Carlos Velázquez (Torreón, 1978) ha publicado recién La Biblia Vaquera (FETA, 2008) su segundo libros de cuentos. Precedido por la buena fama que le dejó Cuco Sánchez Blues, el primero, Velázquez confirma con su nueva salida a plaza que es una de las voces más atendibles de la presente literatura lagunera. Y no exagero. Acostumbrados como estamos a mezclar al autor y su obra cuando los tenemos a la mano y lo tratamos, Velázquez es mucho más que el joven escritor con cierta inclinación a la desfachatez y al relajo que tan bien consuena con el espíritu de su generación. Detrás de eso que, me parece, poco importa, está el escritor firme, informado, atento a su entorno y más atento aún al ruido proveniente del exterior. Porque en él, como en muchos de sus contemporáneos, cohabita un tumulto de intereses que pasa prácticamente por todas las áreas: le importa la literatura como prioridad, pero no deja de meter las manos en todo lo que de alguna manera pueda ser incorporado luego al caldo artístico. Así, la obra de autores como Velázquez da la impresión de embarullarse en el todo social, de suerte que en un párrafo puede convivir la lucha libre con la pintura contemporánea, la tecnología con el bolero ranchero, el barrio bravo con la mismísima Biblia. Es una estética un tanto delirante, caótica, disparada a todos lados, congestionada de caló, neones y referencias a cualquier cosa que en el mundo haya o no haya.
La Biblia Vaquera continúa pues el camino abierto por Cuco Sánchez Blues. Esta confirmación no es una repetición o un trillar sobre el mismo surco, sino la persistencia de su autor en una tesitura que lo identifica ya como el (formalmente) más rebelde de los escritores laguneros. Así lo ha elegido él, y en esa elección hay una estética antiesteticista que rima bien con la estridencia del mundo actual. Por supuesto, como ocurre siempre, no es la de Velázquez una literatura para todo público. Desde que va siendo creada, la obra del escritor discrimina lectores y va en busca a los suyos. La Biblia Vaquera no entona pues con el lector poco habituado a la pirueta verbal, al desgarriate narrativo, a la sobrexcitación por superabundancia de estímulos. El lector acostumbrado a la prosa tersa y sin distorsión, a la estructura lógica del relato, al personaje tipo, asiste en La Biblia Vaquera al cataclismo del canon, al derrumbamiento y vejación de modelos bien peinados.
No se piense, sin embargo, que Velázquez procede sin concierto. Si concierto es, precisamente, no ceder ante los discursos del método que lo lleven a parecer mecánico. A diferencia de otros escritores, él da la impresión de sentirse a gusto en una especie de estado salvaje narrativo. Lo que a otros incomoda, a él le place; lo que a unos les calza bien, a él lo cansa. Por eso sus historias están fabricadas con la materia prima del vértigo y del humor. A cada paso, que es como decir a cada renglón, el lector asiste a una pirotecnia que encierra inteligencia y humor, caso de que no sean lo mismo. Todo lo que he dicho cuadra sobre todo con el cuento que le da título al libro, ganador por cierto del premio Magdalena Mondragón 2005 en el género de cuento. Los otros trabajan en un diapasón más conservador, con insistencia en la navegación por los predios de lo populachero, pero siempre con el guiño de un humor que se basa tanto en el juego de la palabra como en las situaciones encaradas por los personajes.
La Biblia Vaquera (un triunfo del corrido sobre la lógica) —tal es su subtítulo— está dividido en tres secciones y cada una cuanta con dos historias: Ficción (“La Biblia Vaquera” y “Burritos de yelera”), No ficción (“Reissue del facsímil original de la contraportada de una remasterizada Country Bible” y “Ellos las prefieren gordas”) y Ni ficción ni no ficción (“La condición posnorteña” y “El díler de Juan Salazar”). En todas retumba el fogonazo de una prosa que va quemando llanta en cada renglón, imparable, ansiosa por comunicar, jadeante como perro rabioso en medio de la plaza de armas. Celebro su prosa porque en ella se deposita, creo, la virtud capital de Velázquez: como los surrealistas, aunque no exactamente como ellos, va creando automáticamente, con ametralladora, una serie de imágenes hilarantes en las que el esplendor de la creatividad verbal, del invento, dejan boquiflojo al lector de tanta risa.
