sábado, marzo 28, 2020

El gol más largo del mundo













Alguna vez leí que el futbol es un espectáculo plano con algunos instantes de intensidad y hasta de éxtasis. Es cierto, pero esta definición le cabe a muchos otros deportes, por no decir que a todos. En el futbol, sin embargo, dicha condición es muy visible: los partidos duran poco más de 90 minutos y si sumamos los dos, tres, cuatro goles y las jugadas peligrosas obtenemos una emoción intensa de dos minutos. Esto significa que más de 80 minutos son dedicados al peloteo, al saque de banda, a la faltita en medio campo, a la pequeña discusión con el árbitro por alguna jugada dudosa. Es raro entonces que un deporte con tal cuota de emoción sea el más popular de este planeta.
Un gol suele durar poco, a veces nada. Cierto que la jugada para conseguirlo puede ser muy elaborada, pero el gol en sí es breve, brevísimo. El instante preciso del gol ocurre cuando el balón rebasa el plano de la portería y en la mayoría de los casos sacude la red. Allí, en ese segundo, estalla la emoción: de felicidad si es a favor, de malestar si es en contra. El instante del gol es acompañado por la expectativa previa y el grito ulterior, pero el instante no deja de ser eso, un instante, un momento breve y preciso en el decurso del partido. El gol que narraré va en contra de las leyes del gol tal y como lo describí líneas arriba. Este gol es un gol recurrente en mis sueños, no ha ocurrido en la realidad y no sé por qué se me aparece con tanta frecuencia. Más o menos se desarrolla así.
Como el equipo rival presiona para anotar casi en el final de un partido, nueve enemigos esperan un tiro de esquina en nuestra área. Sólo su portero y un defensa no se suman al ataque para aguardar un posible contragolpe. No se equivocaron: el córner es lanzado y nuestro arquero sale de puños. Yo, que marco a un oponente cerca del manchón de penal, presiento que la pelota saldrá al centro y me adelanto a correr por ella. Cuando el puñetazo se da, yo ya voy como diez metros adelante del área grande. Tomo el balón y en ese momento los dos enemigos que me esperan cometen un error: ambos salen a marcarme, a cerrarme el paso, quizá a pegarme una patada para cortar la acción incluso con el riesgo de la tarjeta roja. Pateo para adelante un poco a ciegas, pero me sale un fabuloso autopase que desborda a mis dos posibles obstructores, quienes además chocan entre ellos y caen. Los rodeo y veo que el balón rebasa la media cancha. En ese momento miro de reojo hacia atrás y veo que ya voy solo, con cuarenta metros por delante y sin un solo enemigo que me estorbe. Llego al balón y ya sin mucha prisa lo adelanto poco a poco, Vuelo a tirar un vistazo a mis espaldas: el panorama es inolvidable: mis compañeros trotan hacia adelante y ya unos dos o tres levantan los brazos en señal de gol; los enemigos también trotan y en sus lejanos y borrosos rostros adivino la imagen de la frustración. Siento la expectativa en todos lados: el gol está en mi trote y mis botines, pues el rival más cercano me ha quedado a treinta metros. En ese lapso tengo tiempo para pensar: he llegado al área grande y puedo entrar a la meta caminando con el balón empujado a cachetaditas del empeine. La rareza de la situación genera una idea repentina todavía más extraña. Paso el área chica y decido llegar a medio metro de la raya final. Allí detengo la pelota, me doy la vuelta y busco al árbitro y al abanderado, quienes corren hacía la línea de fondo. Sólo ellos avanzan con apuro, pero yo decido detenerme. Hago una seña para tratar de indicar que el gol no ha sucedido, que la pelota no ha cruzado la meta. Pasan uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos y nada, el balón sigue sin trascender la meta. Oigo gritos confusos, veo que mis compañeros ahora sí corren con velocidad, y pasan otros tres, cuatro, cinco segundos. Miro que el abanderado ya se colocó en la línea imaginaria del balón, y en eso el árbitro llega hasta mí. No dice nada, no pita, no mueve las manos, sólo queda petrificado a dos metros de distancia. Uno de mis compañeros pasa cerca del último defensa que rebasé y recibe una patada. Mi compañero avanza a trompicones hasta que cae. El árbitro ve eso, pero no pita la falta, pues sabe que tengo la ley de la ventaja. En eso estira las manos hacia adelante para indicarme que empuje la pelota. Él y todo mundo esperan que sacuda la red con un disparo, pero aquí se me ocurre otra idea: ruedo el balón con un toquecito en su cresta y lo hago pasar la raya apenas medio metro, lo suficiente para que árbitro indique gol y corra al centro de la cancha. Lo que sigue ya no importa.
Lo que importa es que el instante del gol, o del casi gol, ha durado alrededor de quince segundos, una eternidad. Obviamente es en este momento cuando despierto del sueño y sonrío tras haber anotado un gol inexistente.

