miércoles, octubre 16, 2024

Del cafecito


 







No hace tanto, quizá dos décadas o poco más, el café era una bebida ya habitual, pero no lo que es ahora: una potencia económica y ubicua, un producto que atraviesa todas las franjas sociales e, incluso, casi etarias, pues si no me engaño en este momento ya lo sirven hasta en biberones. Exagero, claro, pero no ha de ser tanto, así que desde hace mucho dejó de ser, como en mi infancia, una bebida casi exclusiva de los rucos.

Cuando abrí los ojos a la vida cotidiana no había más café que el soluble, el instantáneo. Supongo que en los restaurantes o en las cafeterías —que no estaban al alcance de mi edad— hacían del otro, del de grano pulverizado al que después era necesario pasar por un filtro de papel. De éste no se tomaba en las casas. El café que vi de pequeño era el Nescafé (y similares, como Marino o Monky) de fresco para el que nomás es necesario calentar agua. Sé que este café es considerado basura por los “sommeliers” actuales de la infusión, pero es el que tomaban mis padres y las personas como mis padres, toda la gente adulta que recuerdo. El aparato llamado “cafetera” (en cualquiera de sus modalidades eléctricas) se popularizó casi desde los ochenta y eso nomás en ciertos entornos de clase media para arriba, pues en las familias menos pudientes, hasta hoy, el frasco de instantáneo es un producto casi infalible en la despensa. La prueba de la parafina de que el café soluble es patrimonio popular la vemos en muchas gorderías: si uno pide allí café, no falta que le traigan agua caliente y el famoso frasco. así que esperar en esos lugares un café de angora es incurrir en una exquisitez indigna del establecimiento.

Más o menos sobre esto, hace años escuché una afirmación muy atinada a mi amigo Max Rivera, crítico lagunero de cine: todos los productos que se preparan con base en el agua son un negociazo. El principal es, lo comenté en un apunte de hace varios años, el agua. En efecto, el agua, que sin duda es preparada con agua, es tal vez el producto más ventajoso del mundo y puntos circunvecinos. Pero no se diga la cerveza, la gaseosa, el té, el jugo con supuesta fruta y todo aquello que se ha inventado como ingesta líquida basada en el agua. El café no es la excepción: seguro se trata de un negocio rotundo, y en algunos casos, si se le viste de esnobismo y se le convierte en signo de estatus, más que eso, pues todo es cuestión de que el vaso exhiba una determinada marca para que alcance el precio de un elíxir medieval, alquímico. Como tantas cosas en el mundo consumista de hoy, lo que en esos cafés cobran no es el café, sino la mamonería, el lujo de tirar crema para decir sin decir, vasito cool en mano, que uno sí sabe.