sábado, junio 27, 2020

Reyes muriendo y trabajando




















Como si fuera adrede, pero no, guardé el libro Cuando creí morir, de Alfonso Reyes, para un momento apropiado que llegó, obvio en mi caso, con una lumbalgia. Por su impecable presentación, suponía que se trataba de un trabajo con alto valor, de una obra digna de los aniversarios que la motivaron: el 130 del nacimiento y el 60 de la muerte del ensayista regiomontano. Fue publicada pues en 2019 por la UANL y el Fondo Editorial de Nuevo León, y contiene tres apuntes escritos por Reyes luego de los infartos que a la postre segarían su vida.
El título es elocuente: en efecto, Reyes creyó morir varias veces. La primera en 1944, la segunda y la tercera en 1947, y la cuarta, su peor experiencia, en 1951. Fueron “los cuatro avisos”, golpes al corazón que por lapsos lo forzaron a suspender todas sus actividades y vivir horizontalmente sometido a delicados tratamientos de recuperación en los que vislumbró las fronteras del más allá. Al final de cada aviso, como era su costumbre, Reyes hizo un examen de lo sucedido y lo transformó en escritura.
Los párrafos dedicados a la cercanía de la muerte no son sombríos, como podría suponerse. Antes bien, son en todo momento serenos y reflexivos, y en ellos es posible notar, incluso, el tono alegre que en general tienen las páginas del polígrafo cuando bucea en su memoria. El feo rostro de la muerte no doblega su ánimo ni convierte al escritor en un ser desengañado y amargo, como suele suceder cuando algún quebranto físico nos agarra por sorpresa. Reyes se mantiene de una pieza y aprovecha los puyazos para exhibir su mejor casta, la cabeza y el corazón dispuestos a celebrar y aprovechar las nuevas oportunidades de vida que la medicina le ha otorgado.
Como sabemos, Reyes murió en diciembre de 1959, de ahí que la ciencia le haya dado una década fundamental para concluir muchos proyectos que quizá de otra manera no tendríamos hoy a la mano, redondos, como él los dejó. Fue esa década ganada a la muerte, de hecho, la que aprovechó mejor para ordenar papeles y dar cuerpo a la publicación de sus obras completas, proyecto que por aquellos años abrazó el FCE. Mirada desde otro ángulo, la advertencia de los infartos trajo un beneficio al trabajo alfonsino: tras las fintas de la muerte, el autor de El deslinde hizo un alto que luego lo movió a laborar con urgencia, sin pausa, más que antes, en cada uno de sus libros, sabedor de que la gradual y rigurosa estructuración de sus obras completas sería, en cada tomo, la última oportunidad que tendría para meter mano a las cuartillas.
Cuando creí morir está estructurado en tres momentos, como una pieza musical: “Andantino”, “Maestoso”, “Rubato”. Como señalé al principio, es una edición de lujo, finamente encuadernada y con hermosas ilustraciones a color de Mario Rosales. Contiene además un prólogo del poeta José Javier Villarreal y unas palabras institucionales de bienvenida al lector. Es un gran libro.

