miércoles, julio 29, 2020

Adictos a las bolsas














Narro una escena recurrente de mi infancia: cada dos o tres días mi madre pedía a alguno de sus muchos hijos que sacara la basura. Como los hijos suelen ser flojos, a menudo mi madre se veía forzada a gritar cuando la campana del camión recolector ya se oía cerca. En ese instante alguno de mis hermanos o yo corríamos al patio, agarrábamos el bote o los botes de la basura para luego salir de casa y colocarnos en la acera. Era allí donde uno de los trabajadores de recolección tomaba nuestro recipiente, lo empinaba en el contenedor del camión y al final nos entregaba el bote o lo arrojaba al suelo con tosquedad.
Supongo que eso dejó de ocurrir en los ochenta, década en la que ya no hubo tienda, supermercado o almacén que no diera bolsas de plástico. En muy pocos años, pues, las bolsas del súper y de todo tipo de negocio se hicieron indispensables no sólo a la hora de empacar los productos del mandado, sino, más allá, para envolver el lonche de la escuela, para guardar ropa sucia, para que no endurezca el pan y, principalmente, para almacenar la basura. Ahora, tras prohibir a los negocios la entrega de bolsas plásticas, parece que en casa se nos vendrá encima un problema. ¿Cómo y con qué vamos a sustituir las bolsas del súper?
Durante cientos de años la humanidad vivió sin ellas, así que no se trata de una catástrofe. Aunque lo más fácil es amontonar la basura en bolsas y luego dejarlas fuera de casa hasta que pase el camión y se las lleve, quiero suponer que, cuando sea posible, muchas familias volverán al bote de metal para almacenar sus desperdicios. Dado que todos producimos basura, cuidar un bote no es tan fácil para quienes, por ejemplo, salen muy temprano a trabajar y su horario no coincide con el del camión recolector. En estos casos se debe buscar alguna solución distinta, como ubicar algún contenedor fijo.
El problema en este caso se dará para —imaginemos— quienes salen temprano a su trabajo desde un tercer o cuarto piso. Si hasta ahora han usado un contenedor colectivo y antes de cerrar su puerta tomaban las bolsas con basura y las dejaban en el sitio pertinente, ¿qué pasará si hoy almacenan su basura en bote? Forzosamente deben modificar sus horarios, cargar el bote, tirar los desechos y volver con el recipiente a casa. Esto, aunque latoso, parece viable, y sería como volver al pasado. Pero hay otro problema: dada la cantidad y la calidad de la basura actual, dejarla en un contenedor sin bolsas trae consigo que quede totalmente expuesta, lo que agudiza la multiplicación de insectos y demás fauna. Obsesivos de la comodidad cueste lo que cueste en términos ambientales, para nadie será un problema sencillo de resolver dentro de la actual dinámica de vida.
Sé que la medida oficial de eliminar las bolsas de las tiendas tiene otras repercusiones, como el golpe que da a las empresas dedicadas a la venta de este tipo de consumibles plásticos, pero es indiscutible que habíamos llegado al colmo de la adicción por este tipo de objetos contaminantes; tanto es así que algunas personas parecían ir al súper no a comprar la despensa, sino a que les dieran muchas bolsas para lo que se fuera ofreciendo en la semana.
Sigue ahora, pues, encontrar salidas a la prohibición de las bolsas y buscar algo quizá más importante: ver qué hacemos con los miles y miles de envases plásticos vinculados con nuestras destructivas vidas. La lucha por el rechazo o el uso responsable de los polietilenos apenas ha comenzado.

