miércoles, enero 29, 2020

Búsqueda de Arcelia
























Mañana a las siete de la tarde en el Teatro Garibay (Bravo 245 poniente) presentaremos el libro póstumo La balada de tu nombre, de Arcelia C. de Aizpuru. Lo comentaremos Elena Palacios Hernández, Miguel Ángel Centeno y yo, y Lorena Verónica Aizpuru, hija de la autora, leerá algunos poemas. La entrada es libre. Tuve la suerte de prologarlo; aquí un fragmento de mi preámbulo:
Llegué al taller literario del Teatro Isauro Martínez a mediados de 2017. Lo que encontré fue un grupo numeroso y cordial, bien dispuesto a leer, escribir y escuchar. Recuerdo que en la primera sesión ya estaba allí, siempre en primera fila, siempre atenta, Arcelia Cruces de Aizpuru. Era evidente que se trataba de la tallerista de mayor edad, y ella no tenía el menor propósito de ocultar tal condición. Al contrario, con permanente buen humor reía de sus muchos años de vida, poco más de ochenta en aquel momento. Veía bien, pero oía mal, así que se ayudaba con un aparato auricular. Todos los sábados llegaba y se iba en taxi, y era de las/los talleristas que jamás fallaban, salvo por motivos de salud o viaje. Se trataba de una mujer culta y amable, con carrera profesional y urbanidad de persona de antes.
Los primeros poemas que nos compartió respondían a lo que había leído y escrito toda su vida: poesía en molde tradicional, con metro y rima. Mujer de antes, como ya dije, en sus versos dominaba una visión del mundo que parecía algo anticuada para la estética de nuestro tiempo. Forma y fondo eran, pues, conservadores, y era lógico y legítimo que así fuera.
Un día llevó un poema cuyo tema le resultaba profundamente triste. Se refería en él a la ausencia de su esposo, recién fallecido. Para entender la gravitación de aquella pérdida en el ánimo de Arcelia es necesario recordar dos detalles de suyo peculiares: su esposo había nacido el mismo día, el mismo mes y el mismo año que ella, pero en otro lugar de México, y luego de encontrarse jamás se separaron. La muerte de su compañero representó entonces, para ella, entrar a una vida harto distinta, y la presencia del ausente comenzó a manifestarse en todo. Cuando Arcelia llevó la primera estancia del poema que deseaba escribir sobre su sentimiento de aquel momento, me atreví a sugerirle —delante de todos los talleristas que la querían y la respetaban y hoy quieren y respetan su memoria— que no estaba obligada al metro y a la rima, que su poema podía prescindir de esas ataduras para fluir libre, con la respiración emocional moviéndose a sus anchas por el papel.
Soy franco: pensé que tal recomendación se quedaría en eso, en una mera recomendación de taller, pero Arcelia asumió el reto y por primera vez en su vida deambuló por el verso libre. En la tenue simetría de sus estrofas se nota todavía la lucha contra el verso medido, pero poco a poco urdió las secciones del largo poema que constituye la materia de este libro.
Con su pena a cuestas, Arcelia tuvo la enorme y noble voluntad de buscar con palabras a su ser amado. Creo que lo reencontró y, de paso, logró que fuéramos testigos privilegiados de tan hermoso empeño: la búsqueda literaria y vivencial que hoy se materializa en las venideras páginas.