miércoles, junio 24, 2020

Parábola del Duke
























La novela El Duke fue editada en Buenos Aires hacia 1976. Su autor, Enrique Medina, tenía entonces cinco novelas publicadas desde 1972, más de una por año. Dada esa producción rápida y sostenida, y dada sobre todo la calidad de sus páginas, Medina alcanzó pronta visibilidad en un medio acaso más preocupado por la política que por la literatura. Ciertamente, el primer lustro de la década del setenta en la Argentina estuvo marcado por la tensa confluencia de turbulencias políticas, sociales y económicas que serían el antecedente de un segundo lustro atroz. Entre el 70 y el 75 cupieron el gobierno de facto de Lanusse, Montoneros, el ERP, la vuelta de Perón, el triunfo electoral de Perón, la muerte de Perón, el ascenso de Isabel Martínez, la Triple A, la ineptitud de Isabel Martínez y la creación del clima que propiciaría el albazo militar del 76. Ya sabemos, pues es harto famoso, lo que pasó luego, Mundial 78 incluido.
Aunque no hay un dato explícito sobre la temporalidad en la que discurre la historia, se presiente que El Duke tiene el telón de fondo mencionado hace tres líneas. Quizá sea viable remontar su acción a los sesenta, no más. Lo importante es, en todo caso, qué narra: el breve ascenso y la dilatada caída del Duke, exboxeador. Como para mostrar que su éxito es fugaz, sólo en los primeros capítulos vemos la rutilante conquista de la fama que cabe en suerte a pocos pugilistas, y casi de inmediato su prematuro retiro de los encordados. A partir de allí, la vida del Duke describe una parábola sin remedio descendente, una trayectoria que lo llevará a convertirse, sin red salvavidas, masticado poco a poco, en flor y espejo de lacras.
Enrique Medina (Buenos Aires, 1937), su autor, es lamentablemente poco conocido en México. Ha publicado más de treinta libros, sobre todo novelas. La solapa de El Duke observa que “publica Las tumbas en 1972. Escrita con coraje y franqueza desusados para la época, provoca uno de los más estruendosos y apasionados debates sacudiendo al mundo literario con un impresionante éxito de crítica y público. Su siguiente novela, Sólo ángeles (1973), se prohíbe. A partir de ese momento, su literatura, cuestionadora y frontal, sufre los embates de la censura y la persecución, hasta su liberación en 1983. En 1982 la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) le confiere la 'Faja de Honor' por Las muecas del miedo (1981), novela que la crítica definió como el libro que rompió la mudez literaria impuesta en el período militar. En 1993 gana el Primer Premio Municipal por su libro Deuda de honor. Como guionista cinematográfico recibió los tres primeros premios más importantes del rubro que se otorgan en el país: 'Cóndor de plata' (Cronistas Cinematográficos), 'Premio Argentores' y 'Premio Nacional'. Es invitado a eventos internacionales de literatura, cine y pintura. Parte de su obra ha sido traducida a otros idiomas [portugués, inglés, francés, húngaro, polaco, alemán y yugoslavo]. Figura en antologías nacionales e internacionales. Varios de sus textos fueron trasladados al cine y el teatro”. A su biografía debemos agregar, como dato no recogido en sus semblanzas, dos estancias más o menos prolongadas en el norte de América: una en Arizona y otra en la Ciudad de México.