sábado, julio 25, 2020

En el camino andamos
























Más de un año pasó desde que Juan Manuel Rodríguez Mendoza me convidó a caminar por el monte lagunero y le tomé la palabra. Cuando nació la invitación yo sabía dos cosas sobre mi circunstancia física: que siempre fui muy buen andariego y que mi condición física había sido convertida en un desastre por el sedentarismo. Si bien no tiendo al sobrepeso, era evidente que hace un año no estaba preparado para intentar caminatas de ningún tipo, y menos para el ejercicio de correr. Dada esta certeza, la de mi lamentable estado físico, decidí buscar una suerte de rutina que me fortaleciera y así pasé varios meses: comí mejor e hice mucho ejercicio. Poco antes de marzo, cuando fue decidido el confinamiento por la pandemia, estaba al tope, listo para ascender el Kilimanjaro, pero todo frenó de golpe. Recuerdo incluso que se suspendió una acometida al Centinela a la que había sido invitado por la doctora Lucila Navarrete Turrent, gran académica y excelente deportista.
En los meses del encierro por la cuarentena incurrí nuevamente en la haraganería: cero ejercicio y mucha comida. Esto me fue creando la sensación de retroceso, de pérdida: lo que había ganado en meses y meses de disciplina se diluyó en la monotonía del enclaustramiento. Recuerdo que, como todos, veía que los contactos de mis redes sociales habilitaban rutinas de ejercicio, pero nada de eso me sedujo. Hace dos semanas, sin embargo, me dije, como Lupita D’Alessio, “hoy voy a cambiar”, y comencé al menos a caminar. No mucho, no a gran velocidad, pero recomencé.
Llego aquí al meollo de esta crónica: Alberto Rubio, Servando Rodríguez y el mencionado Juan Manuel, amigos y compañeros de trabajo, me invitaron a caminar hacia el cerro de la antena contiguo al ejido Vizcaya. Yo todavía tenía dudas sobre mi condición, pues ya no soy precisamente un chamaco y sé que sin preparación adecuada cualquier esfuerzo me orilla al desfallecimiento. Pese a esto, acepté, y la mañana del jueves 23, muy temprano, coincidimos los cuatro en un punto de Torreón. Emprendimos el recorrido y pasamos por La Partida, el ejido donde nació el inmenso Oribe Peralta. Poco después, luego de disfrutar el verdor de muchas sementeras bien cultivadas, atravesamos el ejido Vizcaya y un poco más allá estacionamos el vehículo. A partir de allí el ascenso hasta la antena se dio por una empinada ruta de piedra caliza. Todo fue subir poco a poco, rodear el cerro casi en espiral y ver gradualmente la lejanía llena de sembradíos. La madrugada anterior había llovido, así que el clima se mostraba húmedo y saludable. Juan Manuel es un corredor experto, conoce sin titubeos decenas de caminos en la estepa lagunera, así que fue espléndido escuchar sus explicaciones sobre la distancia y el entorno. Llegamos a la antena, nos tomamos algunas fotos e iniciamos la bajada por otro rumbo: una brecha angosta y escarpada, todo un desafío para mis oxidados huesos.
Llegué a casa con el cuerpo apaleado, pero el viernes, ayer, estaba como si tuviera veinte años, sin dolor y lleno de energía, un milagro. En total fueron 7848 pasos, poco más de seis kilómetros, casi dos horas de marcha y lo mejor: en la memoria el recuerdo fresco de haber visto un paisaje hermoso lleno de candelilla, cardenche, ocotillo, gobernadora, flor de peña y varias cactáceas que dada mi ignorancia botánica no puedo nombrar.
Nunca es tarde para redescubrir el espacio natural de la tierra en la que nací y amo. Volveré a las andadas.