Minucias en el tiempo lento



















La cuarentena crea otro tiempo, un tiempo distinto al que estamos habituados. Es, en palabras del escritor Antonio Ramos Revillas, como un domingo perpetuo o más que eso: una especie de primero de enero extenso y sin recalentado. Nada más deseable, por ello, que termine pronto, que la contingencia sea trascendida sin mayores sobresaltos, pues mucha gente, además de los infectados y sus familias, la está pasando muy mal en términos laborales y de ingreso.
En el ritmo lento de estas horas me sorprendí mascullando versos de poemas y canciones. Es un ejercicio divertido que hace muchos años me fue sugerido por Borges en un ensayo sobre las inscripciones de los carros, esas frases a veces chuscas, a veces intrigantes, que los choferes suelen pintar en las defensas de sus vehículos. Con tiempo de más por el encierro obligatorio es posible reparar en estas minucias y poner bien los ojos en aquello que ya no vemos porque nos es cotidiano. Pongo un ejemplo para que se vea que en todo producto sintáctico, por humilde que sea, es posible encontrar la maravilla de la combinatoria verbal.
En el huapango titulado “La malagueña” asombra desde ya que una pieza en formato de huapango lleve como título ese gentilicio tan lejano. “Malagueña” es mujer de Málaga, ciudad andaluza de España en la que nacieron, entre otros, Picasso y Antonio Banderas. ¿Qué relación puede tener una malagueña con la región huasteca? No sé. Pero sigamos. La canción empieza con esta estrofa: “Qué bonitos ojos tienes / debajo de esas dos cejas / ellos me quieren mirar / pero si tú no los dejas / ni siquiera parpadear”. Vemos aquí un sentimiento genuino de fascinación por unos ojos malagueños, aunque desde el punto de vista verbal exhiba gran candor. Digamos que el “qué” enfático del primer verso deja claro, en efecto, la belleza de los ojos elogiados: “Qué bonitos ojos tienes”. Luego de esto, todo el segundo verso es innecesario, por obvio: los ojos suelen estar debajo de las cejas que a su vez suelen ser dos. Esos ojos quieren mirar, pero luego viene el condicional “si”, también innecesario porque no condiciona nada, así que debería ser “pero tú no los dejas…”. En el remate de la estrofa se afirma que no los deja parpadear, lo cual parece una contradicción, pues uno siente que la malagueña los tiene peligrosa y permanentemente abiertos.
No me alargo. Sólo reitero que en todo producto textual puede haber minucias para el análisis. El caso es tener tiempo para brindarles atención.