Algunos le regatean mérito al humor, y siempre, cuando le conceden validez, lo cuelan de contrabando al baúl de la buena literatura. Creo que si de algo padece la literatura mexicana es de una infinita falta de humor, de humor del que sea, y presencias como La Biblia Vaquera ayudan a pensar que no todo está perdido: que hay escritores a los que no les tiembla la mano para jugar a la esperpéntica con toda libertad, sin apiadarse ni un segundo de la lógica ni del qué dirán. Digo que hay algo de surreal en La Biblia Vaquera en el sentido, precisamente, de su chacotera ilogicidad. Pocos escritores se animan o se animarían a perder la brújula cartesiana al extremo al que llega Velázquez, para quien la lógica es una pantaleta de chica fácil: sube y baja con plena libertad, de suerte que su subtítulo queda plenamente justificado: aquí la lógica cede su lugar al disparate del corrido, a la mentira, a la transgresión, al adulteramiento, al pastiche, a la invención más descabellada. Los referentes reales se mezclan con las falsedades como si los lectores no existiéramos, de suerte que aquí, por ejemplo, Díaz Ordaz manda reprimir una manifestación de comerciantes en plena época de la clonación pirata de discos compactos, todo dicho con una prosa frescota (en el sentido de desenfadada).
Este libro está hecho pues de vértigo, de sicodelia postsicodélica y norteña hasta el tope. Para aproximarse a él y notar con claridad el valor de sus contenidos es necesario separar sus partes, desmembrarlo un poco. Así entonces, veo primeramente la prosa, que como ya dije es todo un caso de arriesgue y disloque. Esa prosa podría ser sometida al arbitrio de la retórica y saldrían chispas. ¿Qué recurso no está presente aquí? Tantos que parece un laboratorio gongorino en el que se juega con las posibilidades de la lengua hasta sacarle nuevas refulgencias. Y lo mejor, esa prosa ha sido cocinada con palabras cosechadas en cualquier territorio semántico, sin distingos de clase: lo mismo la palabrota que el tecnicismo anglo, lo mismo el galicismo culterano que la vulgaridad despatarrada, todo para lograr un efecto polifónico muy difícil de hallar en las prosas de por acá. El único pero que le pondría, en todo caso, y tal es uno de sus riesgos, radica en la gran cantidad de expresiones, reales o deformadas, de un léxico demasiado local a veces, lo que me hace presuponer dificultades casi insalvables para un lector no habituado a convivir con nuestro repertorio lingüístico y cultural, lo que de paso hace imposible, o casi imposible, traducir esta Finnegans Wake con guaripa y bajosexto.
En cuanto a los personajes, todo es imprevisible en La Biblia Vaquera, así que en ella no debemos esperar sujetos tipo, seres mecánicos. De hecho, Biblia Vaquera, con una u otra máscara o matiz, es el o la protagonista de los cuentos reunidos en el libro. El lector se halla entonces en una situación calamitosa, de shock: ¿cómo identificar a los fantasmas que pueblan estas páginas? Imposible también, pues un personaje es, por ejemplo, “luchador diyei santero fanático religioso y pintor” en una sola historia, lo cual torna muy peliagudo tratar de pescarlo con los anzuelos convencionales. Hay aquí, entonces, esperpentos que se mueven con hilos que parecen manejados por un sicópata: un luchador diyei santero fanático religioso y pintor, un bebedor consumado de sotol y su esposa experta en preparar burros de yelera, una pirata de discos compactos marxista-leninista, un marido que se quiere echar a una gorda para salvar su matrimonio, un compositor de corridos que desea hacerse unas botas de piel de Biblia Vaquera y un cabrón en desesperada busca de “díler”. Todo un arsenal de seres hechos a mano.