miércoles, julio 22, 2020

Breve antropología del cubrebocas




















Tengo un amigo francés con tres pasiones que son casi un lugar común del afrancesamiento: la cocina, la moda y la perfumería. Su nombre es Marcel Champfleury, nació en Nimes, y desde hace casi dos décadas, desde que se casó con una mexicana, vive entre Torreón y la Ciudad de México. Es agente de ventas de medicamentos y aunque dejó trunca su carrera de psicología tiene la costumbre de ver maneras de ser, índoles o personalidades en la gastronomía, la ropa y los olores. Hace poco le pregunté si ya podemos considerar que el cubrebocas (también llamado tapabocas o barbijo) pude ser considerado una prenda del atuendo convencional capaz de revelar algún rasgo de la personalidad de quien lo porta. Me respondió que sí, y que dada la obligatoriedad de su uso nos ha dado materia para diseñarlo con la misma variedad de las blusas o de los zapatos. Le solicité una breve clasificación de los usuarios y accedió a diseñarla.
Cubrebocas médico. Quienes usan los de este tipo no confían en la creatividad, son sujetos muy cuadrados, apegados a las reglas, conservadores y ortodoxos. Difícilmente pueden improvisar o romper las recomendaciones de la autoridad, y son los que ante cualquier turbulencia exigen inmediata mano dura.
Cubrebocas industrial. Son racionalistas en extremo, fríos, calculadores, casi máquinas. Los conocemos porque son totalmente incapaces de llorar en el cine o de escuchar una canción de José José sin evidenciar un gran desprecio. Para ellos todo es fórmula y juzgan que mostrar los sentimientos es una de las peores bajezas en las que puede chapotear el ser humano.
Cubrebocas floral. Tienen un espíritu poético, desorganizado, fantasioso, impráctico. Saben que la vida en el planeta está en peligro y luchan (sobre todo en las redes sociales) por revertir el desastre ambiental. Viven en departamentos de renta adornados con artesanías y afiches de Janis Joplin o de Nelson Mandela.
Cubrebocas de luchadores. Son adictos a las caguamas Indio y los tacos de todo lo que esté abierto a las dos de la madrugada. Organizan carnes asadas, cantan (indistintamente) canciones de la banda MS y de Metallica. Reparan todo lo que se descompone en casa pero lo dejan peor. Son salvajes, pero alegres y querendones.
Cubrebocas con lentejuelas. Exhibicionistas, sociables, alma de las fiestas. Tienen cuenta en todas las redes sociales y en todas suben cien estados al día aunque sean dibujitos con bendiciones o pensamientos que nos alientan a no darnos por vencidos y alcanzar el éxito.
Cubrebocas con dibujos. Espíritus infantiles, inmaduros, que nunca ven las noticias y usan el tapabocas sólo porque se anda usando y es divertido que la gente vea su amor por Spidermán o Bart Simpson.

sábado, julio 18, 2020

Un asesino acaparador
















Por fin llegué a Netflix y he derramado mi atención en varios documentales. Este género me interesa más, no sé por qué, que la ficción, quizá porque en el fondo la manera de contar cualquier historia verdadera termina impregnando todo de fantasía, de ese raro y delicioso aroma que tienen las mentiras bien narradas. Uno de los documentales que vi es en realidad una “docuserie”, neologismo hoy usado para designar aquellos documentales que se despliegan en varios capítulos. Trata sobre la agitada vida y la extraordinaria obra de un asesino serial llamado Henry Lee Lucas. Su caso me resultó impresionante no tanto por el personaje en sí, sino por la corrupta situación en la que se vio envuelto. Accedo a describir los entresijos de su desgracia.
Lucas nació en Virginia hacia 1936, y desde chico vivió en circunstancias dignas de espanto. Para empezar, su madre, lejos de darle tranquilidad, le dio palizas y toda suerte de vejámenes, como ejercer la prostitución delante de él; su padre era alcohólico y no podía caminar; murió en 1950. Los maltratos terminaron cuando Lucas se defendió y aniquiló a su madre. Ya huérfano comenzó una dilatada y accidentada andanza que lo llevó a la cárcel, a hospitales psiquiátricos y a toda clase de ámbitos propicios para pudrirse la vida más de lo que se la pudrió el entorno familiar. En una de ésas conoció a un tal Ottis Elwood Toole, sujeto con la peor catadura tanto física como espiritual. Para no hacerla tan larga, las correrías del dueto Lucas-Toole estuvieron plagadas de lo único que podían plagarse: brutalidad, vicios, delitos de todos los pelajes.
Un buen día Lucas es juzgado y sentenciado por asesinato, y a partir de allí comenta, casi con tedio, ya con la sentencia en su contra, que qué iba a suceder con los otros asesinatos perpetrados también por él. Esto desata el interés de las autoridades, y por una cuestión jurisdiccional se lo apropia un sheriff llamado Jim Boutwell, miembro de los famosos Rangers de Texas, departamento de policía que hace mucho bajó del caballo pero en el que se sigue usando sombrero de Taco Bell y corbatita a medio pecho. Tras los primeros interrogatorios, Lucas comenzó a soltar sopa en cantidades industriales. En pocas semanas casi era el autor de todos los homicidios de mujeres no resueltos en los Estados Unidos. Mágicamente, con prodigiosa, con sospechosa memoria el sereno Lucas reconstruyó sucesos con una minuciosidad que parecía guionada. Llevaba a las autoridades a las escenas del crimen, describía la apariencia de sus víctimas, explicaba sus métodos de ataque, todo. Por mucho y en teoría, él solito rebasó las cien víctimas.
La “docuserie” no lo dice enfáticamente, pero es obvio que el caso Henry Lee Lucas fue el de un asesino que se colgó milagritos extras para evitar la pena de muerte y luego, cuando vio que aceptar más y más asesinatos lo mantendría con vida, fue un negociazo para los Rangers que comenzaron a resolver asesinatos de otros estados gracias a que Lucas los admitía todos, casi como un acaparador de homicidios.
Por eso digo que más que el lamentable destino de Lucas, lo que impresiona en este trabajo es la facilidad con la que las autoridades pueden ceder a la tentación de hacer trampa, esto en China, en México y no se diga en el siempre perfecto y ejemplar Estados Unidos.

