sábado, agosto 31, 2019

Visibilizar el dolor
























Como muchos otros problemas sociales, el de la migración ha sido invisibilizado. Borrar o minimizar la información sobre un asunto es, visto desde el poder, impedir que alcance una solución satisfactoria para los afectados. De ahí la importancia de dar voz, de exponer por cualquier medio una demanda que a la postre viabilice posibles soluciones.
Ruta de paso, libro pensado y escrito por los laguneros Fernando de la Vara y Jorge Martínez, es un aporte desde ya fundamental a la atención que en La Laguna demanda el tránsito de migrantes en plenitud de adversidad, hombres, mujeres y hasta niños que desde Centroamérica buscan llegar a suelo norteamericano con la ilusión de mejorar sus condiciones de vida. Todo, para ellos, es contracorriente, obstáculo y peligro. Los días, las semanas y en ocasiones los meses que deben pasar avanzando a cuentagotas hacen de la travesía un via crucis literal, sin metáfora: la cruz que cargan es su pobreza y el martirio en el camino son los golpes, el hambre, el frío o el calor, y en no pocos casos el hachazo de la muerte.
El libro es un documento periodístico pero no dejó de asombrarme lo bien escrito de sus páginas, detalle no menor porque permite que el relato de las calamidades que contiene no se vea obstruido por anfractuosidades de estilo o barroquismos imprudentes. Su desarrollo es limpio, ágil, penetrante y espeso de información no sólo estadística, sino vivencial. De la Vara y Martínez han logrado articular un cuadro breve y contundente (no le digo denuncia para no sonar panfletario) sobre el migrante que se las ve con La Laguna, que llega a nuestra tierra y debe, aquí, tomar un respiro nunca cómodo para continuar luego su viaje a lo desconocido.
El libro fue compuesto con dos secciones introductorias tituladas “Sobre Ruta de paso” y “Un contexto de violencia”, donde grosso modo explican las motivaciones del proyecto y sus generalidades, además del clima de violencia desbordada (todavía no extinto) que ha padecido nuestra región desde hace ya cerca de quince años, del calderonato a la fecha. Luego, prosigue con cinco notables piezas que en lo genérico fluctúan entre la crónica, la entrevista y el reportaje. En ellas, los autores dan voz, y en este sentido visibilizan, a varios migrantes que despliegan ante nuestros ojos la barbarie de la que vienen, la barbarie que viven y posiblemente la barbarie a la que llegaron.
Digo que las piezas fundamentales de Ruta de paso destacan, no podía no ser así, lo periodístico, pero no por ello prescinden del detalle literario. Por ejemplo, para cerrar una de ellas, De la Vara describe sus madrugadas como residente del centro de Torreón; este pequeño toque de lirismo no es innecesario, ya que se suma a los trazos sobre el horror vividos por el migrante: “Hay un momento de la noche —escribe De la Vara— en que el pitido del tren, sofocado la mayor parte del tiempo por los ruidos diurnos y de la madrugada joven, inunda las calles. Cada que se deja escuchar la culebra de acero, me pregunto cuántos migrantes vienen en la cima, y la ciudad de las noches largas responde con su silencio”.
Ruta de paso, en suma, es un libro que nos descoloca, pues su información nos deja ver lo mucho que hemos sido indiferentes a una crisis que más allá de las cifras atraviesa y despedaza vidas humanas. Puede ser por ello un buen detonador de nuestra inquietud sobre el problema o más, si es posible: de nuestra solidaridad.
Comarca Lagunera, 30, agosto y 2019

Ruta de paso, Fernando de la Vara y Jorge Martínez, Astillero, Torreón, 2019, 89 pp. Texto leído en la presentación del libro celebrada en El Astillero Librería el 30 de agosto de 2019. Participamos los autores, Ruth Castro (quien cuidó la edición) y yo.

