¿Qué
tienen en común Carlos Monsiváis, Homero Aridjis, Inés Arredondo, Juan José
Arreola, Rubén Bonifaz Nuño, Emmanuel Carballo, Alí Chumacero, Rosario
Castellanos, Fernando del Paso, Guadalupe Dueñas, Salvador Elizondo, Carlos
Fuentes, Sergio Galindo, Juan García Ponce, Ricardo Garibay, Vicente Leñero,
Elena Poniatowska, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Gustavo Sáinz, Héctor Azar,
Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández y Jorge Ibargüengoitia? Hay dos
respuestas obvias: que son mexicanos y que son escritores. Otra respuesta
posible es que todos pertenecen ya, con los asegunes que poner queramos, al
canon literario mexicano; a su modo son parte, por ello, de nuestros clásicos
contemporáneos.
No
sé si alguna respuesta dio en otra coincidencia: alguna vez los susodichos
fueron becarios del Centro Mexicano de Escritores (CME).Cierto que con CME o
sin CME los escritores de la lista iban a serlo, a publicar y a ganar
concursos, a dar clases y conferencias, a editar y ser parte de nuestro
servicio diplomático, pero es un hecho que de algo habrá servido la beca y las
reuniones en el CME para estimular, orientar y definir las carreras de quienes
fueron abrazados por tal sigla. Un apoyo no es determinante para que cuaje la
vocación de un escritor, pero sin duda, cuando halla tierra fértil, puede
impulsar trabajos literarios ambiciosos, a veces malogrados en su ejecución
inmediata, pero que favorecen la ulterior madurez del escritor.
El
CME fue creado en el 1951 por iniciativa de la escritora norteamericana Margaret
Shedd, quien contó con la asesoría de Alfonso Reyes. Fue una institución
itinerante, y sirvió sobre todo para analizar la obra en marcha de escritores
jóvenes o relativamente jóvenes.
Para
quienes comenzamos a leer seriamente en los setenta/ochenta, era muy frecuente
encontrar cierto dato en las solapas de los libros: además de los generales del
autor como la fecha y el lugar de nacimiento, la formación académica, los
premios y los libros publicados (cuando los había), no faltaba este renglón:
“becario del Centro Mexicano de Escritores”. El CME se convirtió pues en una
suerte de lugar mítico, en la juvenil tierra prometida de muchos escritores que
en las dos últimas décadas del siglo se convertirían en vacas sagradas de
nuestra literatura.
Al
leer los nombres de todos los becarios es posible advertir que el apoyo, es
decir, las becas y las asesorías, no garantizan la germinación de las carreras artísticas
(muchos de quienes estuvieron en el CME se afantasmaron con el paso del tiempo).
Si así fuera, sólo sería necesario invertir plata para ver el florecimiento de
Rosario Castellanos o Juan Rulfo. La realidad es que todo tiene algo de técnico
y de misterioso. Por un lado, son necesarios los apoyos, la selección honesta,
el seguimiento; por otro, y he aquí lo misterioso, la suerte, el viento que a
veces sopla a favor y a veces no. Así entonces, si a la rigurosa selección de
los candidatos y a la crítica severa para formarlos se suma la suerte, puede
ser que una institución dé con el paradero de Inés Arredondo y Jorge
Ibargüengoitia, como lo hizo el CME. No es fácil, pero cualquier buena voluntad
institucional —el de alguna fundación, por ejemplo— puede intentarlo.