Quesque hoy es el Día del Abuelo, así
que bueno, venga un breve recuerdo. Al de mi flanco paterno, Zeferino, de
rulfiano nombre, no lo conocí, pues él ya había muerto cuando aterricé en
este mundo. Al que sí conocí fue al padre de mi madre, de nombre Eduardo Vargas
Rodríguez. Esta foto es la única que tengo solo con alguno de mis abuelos, y
supongo que data de 1966, cuando yo rondaba los dos años de edad. Creo de hecho
que es de mi cumpleaños, pero la verdad no sé. Mi abuelo nació, según mi madre,
en 1904 (como Alejo Carpentier, como Agustín Yáñez); era oriundo de Sierra
Mojada, Coahuila, pero pronto se avecindó con su familia en San Pedro de las
Colonias, Coahuila, donde estudió la primaria. Sólo probablemente, sin asegurar
nada, he pensado que mi abuelo pudo haber visto en San Pedro a Francisco I. Madero,
quien por aquellos tiempos vivía en aquel municipio; fue allí, precisamente y
como sabemos, donde el político parrense escribió La sucesión presidencial. Pero insisto, esta es sólo una suposición de mi parte.
Mi abuelo murió a mediados de los setenta, así que me dio tiempo de verlo para ahora recordarlo. Mi madre nos llevaba con frecuencia a saludarlo, yo tendría ocho o nueve años, y debo confesar que me infundía miedo, pues era un señor hosco, muy poco dado a la sonrisa, de voz áspera. Había tenido éxito en los negocios, sumaba una buena cantidad de propiedades y usaba unos lentes de cristal verdoso que hacían imposible ver cómo nos miraba. En las fiestas era espléndido, patriarcal, y ordenaba la preparación de abundante comida, mucho trago y música ininterrumpida de mariachi o conjunto norteño en vivo. El recuerdo más presente que de él tengo es el siguiente: una vez mi madre me llevó a saludarlo o a cualquier otro asunto, y al entrar a su oficina (la oficina que había acondicionado en su casa) vi que tenía abierta su caja fuerte. Yo era un niño, supongo que de aproximadamente ocho años, y mi abuelo no se preocupó en cerrar la pesada puerta de la caja. Pude ver, como en las películas de hacendados, monedas de oro (quizá de los llamados “centenarios”), papeles seguramente importantes (escrituras), algunos fajos de billetes y una pistola. Es difícil olvidar esos símbolos de poder, por ello la imagen de aquella visión ha perdurado en mi memoria. Sé que nunca manejó autos, aunque tuvo muchos, y que sus parrandas eran largas y musicales, aunque esporádicas. A Carmen, su esposa, es decir, a mi abuela y madre de mi madre, la recuerdo también con suficiente claridad. Murió por las mismas fechas, allá por el 75, y era el envés de don Lalo: afectuosa, tierna, frágil, abnegada. Por mi abuelo llevo como segundo nombre Eduardo. Por último, algo había en don Lalo que le daba un aire al actor Carlos López Moctezuma, de ahí que me infundiera miedo.