sábado, octubre 31, 2020

Ochenta años de Saúl Rosales


 







Saúl Rosales cumplió ochenta años el pasado jueves 29 de octubre. Nació en Torreón el mismo mes y el mismo año, lo digo como coincidencia onomástica, que Lennon (el 9) y Pelé (el 23), sólo, pues, con algunos días de diferencia. Él es, como muchos sabemos sobre todo en La Laguna, uno de los escritores más queridos y respetados en nuestra comunidad, acaso el hombre a quien en la literatura lagunera mejor le calza el título de maestro. Lo ha sido, y amigo también, de muchos que con mayor o menor talento y fortuna ejercemos aquí el oficio de escritores, y creo que en general le tenemos una mezcla pareja de admiración, cariño y gratitud.

De Saúl he dicho y escrito mucho, y creo que me ha cabido en suerte, no sé, ser uno de sus amigos literarios más cercanos desde hace casi cuarenta años. En los más recientes he tenido además la suerte de trabajar junto a él en la edición de sus libros, lo que nos ha llevado a conversar durante muchas horas no sólo de literatura, sino de todo lo que le/me interesa. Aunque de natural, digamos, melancólico, Saúl es un tipo con extraordinario sentido del humor, agudo siempre en sus observaciones sobre lo que le rodea y un obsesivo apasionado de la palabra. Ha sido, también lo sabemos, un espíritu abierto a las manifestaciones más altas del arte en la música, el teatro, la pintura, de lo que ha escrito mucho, y esto no significa que desdeñe el arte popular cuando en él nota autenticidad y vena. Son abundantes pues los elogios que puedo volcar a su persona, pero no necesito hacerlo porque ya lo he hecho en muchos foros y espacios impresos, además de que él sabe bien que el afecto que le tengo viene de muy lejos y es genuino.

La suma de sus libros, sólo de sus libros, alcanza veinte títulos. De temas misceláneos (como él denomina este rubro), están Dichos de Sor Juana; Sor Juana. La Americana Fénix; Un año con el Quijote; Don Quijote, periodistas y comunicadores; Cronistas, historiadores y crónicas; Mi iconografía del barrio de Yáñez; Jales sobre habla lagunera; Poesía de la música grande; El guerrillero Raúl Florencio Lugo; Reseñas y señales de narrativa y poesía laguneras y Jesús Morales Hernández. Un vikingo en la guerrilla urbana. De cuento, Autorretrato con Rulfo, Memoria del plomo y Vuelo imprevisto. De poesía, Vestigios de Eros, Floración del sueño, Dialéctica de la pasión y Recolecta en el ocaso, además de la novela Iniciación en el relámpago y la obra de teatro Laguna de luz. Aunque es una producción a un tiempo vasta y valiosa, la obra dispersa de Saúl en artículos y otros materiales para la prensa alcanzaría para fraguar varios libros más.

Además de todo lo anterior, uno de los flancos más importantes de su trabajo como hombre literario ha estado hondamente marcado por la docencia y la edición. Saúl ha sido, desde su retorno a La Laguna en los albores de los ochenta, un incansable editor de publicaciones en las que muchos han visto su obra impresa por primera vez (me cuento entre ellos) tanto en suplementos culturales como en revistas y libros. Podemos mencionar, sólo como ejemplos, el suplemento Opinión Cultural, El Juglar de la UAdeC, la revista Estepa del Nazas y libros colectivos de cuento, ensayo y poesía que han nacido de su entusiasmo por difundir la escritura ajena, sobre todo de los jóvenes.

A los ochenta de su edad, puedo decirle de mi parte gracias, Saúl, por tanto, por todo lo que me, por todo lo que nos has dado. Nos quedan aún muchas conversaciones por delante.


miércoles, octubre 28, 2020

Novedades en el Archivo Histórico












El Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza, SJ (AHJAE) de la Ibero Torreón ha dado recién un nuevo paso en su evolución como resguardo y difusor de documentación principalmente vinculada al pasado de La Laguna. Bajo la dirección de la doctora Laura Orellana Trinidad, la semana pasada el AHJAE puso en marcha un servicio que seguramente será de gran utilidad para los investigadores: un catálogo digital y un blog con novedades. Ambos espacios se erigen desde ya como herramientas útiles para acceder, desde cualquier lugar del mundo, a los fondos catalogados de acuerdo a normas internacionales hoy vigentes en el ámbito de los archivos históricos.

