En
2007 trabajaba para una dependencia cultural en el área de literatura. Mis
obligaciones, que cumplí con una incierta mezcla de entusiasmo y abnegación,
tenían que ver sobre todo con la organización de presentaciones, mesas
redondas, conferencias y lecturas de escritores cercanos o lejanos, noveles o
consagrados, de todo. Dado que el personal de mi área estaba conformado sólo
por mí, debía habilitarme para casi todos los quehaceres implicados en la
organización y buen término de las actividades, desde concebirlas, diseñar las
invitaciones, escribir los boletines, ir a los medios, asistir a las
presentaciones, muchas veces participar en las mesas y, por último, acompañar a
los escritores —principalmente cuando eran de fuera de la ciudad— en la cena de
rigor.
Pasó
una vez, entonces, que vino a visitarnos un escritor con renombre en el medio
literario mexicano, un ensayista destacadísimo aunque sólo bien conocido, como
ocurre con casi todos los ensayistas, entre escritores. Yo mismo lo ponderaba y
lo pondero todavía como un lector infatigable y un gran crítico, además de
maestro y perito editor de libros propios y ajenos. Su nombre, pues, no me era
nada extraño, y desde que abrí los ojos a la literatura había visto su firma en
los más prestigiados suplementos y revistas literarios del país, e igual en
libros de sellos académicos y comerciales. Era para mí, entonces, un escritor
“consagrado”, alguien ya plenamente identificado en la república de nuestras
letras.