sábado, mayo 23, 2020

Ríos Galeana, superstar ochentero














Rescate de un texto publicado en el diario Milenio Laguna el 15 de julio de 2005.

Ríos Galeana, supestar ochentero

La captura de Alfredo Ríos Galeana dio a nuestras autoridades la oportunidad de atizar el golpe mediático que andaba suplicando desde hace buena cantidad de días. Antes de atrapar al “enemigo público número uno” de la ochentera sociedad mexicana, nuestra policía equivocó feamente sus escándalos; primero, con la detención de Nahúm Acosta; segundo, con la del Chapito; y tercero, con la fallidísima comedia de enredos protagonizada por un actor involuntario, el arquitecto Joaquín Romero Aparicio, “confundido” con el hermano del supuestamente extinto Amado Carrillo.
Ya transformado, evangelista de voz grave y pausada, con playera polo que le da cierto airecillo de Perro Bermúdez pero con pelo, Ríos Galeana fue un treintañero que exhibió a la justicia mexicana. Aunque por aquellos antieres ya se daba, el secuestro no era tan común como lo es ahora, y nuestros delincuentes alcanzaban su doctorado en criminalidad con el asalto a bancos. Lo hacían siempre a mano bien armada, siempre con saldo de muertos y de cajeras con irrefrenables y justificadas crisis nerviosas.
Alfredo Ríos Galeana, cómo olvidarlo, fue el símbolo de aquella generación de asaltabancos. Su vida y su obra pronto se convirtieron en referencia obligada de la nota roja mexicana; por ello, su imagen no tardó en rozar los talones de la leyenda, pues era considerado una especie de Robin Hood con todas las características de aquel arquero medieval, salvo en aquello de entregar sus botines a los menesterosos. Los pasquines de más baja estofa —sobre todo la Alarma!, súmmum del amarillismo delincuencial— pronto dejaron entrever que Ríos Galeana era un pillo heroico, pues robaba, sin ser capturado, a los ladrones de cuello blanco: los banqueros (esto de paso me recuerda las palabras de Bertold Brecht que Piglia usa como epígrafe para su novela Plata quemada: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”).
Ocho años después de su fuga definitiva ocurrida en 1986 —definitiva hasta el 12 de julio pasado—, el fenómeno Ríos Galeana fue examinado por el ubicuo Carlos Monsiváis en el librito Los mil y un velorios (Alianza cien/Conaculta, México, 1994, 96 pp.). Monsi le dedica un capítulo entero, el VIII, titulado “Nace una estrella”. En él, nuestro cronista por antonomasia describe e interpreta los pormenores de la extraordinaria carrera consumada por aquel enemigo number one que ya para el 94, con una identidad falsa y convertido al cristianismo, pulía pisos en diversos establecimientos de South Gate, suburbio de Los Ángeles, California.
¿Y qué dice Monsiváis sobre el antihéroe Ríos Galeana? Veamos algunas pinceladas. Nacido en Arenal de Álvarez, Guerrero, en 1951, Alfredito quedó huérfano de padre en el 52, lo que dejó a su madre en condiciones de precariedad extrema. A los 17, empobrecido, el futuro asaltabancos viajó al DF, se alistó en el ejército, obtuvo el grado de sargento. Hay momentos borrosos en su currículum, pero Monsiváis apunta que salió del ejército para integrarse, en 1977, al Barapem (Batallón de Radiopatrullas del Estado de México) durante la gestión del profe Hank. En esa cosa podrida de nacimiento llamada Barapem, Ríos Galeana se distinguió por su astucia y su temeridad. Disparaba bien con ambas manos, boxeaba, daba clases de preparación física a sus colegas, era una especie de jaguar preparándose para el estrellato en la selva de concreto. Pronto el Barapem, cuyo cabecilla fue Ríos Galeana, azotó al Estado de México con ataques a obreros, robos, razzias y todo lo que una organización parapoliciaca podía perpetrar amparada en la charola. En 1978, Ríos Galeana renunció a esa institución para dedicarse de lleno a lo suyo, al delito, pero ahora sin credencial de la Barapem.
Con indiscutible pasta de líder, con una vocación para el crimen que aplaudiría el mismísimo Capone, Ríos Galeana sintió entonces que su vida transcurría en una película de los Almada; él mismo produjo, actuó y dirigió los golpes que dejaron limpias las bóvedas de muchas sucursales bancarias, todo con estrépito de balas y caídos. Orgulloso de sus atracos, echón como los actores de cine, Ríos Galeana se ufanaba de sus éxitos: del 78 al 81, nomás para darnos un quemón, suma 26 asaltos a bancos, seis asesinatos, 50 hurtos en casas-habitación, 27 en tiendas. Y sucede lo más asombroso: cae uno de sus cómplices, suelta la sopa (previa calentadita), y con esos datos se descubre el paradero de Ríos Galeana (Monsiváis recuerda “La carta robada”, el inmortal cuento de Poe): el líder asaltabancos se opera la nariz tres veces, es cantante de vulgares palenques (valga el pleonasmo), usa el nombre artístico de “Luis Fernando, el Charro Cantor”, graba un LP y tres discos sencillos. Lo capturan en un palenque clandestino, se defiende, se queda sin parque y decide entregarse a Francisco Sahagún Baca, el siniestro segundón del Negro Durazo. La declaración de Ríos Galeana es una perla que todavía resume la minusválida condición de nuestros aparatos policiacos: “Yo estaba seguro de seguir atracando y burlando cualquier cerco policiaco, porque considero a la policía mexicana sumamente incapaz para aprehender a los auténticos asaltantes”. Ríos Galeana alardea, promete fugarse, y lo logra de inmediato. Delinque. Lo atrapan otra vez en 1982; se fuga de nuevo. Delinque, roba hasta en hospitales. Vuelve a ser capturado en 1985, y se estima que ha hurtado mil millones (de los de antes) durante siete años, todo con alto saldo de víctimas.
Siempre jactancioso, declara a los medios: “Soy el hombre que en México y en el mundo ha cometido más asaltos bancarios. Soy muy inteligente (...) Cuando salga de la cárcel creo que continuaré con mis actividades delictivas”. Es condenado a cuarenta años en el Reclusorio, vive rodeado de privilegios y se le cuadran hasta los custodios, sueña con escribir sus memorias o un guion de cine, pero de todos modos se aburre y el 22 de noviembre del 86, con menos de dos años a la sombra, se fuga como en un film, con sobornos, comando, metralletas, granadas y boquetes.
Desde entonces nada o casi nada se había vuelto a saber de él; su leyenda se apagó y el martes 12 de julio del 2005, quienes rebasamos los cuarenta años hicimos memoria, una memoria que nos trae, de nuevo, más que la imagen del superstar, la triste película de los aparatos policiacos mexicanos, cloacas del hampa institucional.