miércoles, julio 15, 2020

Mi amigo Antonio Cruz















El domingo pasado recibí la noticia: mi amigo Antonio Cruz había muerto. Un mes antes me había hablado desde Santiago del Estero, Argentina, para conversar sobre literatura. Me alegró aquel domingo, y aunque su salud estaba ya muy quebrantada, lo escuché optimista, cordial, afectuoso como siempre. Pese a la distancia, la de Antonio era una amistad harto cálida y cercana. Los miles de kilómetros que nos separaban no impedían que se interesara noblemente en mi vida y en mis textos, casi como si fuera un cuate lagunero de los más cercanos.
Maestro, médico y escritor, Antonio nació en Frías, Santiago del Estero, Argentina, en 1951. Egresó como médico cirujano de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC, 1976) y ejerció diversos cargos públicos relacionados con su profesión. Hizo periodismo radial y publicó colaboraciones en medios periodísticos de Santiago del Estero, Buenos Aires, Tucumán, Córdoba, Salta y otras provincias argentinas. Publicó los poemarios Catarsis, poemas de amor con esperanza (1998), Ashpa Súmaj (2003), Canto a mi pueblo (2003), Aires del noroeste y Tránsito (desde la oscuridad hacia la luz) (2008), así como el libro de cuentos Tío Elías y otros (2004), entre otros. Era uno de esos raros escritores-todo-generosidad, un hombre despojado de envidia, ajeno por completo a la mala leche que lamentablemente es habitual en los medios artísticos. Al contrario, durante muchos años tendió puentes y se dedicó a alentar la escritura de otros con un desinterés literario casi apostólico, si se me permite la expresión.
Además del contacto que permiten hoy las nuevas tecnologías, tres veces tuve la fortuna de verlo y de tratarlo personalmente. Una maravilla de ser humano. La primera vez que dialogamos fue en Tucumán, hacia 2007. Ambos participábamos en un congreso literario y en el tumulto de asistentes nadie me lo presentó. Recuerdo que al final de la actividad académica hubo una cena en un edificio antiguo y lujoso ubicado frente a la plaza principal de San Miguel de Tucumán. En un momento se me ocurrió tomar aire y ver la plaza, y hasta allí llegó Toño para hacerme conversación. Me impresionó su bonhomía, la genuina atención que puso en mis palabras. Desde allí quedamos como amigos y con frecuencia nos cruzamos mails. Volvimos a vernos en 2010, en la Feria del Libro de Buenos Aires, donde compartimos una mesa de lectura en la que también participó Martín Gardella, amigo de ambos. Un año después nos reencontramos en Santiago del Estero, la ciudad donde radicaba. Junto a varios escritores santiagueños había organizado un encuentro de escritores y tuvo la bondad de convidarme. No olvidaré nunca que aquella vez nos recibió en su casa, donde cenamos junto a Mariana Lucatelli, su esposa, y los escritores Alejandro Vaccaro, argentino, y Rony Vásquez Guevara, peruano. En aquella ocasión llevé a mi hija mayor, quien conoció a Toño y también recibió de él un trato de caballero.
Al saber de su muerte sobrevolé muros de Facebook de amigos comunes; todos coincidían en la misma idea: Antonio Cruz fue un hombre generoso, sensible, solidario, inteligente y entregado a su profesión de médico y su vocación de escritor. Alguna vez le dediqué un cuento, lo que yo entendí nomás como un apretón de manos. Nunca dejó de agradecerlo con palabras de apoyo a mi trabajo y de cariño a mi familia. Era un tipazo. Nunca lo olvidaré. Descanse en paz.

