jueves, agosto 15, 2019

Genocidas en tiempo extra
























Como dije en junio, sigo desde hace cinco o seis años el trabajo de Ricardo Ragendorfer, periodista nacido en La Paz, Bolivia, pero hecho en Argentina y un poco —al arrancar su carrera— en México. La primera nota que de él leí trataba sobre un ladrón o algo así, no recuerdo, publicada en la revista Caras y Caretas. No recuerdo, insisto, el tema preciso de aquel texto, pero sí (incluso con claridad) el grato impacto que me produjo el tono, el tratamiento que Ragendorfer da a los hechos generados en el mundo de la delincuencia. Había en aquella prosa un no sé qué distante y zumbón, la mirada cuidadosamente desenfadada (si se me permite el oxímoron) de un redactor de noticias policiales ya curtido para los asombros ante el amplio océano de la ruindad humana. Desde entonces, desde hace cinco o seis años, como digo, no me perdí cuanto artículo, crónica o testimonio que de RR encontré a merced en internet.
Sin sospecharlo, algo sabía ya sobre el Patán, apodo de Ragendorfer tal vez debido a su voz ronca y encigarrada, como la risa del perro célebre por los dibujos animados. “Zippo”, acaso el cuento más famoso de Guillermo Saccomanno, tiene como protagonista a cierto periodista boliviano que, entre otros hechos insólitos, en su infancia fue cargado en brazos nada menos que por el nazi Klaus Barbie, mejor conocido como El Carnicero de Lyon, quien ya para los cincuenta residía en Bolivia con la tranquilidad de un jubilado. Quizá desde ese momento y sin quererlo, Ragendorfer se acostumbró a tratar de tú, sin hacer gestos, con monstruos y monstruosidades de la más variada envergadura, como lo evidencia su largo paso por periódicos y revistas en los que ha trabajado casi exclusivamente con lo policial y lo delictivo, sea del fuero común o del otro, más peligroso: el fuero institucional o político.
Una derivación no menos importante de su labor como reportero es visible en su también amplio trabajo como autor de libros. En su producción destacan títulos como el clásico La Bonaerense (escrito junto a Carlos Dutil), La secta del gatillo, Historias a pura sangre, La maldición de Salsipuedes y Los doblados. Esta especialización lo ha llevado asimismo a laburar en medios audiovisuales, donde co-guionó el film El bonaerense dirigido por Pablo Trapero, o donde colaboró en el documental Parapolicial negro. Uno de sus aportes más recientes en este rubro es el documental Presidio. Experimento Ushuaia, sobre la cárcel del fin del fin del fin del mundo que albergó, entre otras personalidades, al Petiso Orejudo, flor y espejo de asesino que en su momento hizo las delicias de la escuela lombrosiana, esa seudociencia de lo criminal que podía dictar cadenas perpetuas por el delito de portación de cara.
De 2017 es El otoño de los genocidas (Punto de Encuentro, Buenos Aires, 151 pp.), una “Antología de crónicas periodísticas 2008-2017”. La compilación, lo afirmo desde ya, es muy valiosa porque nos permite echar un vistazo a veinte actores importantísimos del pasado inmediato argentino, todos ellos caracterizados, en diferentes medidas, por carecer de misericordia a la hora de relacionarse con enemigos políticos.
Ragendorfer trata en el siglo XXI con/sobre genocidas setenteros, es decir, con tipos cuyas apariencias ya no son las de milicos o agentes de zahúrdas parapoliciales, sino de abuelitos enternecedores. A todos los investiga, de todos saca trapos no sucios, sino inmundos, y a todos los busca incluso hasta entablar con ellos charlas en salas hogareñas bien provistas de galletitas y café. La galería de criminales políticos se engalana con la presencia de algunos pesos pesados como Emilio Massera y Albano Harguindeguy, pero no se detiene sólo en estos habitués de los trabajos sobre la memoria. Aborda a otros sujetos menos conocidos pero no por ello menos vocados para el arte de torturar y desaparecer. Nombres, cifras, fechas, lugares, nada escapa a la labor detectivesca del Patán, de suerte que en cada pieza es reconstruido el contexto en el que actuaron aquellos “vidriosos” (el adjetivo es suyo) personajes y, por ello, el tamaño de sus culpas históricas. Puro campeón en materia de estropicios lesivos para la humanidad, en suma.
Hablé al principio del tono de RR. En El otoño de los genocidas lo confirmo. Sin renunciar al rigor de sus investigaciones, lo que en todos los casos conlleva una denuncia a la barbarie perpetrada desde el Estado, el autor habilita cierto humor negro frecuente en la literatura policial, pero no tanto en la crónica periodística. El humor, la ironía, el pincelazo sarcástico, sirven siempre para subrayar la malditez sin orillas de los sujetos descritos. Traigo algunos ejemplos. Al hablar sobre Julio Alberto Cirino, dice: “En 1976 publicó el libro Argentina frente a la guerra marxista. En sus páginas aconsejaba algunas sutilezas, como ‘combatir a la subversión con fusilamientos in situ’”; al hablar sobre un secuestrado, apunta: “A manera de saludo, Combal recibió un culatazo en el rostro”; cuando se refiere al represor Héctor Pedro Vergez, señala: “Después pasó a La Perla, donde asistió a la etapa más fructífera de su carrera comandando secuestros, interrogatorios y ejecuciones”; y al tratar sobre el obispo Manuel Menéndez, observa que era “un sujeto cuya posición ideológica lo situaba a la derecha de Atila”. Por supuesto, este mínimo entresacamiento de frases no es el libro de Ragendorfer, pero como ingrediente sí constituye uno de sus atractivos. Lo fundamental, reitero, es el torrente de datos duros que aporta para que nos hagamos una idea, lo más precisa posible, sobre las andanzas de varios sujetos que ejercieron el terrorismo de Estado y llegaron a sus respectivos otoños, muchos de ellos, sin el castigo que merecían. El otoño de los genocidas es, por esto, un libro que suma a la memoria y al imperativo permanente de cerrar el paso a la impunidad, tenga la edad que tenga.