sábado, enero 25, 2020

Metáforas emprestadas

















El argot deportivo es un gran benefactor del habla cotidiana, tanto que a veces no advertimos la presencia de una locución de ese tipo en nuestros diálogos. No sé qué deporte deposita más monedas en las conversaciones, pero es un hecho que, unos más, otros menos, todos apoquinan. Se trata, pues, de empréstitos frecuentes y muy expresivos.
Tengo para mí que la tauromaquia —en caso de que sea un deporte— ha logrado colocar en el habla coloquial muchas imágenes de su tremendo argot. Quizá la más famosa sea “entrar al quite”, que usamos cuando ayudamos o defendemos a alguien ante cualquier situación adversa; también está el verbo “capotear”, usado para referirnos a eludir con ingenio alguna situación que si se da con éxito termina en “hacer la faena”; cuando decimos que alguien entra, no sobra afirmar que “parte plaza”; cuando alguien asume un problemón, “agarra el toro por los cuernos”, y cuando alguien ha sido vapuleado sin misericordia, no es poco común señalar que “queda para el arrastre” quizá luego de “darle la puntilla”.
El beisbol, otro hervidero de imágenes afortunadas, ha cooperado con algunas que reaparecen con frecuencia en los diálogos de aquí y allá: “volarse la barda”, usado cuando alguien hace algo que rebasa lo ordinario; “ni picha, ni cacha, ni deja batear”, enunciada para resumir la condición de alguien destacado por su ineptitud; “llagar safe en home”, cuando aterrizamos justo a tiempo para comenzar alguna actividad; el verbo “pichar”, empleado en México para describir el acto de pagar consumos ajenos, es totalmente beisbolero.
Del futbol he notado que hay varios empréstitos en el habla argentina, todos entendibles acá, aunque poco usados. Uno de ellos es “parar la pelota”, enunciado mucho para significar que es necesario serenarse, levantar la cabeza y proceder con prudencia; “pegar al palo”, dicho cuando alguien casi atina a algo; “juga en la Premier”, frase que magnifica el nivel en el que alguien desempeña cualquier actividad; “patear para delante”, enunciado si alguien pospone la atención de un asunto; “rematar como viene”, cuando respondemos a algo sin pensar demasiado; y “bajar bien el balón”, si respondemos con tino a un cuestionamiento.
Hay también muchos préstamos del box, como “aventarse unos rounds”, cuando discutimos con alguien reiteradamente; “tirar la toalla”, si desistimos de proseguir en cualquier emprendimiento; “estar en la lona”, frase con la que ilustramos la circunstancia de quien toca fondo; “tener contra las cuerdas”, cuando dejamos al rival sin escapatoria fácil.
Hay muchos más, claro, pero aquí suena ya el silbatazo final.

miércoles, enero 22, 2020

El fílder que está solo y espera


















El título de este apunte parafrasea el de una obra muy famosa en la Argentina; nomás le hago, pues, un leve cambio, el del sustantivo, al título del libro El hombre que está solo y espera, del maestro Raúl Scalabrini Ortiz. Ese libro es un clásico de la literatura argentina, y a mi apresurado juicio es algo así como El laberinto de la soledad de los porteños. No sé si exagero, pero es un título bellísimo pese a su sencillez: El hombre que está solo y espera. ¿Por qué me gusta, por qué me emociona ese puñadito de palabras? Veo tanto allí, imagino tanto allí. Para empezar, el peso de la vida en el lomo del ser humano. Todos somos un poco, o un mucho, eso: hombres que estamos solos y esperamos. Y tenemos tan escasa información sobre todo esto: no sabemos bien a bien por qué o para qué somos, por qué o para qué estamos solos y qué demonios estamos esperando. El hombre, la soledad y la esperanza: carajo, esa parece ser la vida, y sólo un observador, un gran observador como Scalabrini Ortiz, puede condensar tanto en tan pocas y tan sencillas palabras.
Aunque los mexicanos en general no tenemos la visión desolada e introspectiva de los porteños, su flanco, digamos, existencial, hay un cuadro que, creo, puede asimilarse al título de Scalabrini Ortiz, al sentido profundo de su mirada sobre el habitante de Buenos Aires. El cuadro es “El fílder del destino”, del pintor y dibujante Abel Quezada (Monterrey, 1920-Cuernavaca, 1991). No digo nada si digo que el maestro Quezada fue lo que ya sabemos: uno de los más importantes cartonistas que ha tenido jamás nuestro país. Por el estilo de su trazo y de su humor, ambos inconfundibles, Quezada pasó a convertirse, como Gabriel Vargas, como Chava Flores, como José Alfredo, como el Piporro, como Cri-Cri y algunos cuantos más, en traductor y caja resonante de nuestra idiosincrasia. Su fuerte estuvo en el periodismo, pero dejó una obra más que digna en el terreno de la pintura. De una web tomo estas palabras que, me parece, dan idea de la idea que él mismo tenía sobre su trabajo con el pincel y el lienzo:

El título de este libro [Los tiempos perdidos] se debe a que yo sólo pinto en “tiempos perdidos”, los fines de semana. Soy pintor aficionado, “sunday painter” como se dice en inglés.
Pinto solamente como una forma de descansar cambiando de actividad. No tengo ninguna pretensión académica ni económica. Nunca he expuesto mis cuadros (…)
La mayoría son producto de mi imaginación, pero otros son resultado de apuntes que hice durante viajes, en bares y restaurantes, en aviones, vestíbulos de hoteles, en cafés, en
cualquier parte donde tuviera a mano un papel y un lápiz.
Me gustaría tener el tiempo para poder pintar todo lo que he dibujado. Me hubiera gustado aprender a pintar desde mucho antes, desde muy joven, y tener un recuerdo de tantas cosas que vi. 
Es curioso, pero habiendo yo sido un dibujante profesional toda mi vida, he sido también, desde que empecé a pintar, un pintor vergonzante. Hasta hace poco tiempo solamente mi familia había visto mis cuadros y unos cuantos de mis amigos sabían de mi afición dominical. Contados de ellos me han visto pintar. Yo no lo decía nadie, porque pintar es muy distinto a dibujar, aunque parezca lo contrario.
Mi dibujo profesional fue siempre la caricatura, el trazo con burla. En la caricatura se adquiere un estilo, una forma de hacer las líneas. Cuando un caricaturista intenta pintar es muy difícil quitarse los vicios que ha adquirido dibujando. Para mí esto ha sido imposible. En muchos de mis cuadros se ve una tendencia a hacer cabezas desproporcionadamente grandes en comparación a sus cuerpos, cosa que en la caricatura resulta bien. Se nota una incapacidad para la perspectiva, pues la falta de ésta no perjudica, sino favorece la caricatura.

Poco se puede agregar a la severidad autocrítica de esta opinión. Sólo diré que, pese al dictamen que Abel Quezada hizo sobre la pintura de Abel Quezada, me atrevería a contradecirlo si estuviera vivo. Su pintura me gusta tanto como sus dibujos precisamente porque las telas conservan, con el agregado del color, la frescura de su inconfundible espontaneísmo infantil. De hecho, gracias al color hay una vida que los dibujos del periódico no tienen, y eso, como me ocurre con coloristas aniñados como el genial Miró, me alegra la pupila.
De los cuadros de Quezada hay uno que no sólo es mi favorito entre los que le conozco, sino entre todos los que figuran en la hipotética galería de mi alma: “El fílder del destino”. Me gusta por supuesto su título, el uso del sustantivo “fílder” que puede parecer intruso a la poesía insinuada en el complemento “del destino”. Fílder, una palabra del argot beisbolero y ya castellanizada de fielder a fílder, tan aparentemente humilde, desacraliza desde allí el asunto, baja lo trascendente, de manera literal, al terreno de juego, o sube lo popular al cielo de lo espiritual. Es, lo sentí así desde que conocí ese hermoso título, un gran gran nombre para una obra de arte.
Aparte de su nombre, hay varios detalles que atrapan mi atención como si fueran  un guante de beisbol. Su composición clásica, para empezar: dos masas de color, una azul y otra verde, dominan el cuadro. El césped atraviesa toda la línea áurea inferior y forma el horizonte: a partir de allí, inmenso, se abre un cielo amenazante, cerrado por nubarrones. Exactamente en la zona áurea inferior izquierda, un minúsculo ser habita el todo: es nuestro fílder, nuestro humilde fílder. La ausencia de otros elementos refleja la soledad absoluta del pelotero, y su mirada al cielo y su guantecito abajo, no en posición de cachar, reflejan una tremenda desesperanza, algo así como la poca fe que ya tiene en su destino. Por eso mismo digo que es el fílder que está solo y espera con la mirada lo que de alguna manera sabe que ya no llegará a su guante.
Es, por todo y pese a la palabra fílder en el título y el estilo caricatural del dibujo, un cuadro conmovedor, la prueba, para mí, de que cualquier motivo puede gotear arte si sabemos, como Abel Quezada y su pelotero, hallar el modo preciso de batear la esférica.

