miércoles, octubre 21, 2020

MI altar para Cuatro ingenios


 











Extraña, curiosa, arbitrariamente se comporta la glándula de nuestra sensibilidad cuando se trata de elegir. Entre mis libros hay algunos de mejor acabado material que otros, por supuesto, obras cuya apariencia física —y cuyo precio también— obliga a calificarlas de preciosistas. Tengo, vaya un par de casos, El renacimiento en Italia o la edición de lujo preparada para dar arranque a las Obras completas de Alfonso Reyes, pero he comprobado que, como objetos, no logran seducirme tanto como mi humilde, austera, discretísima segunda edición de Cuatro ingenios, volumen de bolsillo que la Colección Austral, de Espasa Calpe, publicó en 1950 con el número 954.

Es muy curioso. Una secreta amistad he logrado entablar con este librito de camisa verde y no tan amplia cantidad de páginas (141). Lo compré a diez insignificantes pesos en una librería de viejo, y ese precio se mantiene invicto, a lápiz, en el ángulo superior derecho de la primera página. Pero su apariencia no importa, o, si importa, lo hace de un modo que encierra algo de paradoja: el recipiente es modesto; el papel no se diga; el tamaño, más todavía. Con esas cartas credenciales se puede pensar que dicho libro no alcanza los méritos para merecer alguna veneración. Sin embargo, es precisamente por eso que Cuatro ingenios significa para mí infinitamente más de lo que vale su papel. Desde que lo compré, no recuerdo cuándo, sentí que sólo el arte de la edición era capaz de envasar en recipientes tan humildes la mayúscula obra de un escritor tan admirado y querible. Cuatro ingenios me revela, casi como amuleto ya, que la palabra literaria no requiere de soportes materiales de gran lujo para ofrendar al lector su sabia savia. Cuando la prosa tiene ese calado, esa firmeza, ese temple y esa hondura del intelecto y del alma, cualquier pedazo de papel es capaz de convertirse en un palacio.

Sé que los ensayos recogidos en estas páginas los puedo encontrar diseminados en este o en aquel tomos del regiomontano; sé que allá el líquido de la palabra puede lucir en vasos de glamorosa apariencia, pero también sé que en esta edición de Espasa Calpe argentina mi lectura fraterniza con una curiosa y delicada sensación de orgullo, de una íntima felicidad que ahora comparto. Deambular por los renglones de este libro, revisitarlo una y otra veces, eso ha sido para mí un goce que, reitero, raya en el fetichismo (por cierto, el único que me puedo permitir: el fetichismo de los libros). Leer sobre el Arcipreste, sobre Lope, sobre Quevedo y sobre el padre Gracián, avistar el esbozo de sus biografías, penetrar llevado de la mano en sus recintos vitales, hacer todo eso en la superficie de un libro tan pequeño y ordinario me permite reconsiderar el valor del espíritu y, en contraste, el menosprecio de la materia. Si la literatura es capaz de brillar, pienso, en recintos ajenos a la opulencia, ¿por qué no hacer lo mismo con la vida? El alma de Reyes, una pequeña parte, digamos, habita en mi edición de Cuatro ingenios. Nada impide pues que yo trate de ser yo sin ornamentos, sin lujos, como quizá alguna vez lo anheló, en un famoso prólogo, un no menos célebre espíritu gemelo de don Alfonso: Michael de Montaigne.