sábado, julio 11, 2020

Blanco y negro














Descubrí el ajedrez siendo ya viejo, como a los quince años. Las reglas básicas del juego me fueron reveladas por un vecino que inmediatamente se convirtió en mi contrincante, o al revés: quizá me enseñó a jugarlo para tener con quién desahogar partidas en aquellas tardes de principios de los ochenta que vieron triunfos parejos de mi instructor y míos. Puedo calcular que la efervescencia por su práctica me duró poco, unos dos o tres años nomás, y concluyó cuando mi vecino se mudó de casa y dejó de ser mi vecino. Luego, muchos años después, como en el 95, disputé algunas partidas con un amigo periodista que me derrotó sin misericordia. Esos encuentros dejaron ver claramente que el ajedrez no era lo mío. Como tantas otras actividades que nos arrima la vida, dejé el ajedrez en el olvido, tengo como 25 años sin mover una pieza y estoy convencido de que jamás regresaré a los escaques.
Esto no significa aversión o algo parecido. Más bien es distanciamiento motivado por respeto, y la sensación de que, mal jugado como lo jugué, no tiene caso invertir tiempo frente a los tableros. Respeto tanto a los grandes de la especialidad que todavía hoy, cuando me topo alguna nota relacionada con los campeones mundiales, la leo pensando que los grandes ajedrecistas son sujetos con una estructura mental distinta a la ordinaria, genios de un juego cuyo sentido está en el juego mismo, pues no tiene ninguna utilidad. También, no puedo leer o pensar la palabra “ajedrez”, hermoso arabismo, sin volver a los dos sonetos de Borges que la usan como título; este es el segundo:
“Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. // No saben que la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor adamantino / sujeta su albedrío y su jornada. // También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) de otro tablero / de negras noches y de blancos días. // Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”
No conocía la Novela de ajedrez escrita por Stefan Zweig, lo que motivó mi recuerdo sobre el principiante inconcluso que fui y describí en el primer párrafo. Más allá de su curiosa trama (un joven monomaniaco, mentalmente incapaz de profundizar en alguna idea o conocimiento, se convierte pese a esto en un ajedrecista consumado, tanto que llega a campeón mundial), me topé con una descripción inmejorable sobre el ajedrez: “… antiquísimo y sin embargo siempre nuevo; mecánico en su disposición y sin embargo eficaz tan solo por obra de la fantasía; limitado a un espacio rígidamente geométrico y a un tiempo ilimitado en sus combinaciones; en perpetuo desarrollo y sin embargo estéril; un pensamiento que no lleva a nada, una matemática que nada calcula, un arte sin obras, una arquitectura sin sustancia, y aun así más manifiestamente perenne en su esencia y existencia que todos los libros y obras de arte, el único juego que pertenece a todos los pueblos y a todas las épocas y del que nadie sabe qué dios lo legó a la tierra para matar el hastío, aguzar los sentidos y estimular el espíritu…”.
Tal vez hubiera sido pertinente no haberlo abandonado, pero ya es tarde. Me queda el placer de admirarlo a la distancia y de vez en cuando leer algo sobre él, como la bella novelita de Zweig.

miércoles, julio 08, 2020

Acequias 81




















Como cada cuatro meses, ha sido puesta en circulación Acequias, revista de la Ibero Torreón. Contiene material variado en términos genéricos y temáticos. Acceder a su contenido es fácil: sólo hay que ingresar a la web matriz de la Ibero Torreón y allí se encuentra, gratuita, la liga para la revista.
Nunca en la historia de la humanidad había ocurrido lo que todavía no termina: una parálisis global causada por un agente infeccioso microscópico. Los gobiernos del mundo, incluso los más desarrollados, tuvieron que improvisar, y quedó en evidencia que en ningún caso los sistemas de salud habían pensado en una emergencia de tamañas proporciones. Dada la pandemia, el futuro del planeta se vislumbra atravesado por una pregunta sencilla y desafiante: ¿vamos a seguir igual? Hay, con matices, una coincidencia de opiniones: algo se ha hecho muy mal, se han depredado los recursos del planeta y se ha creado una forma de vida individualista, excluyente y dilapidadora. Si algo bueno ha dejado la crisis sanitaria es, quizá, una lección involuntaria: no sabemos cómo será el futuro, pero sí que, así sea por mera supervivencia, deben ser modificadas estructuras de comportamiento que vayan más allá del consumo y piensen con responsabilidad individual y colectiva.
Esta aparición 81 de Acequias ofrece “La epidemia de la soledad”, ensayo de Laura Elena Parra López sobre un hecho que se ciñe a la dinámica social contemporánea: el aislamiento (otra epidemia) al que son aherrojados quienes ya no pueden “producir”. Luego, en “Vistazos a la pandemia”, un recorrido por opiniones de ocho de intelectuales sobre el abordaje que sus gobiernos (de España y América Latina) han dado a la crisis sanitaria.
“Rabia alborozada, crónica de una marcha feminista”, de Lucila Navarrete Turrent, reconstruye la marcha del 8M en La Laguna, acontecimiento que sin duda merecía un trabajo escrito que dejara un testimonio sobre la lucha feminista en nuestra comunidad. De María Guadalupe Puente Muruato, “Aporofobia, violencia pasiva” describe los aportes de Adela Cortina sobre el rechazo al pobre.
A este número se suman “Crónica de una laguna”, de Fernando Fabio Sánchez, quien recorre con mirada poética/histórica la realidad de nuestra región. “El expediente Denegri” es una minuciosa reseña de Vicente Alfonso sobre la más reciente novela de Enrique Serna. Alejandro Badillo colabora con “Pequeñas migraciones”, una reflexión sobre el cambio de aires físico y literario.
Cierran esta edición “Schopenhauer: música, fronteras y razón”, de Salvador Sánchez Pérez, ensayo sobre el valor de la música en la obra del filósofo alemán, el cuento “La chanchería”, del escritor argentino Javier Ramponelli y “Cinco instantes”, primera publicación del joven Alberto Garza.