Comarca Lagunera, 19, octubre y 2012

Posdata. De última hora se me ocurrió subir una imagen que grafica con toda sencillez el asunto de las líneas áureas. Hagan de cuenta que es el esqueleto composicional de “El fílder del destino”.


sábado, enero 18, 2020

Llegar a Cinco Esquinas
























Mi vocación es llegar tarde a casi todo, y por eso así aterricé, cuatro años después de su aparición, en Cinco Esquinas, novela de Mario Vargas Llosa. Cuando salió no fue un macanazo editorial ni nada parecido, sino un título más entre los demasiados que el peruano ha venido apurando en su ya octogenaria vida. Da la impresión de que en el crepúsculo de su existencia el autor de La casa verde no declina en el deseo de hacerse visible con novedades en los anaqueles, casi como si quisiera demostrar que su vista y su imaginación, pese a los años, gozan de cabal salud.
Recuerdo que cuando Cinco Esquinas recién había sido impreso, en Gonvill de Torreón me regalaron una especie de folletito con el primer capítulo. Lo leí y no puedo mentir: me gustó. La larga descripción de las dos señoras jóvenes y burguesas en franco encontronazo lésbico con el telón de fondo de la violencia senderista/fujimorista/montesinista me dejó intrigado. Sentí que en cualquier otro momento debía leer lo que seguía, y ese momento llegó la semana pasada.
Es poco original decir que Cinco Esquinas no es uno de los libros señeros de Vargas Llosa. Si uno ya pasó por Conversación en La Catedral o La fiesta del Chivo, libros como el que aquí comento parecen una pequeñez. Sin embargo, como lo he dicho muchas veces, una novela regular del peruano podría pasar como notable novela para casi cualquier otro narrador. Pero ya sabemos que la crítica es así: a Vargas Llosa no se le perdonan los libros que no son La guerra del fin del mundo, y poco se toma en cuenta que, obvio, lo mejor de su producción ha quedado atrás y que de él sólo podemos esperar libros menores comparados con los que ya acuñó.
Cinco Esquinas exhibe, sin embargo, la envolvente agilidad narrativa y los recursos en el manejo de los diálogos que conocemos en su autor. Por ese lado nada se le puede reclamar. Es difícil, pues, que no caigamos embrujados por la pintura de sus personajes y por el agudo tratamiento de la atmósfera: la violencia política peruana y el manejo sinuoso de la prensa. Subyuga la hechura de Rolando Garro, el periodista intrigante, y más todavía la de su subordinada y discípula, La Retaquita. El final es algo débil y uno percibe cierta simpatía del autor por Enrique Cárdenas y otros personajes burgueses que sólo son “malos” en función de sus travesuras sexuales.
En la galaxia narrativa de Mario Vargas Llosa, Cinco Esquinas no es la estrella más brillante, pero no son pocas las virtudes literarias que muestra de uno de los más importantes novelistas latinoamericanos.

