse a cualquier lugar”.

De la mano de este trabajo de investigación nació la idea, alentada por el Departamento de Diseño, Arquitectura e Ingenierías y el Archivo Histórico de la Ibero Torreón, de articular una convocatoria llamada “Cazadores de mosaicos”. “La propuesta es sumarse como ‘cazadores’ de mosaicos hidráulicos (también llamados ‘de pasta’) para ubicarlos en toda la Comarca Lagunera. Seguramente los has visto: son baldosas decorativas para pisos y pavimentos, de uso interior y exterior, realizadas con cemento. Algunos son coloridos y tienen diseños geométricos, florales, arabescos, grecorromanos y de muchas variedades. También hay algunos más sencillos, con un dibujo octagonal, que tienen pequeños hoyitos o hendiduras y puedes encontrarlos en plazas, banquetas. Mientras más fotografías de mosaicos se envíen, quienes participen tendrán más oportunidades de ganar, mediante sorteo, premios en efectivo de hasta 5 mil pesos”. La convocatoria completa puede ser consultada en el Facebook del Archivo Histórico de la Ibero Torreón o aquí.

Los catálogos que dieron pie a esta excelente idea fueron puestos en circulación, hace varias décadas, por las empresas Quintana Hermanos, de la Ciudad de México, y La Industrial, de Valentín Rivero y Sucesores, ubicada en Monterrey, Nuevo León. Su conservación en papel ha permitido establecer un nexo entre el pasado y el presente, y es así como un documento se vuelve “histórico” en el sentido de que refleja ideas, emociones y gustos pretéritos que quizá, como en el caso de los mosaicos hidráulicos, aún sobreviven entre nosotros y por lo tanto es posible ubicarlos, “cazarlos”.

miércoles, junio 09, 2021

Mar de excesos

 












Durante muchos miles de años los parientes más cercanos de los seres humanos, y tras la evolución el mismísimo homo sapiens, se alimentaron directamente de la naturaleza. Lo que ésta producía en términos de frutos y carne animal era tomado por el hombre como sustento de su vida. No fue sino hasta muchísimos siglos después cuando los ingredientes del medio natural fueron procesados, combinados y resguardados en recipientes desechables con el fin de servir como alimento. Tenemos, pues, apenas una pizca de tiempo en la historia de la humanidad en convivencia con vidrios, papeles, metales y plásticos como habitáculos de lo que comemos.

En el mercado actual, los recipientes han pasado a ser más que eso. De hecho, quizá la parte más importante de su valor no está en el servicio que prestan, sino en la capacidad que han adquirido para seducir al comprador. Gracias a su diseño y su practicidad, todos los depósitos y envoltorios son la primera cara que observan los consumidores, de ahí el esfuerzo de los mercadólogos por hallar nombres atractivos para los productos y descubrir materiales adecuados y vistosos para cada artículo. Los líquidos han encontrado el vidrio, el metal y el plástico, tres posiblidades para imprimir colorido a los exteriores y ser un resguardo sumamente efectivo contra los derrames y la caducidad corta. Y así todo: el papel para las galletas y los cigarrillos; el plástico para los embutidos, y miles y miles de productos más.

La posibilidad de contar con un recipiente de uso único abrió cancha al añadido de mensajes en la fachada de cada artículo. Encontrar información en cada uno de esos objetos se convirtió en una realidad tan evidente que con el tiempo fue marginado por la mirada del consumidor. Aunque habrá alguno que otro lector asiduo de etiquetas, lo habitual es que no reparemos en ellas y olímpicamente las pasemos de largo, pues a nadie le interesa saber en qué lugar fabrican algo, cuál es su dirección web, si tiene o no código QR, cuándo fue fundada la empresa y un largo etcétera que incluye ingredientes y fecha de caducidad.

Por esta costumbre ya bien socializada de no leer información en las carátulas de los productos —y por razones aún más pesadas de salud pública, obviamente—, surgió la iniciativa oficial de imprimir plastas hexagonales negras con advertencias para el consumidor, todas encabezadas por la palabra “exceso”: de grasas saturadas, de grasas trans, de sodio, de azúcares, de calorías, además de otras rectangulares con las leyendas “contiene cafeína, evitar en niños” y “contiene edulcorantes, no recomendable en niños”. Así, de golpe comenzaron a aparecer en el súper y en las tienditas los productos comunes ahora aderezados con el hexágono delator. La medida nos hizo ver de manera casi escandalosa la calidad de la mugre que metemos al cuerpo, aunque la cantidad de tales porquerías quedara todavía a oscuras. Sea como sea, ahora resulta imposible no leer, y leemos.