El Duke es una novela polifónica, armada a punta de violentos flashazos en el hondo bajofondo donde el barro se subleva. Pueden distinguirse en ella al menos cinco planos narrativos: el más destacado, la voz del Duke en primera persona, quien en el trance de huir y esconderse tras cierta traición ocupa una especie de aguantadero donde vertiginosamente, como en película de edición dislocada, masculla su pasado. Desde el punto de vista formal, este plano apela al fluir de la conciencia que sin solución de continuidad brincotea hacia todos los paraderos vitales del Duke. La ausencia de puntuación nos insinúa la agitación y el desorden de una vida que en el caos se abre mediocres oportunidades a codazos, sin ton ni son. Una rata espontáneamente aparecida en la tapera (jacal en México) es el único interlocutor del delirante Duke, como si con ello se nos quisiera comunicar que en el naufragio del protagonista no hay oreja de ser humano disponible para escuchar la autoconfesión, sólo una rata.
Otro plano saliente es el de, por llamarlo de algún modo, su laburo como matón. Junto a Sorel y Walter, dos sujetos desalmados, el Duke forma un trío letal. Sólo hasta el crepúsculo de la novela sabemos a quién sirven. Las tareas deshogadas por los sicarios son frenéticas, decididas y en apariencia injustificadas, siempre excesivas. Poco a poco vislumbramos que se trata de ajustes de cuentas en el mundo del hampa, formas taxativas de acabar con rivales sin un adarme de piedad. Vale decir ya que en este plano y en todos los demás se siente que todo apunta a un centro, a un eje: el Duke.
Su ruta como boxeador y las opiniones que su vida fue dejando en conocidos son dos pasajes de esta novela que no por fragmentada carece de unidad y solidez. Todo deriva en lo mismo: comprender que la andanza del Duke es gobernada por la carencia y el azar, dos ingredientes peligrosos para edificar al ser humano. El boxeo le dio un minuto de fama, nada más, y una sensación inconfesable de fracaso. Luego del pasaje pugilístico sobreviene el carrusel de trabajos malpagados y bestiales. El Duke es aprendiz de matarife en un rastro (llamado matadero allá), oficio y espacio trazados por Medina con garra naturalista; descrito con la misma aspereza, el Duke es picador de zanjas, fabricante de velas, empleado de refresquera, trabajos todos que implican un alto grado de brutalidad y enajenación. En alguno de sus monólogos, el Duke describe el asunto (recordemos que en estos capítulos no hay puntuación): “te convertís en un robot en una máquina que solamente piensa en las horas extras y mientras el sudor te resbala por la frente y te empaña los ojos y todo tu cuerpo está empapado como si hubieras estado bajo la lluvia vos solamente estás haciendo cálculos mentales de cuánto te tocará ese mes de cuánto te tocará por ser turno noche cuánto por buena asistencia cuánto por producción cuánto por premio…”.
Los trabajos de mula, crueles y pagados apenas para comer, son acicate para que él busque permanentemente una incierta mejora, la que sea. Por allí el Duke pesca un jale de cadenero en burdel, luego de chofer de un jefe mafioso y al final de matón a su servicio.
En la patética miserabilidad de las puertas que se abren al Duke falta permanentemente algo que le dé margen de maniobra para vivir como verdadero humano. Todo es, alrededor del Duke, patada en el culo, escupitajo al rostro, absoluta falta de misericordia. El entorno es siempre oscuro y violento, de ahí que el Duke jamás logre comprender su circunstancia y se mueva casi como un ciego que avanza a tientas en el dédalo de su tragedia, que es la de muchísimos.
Prologada por Carlos y José María Marcos, El Duke es una novela henchida de incertidumbre y dolor, dos terrenos en los que Enrique Medina se mueve con conocimiento y maestría, como agudo transeúnte del infierno.

