En
los años recientes se ha expandido como uña de gato cierta mala prensa contra
Mario Benedetti. La opinión negativa se concentra básicamente en su poesía, o
en alguna parte de su poesía, tildada de cursi. Por supuesto, a todo lector le
asiste el derecho a rechazar y compartir su aversión como le venga en gana.
Esta es una de las prerrogativas que tiene, que tenemos todos, frente al mar de
libros, y por otro lado ningún escritor es, como dijo Cuco Sánchez, monedita de
oro pa’caerle bien a todos. Lo que pretendo aquí no es, pues, hacer una defensa de
Benedetti frente a las opiniones que lo devalúan, sino una muestra de
agradecimiento personal, en el centenario de su nacimiento, a varios de sus
libros.
Benedetti
nació en Paso de los Toros, Uruguay, el 14 de septiembre de 1920 y murió en
Montevideo hacia 2009. Trabajó en prácticamente todos los géneros literarios y
periodísticos, y entre estos los que más cerca me quedan son los de narrativa y
de ensayo. Aprecio menos el flanco de su poesía, y nada, porque no lo conozco,
el de su dramaturgia. Entre sus más de cincuenta libros, por ello, hay un
puñado para mí entrañable. Es verdad que con el paso de los años se hizo más
esporádica mi frecuentación de esos títulos, pero siempre viviré con el agrado
de mi lectura juvenil de sus cuentos y, poco más adelante, de sus ensayos.
No
sé si rememoro mal al decir que el primero de los libros que le leí fue La muerte y otras sorpresas. Eso ocurrió
alrededor de 1982. Me lo encargaron en el primer semestre de la carrera y cuando
fui a buscarlo en las librerías de La Laguna no había ejemplares. Mi padre
tenía amigos traileros y se lo encargó a uno que viajaba hacia Guadalajara. Los
cuentos de aquel volumen son sencillos y eficaces, como en general deben ser
los cuentos. Luego, no sé cómo, accedí a las páginas de Montevideanos, otro libro de relatos breves. Allí encontré mejor
expresados los microcosmos de Benedetti: pequeños dramas familiares, laborales
y afectivos en la atmósfera clasemediana y burocrática de la capital uruguaya.
A los mencionados libros regresé parcialmente en mi condición de maestro, pues
no pocas veces usé en el aula alguno de sus cuentos.
No
fue nunca mi escritor favorito, pero sé que en su momento logré disfrutar su
literatura sin prejuicios. Sé que hoy, quizá, alguno de los libros que en
aquellos años me gustó podrá no retenerme, pero igualmente sigo creyendo,
cuando ya rebasé la edad de Martín Santomé, que La tregua es una hermosa
novela sobre el amor en el crepúsculo de la vida. La misma querencia siento por
Quién de nosotros o La borra en el café.
Adrede
dejé para el final un párrafo sobre sus ensayos. El mundo, o la postura de
cierta parte del mundo, ha cambiado muchísimo desde que fueron publicados El escritor latinoamericano y la revolución
posible o Letras de osadía, pero
la distribución del poder económico, político y cultural sigue en las mismas
manos, así que son libros que aún pueden comunicar varias verdades. Igual pasa
con el flanco de la crítica literaria expresada en títulos como El ejercicio del criterio y El recurso del supremo patriarca,
apreciable en muchos sentidos, sobre todo por su ánimo divulgativo.
A
cien años de su nacimiento, Benedetti sigue junto a muchos que ejercemos en sus
páginas el derecho a releerlo.