“El Archivo Juan Agustín de Espinoza, SJ (AHJAE) tiene un importante acervo documental de personas, familias, organizaciones y empresas, todos ellos de interés para la comprensión de los procesos históricos de la Comarca Lagunera. El impacto de algunos de nuestros fondos alcanza un nivel nacional e incluso internacional. Para proporcionar un mejor servicio a nuestros usuarios, hemos comenzado un proceso de transición hacia la digitalización de los fondos documentales. Sin embargo, este procedimiento llevará algún tiempo; por esta razón mantendremos las dos modalidades en que los fondos y colecciones documentales de nuestro archivo pueden ser consultados”, señala en su presentación.

Los documentos digitalizados y puestos ya en línea corresponden hasta el momento a diez fondos y colecciones, y la idea es sumar gradualmente otros materiales del acervo. Entre los diez que ya están disponibles para la consulta se encuentra, por ejemplo, “La lucha de clases en la Comarca Lagunera 1932-1952”, memoria escrita por Carlos G. Monsiváis que consta de 96 cuartillas, escritas a máquina, copia del original, que fue entregada por su nieta política, Aurelia Nájera de la Torre. En este documento, Carlos G. Monsiváis buscó dejar asentada “la lucha que llevó a cabo la organización en defensa del trabajo que contribuyó a fundar: el Sindicato Gremial de Albañiles y Ayudantes del Municipio de Torreón, que tuvo una existencia de dos décadas. Durante este periodo, Monsiváis también formó parte de una célula del Partido Comunista en la Comarca Lagunera; de ahí que dé cuenta de los hechos más sobresalientes de la vida de este sindicato, con un lenguaje e interpretación marxista”. Como este fondo ya hay disponibles nueve más, todos de suyo interesantes y perfectamente catalogados y listos para su consulta.

Además de lo anterior, fue creada la Bitácora del Archivo, blog cuyo propósito, señala en su intro, es acercar, “de manera contextualizada, a algunos de los fondos documentales del Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza, SJ. El objetivo es interesar a nuestros lectores en los acervos de las personas, familias y organizaciones de la Comarca Lagunera, a partir de su conocimiento, de la época en que se generaron y de las preguntas que despiertan actualmente sus documentos”. La Bitácora será pues un estímulo para favorecer el conocimiento de los fondos y su potencial consulta.

Con ambas herramientas del AHJAE (Catálogo digital y Bitácora), el estudio de la historia lagunera tiene dos nuevos aliados. No podemos más que celebrarlo.


sábado, octubre 24, 2020

Oficio de morir


 











Así pues (estos inicios desconcertantes los aprendí de Héctor Libertella), tengo una profunda admiración por ciertos libros viejos. Me gusta, como a cualquiera, que estén en buen estado, sin máculas de agua u otros agentes agresivos con el papel, como la grasa o los alimentos. No me refiero a cualquier tipo de libro, sino a aquél que por alguna razón sí deseo leer. En otras palabras, no me gustan sólo como objetos, por su sola antigüedad y para acumularlos en un museo privado con el fin de alimentar una suerte de bibliofilia ornamental. Si consigo un libro antiguo, primero me aseguro de que su tema me interese y de que su tipografía sea clara, pues la idea de la que parto tiene muy poco o casi nada que ver con el coleccionismo y sí, absolutamente, con el gusto literario y a veces con el potencial deslumbramiento ante el repentino encuentro con escritores desconocidos.

Los libros literarios de las décadas del cuarenta y cincuenta me complacen sobremanera. Esos libros de portadas sólo impresas con tipografía y, cuando mucho, una severa viñetita, son mis favoritos. Hace no tanto encontré uno publicado en 1958 por, dice el sello, Ediciones de la Revista de Bellas Artes. Su título es Oficio de cadáver, de Tomás Díaz Bartlett, poeta nacido en Tenosique, Tabasco, en 1919; su vida fue corta, pues murió en 1957. Como suele suceder cuando uno hurga en librerías de saldos y viejas ediciones, no tenía noticia de este escritor, así que volví las páginas con un tenue velo de expectativa, con el tranquilo deseo de encontrar alguna sorpresa. Lo que leí fue más que una sorpresa: hallé una voz poética madura pese a su juventud, serena pese a la angustia de estar ferozmente picoteada por la muerte.