miércoles, marzo 25, 2020

Homo chípil














La soledad nunca ha tenido buena prensa. Vivir solo, elegir la soledad, es percibido por la manada como una anomalía, de ahí que al solitario se le vea con recelo y a veces conmiseración. No podría ser de otra manera, pues somos animales gregarios, mamíferos de clan. Por esto es que inquieta tanto la ruptura de los lazos sociales obligada por la contingencia que hoy atravesamos. No nos basta con la familia, queremos vincularnos, salir, interactuar, sentir que somos parte de un conglomerado y caminar libremente por la jungla. La soledad no parece ser una buena compañera.
Ahora que he estado solo vi capítulos de Supervivencia al desnudo, programa de Discovery Channel. Aunque es una producción en la que se supone no han puesto en riesgo de muerte a los participantes, da la impresión de que los abandonaron a su suerte en sitios inhóspitos. Lo que procura este programa es crear la atmósfera genuina de adversidad ante el entorno, pues a los protagonistas se les ha arrojado en pelotas y sólo proveídos de cuatro objetos: un arma/herramienta para cada uno, una cacerola y un iniciador de fuego.
En el capítulo que más llamó mi atención, dos parejas, cada una conformada por un hombre y una mujer, fueron ubicadas en la sabana africana, cerca de un río casi seco y un montón de animales salvajes alrededor. Mientras la energía no se les iba, los protagonistas obtuvieron cuero de animal muerto y con eso pudieron hacerse unas sandalias. La posibilidad de caminar con menos peligro ante las espinas les dio margen para buscar comida, sobre todo algún tipo de carne para insumir proteína. Cazaron algunas serpientes, bagres y un jabalí. En ningún momento hicieron nada por cuidar su apariencia o los modales para comer, y de alguna manera vivieron más de diez días en la Edad de Piedra.
Aunque se trata de un programa, reitero, con la adversidad bien controlada, no dejó de hacerme reflexionar en su contracara: la vida que hoy tenemos durante la cuarentena. Cierto que están temporalmente cortados nuestros vínculos sociales, pero no estamos solos y en medio del África, sino en nuestras casas, con agua corriente, electricidad, alimento e internet. Bien visto, para la mayoría esto es un edén, lo que jamás hubieran soñado nuestros ancestros, de ahí que debamos quedarnos en casa sin tanta queja. Pero somos ya muy chípiles y hoy cualquier mínimo malestar nos apachurra. No quiero pensar qué pasaría si alguna vez se nos exige un poco más.

sábado, marzo 21, 2020

Distopía sin internet














Se me ocurrió observar en las redes que en este momento llegan gratis las obras completas de Camus, de Sartre, accesos a bibliotecas enteras, a pinacotecas, filmotecas, repositorios... y no abro nada porque afortunadamente siempre tengo a la vista libros de papel pendientes de lectura. También llegan libros en PDF de escritores que uno tiene de contactos. Tampoco los abro. No abro nada, sólo veo que como flechas pasan y pasan enlaces, archivos, ofrecimientos. Supongo que la mayoría hace lo mismo: ante la superabundancia de información, cada quien se queda con lo suyo y no abre nada recién llegado. En mi caso esto no significa que pueda pitorrearme del poeta cuyo PDF no abre nadie. Él o ella hicieron su lucha, ofrecieron lo que tienen. Haya sido por solidaridad o vanidad, da lo mismo, allí está su trabajo, puesto a merced por ellos mismos precisamente porque no todo mundo nació siendo Nabocov. Quizá podríamos ser menos drásticos y aceptar que quien así lo quiera comparta un PDF con poemas de incierta calidad y no un video de Chumel Torres. Finalmente los receptores del PDF ignorarán por igual a Goethe que al poeta de la esquina. Para qué hacer pues burla de esto. Cada quien hace la lucha como puede, no todos tienen el honor de publicar en Gallimard o en Alfaguara. Muchos escritores hay (me incluyo) a los que no conoce ni dios, pero eso no significa que no quieran ser, alguna milagrosa vez, leídos.
Luego de esto pensé en lo asombroso que es, si lo vemos con más detenimiento, la llegada de este preApocalipsis en tiempos de internet. Cierto que hay demasiada información, demasiadas fake news, demasiado ofrecimiento de enlaces y pe-de-efes gratuitos, demasiados chistes, demasiado ruido en suma, pero pese a esto tal realidad es mucho mejor que no tener a la mano una herramienta para salir al mundo en medio del encierro obligatorio. Imaginé entonces una pandemia sin red, es decir, una cuarentena hace treinta años. ¿Con qué recursos nos hubiéramos encerrado? Tendríamos televisión abierta, periódicos y libros de papel. Los niños buscarían entretenerse sólo con cuadernos para colorear y juguetes de plástico. La familia jugaría serpientes y escaleras, lotería, naipes… y el paso del tiempo sería muy distinto. Pese a todo, pues, internet hace llevadero el encierro. Lo único que no podemos hacer es presumir nuestros platillos en restaurantes exóticos.