miércoles, enero 15, 2020

Recuerdo de Carlos Girón














Cuando uno recuerda con claridad lo que ocurrió hace cuarenta años quiere decir que la vida ya viene más o menos de bajadita. Hace unos días murió Carlos Girón, el clavadista, y fue suficiente leer su nombre para que de inmediato se agolparan en mi mente ciertas imágenes de 1980. Seguramente vi su competencia más famosa en un televisor Admiral “a color” instalado en la sala de la nueva casa, pues hacia mediados del 77 mi familia se había mudado de Gómez Palacio a Torreón. Usé comillas porque aquel aparato, aunque parecía lujoso por su caja de madera brillante e imitación caoba, desde el punto de vista cromático siempre funcionó de manera desigual: pasaba caprichosamente del color al blanco y negro, así que debíamos darle golpes para que recuperara el rejego full color.
Las Olimpiadas de Moscú se celebraron en las postrimerías de la Guerra Fría, y los gringos las boicotearon con su inasistencia. La influencia de los Estados Unidos provocó que otros 65 países hicieran lo mismo. México no se plegó a la decisión norteamericana y asistió con sus atletas. Entre ellos estaba Carlos Girón, esperanza de medalla para México, país siempre destacado por contar con clavadistas de élite.
El día de la competencia en trampolín de tres metros todo el país estaba atento a la posible hazaña. En aquellos tiempos había pocos canales de televisión, así que durante los grandes acontecimientos no era raro que, en efecto, fuera unánime el seguimiento de los televidentes. En todo el país vimos pues que Carlos Girón alcanzó un desempeño extraordinario y llegó a tener casi asegurada la de medalla de oro. Fue entonces cuando su contrincante más cercano, un ruso de nombre Aleksandr Portnov —como amablemente nos informa Wikipedia—, debía hacer un clavado de elevada calidad para alcanzar a Girón. Muy al contrario, Portnov tiró un clavado atroz, lo que le valió una calificación muy baja. Esto garantizaba la presea dorada para el mexicano, pero algo raro y muy localista sucedió.
Los jueces anularon el clavado y permitieron que el soviético se lanzara otra vez. Alegaron que en su anterior ejecución había sido desconcentrado por un grito, hecho que parecía nimio pero sirvió para que Portnov pegara un mejor brinco, consiguiera una calificación alta e injustamente se agenciara la de oro.
Pese a todo, Carlos Girón fue considerado y recibido como héroe. Han pasado cuatro décadas, pero para muchos sigue siendo el mejor clavadista mexicano de la historia. Descanse en paz.

sábado, enero 11, 2020

Segundo drama




















Hace casi exactamente tres años (el 18 de enero de 2017) se dio el primer caso de esta índole en nuestro país, y Acequias, revista bajo mi cargo en la Ibero Torreón, recogió sobre este drama cuatro opiniones antes expuestas en una mesa redonda. El editorial de aquel número 72 planteó de esta forma su propósito:
“Aquella inolvidable mañana el acontecimiento nos estremeció: en Monterrey, Nuevo León, un joven disparó a su maestra y a varios de sus compañeros en el salón de clases, y luego se suicidó. Inmediatamente después de pasada la primera conmoción, vinieron el morbo, el deseo de obtener más datos sobre el suceso y las especulaciones de sobremesa. En México, sobre todo en los ambientes estudiantiles, no dábamos crédito al hecho que —como casi todo lo que ahora se viraliza en internet— quedó registrado en un video. ¿Qué sucedió, por qué un adolescente pudo atentar así contra la vida de sus cercanos en un aula de secundaria?
Pasados pocos días, el terrible acto pasó al olvido. Otros mil acontecimientos lo opacaron y lo convirtieron en anécdota, en ‘algo’ que ocurrió en una escuela regiomontana. En la Ibero Torreón, sin embargo, fue pensada una mesa redonda para dialogar no tanto sobre lo que pasó aquella mañana aciaga, sino en sus posibles resortes, en las implicaciones de las conductas de alto riesgo en las escuelas y en lo que estamos haciendo mal como sociedad para encarar tales situaciones y, fundamentalmente, para prevenirlas. Los maestros e investigadores Sergio Garza, Francisco Rodríguez, Laura Orellana y Javier Ramírez escribieron un resumen de sus exposiciones y aquí, en esta edición de Acequias, los ofrecemos al lector como punto de partida para nuevas reflexiones”.
Pasma la simetría que tiene la tragedia de Monterrey con lo sucedido ayer en Torreón. Otra vez nos pasará el asombro, el dolor, y otras miles de noticias sepultarán la urgencia de pensar y repensar el destino de los niños expuestos hoy al olvido y a miles y miles de situaciones que, por su edad, muchos no pueden procesar. Si a la podredumbre informativa a la que pueden acceder con total descuido se suma el deterioro de los lazos comunitarios (entre ellos el familiar), pocas esperanzas tenemos de no volver a recibir noticias de tan lamentable naturaleza. ¿Cuánto tiempo durarán los golpes de pecho y las acusaciones abstractas? ¿Cuánto durará nuestra “plomiza consternación”? Ojalá pudiéramos hacer algo.

