Rescate de un texto publicado en el diario Milenio Laguna el 15 de julio de 2005.
Ríos Galeana, supestar ochentero
La captura de Alfredo Ríos Galeana
dio a nuestras autoridades la oportunidad de atizar el golpe mediático que
andaba suplicando desde hace buena cantidad de días. Antes de atrapar al “enemigo
público número uno” de la ochentera sociedad mexicana, nuestra policía equivocó
feamente sus escándalos; primero, con la detención de Nahúm Acosta; segundo, con
la del Chapito; y tercero, con la fallidísima comedia de enredos protagonizada
por un actor involuntario, el arquitecto Joaquín Romero Aparicio, “confundido”
con el hermano del supuestamente extinto Amado Carrillo.
Ya transformado, evangelista de voz
grave y pausada, con playera polo que le da cierto airecillo de Perro Bermúdez
pero con pelo, Ríos Galeana fue un treintañero que exhibió a la justicia
mexicana. Aunque por aquellos antieres ya se daba, el secuestro no era tan
común como lo es ahora, y nuestros delincuentes alcanzaban su doctorado en
criminalidad con el asalto a bancos. Lo hacían siempre a mano bien armada,
siempre con saldo de muertos y de cajeras con irrefrenables y justificadas
crisis nerviosas.
Alfredo Ríos Galeana, cómo olvidarlo,
fue el símbolo de aquella generación de asaltabancos. Su vida y su obra pronto
se convirtieron en referencia obligada de la nota roja mexicana; por ello, su
imagen no tardó en rozar los talones de la leyenda, pues era considerado una
especie de Robin Hood con todas las características de aquel arquero medieval,
salvo en aquello de entregar sus botines a los menesterosos. Los pasquines de más baja estofa —sobre todo la Alarma !,
súmmum del amarillismo delincuencial— pronto dejaron entrever que Ríos Galeana
era un pillo heroico, pues robaba, sin ser capturado, a los ladrones de cuello
blanco: los banqueros (esto de paso me recuerda las palabras de Bertold Brecht
que Piglia usa como epígrafe para su novela Plata
quemada: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”).
Ocho años después de su fuga
definitiva ocurrida en 1986 —definitiva hasta el 12 de julio pasado—, el
fenómeno Ríos Galeana fue examinado por el ubicuo Carlos Monsiváis en el
librito Los mil y un velorios
(Alianza cien/Conaculta, México, 1994, 96 pp.). Monsi le dedica un capítulo
entero, el VIII, titulado “Nace una estrella”. En él, nuestro cronista por
antonomasia describe e interpreta los pormenores de la extraordinaria carrera
consumada por aquel enemigo number one
que ya para el 94, con una identidad falsa y convertido al cristianismo, pulía
pisos en diversos establecimientos de South Gate, suburbio de Los Ángeles,
California.
¿Y qué dice Monsiváis sobre el
antihéroe Ríos Galeana? Veamos algunas pinceladas. Nacido en Arenal de Álvarez,
Guerrero, en 1951, Alfredito quedó huérfano de padre en el 52, lo que dejó a su
madre en condiciones de precariedad extrema. A los 17, empobrecido, el futuro
asaltabancos viajó al DF, se alistó en el ejército, obtuvo el grado de
sargento. Hay momentos borrosos en su currículum, pero Monsiváis apunta que
salió del ejército para integrarse, en 1977, al Barapem (Batallón de
Radiopatrullas del Estado de México) durante la gestión del profe Hank. En esa
cosa podrida de nacimiento llamada Barapem, Ríos Galeana se distinguió por su
astucia y su temeridad. Disparaba bien con ambas manos, boxeaba, daba clases de
preparación física a sus colegas, era una especie de jaguar preparándose para
el estrellato en la selva de concreto. Pronto el Barapem, cuyo cabecilla fue
Ríos Galeana, azotó al Estado de México con ataques a obreros, robos, razzias y
todo lo que una organización parapoliciaca podía perpetrar amparada en la
charola. En 1978, Ríos Galeana renunció a esa institución para dedicarse de
lleno a lo suyo, al delito, pero ahora sin credencial de la Barapem.
Con indiscutible pasta de líder, con
una vocación para el crimen que aplaudiría el mismísimo Capone, Ríos Galeana sintió
entonces que su vida transcurría en una película de los Almada; él mismo produjo,
actuó y dirigió los golpes que dejaron limpias las bóvedas de muchas sucursales
bancarias, todo con estrépito de balas y caídos. Orgulloso de sus atracos,
echón como los actores de cine, Ríos Galeana se ufanaba de sus éxitos: del 78
al 81, nomás para darnos un quemón, suma 26 asaltos a bancos, seis asesinatos,
50 hurtos en casas-habitación, 27 en tiendas. Y sucede lo más asombroso: cae uno
de sus cómplices, suelta la sopa (previa calentadita), y con esos datos se
descubre el paradero de Ríos Galeana (Monsiváis recuerda “La carta robada”, el
inmortal cuento de Poe): el líder asaltabancos se opera la nariz tres veces, es
cantante de vulgares palenques (valga el pleonasmo), usa el nombre artístico de
“Luis Fernando, el Charro Cantor”, graba un LP y tres discos sencillos. Lo
capturan en un palenque clandestino, se defiende, se queda sin parque y decide
entregarse a Francisco Sahagún Baca, el siniestro segundón del Negro Durazo. La
declaración de Ríos Galeana es una perla que todavía resume la minusválida
condición de nuestros aparatos policiacos: “Yo estaba seguro de seguir
atracando y burlando cualquier cerco policiaco, porque considero a la policía
mexicana sumamente incapaz para aprehender a los auténticos asaltantes”. Ríos
Galeana alardea, promete fugarse, y lo logra de inmediato. Delinque. Lo atrapan
otra vez en 1982; se fuga de nuevo. Delinque, roba hasta en hospitales. Vuelve
a ser capturado en 1985, y se estima que ha hurtado mil millones (de los de
antes) durante siete años, todo con alto saldo de víctimas.
Siempre jactancioso, declara a los
medios: “Soy el hombre que en México y en el mundo ha cometido más asaltos
bancarios. Soy muy inteligente (...) Cuando salga de la cárcel creo que
continuaré con mis actividades delictivas”. Es condenado a cuarenta años en el
Reclusorio, vive rodeado de privilegios y se le cuadran hasta los custodios,
sueña con escribir sus memorias o un guion de cine, pero de todos modos se
aburre y el 22 de noviembre del 86, con menos de dos años a la sombra, se fuga
como en un film, con sobornos, comando, metralletas, granadas y boquetes.
Desde entonces nada o casi nada se
había vuelto a saber de él; su leyenda se apagó y el martes 12 de julio del
2005, quienes rebasamos los cuarenta años hicimos memoria, una memoria que nos
trae, de nuevo, más que la imagen del superstar,
la triste película de los aparatos policiacos mexicanos, cloacas del hampa institucional.