miércoles, marzo 18, 2020

Demasiada información













Cualquier navegante de internet sabe a qué me refiero cuando hablo de demasiada información en la red. Es tanta, tan variada y torrencial que se congestiona en nuestros sistemas de recepción y no nos permite ver más que una nebulosa mancha de mensajes, cifras e imágenes. Es, claro, una paradoja: jamás pensamos que íbamos a quedar en la lona informativa por exceso de información, casi como quien no puede digerir por exceso de alimento.
No hace mucho, un periódico, un noticiero de televisión y alguno de radio nos abastecían. Podían decirnos la verdad, podían mentirnos (quizá más esto que lo otro), pero al final terminábamos con alguna certeza bien apretada en el puño: “Lo dijo Jacobo en 24 Horas; por tanto, es cierto”. Hoy, con miles de Jacobos hablando al mismo tiempo, contradiciéndose al mismo tiempo, la impresión que queda es que no sabemos nada de nada.
No quiero afirmar con esto que haya sido mejor el monopolio de la información que el maremagno noticioso del presente. Lo que planteo es pensar y repensar cómo nos movemos en la selva actual, a qué le damos crédito y, sobre todo, qué compartimos. Si entre la información confiable se filtran toneladas de notas con datos deliberadamente erróneos y gritones, poco haremos para calmar la inquietud social. En el caso de la pandemia, por supuesto, la primera fuente de información es la oficial, la información emitida por especialistas en salud pública, no la que brota sin ton ni son sólo para desatar alarmas ya de por sí activadas.
Hoy como nunca asistimos a la primera contingencia sanitaria global, y nunca como en estas semanas el planeta entero ha vivido con tanta zozobra. Como todos estamos conectados, la pandemia inclina a que las notas falsas corran sin fronteras y aticen aún más la angustia social, pues al peligro del contagio le viene aparejado el peligro económico, la turbulencia en las bolsas, el aumento en el precio del dólar, el desabasto de víveres y medicamento, la pérdida de empleos, el colapso de los sistemas de salud pública. En tal escenario poco o nada ayuda diseminar rumores recién pescados en Whatsapp o, peor, inventarlos con ánimo experimental, lo que obviamente no incluye el meme explícito que con humor trata de paliar en algo el estrés.
Atender las indicaciones de las autoridades es lo que podemos hacer para colaborar en la crisis, y de paso elegir con atención nuestras fuentes informativas. Es poco y es mucho a la vez. Habrá que hacerlo.

sábado, marzo 14, 2020

Detener retenes














Acostumbrado como todos nos acostumbramos a lo malo, sólo me había quejado de los retenes en conversaciones de sobremesa. Son, siempre lo han sido, una mierda, y al multiplicarse como chancros por toda la región no me quedó otra que asumir su presencia como natural. Pero no son ni deberían ser lo normal; de hecho, son atípicos y atentatorios contra la letra de nuestra muy remendada Constitución: “Artículo 16. Nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento”.
Lejos de no ser molestados, los ciudadanos vivimos en un permanente e irritante filtro: apenas salimos de casa cuando ya nos espera por allí, con los brazos abiertos, algún retén. La variedad de sus misiones es pasmosa: nos detienen para asuntos relacionados con el vencimiento de las placas, por consumo de alcohol, por posible narcotráfico, por hipotética portación de armas, para que mitiguemos la velocidad, para preguntarnos hacia dónde vamos y hasta para saludarnos en plan buena onda.
Aunque en teoría y por ley no deben existir, voy de acuerdo (esta expresión es recurrente en cualquier diálogo lagunero) en que haya algún retén de vez en cuando y sólo para procedimientos inmediatos como el del alcoholímetro, que de todos modos en el fondo suele ser una medida más recaudatoria que securitista. A los conductores sin placas o con placas vencidas se les puede seguir un procedimiento de otro tipo ajeno por completo a los retenes. En cuanto a los filtros colocados para repeler o mitigar el narcotráfico, tal vez sean el tipo de retén más vacuo de la historia; su fin es dar la impresión de que la autoridad hace como que hace, pero no han servido para nada que no sea fastidiar a la ciudadanía.
Por otro lado, cuando pienso en los retenes no puedo no recordar los videos del diputado Fernández Noroña, quien retaba a elementos de retén y aseguraba que iba a pasar sin mostrar nada, ni documentos ni nada. Claro, el fuero lo socorría, pero no estaba mal como ejemplo de lo que podríamos hacer todos si nos apegáramos un poco al espíritu de nuestras leyes. En general, uno piensa que se hace sospechoso si invoca la ley para evitar las revisiones, así que para no perder más tiempo aceptamos abnegados el abuso de la autoridad. Pensamos, en fin, que es mejor contestar a dos o tres preguntas de rutina que contradecir para hacer valer nuestro derecho.