miércoles, enero 08, 2020

Minucias del padre Garibay
























A propósito de un texto publicado hace pocos días recibí esta pregunta: ¿qué libros pueden servir para hacernos una idea sobre la polis que encontraron los españoles y ahora llamamos Ciudad de México? No dudé en responder que la bibliografía sobre el tema es apabullante, pero puede resumirse en estos tres títulos fundamentales: las Cartas de relación, la Historia verdadera sobre la conquista de la Nueva España y la Historia general de las cosas de la Nueva España de, respectivamente, Hernán Cortés, Bernal Díaz y fray Bernardino de Sahagún, todos asequibles en ediciones populares como las de Porrúa en su colección Sepan cuantos…
Al tercero de los libros mencionados le tengo especial afecto porque se trata de un pormenorizado recuento de lo que había en México antes y durante la conquista. Sahagún dice “las cosas” para significar “todo”, lo material y lo inmaterial, lo concreto y lo simbólico, es decir, que su libro abarca todo aquello que pudo acopiar sobre la cultura azteca. La edición de este libro fue preparada para Porrúa por Ángel María Garibay Kintana (Toluca, 1892-Ciudad de México, 1967), uno de los más importantes sabios del siglo XX mexicano.
Gracias pues a la edición de la Historia… sahaguneana tuve noticia sobre el padre Garibay, de quien Porrúa también tiene a la mano otros libros que nos muestran el saber del mexiquense, quien, mientras atendía su misión religiosa, supo arar en un vasto territorio de intereses intelectuales. Uno de ellos fue el lingüístico, en el que destacó por su hondo conocimiento de varias lenguas como el griego, el hebreo y el náhuatl, por mencionar sólo tres. Otra de las lenguas que lo apasionó fue, claro, el castellano, como puede verse en En torno al español hablado en México (UNAM, 2015, 146 pp.). Hasta antes de conseguirlo, yo ignoraba que el padre Garibay había colaborado con la prensa como lo hizo entre las décadas del cincuenta y sesenta para Excélsior, El Universal y Novedades, diarios a los que acudió para compartir, sobre todo, inquietudes de carácter lingüístico.
Estas antologías ofrecen pues “minucias del lenguaje”, curiosidades sobre el uso de ciertas palabras, precisiones etimológicas y asedios similares. El padre desplegó sus opiniones con una prosa algo arcaizante ya para su época y con un tono regañón en el que, molestia aparte, resalta la importancia de estar siempre atentos a nuestra expresión cotidiana.
No me parece innecesario sumar este libro del padre Garibay al que preparó de fray Bernardino. La erudición del toluqueño nunca será desdeñable.