sábado, agosto 24, 2019

Súmmum de Arreola















Si uno no es un tremendo lector, pero al menos es un lector “correcto” (el adjetivo lo tomo de Fontanarrosa), guarda un registro mental con imágenes muy sintéticas de los libros que ha leído; en ocasiones esa idea es difusa y sobrevive como un recuerdo condensado en una frase, en una página, en un pasaje... Así, he olvidado la mayor parte de mis libros favoritos de Arreola, pero ignoro por qué no se han nublado en mi memoria algunos de sus relatos. Algo tienen, por ejemplo, “El rinoceronte”, “La jirafa”, “El ajolote”, “Teoría de Dulcinea”, “Los bienes ajenos” y muchos otros que se me aparecen como dechados de brevedad y los retengo íntegros, como quien retiene un soneto o una décima. O su “Homenaje a Otto Weininger”, un diamante puro que si bien es una pizca de palabras (187 en cinco párrafos cortos), acusa una rotundidad que lo hace inolvidable. El “Homenaje…” es éste:

Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse.
Como buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita.
No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados.
Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de la calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.)
Y me quedo aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome…

Así parezca o sea una peligrosa simplificación de mi parte, creo que este texto es Arreola explica a Arreola, constituye el mester de su trabajo. Parece una pieza inofensiva, sin mayor jiribilla, pero exhibe de un plumazo una de las mayores catástrofes de la vida humana: el desamor y la decrepitud. El perro es apenas un perro, el mejor pretexto para hablar del hombre al que se le escurre la vida luchando por el amor sin conseguirlo. Y más todavía, “Homenaje…” trata del pobre diablo al que el amor de su vida se le pasea por delante y lo maltrata con el látigo de su desprecio, valga el lugar común.
Arreola dice como de pasada (nada acontece “de pasada” en sus textos) que el perro actúa “como buen romántico”. Esa es su fatalidad, vivir atado a un no correspondido anhelo de compañía que paulatinamente se ve devorado por el olvido. La sarna y la pitaña merman las facultades del perro y no sólo eso: su entorno inmediato, el muro, amaga con venirse abajo. En ese estado, la rabia se convierte en un mal deseable (“Siento entonces la ilusión de una rabia…”), y más aún: ser encarcelado o morir por atropellamiento. No es necesario saber quién fue Weininger, el filósofo homenajeado en este relato. Basta saber que todo déficit de amor puede activar una bomba de autodesprecio y veloz acabamiento.

miércoles, agosto 21, 2019

A fondo con Soler Serrano














Nacido en Murcia el 19 de agosto de 1919, hace exactamente un siglo, Joaquín Soler Serrano fue un periodista español especializado en el género de la entrevista televisiva. Culto y cordial, fue conductor del programa A fondo (1976-1981), donde dialogó con una serie impresionante de artistas, sobre todo escritores. Gracias a la tecnología, el privilegio de ver y oír aquellas conversaciones no quedó limitado a su tiempo, como ocurría entonces. Hoy, a la vuelta de YouTube podemos acceder al vasto archivo de Soler Serrano y adentrarnos en la vida y en la obra de personalidades que reviven con la magia del documento audiovisual.
Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Octavio Paz, Rafael Alberti, Salvador Dalí, Camilo José Cela, Alejo Carpentier, Manuel Puig, José Donoso, Julio Cortázar, Ernesto Sabato, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Atahualpa Yupanqui, Manuel Mujica Lainez, Emilio Indio Fernández, Federico Fellini y Marguerite Duras son apenas algunos de los nombres que desfilaron en A fondo. Sé, porque he visto otras entrevistas de este tipo, lo difícil que es a veces dialogar con los artistas. Esto se debe, creo, a dos razones: por un lado, a la manera de ser de los entrevistados, muchas veces tenue o abiertamente mamona; en segundo lugar, a la impericia del entrevistador, que en la mayor parte de los casos suele encarar la charla sin saber nada sobre su interlocutor. Joaquín Soler Serrano logró lo increíble: crear un clima de confianza en sus conversaciones e inspirar respeto a sus entrevistados gracias a que en general sabía qué preguntar más allá del consabido “¿en qué se inspira?”
De esta forma, A fondo es ahora una referencia imprescindible si queremos conocer, así sea por encima, el universo de muchos creadores que al hablar con Soler Serrano hablan para nosotros. En todos los casos es muy importante el contenido de las declaraciones, por supuesto, pero también, ya que vemos “en acción” a los personajes, es interesante la forma en la que se expresan. Por ejemplo, confirmamos la contención de Rulfo y Onetti, quienes al responder preguntas parece que no quisieran estar allí, o la soltura cosmopolita de Fuentes y Vargas Llosa, quienes se ven permanentemente bien encanchados en el diálogo televisivo.
No sé si en algún otro lugar fue recordado el siglo de nacimiento de Joaquín Soler Serrano, quien murió en 2010. Yo lo recuerdo aquí con gratitud y no poco asombro ante la proeza de sus entrevistas.