miércoles, marzo 11, 2020

Eso de morir




















Además de ser un tema caro en el arte y la filosofía, la muerte tiene mucha tela para cortar y zurcir en materia sociológica. Esto lo entendió muy bien Norbert Elias en los ochenta, década en la que apareció, primero en alemán (1982), luego en otras lenguas como el español (1987), La soledad de los moribundos, libro que recorre el antes y el ahora sobre la percepción social de la agonía humana y su desenlace natural. Aunque podemos decir que es un libro algo viejo, su cuarta reimpresión de 2018 por el FCE constituye una forma indirecta de afirmar que sigue vigente.
Elias (1897-1990) explora diferentes percepciones sociales de la muerte en función, sobre todo, de las circunstancias que rodeaban al moribundo en el pasado y las circunstancias que rodean al mismo sujeto en tiempos más cercanos. En este sentido, se pueden establecer dos amplias visiones: a mayor inseguridad de la vida en el pasado, más certeza de que la muerte es una presencia cotidiana, algo normal, un hecho tan próximo que los viejos morían en sus casas, rodeados por el clan; en sentido opuesto, a mayor seguridad, la muerte poco a poco fue adquiriendo una aire distante, es algo que le pasa a otro, de suerte que morir, o ir muriendo en la vejez, se convierte en un problema para quienes no han sido entrenados en el trato con moribundos.
“La actitud ante el hecho de morir, la imagen de la muerte en nuestras sociedades no pueden entenderse cabalmente sin relacionarlas con esta seguridad y previsibilidad del curso de la vida relativamente mayores. La vida se hace más larga, la muerte se aplaza más. Ya no es cotidiana la contemplación de moribundos y muertos”, observa Elias, de ahí que la muerte y los muertos nos parezcan tan ajenos.
En lo personal y antes de haber cruzado las páginas de este libro, siempre hablaba de mi juventud con una formulación retórica: “Cuando yo era inmortal…”. Con esto me refería a que en cierta época jamás pensé en la muerte como algo mínimamente próximo, pero luego, más o menos cuando atravesé la cuarta década de mi tiempo sobre el mundo, de golpe me atenazó esta idea: moriré, certeza que jamás, siquiera, me sobrevoló desde que nací hasta que el anuncio de la finitud —de mi finitud— fue vislumbrado en un primer achaque.
Con prólogo de Fátima Fernández Christlieb, La soledad de los moribundos es un excelente libro para (ni modo) prepararnos ante la amenaza de una soledad que a muchos ya nos pisa los de Aquiles.