Díaz Bartlett vivió en Puebla, Toluca y Veracruz. En 1945 se recibió de médico cirujano en el Distrito Federal, donde ejerció durante un tiempo. Una enfermedad se atravesó en su vida y quedó postrado con la esperanza de recobrar la salud, lo que no sucedió más. Allí escribió, casi muerto. Tenía cerca la amistad de Carlos Pellicer, su paisano, y su poesía, publicada poco a poco en dos libros (Bajamar, 1951; Con displicencia de árbol, 1955), despertó la admiración de algunos buenos lectores, como Andrés Henestrosa.

Oficio de cadáver es un libro póstumo. Su título es más que elocuente y terrible, y aunque parezca increíble, no condesciende al lloriqueo, a la lágrima chantajista. Es, más bien, un libro estoico, sereno, diríase que hasta luminoso, como si el poeta, para analizarse mejor, saliera de sí mismo para verse desde fuera, agónico: “Hace mucho tiempo que no vengo a verme / y ya me es necesario / platicar conmigo”. El poeta aquilata lo que tiene, ya un mendrugo de vida, porque sabe que el final lo acecha: “Si tú quieres saber si amas la vida / acércala a la muerte”. El hombre tiene plena consciencia de su prisión: la cama y su propio cuerpo: “Estoy aquí, medido por una cama, / amontonado en mí / echado hasta la esquina de una sábana”, o en este par de versos: “Y me reclamo como único / habitante de mí mismo”. En tal circunstancia, al borde del abismo, siente que ha llegado al Conocimiento: “Lo único malo es que todo se aprende / en ese mismo punto / en que acabó el camino”.

Díaz Bartlett escribió sobre sí mismo, pero dado que todos avanzamos a la muerte, en la salud o en la enfermedad podemos pensar esto o algo parecido: “Aquí me tienes, vida, / ayudando a mi cuerpo”.

A veces pasa eso: descubrí entre libros viejos a un gran, gran poeta.

miércoles, octubre 21, 2020

MI altar para Cuatro ingenios


 











Extraña, curiosa, arbitrariamente se comporta la glándula de nuestra sensibilidad cuando se trata de elegir. Entre mis libros hay algunos de mejor acabado material que otros, por supuesto, obras cuya apariencia física —y cuyo precio también— obliga a calificarlas de preciosistas. Tengo, vaya un par de casos, El renacimiento en Italia o la edición de lujo preparada para dar arranque a las Obras completas de Alfonso Reyes, pero he comprobado que, como objetos, no logran seducirme tanto como mi humilde, austera, discretísima segunda edición de Cuatro ingenios, volumen de bolsillo que la Colección Austral, de Espasa Calpe, publicó en 1950 con el número 954.

Es muy curioso. Una secreta amistad he logrado entablar con este librito de camisa verde y no tan amplia cantidad de páginas (141). Lo compré a diez insignificantes pesos en una librería de viejo, y ese precio se mantiene invicto, a lápiz, en el ángulo superior derecho de la primera página. Pero su apariencia no importa, o, si importa, lo hace de un modo que encierra algo de paradoja: el recipiente es modesto; el papel no se diga; el tamaño, más todavía. Con esas cartas credenciales se puede pensar que dicho libro no alcanza los méritos para merecer alguna veneración. Sin embargo, es precisamente por eso que Cuatro ingenios significa para mí infinitamente más de lo que vale su papel. Desde que lo compré, no recuerdo cuándo, sentí que sólo el arte de la edición era capaz de envasar en recipientes tan humildes la mayúscula obra de un escritor tan admirado y querible. Cuatro ingenios me revela, casi como amuleto ya, que la palabra literaria no requiere de soportes materiales de gran lujo para ofrendar al lector su sabia savia. Cuando la prosa tiene ese calado, esa firmeza, ese temple y esa hondura del intelecto y del alma, cualquier pedazo de papel es capaz de convertirse en un palacio.