El Duke, Enrique Medina, Galerna, Buenos Aires, 240 pp.

sábado, junio 20, 2020

Cuentos chinos




















Tanto como la India o más, China es un país al que jamás entenderé. El tiempo que me queda ya no me dará margen para comprender algo, así sea poco, sobre su tremenda cultura y sobre el desafío que implica dimensionar en la cabeza un conglomerado social con cientos de años de historia y, ahora, más de 1400 millones de habitantes. Los 365 días del año tal cantidad de seres humanos está en movimiento para producir, de ahí que todos los países tiemblen ante el avance y las proyecciones económicas del gigante asiático. Pero es poco lo que sé, o sabemos, sobre China, fuera de que en los meses recientes se convirtió en centro de atención tras aparecer en las noticias como cuna de la pandemia.
Para saber bien bien de China es necesaria una curiosidad que debe durar toda la vida. A quienes se dedican a estudiar lo chino se les llama “sinólogos”, esto para no llamarlos, por eufonía, “chinólogos”. Es posible afirmar que el mexicano José Vicente Anaya lo sea, según he podido vislumbrar en su semblanza. Nació en Villa Coronado, Chihuahua, en 1947, y es poeta, periodista cultural, editor, traductor y ensayista. Estudió Ciencias Políticas y Literatura en la UNAM. Entre otros, ha traducido a Ginsberg, Artaud, Miller, ha colaborado en numerosas revistas y suplementos culturales, y es autor de más de 25 libros. Fundador y codirector de la afamada Alforja, revista de poesía.
En Largueza del cuento corto chino, recopilación, prólogo, traducción y notas de Anaya, encontramos una probadita de la cultura china, en este caso literaria. Son textos de formato breve, todos o casi todos articulados en clave de parábola o lección, muchos de ellos no desprovistos de humor. El título elegido por Anaya es certero: los textos son cortos, cierto, pero tienen en la conciencia del lector un efecto expansivo, como un alargamiento del sentido apreciado a primera vista. Aparece aquí, por ejemplo, el cuento chino más famoso en Occidente, “El sueño de Chuang Chou”: “Hace mucho tiempo, yo, Chuang Chou, soñé que era una mariposa que al volar se había llenado de gozo. En el sueño yo ignoraba ser Chuang Chou. De pronto desperté y volví a ser el verdadero Chuang Chou; pero no sabía si Chuang Chou había soñado que era una mariposa, o si una mariposa estaba soñando que era Chuang Chou”.
Todos los cuentos de este libro ofrecen “algo”, un plus que nos lleva a la reflexión o a la sonrisa, como “El infierno”: “Ta Mo, el gran maestro fundador del budismo Chan, estuvo discutiendo con el emperador sobre si existía o no el infierno. El emperador negaba rotundamente que existiera, mientras que Ta Mo lo afirmaba. Cada vez que Ta Mo argumentaba su convicción, el emperador se molestaba más y más hasta que terminó enfurecido insultando al maestro. Ta Mo, sin perder la serenidad, le dijo: —¿Ya se percató su alteza de que el infierno existe, y de que en este momento su señoría está en él?”
Largueza del cuento corto chino es una muy afortunada compilación de José Vicente Anaya. Comparto sus datos editoriales para que lo busquen y, si es posible, lo lean: Almadía, 2010, Oaxaca de Juárez, 187 pp.

miércoles, junio 17, 2020

Mesa de juegos




















La anécdota encierra una lección algo despiadada. Imaginemos una tarde lagunera de sábado en la que paseo a mis tres hijas. La mayor debe tener unos diez años; la menor, cinco. La rutina es la misma: un helado, caminar en algún parque y volver a casa quizá para ver películas o meterse cada cual a lo suyo. Entonces veo una tienda de chucherías y se me ocurre la gran idea de la semana: compraré un juego de mesa para extender en casa la convivencia sin pantallas de por medio. La inversión será mínima, pues pido una cartulina de serpientes y escaleras y un dadito. Al llegar a casa, todas quieren dispersarse hacia sus cuartos y les digo que no, que vengan a la mesa del comedor pues jugaremos al juego que recién compré. Acatan con algo de fastidio, pero una reclama que desea ver una película y otra arguye que quiere hacer tarea. Las obligo a esperar, a que me sigan en la idea de jugar serpientes y escaleras.
Interrumpo la anécdota y abro aquí un paréntesis todavía más retrospectivo. No fui nunca ni seré en lo venidero buen practicante de juegos de mesa ni de azar, y los juegos electrónicos contemporáneos, todos, absolutamente todos, me parecen casi repugnantes. Pese a esto, en mi infancia gocé el placer colectivo de los juegos de mesa populares, con diseño mexicanote como la lotería o los naipes heredados de España. Entre ellos estaba el juego de la oca y el de serpientes y escaleras. Recuerdo, quizá como cualquiera que ya peine canas si es que la calvicie aún no ha hecho de las malditas suyas, que el de serpientes y escaleras representaba una metáfora de la vida y sus caprichos, del ascenso y de la repentina caída en el pozo de la desgracia. Las imágenes eran elocuentes y tenían un sentido moral explícito: si uno hacía algo malo, el azar supuestamente justo se encargaría de ponerlo en su sitio, obviamente más abajo. Al contrario, si uno obraba bien, la suerte de ascender estaba asegurada. Para mí, cuando niño, esos dibujos contenían una carga axiológica poderosa, aleccionadora. En todo esto pensé cuando quise que mis hijas jugaran serpientes y escaleras: si me había seducido de niño, lo más lógico era que también a ellas.
Y aquí regreso a la anécdota: llegamos a casa, pedí a mis hijas que nos sentáramos a la mesa; comencé de inmediato la sencillísima explicación de las reglas. Mis hijas me observaban con una actitud ambigua entre el interés y la inquietud. Para dar el ejemplo, les informé que el primer tiro del dado lo daría yo. Cayó cinco y entonces avancé mis primeras casillitas. Le dije a mi hija mayor que seguía su turno. Tomó el dado, lo meneó en su mano, pero en lugar de tirarlo me miró fijamente y dijo taxativa: “Papá, esté juego es muy aburrido. Mejor vamos a ver una película”. Las otras dos la alcanzaron en la sala y me quedé solo en la mesa. El juego duró una tirada de dados, todo un récord.
No sé si hoy, en el encierro forzado por la crisis sanitaria, el experimento podría tener un desarrollo menos frustrante frente a los niños. Prueben ustedes.