jueves, agosto 15, 2019

Genocidas en tiempo extra
























Como dije en junio, sigo desde hace cinco o seis años el trabajo de Ricardo Ragendorfer, periodista nacido en La Paz, Bolivia, pero hecho en Argentina y un poco —al arrancar su carrera— en México. La primera nota que de él leí trataba sobre un ladrón o algo así, no recuerdo, publicada en la revista Caras y Caretas. No recuerdo, insisto, el tema preciso de aquel texto, pero sí (incluso con claridad) el grato impacto que me produjo el tono, el tratamiento que Ragendorfer da a los hechos generados en el mundo de la delincuencia. Había en aquella prosa un no sé qué distante y zumbón, la mirada cuidadosamente desenfadada (si se me permite el oxímoron) de un redactor de noticias policiales ya curtido para los asombros ante el amplio océano de la ruindad humana. Desde entonces, desde hace cinco o seis años, como digo, no me perdí cuanto artículo, crónica o testimonio que de RR encontré a merced en internet.
Sin sospecharlo, algo sabía ya sobre el Patán, apodo de Ragendorfer tal vez debido a su voz ronca y encigarrada, como la risa del perro célebre por los dibujos animados. “Zippo”, acaso el cuento más famoso de Guillermo Saccomanno, tiene como protagonista a cierto periodista boliviano que, entre otros hechos insólitos, en su infancia fue cargado en brazos nada menos que por el nazi Klaus Barbie, mejor conocido como El Carnicero de Lyon, quien ya para los cincuenta residía en Bolivia con la tranquilidad de un jubilado. Quizá desde ese momento y sin quererlo, Ragendorfer se acostumbró a tratar de tú, sin hacer gestos, con monstruos y monstruosidades de la más variada envergadura, como lo evidencia su largo paso por periódicos y revistas en los que ha trabajado casi exclusivamente con lo policial y lo delictivo, sea del fuero común o del otro, más peligroso: el fuero institucional o político.
Una derivación no menos importante de su labor como reportero es visible en su también amplio trabajo como autor de libros. En su producción destacan títulos como el clásico La Bonaerense (escrito junto a Carlos Dutil), La secta del gatillo, Historias a pura sangre, La maldición de Salsipuedes y Los doblados. Esta especialización lo ha llevado asimismo a laburar en medios audiovisuales, donde co-guionó el film El bonaerense dirigido por Pablo Trapero, o donde colaboró en el documental Parapolicial negro. Uno de sus aportes más recientes en este rubro es el documental Presidio. Experimento Ushuaia, sobre la cárcel del fin del fin del fin del mundo que albergó, entre otras personalidades, al Petiso Orejudo, flor y espejo de asesino que en su momento hizo las delicias de la escuela lombrosiana, esa seudociencia de lo criminal que podía dictar cadenas perpetuas por el delito de portación de cara.
De 2017 es El otoño de los genocidas (Punto de Encuentro, Buenos Aires, 151 pp.), una “Antología de crónicas periodísticas 2008-2017”. La compilación, lo afirmo desde ya, es muy valiosa porque nos permite echar un vistazo a veinte actores importantísimos del pasado inmediato argentino, todos ellos caracterizados, en diferentes medidas, por carecer de misericordia a la hora de relacionarse con enemigos políticos.
Ragendorfer trata en el siglo XXI con/sobre genocidas setenteros, es decir, con tipos cuyas apariencias ya no son las de milicos o agentes de zahúrdas parapoliciales, sino de abuelitos enternecedores. A todos los investiga, de todos saca trapos no sucios, sino inmundos, y a todos los busca incluso hasta entablar con ellos charlas en salas hogareñas bien provistas de galletitas y café. La galería de criminales políticos se engalana con la presencia de algunos pesos pesados como Emilio Massera y Albano Harguindeguy, pero no se detiene sólo en estos habitués de los trabajos sobre la memoria. Aborda a otros sujetos menos conocidos pero no por ello menos vocados para el arte de torturar y desaparecer. Nombres, cifras, fechas, lugares, nada escapa a la labor detectivesca del Patán, de suerte que en cada pieza es reconstruido el contexto en el que actuaron aquellos “vidriosos” (el adjetivo es suyo) personajes y, por ello, el tamaño de sus culpas históricas. Puro campeón en materia de estropicios lesivos para la humanidad, en suma.
Hablé al principio del tono de RR. En El otoño de los genocidas lo confirmo. Sin renunciar al rigor de sus investigaciones, lo que en todos los casos conlleva una denuncia a la barbarie perpetrada desde el Estado, el autor habilita cierto humor negro frecuente en la literatura policial, pero no tanto en la crónica periodística. El humor, la ironía, el pincelazo sarcástico, sirven siempre para subrayar la malditez sin orillas de los sujetos descritos. Traigo algunos ejemplos. Al hablar sobre Julio Alberto Cirino, dice: “En 1976 publicó el libro Argentina frente a la guerra marxista. En sus páginas aconsejaba algunas sutilezas, como ‘combatir a la subversión con fusilamientos in situ’”; al hablar sobre un secuestrado, apunta: “A manera de saludo, Combal recibió un culatazo en el rostro”; cuando se refiere al represor Héctor Pedro Vergez, señala: “Después pasó a La Perla, donde asistió a la etapa más fructífera de su carrera comandando secuestros, interrogatorios y ejecuciones”; y al tratar sobre el obispo Manuel Menéndez, observa que era “un sujeto cuya posición ideológica lo situaba a la derecha de Atila”. Por supuesto, este mínimo entresacamiento de frases no es el libro de Ragendorfer, pero como ingrediente sí constituye uno de sus atractivos. Lo fundamental, reitero, es el torrente de datos duros que aporta para que nos hagamos una idea, lo más precisa posible, sobre las andanzas de varios sujetos que ejercieron el terrorismo de Estado y llegaron a sus respectivos otoños, muchos de ellos, sin el castigo que merecían. El otoño de los genocidas es, por esto, un libro que suma a la memoria y al imperativo permanente de cerrar el paso a la impunidad, tenga la edad que tenga.