Sé que los ensayos recogidos en estas páginas los puedo encontrar diseminados en este o en aquel tomos del regiomontano; sé que allá el líquido de la palabra puede lucir en vasos de glamorosa apariencia, pero también sé que en esta edición de Espasa Calpe argentina mi lectura fraterniza con una curiosa y delicada sensación de orgullo, de una íntima felicidad que ahora comparto. Deambular por los renglones de este libro, revisitarlo una y otra veces, eso ha sido para mí un goce que, reitero, raya en el fetichismo (por cierto, el único que me puedo permitir: el fetichismo de los libros). Leer sobre el Arcipreste, sobre Lope, sobre Quevedo y sobre el padre Gracián, avistar el esbozo de sus biografías, penetrar llevado de la mano en sus recintos vitales, hacer todo eso en la superficie de un libro tan pequeño y ordinario me permite reconsiderar el valor del espíritu y, en contraste, el menosprecio de la materia. Si la literatura es capaz de brillar, pienso, en recintos ajenos a la opulencia, ¿por qué no hacer lo mismo con la vida? El alma de Reyes, una pequeña parte, digamos, habita en mi edición de Cuatro ingenios. Nada impide pues que yo trate de ser yo sin ornamentos, sin lujos, como quizá alguna vez lo anheló, en un famoso prólogo, un no menos célebre espíritu gemelo de don Alfonso: Michael de Montaigne.

sábado, octubre 17, 2020

Aforística Sor Juana*










Casualmente hace poco, a propósito del refrán “debajo de mi manto, al rey mato”, mencioné un valioso libro de Nieves Rodríguez Valle, investigadora de la UNAM. La doctora observa lo siguiente: “El primer refrán del Quijote I aparece en el Prólogo y, significativamente, es ‘Debajo de mi manto, al rey mato’ (I, Prólogo, p. 51 ). Este refrán en su nivel metafórico, como todos los refranes, expresa una generalización que se aplica a una situación determinada, en donde el manto no es literalmente un manto, ni el rey un rey; el manto representa lo que puede cubrir, proteger, esconder, y el rey se presenta como la metáfora de lo más poderoso e infranqueable, lo intocable, la autoridad, la censura”.

La cita procede del libro Los refranes del Quijote: poética cervantina, vivisección pormenorizada de los dichos que acumula torrencialmente el Quijote a partir del mencionado “debajo de mi manto, al rey mato”. Destaco una sutileza visible en el título de la doctora Nieves Rodríguez: al decir que los refranes son parte de la poética de Cervantes se afirma, puesto que la poética es, digamos, el modo esencial que tiene un autor de insuflar literatura o belleza a su palabra, que la obra de Cervantes está signada por tal recurso, el del refrán.

Este procedimiento no es, de hecho, patrimonio exclusivo de Cervantes. Casi puedo asegurar que se trata de un ethos, palabra griega que suele ser usada para designar al conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o una comunidad. Esto quiere decir que el uso de refranes, y en general el modo aforístico, atraviesa, permea la obra de casi todos los escritores del Siglo de Oro y su luz se extiende algunas décadas más adelante, pues todavía puede advertirse en las maneras de Sor Juana y otros escritores hispanos como Gracián o Feijoo, o novohispanos como Sigüenza.

¿Y en qué consiste el estilo aforístico? En su Diccionario de retórica y poética, Helena Beristáin, de la UNAM, apunta que el aforismo (también llamado apotegma, sentencia, refrán, adagio, máxima y proverbio) es una “Breve sentencia aleccionadora que se propone como una regla formulada con claridad, precisión y concisión. Resume ingeniosamente un saber que suele ser científico, sobre todo médico o jurídico, pero que también abarca otros campos”, y añade que “se origina en la experiencia y la reflexión”.