sábado, junio 13, 2020

Calvino, Cortázar y libros de texto




















La memoria es caprichosa. Un olor, un sonido, un mínimo recuerdo pueden ser capaces de poner en movimiento el proustiano engranaje del recuerdo, más si la morosidad del confinamiento da margen de más para operar. Ahora ocurrió así: leía un hermoso libro titulado Ítalo Calvino en México (Petra Ediciones, 2012) donde el escritor italiano aunque nacido en Cuba describe minuciosamente el árbol del Tule. Las palabras que dedica a la planta milenaria son entrañables: “Al visitar México, uno se encuentra cada día interrogando ruinas, estatuas y bajorrelieves prehispánicos, testimonios de un inimaginable ‘antes’, de un mundo irreductiblemente ‘otro’ frente al nuestro. Y de pronto aquí hay un testigo aún vivo y que ya vivía antes de la Conquista…”.
Al recorrer tales párrafos me asaltó, como digo, el recuerdo: una visión fija aparecía en mi mente y no me dejaba imaginar el árbol del Tule descrito por Calvino, sino el que vi en las páginas de uno de mis viejos libros de primaria, un libro de texto gratuito. Ciertamente, en alguno de aquellos libros había un dibujo (ni siquiera era una foto) donde se podía apreciar el mastodonte arbóreo rodeado por muchos niños y niñas tomados de las manos. Recuerdo que la imagen me intrigaba: ¿cómo era posible la existencia de un tronco cuya circunferencia sólo podía ser rodeada por treinta, cuarenta, cincuenta niños anudados de las manos? Lo máximo que yo conocía en materia de árboles gigantes eran los pinabetes laguneros, hoy casi extintos, pero nada comparable al Polifemo oaxaqueño.
Luego de pensar en el dibujo, la memoria rodó hacia otras páginas de aquellos mismos libros, los de texto gratuitos cuya Comisión fue creada en 1959, durante el gobierno de Adolfo López Mateos. Su secretario de Educación Pública, el poeta Jaime Torres Bodet, puso en circulación los primeros ejemplares hace exactamente sesenta años, en 1960, así que en 1970, cuando comencé a recibir mis ejemplares de primaria, apenas tenían una década de vida y ya eran maravillosos. Me refiero, claro, a los libros que en la tapa lucían el cuadro de la Patria pintado por Jorge González Camarena. Todos tenían el mismo diseño exterior, sólo cambiaba la materia: “Geografía”, “Historia y civismo”, “Aritmética”…
De aquellos libros y de los que vinieron poco después evoqué también, gracias al Tule de Calvino, un microrrelato de Cortázar. Cuando lo leí no sabía que el argentino sería después mi ídolo y que yo llegaría a tener la primera edición de Historias de cronopios y de famas (Minotauro, 1963) de donde la SEP extrajo “Aplastamiento de las gotas”: “Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós, gotas. Adiós”.