La geografía ha sido también alterada en este libro anómalo. Es La Laguna, pero no es La Laguna. O es La Laguna, pero pintada en un lienzo de Francis Bacon, con todo lo horrible y/o lo grotesco que eso puede ser. Al final, ese telón de fondo es el idóneo para colocar allí atmósferas y personajes delirantes, barrocos, complejos, atmósferas y personajes que incluso para los lectores “innorteñibles” resultarán, seguramente, memorables.
No me apura repetir que en La Laguna tenemos a un autor sólido en Carlos Velázquez. Lo que me apuraría en todo caso es no decirlo, no reconocer que en él contamos con el hijo más libre y mejor adaptado al salvajismo de una narrativa hecha siempre con la materia prima de la experimentación, del riesgo y la mixtura.
La Biblia Vaquera (un triunfo del corrido sobre la lógica), Carlos Velázquez, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008, 99 pp.
La Biblia Vaquera continúa pues el camino abierto por Cuco Sánchez Blues. Esta confirmación no es una repetición o un trillar sobre el mismo surco, sino la persistencia de su autor en una tesitura que lo identifica ya como el (formalmente) más rebelde de los escritores laguneros. Así lo ha elegido él, y en esa elección hay una estética antiesteticista que rima bien con la estridencia del mundo actual. Por supuesto, como ocurre siempre, no es la de Velázquez una literatura para todo público. Desde que va siendo creada, la obra del escritor discrimina lectores y va en busca a los suyos. La Biblia Vaquera no entona pues con el lector poco habituado a la pirueta verbal, al desgarriate narrativo, a la sobrexcitación por superabundancia de estímulos. El lector acostumbrado a la prosa tersa y sin distorsión, a la estructura lógica del relato, al personaje tipo, asiste en La Biblia Vaquera al cataclismo del canon, al derrumbamiento y vejación de modelos bien peinados.
No se piense, sin embargo, que Velázquez procede sin concierto. Si concierto es, precisamente, no ceder ante los discursos del método que lo lleven a parecer mecánico. A diferencia de otros escritores, él da la impresión de sentirse a gusto en una especie de estado salvaje narrativo. Lo que a otros incomoda, a él le place; lo que a unos les calza bien, a él lo cansa. Por eso sus historias están fabricadas con la materia prima del vértigo y del humor. A cada paso, que es como decir a cada renglón, el lector asiste a una pirotecnia que encierra inteligencia y humor, caso de que no sean lo mismo. Todo lo que he dicho cuadra sobre todo con el cuento que le da título al libro, ganador por cierto del premio Magdalena Mondragón 2005 en el género de cuento. Los otros trabajan en un diapasón más conservador, con insistencia en la navegación por los predios de lo populachero, pero siempre con el guiño de un humor que se basa tanto en el juego de la palabra como en las situaciones encaradas por los personajes.
La Biblia Vaquera (un triunfo del corrido sobre la lógica) —tal es su subtítulo— está dividido en tres secciones y cada una cuanta con dos historias: Ficción (“La Biblia Vaquera” y “Burritos de yelera”), No ficción (“Reissue del facsímil original de la contraportada de una remasterizada Country Bible” y “Ellos las prefieren gordas”) y Ni ficción ni no ficción (“La condición posnorteña” y “El díler de Juan Salazar”). En todas retumba el fogonazo de una prosa que va quemando llanta en cada renglón, imparable, ansiosa por comunicar, jadeante como perro rabioso en medio de la plaza de armas. Celebro su prosa porque en ella se deposita, creo, la virtud capital de Velázquez: como los surrealistas, aunque no exactamente como ellos, va creando automáticamente, con ametralladora, una serie de imágenes hilarantes en las que el esplendor de la creatividad verbal, del invento, dejan boquiflojo al lector de tanta risa.