Tal es el estilo de Sor Juana, o al menos un rasgo saliente del estilo de Sor Juana, como bien ha subrayado Saúl Rosales en un libro de título inequívoco: Dichos de Sor Juana. Este nuevo libro glosa renglones aforísticos de la obra de la escritora novohispana. Para acometer su materia, el autor ha seleccionado fragmentos de Sor Juana en los que es posible advertir la sonoridad de una sentencia, dicho o paremia, con su consiguiente lección moral. La paremiología es, según la RAE, “tratado de refranes”, y el ensayista lagunero observa lo que de paremiológico hay en la obra de quien escribió Primero sueño. El resultado es un libro que nos abre amplias ventanas a la agudeza de la Décima Musa, a su finísima mirada sobre la condición humana.

En su advertencia, el autor señala que es “propósito de este libro acercar lectores a la obra de Sor Juana mediante giros lingüísticos que la puedan hacer aparecer próxima (prójima, o de la familia). Los dichos de Sor Juana reunidos en estas páginas proceden de poemas, obras para teatro versificadas y dos misivas: la Repuesta a Sor Filotea y la Carta a Núñez”.

Se trata entonces de 138 “dichos” de Sor Juana que el escritor lagunero entresacó para nosotros, todos con un comentario que los desmenuza clara, puntualmente, para hacerlos accesibles al lector de a pie, lector acaso menos habituado a moverse en el castellano del Barroco. Muchas veces, y esto lo he percibido con mis alumnos, el léxico y la sintaxis del español antiguo son barreras que parecen infranqueables. Muchos rechazan los Diarios de Colón o las Cartas de Cortés o la Historia verdadera de Bernal e incluso El Buscón de Quevedo porque esos señores escriben “muy raro” y no se les entiende, e incluso porque tienen “faltas de ortografía”. Si a esto añadimos la voluntad barroca de escritores como Góngora o Sor Juana, los lectores menos curtidos se agachan y se van de lado, reculan ante tal goce. Este alejamiento es lo que quiso evitar Alfonso Reyes al prosificar La fábula de Polifemo y Galatea, de Góngora, en un libro que se llama El Polifemo sin lágrimas, o ahora, entre nosotros, Saúl Rosales con Dichos de Sor Juana, que es casi como decir “Sor Juana sin lágrimas”.

Doy un solo ejemplo, no sin reiterar que hay 138 equivalentes en el libro. Tras citar los versos “Cegar por mirar al sol / es gloria del animoso”, Rosales Carrillo acota: “Cuando se fracasa en un importante propósito es grato recibir alguna consolación. La máxima de Sor Juana que titula estas palabras parece adecuada para ello, para atenuar los efectos de la frustración”. Luego, poco más adelante, abunda: “Quien se haya propuesto ganar una competencia deportiva y no lo haya conseguido, quien se haya propuesto titularse como universitario sin lograrlo, quien haya pretendido obtener una casa para su familia sin obtenerla, quien haya intentado escribir un buen libro y haya fracasado, quien haya querido conquistar una pareja sin éxito —y miles de mejores ejemplos— podrían ser consolados con paremias como ésta: ‘Cegar por mirar al sol / es gloria del animoso’”.

Leer Dichos de Sor Juana es, por todo, acercarnos a nuestra escritora mayor, rozar su grandeza; Saúl Rosales nos lleva de la mano a su aforística con comentarios que, estoy seguro, permanecerán en nosotros como “Cegar por mirar al sol / es gloria del animoso”. Animémonos pues a mirar el sol que fue, que es, que seguirá siendo Sor Juana, escritora “cuya fama y cuyo nombre se acabará con el mundo”, como la ponderó Sigüenza.

Comarca Lagunera, 16, octubre y 2020

*Texto leído el 16 de octubre de 2020 en la ceremonia de reconocimiento a Saúl Rosales con motivo de su ochenta aniversario. Participamos Arcelia Ayup Silveti, Salvador Hernández Vélez, Saúl Rosales y yo. Fue organizado en el campus de la UA de C por la Secretaría de Cultura de Coahuila y la UA de C.

miércoles, octubre 14, 2020

Borges en modo profe

 











No ha terminado el rescate de todo lo que Borges publicó y, ahora también, de todo lo que dijo en las conferencias dictadas (seguramente este verbo pedante no le hubiera gustado) en los confines de su vida. De natural tímido, más allá de la mitad de su amplia vida rompió la barrera que le impedía hablar en público y, un tanto escudado en su ceguera y otro tanto para sacar provecho a su creciente fama, encaró foros atestados de gente picada por la curiosidad de escuchar en vivo su lucidez. Uno de los primeros libros abocados a recoger aquella voz tiene un título elocuente: Borges oral (1979), ya un clásico del Borges conferencista; o Siete noches (1980), igual de clásico y enjundioso.