sábado, marzo 07, 2020

Noventa años del TIM














El Teatro Isauro Martínez cumple hoy noventa años. Es, creo, el más importante documento arquitectónico de La Laguna, así que verlo saludable, protegido y en plenitud de funcionamiento es un orgullo para quienes en diferentes momentos de nuestras vidas lo hemos admirado desde lejos o lo hemos visitado como público de su muy variado menú artístico.
Como sabemos, luego de su nacimiento y esplendor tuvo una mala época, tan mala que incluso bordeó la posibilidad de desaparecer. En un ensayo sobre Revueltas y a propósito de El apando, película basada en la nouvelle del escritor duranguense, mi amigo Gerardo García describe con escalofriante precisión aquel terrible momento del TIM: “En una de las tardes perdidas de la juventud, cuando la vida parece extenderse en un futuro sin orillas, decidí junto con Alfonso, mi amigo de la prepa, asistir a una función de cine mexicano. Acudimos al Isauro Martínez. Era una de las épocas aciagas del inmueble, concebido para funcionar como teatro, pero por oscuras circunstancias algún burócrata gubernamental había decidido transformarlo en cine ‘de piojito’. Sigilosas cucarachas y hambrientos ratones pululaban entre los zapatos distraídos de los cinéfilos…”.
Gerardo habla de los setenta, etapa en la que nuestro teatro fue llevado a tocar fondo. Pero ocurrió una especie de milagro: en el amanecer de los ochenta y luego de frenéticas negociaciones encabezadas sobre todo por jóvenes estudiantes de la UAdeC, el TIM fue rescatado, restaurado y puesto de nuevo a funcionar como enclave cultural de la ciudad. Luego a su esquina de la avenida Matamoros y calle Galeana se le sumó el llamado “anexo”, de suerte que así amplió sus posibilidades de servicio a la comunidad.
La nómina de los artistas foráneos que han pasado por allí es abrumadora. Con los nombres de actores, músicos, bailarines, escritores, pintores y demás dedicados al arte podrían llenarse varias páginas. De los que recuerdo sin esforzarme, allí vi a Ignacio López Tarso, Ofelia Medina, Javier Camarena, Horacio Franco, Ofelia Guilmáin, Diego Luna, Tania Libertad, Fernando del Paso, Fernando Vallejo, Luisa Valenzuela… y a todos los artistas de La Laguna, a todos.
Para acercarnos al TIM podemos seguir dos caminos: visitarlo o leer la investigación histórica (todavía hay ejemplares) confeccionada por la doctora Laura Orellana Trinidad. En cualquiera de los dos casos nos asombraremos del tesoro que tenemos a media cuadra de la Plaza Mayor.


miércoles, marzo 04, 2020

Rescate de la lap top
























Cada tanto respondo cuestionarios de estudiantes de secundaria, preparatoria o profesional, preguntas que los jóvenes formulan con la ayuda de sus maestros de literatura o español. Son pues pequeños encargos, nada complicado, chambitas para ayudar a que ciertos jóvenes obtengan una nota y nada más. Trato sin embargo de ser atento, de no estropear sus propósitos y responder lo mejor que puedo. Así pues, mientras armaba el libro Entre las teclas (2016) llegó un par de solicitudes estudiantiles. Lo extraño es que, pese a la sencillez e incluso la ingenuidad de los formularios, las preguntas y las respuestas andan cerca del tema que aborda este libro. Hice pues una pequeña edición a los cuestionarios y quedó esto que ahora reciclo sólo para que no se quede en los intestinos de mi lap top.

¿Cómo nació ese deseo por la literatura? 
El deseo por dedicarme a la literatura nació, como suele ocurrir con muchas vocaciones, de manera misteriosa. Sólo puedo explicar mi gusto por las letras como algo accidental, felizmente azaroso. Tuve una infancia muy ordinaria, llena de calle y de juegos, de escuelas públicas y de vagancia adolescente, y aunque me gustaba convivir con amigos de la cuadra, al mismo tiempo comencé a leer, a sentir asombro ante la palabra escrita. En mi casa no había libros ni lectores, pero mi madre compraba a diario el periódico La Opinión y gracias a esas páginas comencé a tomarle gusto a la lectura. En mi temprana adolescencia me convertí en terco coleccionista y lector de revistas deportivas, y ya para entonces buena parte de mi vida se relacionó con eso: leer pasó a ser una actividad importante para mí. Nunca renuncié al mundo, me gustaba la calle, los amigos, pero en secreto también me sentí precozmente fascinado por las letras impresas. Fue hasta los 16 o 17 años cuando sentí la curiosidad de escribir. Arranqué a ciegas, sin ninguna instrucción previa, y ya a los 18, cuando ingresé a estudiar mi carrera, sospechaba que la literatura debía ser parte de mi vida. A partir de entonces conocí maestros y amigos que orientaron mis lecturas y comencé a escribir y a publicar con frecuencia en periódicos, revistas y libros. Tengo 52 años, y de ellos he invertido más de treinta en la práctica de la lectura, la escritura y la publicación. Esto parece mucho, pero no: sigo aprendiendo, sigo sintiendo que jamás terminaré de descifrar los secretos de la creación literaria.