miércoles, agosto 14, 2019

Bucear en libros antiguos















Gracias a Sergio Garza Orellana he tenido acceso a siete trípticos de la colección “Libro en contexto”, proyecto emprendido por la biblioteca del Museo Arocena. Diseñados con pulcritud y exquisitez, estos materiales son un espléndido complemento de los cursos que con ese mismo nombre, “Libro en contexto”, han desarrollado in situ, frente a públicos interesados en profundizar sus conocimientos sobre tal o cual publicación antigua. No dudo en destacar el valor de este proyecto como promotor de la cultura bibliográfica que muchos, por suerte, todavía juzgamos imprescindible en un mundo que en apariencia ya le dio la espalda.
El formato de los trípticos es grande y por ello muy legible. Contiene la portada del libro en su frontis y a continuación un ensayo como de tres o cuatro cuartillas sobre el título a contextualizar; el material es complementado con imágenes vinculadas a la temática, una ficha bibliográfica amplia y otros breves anexos. Por ejemplo, Enciclopedia del hogar, tomos primero, segundo y tercero del recetario de cocina de Excélsior, primer título abordado por la colección, es asediado por Adriana Gallegos Carrión en el ensayo “Para la dueña del hogar”.  El trabajo de contextualización consiste en desmenuzar para nosotros el horizonte de recepción que tuvo este material entre las amas de casa, el uso social que le daban y la idea que el medio productor del discurso (en este caso el diario Excélsior) tenía sobre el hogar y la mujer entre 1943 y 1944. Hay, pues, una labor de interpretación que nos permite vislumbrar más allá del libro en sí, una hermenéutica que no por breve deja de ser interesante y enriquecedora.
Como en el primer tríptico proceden los otros seis, su estructura es similar. El segundo trata sobre el libro Euzkadi en llamas (1930), de Ramón de Belausteguigoitia, que fue buceado por Carlos Castañón Cuadros. El tercero, Ejercicios del Santísimo Rosario de Nuestra Señora y modo de rezarle con meditaciones de sus misterios (1630), fue estudiado por Sergio Garza Orellana. Historia de un anticuario (1962), analizado por Adriana Gallegos. Euzkalerriaren Alde, Revista de Cultura Vasca (1926), por Ruth Castro. Guatemala por Fernando VII (1810), por Adriana Gallegos, y Apellidos vascos (1953), por Carlos Castañón.
No sé si los materiales están disponibles en papel para todo el público o si los tienen a la venta. Lo importante es que pueden ser consultados en la web del Arocena, sección de biblioteca. Adelante pues. A disfrutarlos.

