No
hay escritor, no puede haber escritor digno de ser tenido en cuenta que se
dedique a escribir sin haber leído. La culpa, por ello, de que existan
escritores está atornillada a la lectura.
No es, sin embargo, un fenómeno automático, es decir, que los lectores
se conviertan indefectiblemente en escritores. El número de quienes luego de
leer se sienten impelidos a escribir es por fortuna bajo. Lo cierto es que hay
una relación visceral entre lectura y escritura, una relación tan estrecha, tan
inmediata como la hay entre el buzo y el agua.
Otras
actividades demandan también el socorro de la lectura. La docencia es, en
teoría, una de las que más, aunque lamentablemente no haya en la realidad una
vinculación entre magisterio y libro, de ahí que se dé el caso de profesores
sin vocación de lectores, que es como decir futbolistas que no tocan el balón.
A lo que deseo llegar es a algo muy simple, a esta pregunta que parece
innecesaria pero al parecer no lo es: ¿leer es un trabajo? Vista desde fuera,
parece que no, que se trata de una actividad hedónica, un pasatiempo, una
manera entre tantas de distraerse.
Aunque
siempre puede ser un mero entretenimiento, hay profesionales que abrazan la
lectura como parte sustancial de su trabajo, acaso la más importante. Para el
escritor, señalé al principio, lo es de manera fundamental, y se podría afirmar
que la lectura constituye el hueso, el esqueleto de su creatividad. Sin tal
soporte, lo que se escribe casi siempre delata ingenuidad, una especie de
lejanía candorosa de todo canon, verdor técnico.
Cierto
que una persona puede leer un libro y luego escribir un texto maravilloso. Por
desgracia, esto ocurre, si ocurre, una vez entre un millón de aspirantes, y se
deberá a un genio especial, por no decir insólito. Por eso a los jóvenes que
publican su primer libro (de poesía, por ejemplo) les pregunto qué han leído al
respecto, y no falta que la respuesta se parezca a sus poemas: delatora de un
candor y una fragilidad que se deshacen a la menor exigencia crítica.
Leer,
por todo, es el piso de la escritura. Amonedar obras atendibles no se puede
alcanzar sin la lectura, a menos de que suceda un verdadero milagro, una
especie de revelación mágica de aquellas que, ya sabemos, no se dan en maceta.