Uno de los rasgos de la comunicación es el desgaste semántico de los mensajes reiterados. Así como, debido a su ubicuidad, logramos abstraer las noticias sobre asesinatos en el mundo del narco, la mente del consumidor poco a poco, hoy, va invisibilizando los hexágonos negros, tal y como también procedieron los fumadores aunque al principio se alarmaran con las imágenes de ratas y manos de leproso en cada cajetilla. Sospecho, en suma, que no bastarán las advertencias sobre la etiqueta para mitigar los altos índices de obesidad, hipertensión y diabetes del pueblo mexicano. La lucha contra esos males debe pasar por allí, ciertamente, pero también por un énfasis en la educación de los consumidores y mayores presiones a los fabricantes para moderar los excesos que, por desgracia, se han vuelto adictivos, parte ya de la pavorosa dieta nacional.

sábado, junio 05, 2021

Suicidas somos y en el camino andamos








Puede ser que nadie haya escrito y publicado más palabras que yo sobre el periférico que simula ser el libramiento a la zona metropolitana de La Laguna, el conocido como Raúl López Sánchez en la parte de Coahuila, y bulevar Ejército Mexicano en la de Durango. Es, como sabemos, una ruta que en todos sus años de historia jamás ha quedado bien, digna de una región que se ufana, no sin chovinismo barato, de emprendedora y moderna. Lejos de ser una “vialidad” (así le dicen hoy en lugar de “vía”) diseñada para agilizar y dar seguridad al tráfico, se trata de un paso en el que todo puede suceder cada vez que tenemos la riesgosa necesidad de recorrerlo, así que la considero uno de los ejemplos más acabados del desastre urbanístico que viene siendo la comarca lagunera (uso el “viene siendo” consciente del exceso de elegancia que esto implica).

¿Cuántos millones costaría remozar el Raúl López Sánchez/Ejército Mexicano? ¿Esta mejoría no se ha emprendido en serio por los problemas de circulación que supone? ¿A qué instancias de gobierno les tocaría atender esta urgencia? Sea lo que sea, lo cierto es que el tramo nació mal, siguió mal y hasta la fecha no ha dejado, por más manitas de gato que le dan, de representar un paso de la muerte. Nomás en esta semana padecí dos veces un par de embotellamientos, uno de ellos escalofriante, pues en la loma ubicada a la altura de la avenida Bravo se dio una carambola que interesó a más de quince autos. Al quedar tapada la arteria como si fuera colesterol metálico, una enorme tripa de vehículos fue sometida a la resignación de esperar paralizada sobre lo que en teoría debe funcionar como “libramiento”, es decir, como vía para librar algo, en este caso el tráfico de la ciudad.

No es, desafortunadamente, el único punto de la metrópoli distinguido por su conflictividad. Todos los que aquí vivimos y recorremos ciertas rutas sabemos lo denso que se ha tornado el acto de conducir, tanto que luego del confinamiento y la poca o nula necesidad de manejar hemos podido advertir hoy, en el regreso a las actividades fuera de casa, lo horroroso que es trepar al auto y encontrar a cada metro el acecho de peligros motivados en gran medida por conductores suicidas, como dice Joaquín Sabina, y por innumerables arterias mal trazadas, permanentemente diseñadas al “ahi se va”.

En el periférico no hay un punto crítico, pues todo allí lo es. Uno que frecuentemente me pone a temblar es el acceso de poniente a oriente, para tomar hacia el sur, frente a Galerías. En ese pequeño tramo hay que jugársela, no hay de otra. El bulevar Revolución tiene también lo suyo en muchos puntos; me asombra el tramo oriente-poniente a la altura del Crown Plaza. Tras pasar el crucero inteligente (ya me da flojera entrecomillar el adjetivo) los carriles tienen un dibujo que se enreda y obliga a permanecer alerta, pues uno nunca sabe, como las canicas de la feria, en cuál carril va a derivar.

Como ya comenté, cada quien puede compartir el viacrucis suyo de cada día, como el que deben (debemos) padecer quienes usamos el tramo norte-sur de la carretera Torreón-San Pedro a la altura de Villa Florida. Si deseamos acceder al libramiento, en horas pico es necesario hacer una cola enorme, pues el punto quedó convertido en una ratonera. Eso no es lo terrible, sino el hecho de que en el carril intermedio no falta que alguno frene para ingresar más adelante y ahorrarse así parte de la fila, lo que obliga a pasar ese espacio a la velocidad de una boyada.