sábado, julio 04, 2020

Tras algunas huellas balcánicas














Cuando hace quince años vi ese gol quedé deslumbrado: el maldito gana el balón a tres cuartos de la cancha y a partir de allí urde un milagro. Se quita a su primer enemigo con un corte hacia la derecha, luego se sacude a otro con una gambeta hacia la izquierda, de inmediato vuelve a virar hacia la izquierda, luego hacia la derecha, de nuevo hacia la derecha y al final, antes de disparar, tiene el cinismo de amagar que tira con la diestra y girar hacia perfil izquierdo. En diez metros hizo seis recortes y algo asombroso, algo que jamás he visto de nuevo: a un negrito que según esto ayuda a defender lo dribló tres veces en la misma jugada. El gol al que me refiero fue anotado por Zlatan Ibrahimović en un partido disputado entre el Ajax (donde él jugaba) contra el Breda, de la liga holandesa. Así supe de Ibra, y al indagar en su bio me enteré que era sueco de origen balcánico.
Pasó una década y en el programa español Informe Robinson, pescado en YouTube durante algún fin de semana de hace cinco años, recibí el flechazo de Tomás Felipe Carlovich, mejor conocido como el Trinche. Ya he escrito sobre él, pero no es ocioso repetir aquí que, según sus evangelistas, fue tan bueno como Maradona o Messi, afirmación que se basa sólo en los testimonios de quienes lo vieron en acción, pues no hay registro en video de sus destrezas, como el famoso “caño doble”. Era grandote, corpulento, una especie de tronco, pero dueño de una técnica exquisita. Menotti, Pekerman, Quique Wolff y otros exjugadores no poco autorizados para hablar sobre futbol admiten que se trataba de un genio que desperdició sus dones en la incuria y en ocasiones en la más franca rebeldía, pues renegaba del entrenamiento, lo que a la larga derivó en el mito del genio que jugaba sólo para divertirse, no por plata. Como Ibrahimović, Carlovich era de origen balcánico.
En esta semana supe de un jugador de basquetbol que me recordó a los dos anteriores futbolistas. Su nombre es, o fue, Pete Maravich, apodado Pistola. Nació en Pensilvania hacia 1947, y murió joven, en 1988, de cuarenta años. Lo raro de Pistola Maravich, además de ser blanco en un deporte dominado casi monopólicamente por negros, fue que hizo escuela al fundar un tipo de basquetbol basado en la fantasía, en el arabesco, en la invención de movimientos sorpresivos. Al ver grabaciones de sus jugadas me dejó boquiabierto su repertorio de tiros y de pases, sobre todo el famoso “pase sin ver” que yo creía patentado por el Magic Johnson, una jugada que en futbol sólo supo hacer Rolandinho. Pues no, Maravich, quien usaba un corte de pelo estilo George Harrison, había inventado varios años antes, como si tuviera ojos en la nuca, el “pase sin ver”, y como éste, muchas otras evoluciones en las que es posible admirar al basquetbolista que no se conforma con botar y disparar, sino que inventa y abre el juego a otra dimensión: la dimensión lúdica. Como Zlatan Ibrahimović, como Tomás Felipe Carlovich, Peter Maravich era de origen balcánico.
Algo tienen los deportistas de esos rumbos, y no por nada Luka Modrić, otro balcánico, fue designado el mejor jugador del mundial Rusia 2018.