miércoles, junio 10, 2020

Necesaria gratitud




















Pese a la reclusión forzada por el Covid-19 no cesan las necesidades cotidianas, esas pequeñas y grandes miserias que de no resolverse transforman la vida en un calvario. Porque vivir, así sea austeramente como la vida que procuro para mí, implica un sinnúmero de urgencias frecuentes, reiteradas y molestas, un rosario ininterrumpido de dependencias. Ya alguna vez, hace mucho, creo haber escrito y publicado unas palabras de gratitud a personas que, remuneradas o no, me socorrían con frecuencia. Ahora, en la circunstancia del encierro, asombra que no dejen de florecer los problemas y su demanda de inmediata solución, como si la inmovilidad no sirviera para aplacar un poco la emergencia de necesidades.
Agradezco, en primer lugar, a mis hermanos, pues apenas les planteo un lío cuando ya lo están desenredando: Rogelito y su permanente asesoría en todología técnica; Ana y sus soluciones médicas siempre eficaces; Humberto y su apoyo en mecánica y carpintería; Idalia y Luis que siempre están allí, listos para echar la mano en lo que sea. Qué suerte, de veras, tener hermanos que no se rajan.
Y fuera del entorno familiar, es una tranquilidad tener la nave en buen estado, y por esto confío en la experiencia de Gabriel y su taller mecánico. Hasta la fecha, reparación que hace, reparación que queda bien, siempre con absoluta servicialidad y buen precio.
Y en materia de asesoría fiscal, siempre necesaria en la impenetrable selva de lo tributario, Claudia no me deja tirado, sino que vela para que todo corra en orden y apegado a la legalidad. Igualmente, cuando se hace necesario el dibujo jurídico de algún trámite en puerta, Alfredo y Pepe no dudan en aclararme el panorama. Y en otro ámbito, el de la atención médica directa, Cháirez (poeta además) siempre mete el hombro por mí.
Si de aire acondicionado se trata, dos amigos me auxilian sin reparo: Beto y José Luis, ambos expertos en anular la asfixia provocada por la torridez de nuestra región. Y en obra civil, es decir en construcción y remozamiento habitacional, además de sistema eléctrico, mi tocayo Jaime sale al quite.
E igual, listos para lo que sea, están Chuy y Tito, amigos amigos de verdad, como dice una canción. O Adolfo, puestazo para echar músculo si se requiere. Y ya no me alcanza el espacio para agradecer a todas las personas que me ayudan. Yo tengo la posibilidad (el privilegio) de decir gracias en un espacio de prensa, éste, pero sé que cualquiera recibe ayuda y apoyo, pagado o no, y es justo que todos, cada quién a su cada cual, exprese gratitud. La vida es una larga cadena de molestias. Muchas de ellas dejan de serlo gracias a las manos que se tienden expertas y generosas.

sábado, junio 06, 2020

Probadas de apocalipsis













Fueron escenas parecidas, ambas policiales y abusivas. En el primer caso, un agente norteamericano retiene a un hombre negro que, bocabajo, suplica un poco de piedad para poder respirar; la rodilla del oficial, sin embargo, pasa varios minutos haciendo severa presión en la nuca del detenido, quien a la postre murió; todo queda grabado por cámaras de seguridad y por celulares de transeúntes. En el segundo caso, más cercano a nosotros, un joven es detenido en Guadalajara frente a una cámara de teléfono que registra el diálogo entre los testigos del hecho, que reclaman exceso de fuerza, y los policías retadores. Poco después de haberse realizado esa toma, el detenido es declarado muerto por golpes en el cráneo.
Estas dos historias fueron difundidas en las redes sociales y se convirtieron, como dice Roberto Bardini, en la chispa que incendió la pradera: inmediatamente motivaron a muchos cientos, miles de jóvenes a cobrar venganza contra cualquier elemento policiaco a la vista. Las imágenes de Estados Unidos, “dantescas” si se nos permite el lugar común, hicieron recordar otros momentos de la tensa relación entre la población negra y las autoridades policiales norteamericanas, particularmente la detonada tras la golpiza perpetrada contra Rodney King en 1991, también grabada en un video que no dejó lugar a dudas sobre los excesos de los uniformados. Lo peculiar en el caso de George Floyd es que los reclamos y la sed de venganza no sólo corrieron a cargo de civiles negros, sino también de miles y miles de blancos igualmente iracundos. A una escala menos numerosa, aunque importante si nos atenemos a los antecedentes nacionales, una muchedumbre de jóvenes atacó patrullas y el edificio de gobierno de Jalisco en demanda de justicia para Giovanni López, y la protesta también tuvo algún eco en la capital del país.
Podemos resaltar dos detalles en las acciones de la policía: en ambos hechos hay un claro exceso en el uso de la fuerza y en ambos hay cámaras listas para grabar una parte sustancial de los desaguisados. Si a esto añadimos el alto nivel de crispación prohijado por las sociedades actuales ensañadas sobre todo contra los jóvenes al negarles oportunidades y estabilidad, es harto necesario que la policía y cualquier otra autoridad afín maneje bien sus protocolos de actuación en detenciones y demás contingencias violentas. De no ser así, cualquier abuso grabado en audio y video de un mal policía puede derivar en lo que recién vimos: escenas apocalípticas en un mundo ya de por sí apocalíptico por epidemias y recurrentes crisis económicas.