sábado, enero 04, 2020

Dos máquinas ornamentales
























Una mezcla de nostalgia y fetichismo me llevó a conservar dos máquinas mecánicas de escribir. La más antigua es una Remington Portable Model 5, calculo que de la década de los cuarenta. La compré más o menos en 1994 en un bazar donde la vi indefensa y empolvada tras el aparador. Recuerdo que tenía una caja de madera devorada por el tiempo, herrumbrosa de la chapa y ya tan frágil que mejor decidí tirarla. Desde que la compré, su mecanismo no funcionaba, estaba socio y lleno de pelusa, pero de la fachada lucía impecable —negra lustrosa, como de charol— y todas sus teclas conservaban el aspecto original, unas rueditas metálicas con las letras en el centro, blancas como dientes. Nunca en 25 años la usé, y su única utilidad fue ornamental. Es decir, en algún lugar de los espacios que he habitado sustituyó floreros, marcos de fotos, monitos de cerámica. Como todos los objetos caseros, esta Remington se me volvió invisible, pero cada vez que la observaba con detenimiento me reenamoraba de su aspecto sobrio y de paso fabulaba con las cuartillas que alguien, no sé quién o quiénes, vio nacer en su rodillo.
La otra máquina, una Olympia guinda y hermosa, es menos vieja, como de los sesenta o setenta. La conseguí hacia finales de los ochenta, de carambola, y en ella llegué a escribir muchas cuartillas publicadas durante mis primeros años de trabajo en el incierto mundillo del periodismo cultural. Pese a que siempre funcionó bien, las computadoras provocaron que también deviniera adorno. Un día de 2013 alguien me preguntó si tenía una máquina de escribir mecánica, pues Diego Luna presentaría en el Teatro Martínez el monólogo de un personaje escritor (o algo así) y no tenían una a la mano. Dije que sí, mi Olympia salió a escena tecleada por el actor Luna, y durante muchos meses, sin conflicto, mi máquina quedó a resguardo de quien me la pidió prestada. Creo que en 2016 o 2017 me la devolvió, pero ya no le funcionaba la barra espaciadora. No me preocupé tanto, pues mis dos máquinas de escribir inútiles para escribir eran más bien adornos, dos hermosos objetos que yo atesoraba como relojes que ya no dan la hora.
En diciembre pasado, hasta ahora luego de tantos años, décadas incluso, envié mis dos máquinas a reparación. Tras recogerlas hice lo obvio: en cada una metí una hoja y comencé a teclear. Quise imaginar que yo todavía era capaz de escribir allí, pero me hicieron recular el ruido de los teclazos y la certeza de que me equivocaría sin poder corregir inmediatamente. Ya veré qué uso les doy, pero no es poco saber que seguirán siendo mis dos adornos favoritos.

miércoles, enero 01, 2020

Fantasmas desatados














El escritor —y más precisamente el narrador, el creador de relatos— es un animal habitado por fantasmas, un aposento por el que deambulan seres incorpóreos de la más variada catadura. Quien padece de manía cuentística o novelística sabe, por ello, que escribir es el único recurso que tiene para apaciguar en su interior el hervidero de espectros que lo enfebrecen, de suerte que construir historias es un autoexorcismo, una especie de liberación.
¿Y qué tipo de seres son los que pueblan el alma del narrador? La respuesta es simple: todos. Un creador de esta naturaleza no discrimina edad, sexo, temperamento, aspecto y costumbres de los bichos concernientes a su obra. Lo mismo puede, por esto, indagar en la personalidad de un asesino que en la de un santo sin que en ninguno de los casos se tome esto como diatriba o como apología. Me refiero, claro, a los textos que saben borrar o esconder, si lo tienen, su intención moral o edificante, panfletaria en suma.
Sobre este tema y sus alrededores leí dos artículos en la semana que cerró 2019. Uno de ellos, publicado en Milenio, fue escrito por Arturo Pérez Reverte. Su título es agresivo: “Déjennos escribir, idiotas”, y en él se calza los guantes contra cierta crítica inclinada a considerar como indefectible la necesidad de que el escritor sea a la vez un sujeto responsable desde el punto de vista ético y se abstenga en lo posible de crear obras que puedan ser interpretadas como atentatorias contra algún valor social, sea cual sea. El autor de La carta esférica arremete contra esos árbitros (los llama “inquisidores, perdonavidas puritanos, esbirros”) y defiende el derecho del escritor a escribir lo que guste.
El otro artículo es “Las dos caras de Vargas Llosa”, de Fernando D’Addario, publicado en Página 12, y de alguna manera se vincula con el de Pérez Reverte. D’Addario muestra un detalle algo anómalo entre la vida y la obra del novelista peruano. Por un lado, evidencia que para MVL el golpe en Bolivia tuvo como fin deponer al tirano Evo Morales, y por otro, que MVL exhibe en Tiempos recios, su más reciente libro, la terrible realidad vivida por la Guatemala de Jacobo Arbenz, una realidad nada ajena, como la de Bolivia hoy, a la intromisión gringa. Se puede decir, por esto, que Vargas Llosa es un señor que opina públicamente de una manera y con total libertad escribe ficciones como si fuera otro, como si sus fantasmas lo obligaran todavía a ser algo progre.