miércoles, julio 01, 2020

Tres cuentos "laguneros"












Usé comillas en el encabezado para insinuar que aquí debemos percibir algo raro en el gentilicio “laguneros”. En efecto, hay una rareza: que deseo referirme en estos párrafos a tres relatos ubicados en nuestro contexto pero escritos por tres escritores foráneos. Es decir, son laguneros no por el origen o la radicación de los autores, sino por el ambiente en el que las historias fueron ubicadas. Los cuentos son “Floreal”, de Alfonso Reyes; “Gómez Palacio”, de Roberto Bolaño, y “La vanagloria”, de Enrique Serna. Procedo a sobrevolarlos.
En “Floreal”, que conozco desde hace al menos 25 años, encontramos una estampa narrativa que juega con la memoria personal y la fantasía. Fue escrito en Madrid hacia 1915, cuando aún estaba fresco el ramalazo de la Decena Trágica y Reyes se sintió impelido a salir del país primero a Francia y de allí a España. Mientras se las veía negras para sobrevivir, el regiomontano tomó la pluma y recordó una escena que seguramente vio de cerca en alguno de sus trayectos desde Monterrey a la Ciudad de México. El texto es breve, de apenas una página y media, y en él evoca a una mujer con la que se cartea. Describe la zona del Torreón viejo, las vías y la estación del tren, los comercios y el hotel que comenzaron la expansión de la ciudad, desde la famosa Casa del Cerro hacia el oriente, todo polvoso y con mucha población gringa y china, cuando Torreón todavía era un lugar de paso. Puede ser ésta una de las primeras reconstrucciones literarias de la atmósfera lagunera.
Otro cuento que trabaja explícitamente con el espacio lagunero es “Gómez Palacio”, del chileno Roberto Bolaño. Sobre este texto, en 2005 escribí y publiqué un comentario que de momento no sé dónde conservo. El cuento fue publicado por Bolaño en 2001, pero sitúa sus acciones hacia mediados de los setenta, época en la que aún vivía en nuestro país. En aquel momento la Casa de la Cultura gomezpalatina recién había sido estrenada y tenía muchos talleres en acción, entre ellos el de literatura que durante varios años coordinó el poeta zacatecano José de Jesús Sampedro. Menciono esto porque la anécdota del cuento pasa por aquí: un joven escritor recibe la invitación de hacer un viaje de trabajo en el norte. Se trata de una oportunidad no muy favorecedora, así que la asume por necesidad y con resignación. Luego de pasar por San Luis Potosí, Monterrey, Saltillo y Durango, el instructor literario debe hacer su última parada en Gómez (así le decimos acá a Gómez Palacio). De entrada, al protagonista le suena horrible el nombre de la ciudad. Es atendido por una directora gordezuela y de ojos saltones, poeta y parlanchina. El protagonista narra su desolación en el desierto, la certeza de estar viviendo un conato de pesadilla en una ciudad condenada a la mediocridad. “Gómez Palacio” fue incluido por Bolaño en el libro Putas asesinas, de Anagrama.
“La vanagloria”, de Enrique Serna, es otro cuento con telón de fondo lagunero. Fue publicado hacia 2013 en La ternura caníbal, del sello Páginas de Espuma. Narrado también en primera persona, cuenta un momento en la vida de Juan Pablo, joven profesor de secundaria y poeta. Tras recibir un espaldarazo de Octavio Paz, se esponja como pavorreal; sin embargo, pronto, tras perder la carta enviada por el premio Nobel, se le viene encima un alud de críticas perpetradas por el salvaje mundillo literario de Torreón. Espléndidamente narrada, como todo en Serna, vemos en la historia que Juan Pablo entra en una espiral de paranoia megalomaniaca que al final encuentra algo parecido al equilibrio hasta deshacer los nubarrones trágicos.
Si armara una antología de cuentos laguneros de no laguneros, sin duda metería estas tres historias. Échenles un ojo cuando puedan.