Otro casi recién publicado es El aprendizaje del escritor, que no hospeda conferencias en sentido estricto, sino el diálogo del escritor con un grupo de alumnos de la Universidad de Columbia, en Nueva York (la edición mexicana, de Lumen, apareció en 2016 y tiene 173 pp.). El encuentro data de 1971, y en el aula Borges estuvo acompañado todo el tiempo por Norman Thomas Di Giovanni, uno de sus muchos y más puntillosos traductores al inglés. Los estudiantes que charlan con él en efecto lo interpelan, a diferencia de lo que suele ocurrir en las conferencias unidireccionales. No son, además, alumnos reunidos al azar, sino estudiantes dedicados al aprendizaje de la escritura literaria, carrera que no es precisamente la de Letras que conocemos en México.

La arquitectura del libro se basa en lo que de verdad ocurrió: se divide en tres estancias, cada una ceñida en su traslado al español a la versión audiograbada en inglés durante tres reuniones. Se trata entonces de un libro que fluye como fluye la conversación, con las digresiones y la participación espontánea de los interlocutores. En todo momento se siente que Borges estuvo cómodo, que a esa altura de su vida (los 72 años) se manejaba ya muy bien en público pese a su timidez esencial.

En la primera parte los asistentes leyeron el cuento “El otro duelo”, y en seguida todos comienzan a examinarlo. Lo interesante aquí es algo que en general no ocurre con las conferencias y las entrevistas que tienen a Borges como centro; mientras en éstas se avanza por textos y temas misceláneos, en esta charla todos focalizan su mirada en un solo relato, de suerte que vemos el camino del análisis casi frase por frase, todo socorrido por la lupa del propio autor.

El apartado segundo concierne a la poesía, y opera de manera análoga al anterior: se dio lectura a tres poemas de Borges, y él, Di Giovanni y los alumnos escudriñaron cada verso, su sentido y sus posibilidades. No falta en ciertos casos que los estudiantes inquirieran a Borges con un tono que a la distancia puede parecer algo insolente. Esto, si fue así, puede deberse a la naturaleza de los jóvenes o a que la palabra impresa nos oculta el tono y el semblante. En cualquier caso, Borges los despachó con implacable amabilidad.

El tramo final, sobre traducción, es el más largo y el que al parecer motivó más interés en los alumnos. Las lecciones de Borges en este tema, dado que también fue traductor, están llenas de sutilezas y pueden ser de alto provecho para quienes se dedican al trasiego de textos.

Si algo queda, me queda, tras abrevar en estas páginas, es el siguiente aprendizaje: en literatura —Borges lo supo mejor que nadie— todas las palabras gravitan e irradian algo, un sentido preciso y a la vez difuso, de ahí que el autor de Ficciones haya conferido tanta importancia a cada una, sin excepción.

sábado, octubre 10, 2020

Dinelo, lespeto y podel

 







Son ubicuos, prácticamente no hay lugar en el cual guarecerse para no sufrir la granizada de sus mensajes tanto icónicos como verbales. Me refiero aquí a toda o casi toda, no sé, la ola de cantantes que se mueven en la órbita del reguetón y sus modalidades adláteres. A estas alturas de la diversidad, ya casi no vale la pena meterse a pensar en lo que gusta a los demás, pues todo se ha pulverizado en ínsulas y es imposible tener una idea siquiera aproximada de lo que nos circunda. Atrevo, de todos modos, un tímido parecer sobre la base de algún contacto cercano con esos adefesios (“adefesio mal hecho”, cantó alguna vez, con delicioso pleonasmo, Paquita la del Barrio).