¿En qué o en quién está basado su primer libro?
Se llama El augurio de la lumbre, y es un libro que casi desde que fue publicado, en 1990, a mis 26 años, dejó de agradarme. Son diez cuentos realistas, no autobiográficos, todos ubicados en el contexto lagunero y la mayoría con personajes jóvenes; en los cuentos no calco la realidad vivida o experimentada por mí; las historias parecen reales pero son ficciones, inventos de mi imaginación. Casi todos los escritores se arrepienten de sus primeros libros, y yo no soy lo excepción, también me arrepiento un poco de El augurio… Aunque, por otro lado, no dejo de guardarle algo de cariño, el cariño de un autor que se compadece de sus obras aunque las vea muy feas.

¿Cuál es el género que prefiere aparte del que usted escribe?
Yo prefiero narrar, contar historias, inventar personajes, y aunque no tuve talento para hacer poesía, creo que ella, la poesía, es el género más importante de la literatura.

¿Cuál es el lugar más adecuado para inspirarse?
Ninguno. Escribo donde puedo y cuando puedo. Se trata de un trabajo, así que aquí no existe la “inspiración”, sino la disciplina, la tenacidad, la paciencia. Aunque parezca raro, escribir es como trabajar en cualquier otra cosa. El plomero o el dentista o el abogado o la cocinera hacen lo que hacen, como el escritor, estén o no estén “inspirados”.

¿Alguno de los personajes de sus libros está relacionado con usted?
Sí y no. Pueden participar de algunos rasgos de mi personalidad o reproducir alguna experiencia vivida por mí, pero no son “yo”. Cuando escribo mis relatos no cuento mi autobiografía: invento, ficcionalizo mi experiencia. Ahora bien, como lo que invento parece real —incluso lo ubico mayoritariamente en escenarios reales de La Laguna— algunos lectores creen que estoy contando mi vida. Esto es falso.

¿Tiene algún proyecto en mente?
Muchos. Siempre tengo ideas en proceso. Algunas llegan a su fin y se convierten en libros; otras, lamentablemente, no.

¿Cuál es?
Debo afinar este año una novela ya terminada y tratar de escribir otra. Por suerte tengo varios libros ya listos para ir a la imprenta, así que de publicar no me preocupo tanto.

¿Qué es lo que más le gusta de ser escritor?
Que jamás dejo de asombrarme, que la necesidad de escribir me mantiene alerta y permanentemente impresionado con el más importante invento de la humanidad: el lenguaje.

¿Qué tan alto le gustaría llegar?
No me interesa llegar alto. De hecho, no me interesa llegar a ningún peldaño. Llegaré hasta donde lo permitan mis aptitudes y mi esfuerzo, trataré de cumplir mi vocación. Si lo hago, aunque no sea leído ni famoso, habré llegado a donde quise: ser escritor. Con eso basta.

¿Cuál libro fue de gran inspiración para usted?
Hay muchos, pero creo que un detonador de mi amor juvenil por la literatura fue la novela El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier. Cuando la leí, lloré conmovido ante la belleza de las palabras y me dije: quiero escribir, quiero intentar esa belleza.

¿Cuál es su propósito en la vida de las personas con sus libros?
Me da gusto tener lectores, decirles algo distinto, hacerles apreciar ciertas realidades no tan visibles. El centro de mis libros, aunque no lo parezca, es ese extraño animal llamado ser humano.

¿Cuánto y cuál ha sido la inversión de la creación de un libro?
La pregunta es “cuál ha sido la inversión de la creación de un libro”. ¿Cuál libro? ¿Cualquier libro? No entiendo bien la pregunta, pues además queda difuso si te refieres a la creación en términos de escritura o a la creación en términos de maquila. Si es la primera, se trata de algo incuantificable, pues habría que considerar muchos gastos implícitos en el proceso de creación, como comida, luz, papel, agua, wifi, extensión en tiempo del proyecto, etcétera. Si es la segunda forma de creación (la maquila), también varía mucho, pues depende del tamaño, calidad, extensión y tiraje del libro.