Y ya que destaqué tal zona, del libramiento al Nudo Mixteco hoy se realizan labores de ornamento en los costados. Eso está bien, pues hará menos ingrata la vista a la gente bonita que reside en las colonias ubicadas en el norte de la ciudad. Lo ideal sería que esta misma política se habilitara a la altura, por ejemplo, del manto de la virgen, sitio muy desatendido, y de muchísimos más.

miércoles, junio 02, 2021

Titubeos del recomendador

 







Comienzo este apunte en clave de crónica: cierta mañana de sábado me encontraba en la librería de viejo con la expectativa de siempre, es decir, a merced del azar que pudiera obsequiarme algún libro valioso por su contenido. No soy de quedarme allí mucho tiempo, pues hace años aprendí que, ya formado un criterio bibliográfico, bastan unos minutos de husmeo en la librería para hallar los dos o tres títulos que me seleccione el destino. La fauna que frecuenta las librerías de este tipo tiene, si no una facha uniforme, sí un cierto aire de familia, algo que detecto vagamente como un común denominador. Para empezar, no son (somos) precisamente jóvenes, sino adultos de más de cuarenta o cincuenta en busca de libros que nos cuadren entre los muchos temas disponibles en el caos.

Por eso llamaron mi atención las tres jóvenes como de 15 o 16 años que entraron decididas a encontrar algo de su interés. Es raro que un trío con tales características llegue a la librería de viejo y comience el casi extinto empeño de buscar algo para leer. Seguí con mi búsqueda, pero no pude desentenderme de las palabras que cruzaban mientras veían las mesas llenas de libros. No mencionaban títulos ni autores, sólo decían “me han dicho que este es bueno”, “tengo ganas de leer este”, “este ya lo leí y no me gustó tanto”. Picado por la curiosidad, quise saber a qué libros y a qué autores se referían, o más bien a qué tipo de libros y a qué tipo de autores, y me acerqué. Vi y oí que no eran libros clásicos ni autores del, llamémosle así, “canon” contemporáneo, sino títulos y escritores de esa enorme literatura que de manera más o menos lapidaria se denomina “de aeropuerto”, novelotas generalmente traducidas del inglés en las que no gravitan los rasgos apreciados en “la buena literatura”, como el estilo o el deseo de experimentación. Si no me preguntan cuáles son sus características, lo sé; si me lo preguntan, también lo sé, pero su variedad es amplia y no puede ceñirse a una descripción breve. Digamos que esos volúmenes, vistos sólo en su exterior, suelen tener portadas de libro gringo, letras troqueladas en plata o dorado, diseño como de cómic, firmas que tal vez son seudónimos (Jeremy McDermott o Samantha Carlson, por ejemplo) y títulos como La gran cacería del dragón o Los sentimientos de Timothy.

Pensé a partir de allí que la pesquisa de las jóvenes hacía énfasis en las historias y se desentendía de los atributos que en el mundo de la crítica literaria gravitan para convertir al libro en objeto no perecedero, no “de aeropuerto”. Por supuesto, no censuro a quien lee lo que quiera leer; cada quien es dueño de su tiempo y de su gusto, así que en todos lados me aparto de la tentación profesoral, más cuando no me piden opinión. Lo malo es que a veces sí me piden alguna recomendación de lectura, y es en esta situación cuando me veo en aprietos. Para empezar, en la cabeza tengo los libros que me gustan, y de antemano sé que no necesariamente serán gratos a cualquiera. He aquí el primer obstáculo: evitar la imposición de un libro desagradable sólo porque alguna vez llegó a gustarme. Recomiendo pues con una mezcla de miedo y pudor, a sabiendas de que muy probablemente erraré.

Pasó en estas vacaciones. Mi hija más pequeña pidió ayuda y de golpe me vi en la realidad de no saber qué recomendarle que no fuera experimental, denso, de estructura compleja, pero igualmente bueno según el dictamen de los especialistas. Le di a leer Plata quemada, la novela de Piglia, y pudo terminarla. Luego le di Mundo del fin del mundo, de Luis Sepúlveda, y en este tenor seguiré, tratando de dar pequeños pasos en el grado de dificultad, a ver qué tanto avanza.

En resumen, nunca es fácil recomendar libros. En el fondo creo, incluso, que no es prudente hacerlo, que cada quien debe esforzarse por descubrirlos, pero tal vez urdo esta afirmación para no verme más en el titubeante trance de decir “bueno, quizá puedes leer esto”.