sábado, julio 27, 2024

Una utopía peruana












Es casi imposible no tener al menos una tenue noticia sobre el vals peruano. Esto se debe sobre todo a “La flor de la canela” y “Fina estampa”, dos piezas de Chabuca Granda que con solo mencionarlas nos mueven a la evocación de sus vivos y pegajosos arreglos. Ese mundo, el de la música popular del Perú cuyo mascarón de proa fue el vals, es atravesado minuciosamente por Mario Vargas Llosa en su última novela. Un paréntesis: nunca me gustó decir “último libro” al referirme a un título de escritores todavía en activo, pues he preferido la expresión “su más reciente libro”. Sin embargo, Le dedico mi silencio (Alfaguara, México, 2023, 303 pp.) sí es ya la última novela del Nobel 2010, como él lo declaró al publicarla, lo cual nos permite asegurar que una obra narrativa con pinta de infinitud también ha llegado, asombrosamente, a su término.

Vuelvo a la novela y a una frase que frecuento cuando hablo sobre el arequipeño: una novela regular de su producción sería una gran novela para cualquier escritor de medio pelo. Este es el caso: la novela final de Vargas Llosa no es, ni de lejos, un portento como La guerra del fin del mundo o La fiesta del Chivo, pero se deja leer con gratitud y uno no puede menos que admirar la soltura, la fluidez, la elegancia, la imaginación del narrador vivo más importante de América Latina.

Le dedico mi silencio es una novela-pretexto. Con ella, Vargas Llosa parece contar la historia de su protagonista, un gris periodista llamado Toño Azpilcueta, pero lo que en verdad hace es aprovecharse de él para contar algo más grande: la historia sentimental del Perú y aún la historia a secas en muchos de los capítulos, de suerte que el libro discurre maliciosamente, con ágil contrapunto, de los pasajes en los que se nos describe el propósito de Toño, escribir un libro, a los pasajes en los que leemos el libro que está escribiendo Toño. En este zigzag se consume todo el relato.

¿Y cuál es el tema del libro que desvela al protagonista? Como fiel reseñista de la música popular peruana en revistas y periódicos, lo que no le granjea respetabilidad entre los escritores y académicos serios, de la élite, Azpilcueta vive sometido a un resentimiento gris, a la certeza de su mediocridad. Un día es invitado por un escritor serio (José Durand, el célebre autor de Ocaso de sirenas) a escuchar un concierto de música popular. Allí toca valses un tipo que le enceguece los oídos: Lalo Molfino, a quien de golpe considera el mejor guitarrista del Perú, al menos el mejor que ha escuchado. Tras un tiempo de reflexión, lo alumbra una idea: pasar de la reseña malpagada y casi anónima a escribir un libro ambicioso, una obra que oriente el destino de su país humillado por la desigualdad, la pobreza, la violencia (la novela se ubica entre los ochenta y noventa, la etapa de Sendero Luminoso) y la división que ha hecho de la patria un archipiélago.

La idea de Azpilcueta es tomar al difuso Molfino como eje y a partir de él trabajar con la historia peruana, con su cultura indígena y española, con su tradición religiosa y su sentimentalismo (la huachafería) hasta llegar al vals peruano como lo más alto que ese país ha aportado a la cultura mundial. El musicólogo cree que el vals y los ritmos afines serán capaces de unificar al Perú, de limar las diferencias de clase y raza hasta conformar una nación sólida y pujante. Es, por supuesto, una utopía, pero gracias a su estrafalaria idea podemos acceder a una ficción en la que varios capítulos (narrados con prosa engolada, huachafa) atraviesan la realidad de Perú, del basurero de Puerto Eten donde tiraron a Molfino de bebé hasta la Lima de los compositores, cantantes (como la todavía viva Cecilia Barraza, quien por cierto es personaje importante de la novela, pues es la mejor amiga de Toño Azpilcueta y su amor inalcanzable), guitarristas y cajoneros que en efecto han dejado con sus músicas una huella tan grande como la marcada por Vargas Llosa con su obra. Con Le dedico mi silencio, una estatua para Perú, se despide MVL, y no está mal pese a no ser una obra señera de su apabullante cosecha.