Vagaba en internet, creo en Facebook, y me topé con el video de un sujeto cuyo nombre desconozco, pero es lo de menos. Su look era el de los tipos que cantan algo que en términos muy amplios he identificado con el reguetón: gorra de pelotero con la visera plana, barba rasa y trabajada con vernier, playera informal y, al cuello, una cadenota de oro como de dos kilos, de obsceno gusto. No era un video musical, sino casero, de esos que son o parecen de TikTok. En el video, el tipo encaraba a la cámara con altanería, a gritos. Tenía un acento casi inentendible, como de puertorriqueño o algo así. Entre las frases que escupía era evidente la palabra “Lamborghini”, y mientras miraba a la cámara de frente señalaba su lujoso auto. Decía, creo, que ya tenía otro Lamborghini, que su Lamborghini esto y aquello, que su Lamborghini no sé qué. Al terminar el breve video no pude no sentir una mezcla de asco y lástima por aquel muchacho que depositaba en objetos suntuosos su orgullo de campeón. En él vi la vulgaridad y la tragedia implicadas tras la idea de creernos merecedores de veneración por tener objetos carísimos. Y en fin. Se necesita una pobreza de espíritu superlativa para cifrar tanta fe en cualquier fetiche.

La otra experiencia me ocurrió en una tienda. Mientras buscaba productos para la cocina, la voz también caribeña de un ¿cantante? llamó la atención de mis oídos. Creo que en general he logrado, como tantos, abstraer esas frecuencias, pasarlas desapercibidas, pues son omnipresentes y uno no puede andar por la vida oyendo con atención tamaña escoria. Por repetitiva, una frase quedó retenida en mi vapuleado cerebro: “Dinero, respeto y poder” (dinelo, lespeto y podel), insistía la voz que salía de las bocinas. Mientras daba vueltas con el carrito de súper por los pasillos de la tienda, las tres palabras retumbaban en mi interior como un resumen de la desdicha humana: la gente, los jóvenes sobre todo, oyen eso a diario, y muchos se tragan ese discurso de superación personal a la brava, violento y estúpido, de “triunfo” cueste lo que cueste.

Ya no cuento que por cualquier lado, vague en internet, en la tele o en lo que sea, llegan videos de chicas y chicos bailando reguetoneramente, haciendo o tratando de hacer “viral” la simplonería más chabacana. No sé qué sigue de esto. Lo que me aterra es que siempre existe un más abajo, que luego de llegar al fondo muchos se las arreglan para descender un peldaño más hacia el abismo.


miércoles, octubre 07, 2020

Cervantes in espanglish, ese

 










Al husmear en un viejo disco duro di con un artículo que creo no publiqué. Ignoro cuál fue la suerte del libro que motivó estos párrafos, pues nunca supe más sobre él. Va en seguida el comentario:

De lo que estoy seguro es de que tendrá éxito. Me refiero a la primera edición del Quijote en espanglish, ese dialecto nacido tras el ayuntamiento selvático del español con el inglés, y usado sobre todo en la frontera de México y Estados Unidos y en algunos puntos más, como Nueva York, Chicago, Florida and Puerto Rico. El proyecto de traducción lo ha emprendido el doctor Ilan Stavans, intelectual de origen mexicano y catedrático de Filología y Estudios Culturales en el Amherst College de Massachussets, donde abrió el primer curso de espanglish, una lengua/idioma/dialecto/o como se llame que usan para darse a entender 35 millones de personas, cantidad superior a la población de muchos países europeos.

El doctor Stavans ha preparado antes un diccionario de ese código centauro y ha reunido en él más de seis mil acepciones, lo cual nadie le ha discutido. Sin embargo, el deseo de que Cervantes se exprese en espanglish, además de ser original, será, ya lo es, polémico. Los académicos de la Real le echarán en cara, seguramente, la herejía de macular la pureza del castellano precisamente con el traslado de su libro totémico, y no faltarán opositores a ese experimento.

A mi juicio no tiene nada de malo intentar aquella empresa. El espanglish es el embrión de una lengua, y tiene derecho a existir, por mucho que hispano y angloparlantes lo juzguemos contaminante. Además, es inevitable, y por tanto sería necio pretender que la chicaniza deje de expresarse con ese código mellizo. ¿Acaso no han nacido así muchos idiomas hoy ecuménicamente apreciados?