miércoles, junio 03, 2020

Almafiera en acción




















Durante la pandemia ha sido ideal una novela gorda para despachar el crepúsculo de cada día, y si a la gordura añadimos calidad narrativa entonces podemos dar por muy bien usados los minutos que preceden al descanso. El libro al que me refiero es Últimas pasiones del caballero Almafiera, portento de 500 páginas escrito por Juan Eslava Galán (Jaén, 1948), autor del que he venido devorando libros hasta concluir en un aserto que no por personal riñe con la posibilidad de ser útil para cualquier desocupado lector: es mi escritor español favorito vivo.
A Eslava Galán lo sigo desde finales de los ochenta, cuando en México tuvo alguna módica circulación En busca del unicornio, novela ganadora del Premio Planeta 1987. La leí y jamás la olvidé, tanto que conseguir más libros de su autor se convirtió en asignatura pendiente durante años. Tuvo que llegar el 2019 para suplicar a dos viajeros que me pescaran equis y zeta libros en Madrid. Así fue como me hice de Últimas pasiones… y al leerlo reencontré el dominio de su autor para reconstruir, en términos de lenguaje y mentalidad, una historia añeja, en este caso ubicada hacia 1212, en el Medievo.
Gualberto de Marignane, protagonista del relato, es un caballero fogueado en mil trotes militares y amorosos en Oriente. Vuelve al sur de Francia/norte de España y encuentra que su feudo ha sido enajenado, por lo que busca entrevistarse con autoridades que quizá lo escuchen y también quizá le devuelvan lo que es suyo. En el trance, empobrecido y golpeado de ánimo, se topa con los preparativos de una cruzada de varios reinos cristianos para encarar al moro y replegarlo hacia el sur de la península. Un poco sin querer, un poco queriendo, se inmiscuye en los asuntos de esa guerra y en tales peripecias conoce a doña Eliabel, beldad “malmaridada” con un noble que la trata mal y con quien ella es infeliz.
Todo sucede pues entre campañas militares, iglesias, castillos, caminos y paisajes del corazón de España, y hasta acá parece una novela más entre las muchas que podemos encontrar con ambientación “histórica”. El plus de Eslava Galán está, claro, en la forma, en el dominio de un instrumental lingüístico y de un estilo que, con saber a antiguo, no deja de parecernos actual y harto poético, casi como diciéndonos que el castellano del siglo XIII ya tenía la plasticidad cuyo esplendor llegó tres siglos luego.
Apenas me queda un renglón para celebrar que toda la novela está atravesada por altos registros de humor y no toda, pero sí en dosis exactas, por un sabroso erotismo. Si estos dos ingredientes no seducen para buscarla y leerla, entonces no sé qué más puedo agregar.