Algunos le regatean mérito al humor, y siempre, cuando le conceden validez, lo cuelan de contrabando al baúl de la buena literatura. Creo que si de algo padece la literatura mexicana es de una infinita falta de humor, de humor del que sea, y presencias como La Biblia Vaquera ayudan a pensar que no todo está perdido: que hay escritores a los que no les tiembla la mano para jugar a la esperpéntica con toda libertad, sin apiadarse ni un segundo de la lógica ni del qué dirán. Digo que hay algo de surreal en La Biblia Vaquera en el sentido, precisamente, de su chacotera ilogicidad. Pocos escritores se animan o se animarían a perder la brújula cartesiana al extremo al que llega Velázquez, para quien la lógica es una pantaleta de chica fácil: sube y baja con plena libertad, de suerte que su subtítulo queda plenamente justificado: aquí la lógica cede su lugar al disparate del corrido, a la mentira, a la transgresión, al adulteramiento, al pastiche, a la invención más descabellada. Los referentes reales se mezclan con las falsedades como si los lectores no existiéramos, de suerte que aquí, por ejemplo, Díaz Ordaz manda reprimir una manifestación de comerciantes en plena época de la clonación pirata de discos compactos, todo dicho con una prosa frescota (en el sentido de desenfadada).
Este libro está hecho pues de vértigo, de sicodelia postsicodélica y norteña hasta el tope. Para aproximarse a él y notar con claridad el valor de sus contenidos es necesario separar sus partes, desmembrarlo un poco. Así entonces, veo primeramente la prosa, que como ya dije es todo un caso de arriesgue y disloque. Esa prosa podría ser sometida al arbitrio de la retórica y saldrían chispas. ¿Qué recurso no está presente aquí? Tantos que parece un laboratorio gongorino en el que se juega con las posibilidades de la lengua hasta sacarle nuevas refulgencias. Y lo mejor, esa prosa ha sido cocinada con palabras cosechadas en cualquier territorio semántico, sin distingos de clase: lo mismo la palabrota que el tecnicismo anglo, lo mismo el galicismo culterano que la vulgaridad despatarrada, todo para lograr un efecto polifónico muy difícil de hallar en las prosas de por acá. El único pero que le pondría, en todo caso, y tal es uno de sus riesgos, radica en la gran cantidad de expresiones, reales o deformadas, de un léxico demasiado local a veces, lo que me hace presuponer dificultades casi insalvables para un lector no habituado a convivir con nuestro repertorio lingüístico y cultural, lo que de paso hace imposible, o casi imposible, traducir esta Finnegans Wake con guaripa y bajosexto.
En cuanto a los personajes, todo es imprevisible en La Biblia Vaquera, así que en ella no debemos esperar sujetos tipo, seres mecánicos. De hecho, Biblia Vaquera, con una u otra máscara o matiz, es el o la protagonista de los cuentos reunidos en el libro. El lector se halla entonces en una situación calamitosa, de shock: ¿cómo identificar a los fantasmas que pueblan estas páginas? Imposible también, pues un personaje es, por ejemplo, “luchador diyei santero fanático religioso y pintor” en una sola historia, lo cual torna muy peliagudo tratar de pescarlo con los anzuelos convencionales. Hay aquí, entonces, esperpentos que se mueven con hilos que parecen manejados por un sicópata: un luchador diyei santero fanático religioso y pintor, un bebedor consumado de sotol y su esposa experta en preparar burros de yelera, una pirata de discos compactos marxista-leninista, un marido que se quiere echar a una gorda para salvar su matrimonio, un compositor de corridos que desea hacerse unas botas de piel de Biblia Vaquera y un cabrón en desesperada busca de “díler”. Todo un arsenal de seres hechos a mano.
La geografía ha sido también alterada en este libro anómalo. Es La Laguna, pero no es La Laguna. O es La Laguna, pero pintada en un lienzo de Francis Bacon, con todo lo horrible y/o lo grotesco que eso puede ser. Al final, ese telón de fondo es el idóneo para colocar allí atmósferas y personajes delirantes, barrocos, complejos, atmósferas y personajes que incluso para los lectores “innorteñibles” resultarán, seguramente, memorables.
No me apura repetir que en La Laguna tenemos a un autor sólido en Carlos Velázquez. Lo que me apuraría en todo caso es no decirlo, no reconocer que en él contamos con el hijo más libre y mejor adaptado al salvajismo de una narrativa hecha siempre con la materia prima de la experimentación, del riesgo y la mixtura.
La Biblia Vaquera (un triunfo del corrido sobre la lógica), Carlos Velázquez, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008, 99 pp.