Instalo la memoria en 1992 o 1993, aproximadamente. Había
publicado hacía poco, en 1990, El augurio
de la lumbre, mi primer libro. Aquellos eran los años iniciales de mi
noviazgo con Renata, quien luego de estudiar en la Ibero Torreón había vuelto a
su ciudad natal, Chihuahua, para comenzar la maestría. En uno de mis viajes
desde La Laguna ella me comentó que había tomado la iniciativa de organizar una
presentación de mi libro en Chihuahua. Sus pasos la llevaron a tocar las
puertas de la Quinta Gameros, casona que tenía funciones de espacio cultural en
la capital chihuahuense. Allí la canalizaron con el encargado del área
literaria, un joven escritor y traductor llamado Enrique Servín, quien de
inmediato y muy amablemente, sin conocerme siquiera, ayudó a que cristalizara la
presentación.
Poco después, y pese a que nuestra amistad era menos que
tenue, Servín me invitó a dos actividades. Una de ellas fue el taller literario
que coordinaba en aquel tiempo, donde lo vi desplegar su precoz erudición. Si hablaba
de poesía extranjera, citaba en la lengua del autor elegido. Es decir, si leía
a un poeta italiano, lo hacía en italiano y traducía buscando la misma
resonancia en español. Esta fue una de sus principales peculiaridades: el don
de lenguas. Le fascinaba el sonido de las palabras más allá del castellano, y
por ello empeñó su vida en el aprendizaje riguroso de otras lenguas.
No se crea, sin embargo, que su elección tendía sólo a las
lenguas dominantes (inglés, francés, alemán…). Sensible y solidario hasta el
hueso, Servín le confería el mismo valor a las lenguas de los pueblos que
además de vivir en el abandono material habían sido y siguen siendo arrasados en términos culturales. Por eso aprendió tarahumar, la lengua originaria de su
tierra, y por eso dedicó cientos de horas a enseñarla y difundirla.
La última vez que lo vi fue en 2016 en la FIL. Recuerdo que
yo vagaba por los pasillos de la Expo Guadalajara y por allí, en el pabellón
editorial de Chihuahua, estaba él. Conversamos al menos una hora y noté que la
tesitura de su pausada voz, la cordialidad de su gesto y el interés en los
asuntos de su interlocutor eran los mismos de siempre. En otras palabras, casi
25 años de conocimiento acumulado no habían hecho ninguna mella en su humildad.
Enrique Alberto Servín Herrera fue un hombre extraordinario,
puedo decir que, a su modo, único en el norte del país. Como a tantos, me duele
mucho su partida. Descanse en paz.