¿Cuáles han sido sus ganancias como escritor?
No sé exactamente, pero no son grandes. Mis mayores ingresos por trabajos de escritura han provenido de dos fuentes: los concursos y el periodismo. En los concursos he podido ganar de golpe premios más o menos grandes y así tener dinero extra para algo (un auto, enganchar una casa…). En el periodismo, como autor de una columna que aparece dos veces a la semana, el ingreso no es grande pero sí constante.

¿Se dedica a otra cosa además de la escritura?
Sí, soy maestro y editor.

¿Cuáles han sido sus ganancias en ese otro trabajo? (si lo tiene)
No son muy grandes, pero sí constantes, seguras. De hecho, son la principal y casi única fuente de manutención que tengo para mi familia y para mí.

¿Cree que es posible vivir solo de escribir y publicar libros?
En la inmensa mayoría de los casos, no. Casi todos los escritores necesitan fuentes alternas de ingreso.

¿Conoce algún otro escritor que viva de su escritura?
He tratado a Paco Ignacio Taibo II y a Juan Villoro, aunque no tengo amistad con ellos. Creo que ambos viven de lo que escriben y publican, pero no podría asegurarlo totalmente.

¿Qué opina de los escritores de best-seller juveniles que viven de eso?
Que cada quien, de acuerdo a sus capacidades y objetivos, encuentra sus fuentes de subsistencia: el plomero en la plomería, el carpintero en la carpintería, el abogado en el derecho, el piloto en la aviación, el taquero en los tacos, el narcotraficante en el delito, el escritor de libros de mercado en la seudoliteratura o el seudoperiodismo. Cada quien se acomoda en donde quiere y/o puede.

Nuestros polvos
















Vivir en La Laguna sería casi imposible si uno no se acostumbra a la omnipresencia del polvo. Como muchos en este rancho, con él tengo una relación de amor/odio, y lo tolero sólo porque sé que aquí nada ni nadie son capaces de vencerlo. Soy, pues, una de sus víctimas cotidianas, un ciudadano ya muy habituado a olerlo en todos lados y a sentirlo en las yemas de los dedos apenas toco cualquier objeto no recientemente sacudido. Esto que escribo lo escribo porque ayer, como es habitual entre febrero y marzo, tuvimos “lluvia lagunera”, fórmula que irónicamente usamos para designar a nuestro principal fenómeno meteorológico.
Pasó que a mediodía, en la hora de la comida, iba a salir de la oficina rumbo a la cafetería de la universidad. No lo hice, reculé apenas vi por la ventana el ventarrón polvoso que azotaba árboles, formaba una cortina densa de tierra y levantaba remolinos (paréntesis lingüístico: es claro que en la palabra “ventarrón” está, y se nota mucho, la palabra “viento”, pero no se nota tanto en la palabra “ventana”, objeto que se llama así porque suele servir para que pase el viento). Pues bien, ayer demoré mi hora de comer porque esperé a que amainara la tolvanera. Uno nunca sabe cuánto durará, y ésta duró al menos hora y media. Durante este lapso vinieron a mi memoria algunas tolvaneras sobre las que guardo recuerdos especiales. Por ejemplo, una que viví cuando recién mi familia se mudó de Gómez Palacio a Torreón, a finales de los setenta. La nueva casa se ubicaba por el rumbo del Seminario Diocesano, y por allí todavía no estaba todo tan poblado como está hoy. No vivíamos lejos, pues, del lecho del río Nazas, y la colonia Rovirosa Wade era aún un páramo arenoso con apenas algunas casas dispersas y muchos matorrales. Pasó pues que en un febrero o marzo del 79 u 80 se dejó venir el aire con fuerza despiadada. Nos refugiamos mientras pasaba y por la ventana sólo sentíamos los latigazos del aire y el olor asfixiante del polvo que se colaba por las rendijas. Fue aquella una de esas tolvaneras que se aproximan como gigantesco murallón y en unos cuantos minutos tumban anuncios, árboles y semáforos. Cuando al fin se serenó el ambiente, recuerdo que le dije a mi madre que yo limpiaba el patio. Nunca en mi vida hice algo parecido: con escoba y recogedor junté cuatro o cinco tinas de arena.
Por eso sé que el polvo es parte de mi identidad. No me gusta, pero es inevitable que sienta su presencia como la más lagunera de todas las que a diario me acompañan.