Lo único que cuestiono es el nombre del nuevo catálogo verbal. Al parecer el doctor Stavans —y muchos más— lo llama spanglish, palabra donde las dos partes del centauro son anglicismos (span y glish). Como se trata de un código mixto, es de justicia que lo denominemos en español y en inglés: espa y nglish, eso para impedir que el nuevo instrumento conlleve desde su nombre molestas inequidades.

Cierro con el inicio del Quijote en espanglish, a ver qué les parece el fruto del doctor Stavans: “In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para el chase. A cazuela with más beef than mutón, carne choppeada para la dinner, un omelet pa los sábados, lentil pa los viernes, y algún pigeon como delicacy especial pa los domingos, consumían tres cuarers de su income. (...) El gentleman andaba por allí por los fifty. Era de complexión robusta pero un poco fresco en los bones y una cara leaneada y gaunteada. La gente sabía that él era un early riser y que gustaba mucho huntear. La gente say que su apellido was Quijada or Quesada but acordando with las muchas conjecturas se entiende que era really Quejada. But all this no tiene mucha importancia pa nuestro cuento, providiendo que al cuentarlo no nos separemos pa nada de la verdá”.

sábado, octubre 03, 2020

Oír a ciegas

¿Qué ocurre con las canciones muy famosas? Las oímos sin atención, las echamos del alma sin reparar ni un segundo en el contenido de sus versos. Muchas mujeres cantan “El rey”, por ejemplo, sin advertir que su letra, quizá una de las menos afortunadas de José Alfredo, las devalúa. Decimos “qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas” sin reparar en el doble pleonasmote: los ojos siempre están debajo de las cejas y las cejas siempre tienen la no muy extraña costumbre de ser dos, si la aritmética avanzada no nos miente. Cantamos el “Cielito lindo” y no reparamos en la gratuidad de la rima “bajando-contrabando” que complementa al par de ojitos negros salidos de la Sierra Morena. Entonamos el himno nacional sin preguntarnos qué significa el aprestamiento del “acero”, del “bridón” o la extraña frase “mas si osare”, y en fin, oímos sin filtro, distantes de cualquier mínimo análisis a las letras que a todo gaznate hemos cantado desde la niñez.

La mejor anécdota que he pepenado sobre este raro hábito de oír a ciegas me ocurrió en 1997. Por circunstancias dignas de cuento, acepté trabajar por primera vez en una preparatoria. Di sólo un semestre, pero fue imborrable. Era una escuela de corte religioso, administrada por amables y sosegadas monjas. Mis alumnas, jovencitas de faldas tableadas e indetenible rebeldía, eran una calamidad en el aula pero confieso que me agradaba lidiar con ellas, luchar contra su imbatible y desquiciante gritería. Los lunes, antes de mi tempranera clase, reviví la ya remota costumbre infantil de honrar a la bandera, al “lábaro patrio”, como le decíamos al lábaro patrio sin saber nunca, hasta hoy, qué demonios es un lábaro. Un lunes cualquiera, la maestra de ceremonias instalada en la gran escalinata comunicó que ese día celebraban el onomástico de la madre superiora; las chicas de la rondalla —dijo la presentadora— habían preparado una canción para felicitar a la autoridad máxima de la institución. Entonces las muchachas pasaron al frente con guitarras, mandolinas y panderos. Hubo un poco de suspenso. No dijeron el nombre de la canción, y luego de acomodarse frente a la madre superiora a todo trapo acometieron el vertiginoso entonamiento de una pieza emblemática de nuestro cancionero popular:

Yo que fui del amor ave de paso

yo que fui mariposa de mil flores

hoy siento la nostalgia de tus brazos

de aquellos tus ojazos

de aquellos tus amores...

No sin estupor, pensé en lo que pudo haber pensado el gran bohemio Álvaro Carrillo al ver tan lindo cuadro. “El andariego” —la canción insignia de su don Juan arrepentido, de su “mariposa de mil flores”— era dedicado esa mañana a una venerable monjita que, por cierto, “escuchó” feliz a la rondalla del colegio. Ni cadenas ni lágrimas la ataron para gozar aquel tremendo bolerazo del ingeniero oriundo de Cacahuatepec, Oaxaca.