sábado, agosto 10, 2019

Gracias al fut














El escritor Rodrigo Márquez Tizano vino a La Laguna el jueves 8 de agosto, y Juan Gómez Junco y yo sostuvimos un diálogo con él en el Museo Arocena. Hablamos sobre futbol, literatura y periodismo, temas que siempre sentiré entrañables dado que, bien o mal, los he practicado en diferentes momentos de mi vida. Recordé mi niñez, que en mi casa no había libros ni antecedentes de lectura como fuente de placer. Lo que sí había era periódico, pues mi madre compraba a diario La Opinión, el periódico más antiguo de La Laguna, fundado en 1917. Gracias a esto, cuando al fin llegué a la primaria y aprendí a leer, las páginas del diario se complementaron con los libros de texto, así que de 1970 a 76, más o menos, no tuve contacto con otros papeles que no fueran esos. Los libros de texto de aquellos años que me gustaban más eran los de español e historia, y desde siempre me sentí lejos de los otros.
Cuando llegué a la secundaria ocurrieron dos hechos importantes: por un lado, descubrí la práctica del futbol y, por el otro, mi madre compró unas enciclopedias, lo que en aquella época (1978) era como conectarse a internet. Apasionarme por el futbol como deporte, jugarlo bien y sin descanso, tuvo una extraña derivación “intelectual”, por llamarla de algún modo: me convertí en comprador, lector y coleccionista contumaz de revistas futboleras. Cada semana ahorraba la cantidad necesaria para comprar cinco publicaciones, es decir, todo lo que llegaba a La Laguna sobre ese tema: las revistas Pénalty, Balón y Sólo Futbol, y las historietas Borjita y Chivas Chivas Ra Ra Ra. Gracias sobre todo a las revistas, y a falta de Ilíadas y Odiseas, accedí a entrevistas, reportajes y columnas en los que fui haciéndome una idea del mundo y de la vida a partir del futbol.
En aquel tiempo no sólo La Laguna, toda la provincia era más provinciana y se soñaba poco con lo que estaba fuera de nuestro entorno. Las entrevistas a los jugadores me remontaban a geografías distantes, a topónimos y nombres de equipos y jugadores que conllevaban una sonoridad peculiar: Botafogo, San Lorenzo de Almagro, Amaury Epaminondas, Juan Carlos Czentoriky, Belarmino de Almeida, Colo Colo, Rafael Albrecht, Jan Gomola, Carlos Jara Saguier… algo raro había en esas palabras, lo que me hacía pensar en lejanías, en la heroicidad de viajar, en la vaga sensación de que el mundo era mucho más grande de lo que yo imaginaba. Mi vida, entonces, era ir a la escuela, leer revistas de pe a pa y jugar futbol en la calle todos los días.
Es extraño: muy probablemente comencé a leer con pasión gracias al futbol.

miércoles, agosto 07, 2019

De leer a escribir














He tratado de explicarme por qué comencé a leer, y sospecho que eso se debió a mi flanco tímido. No soy antisocial, pero tampoco me he considerado nunca el alma de las fiestas. Tiendo entonces a la soledad, al aislamiento, zonas de la vida en las que no me siento nada mal. La timidez y la soledad en general tienen mala prensa, suelen ser etiquetadas como negativas en el mundo del exitismo, pero a mí me sirvieron para comenzar a leer. Un día descubrí que tener libros y leerlos me complacía, y repetí y repetí freudeanamente ese placer. Poco después de quedar asombrado ante los libros, di el siguiente paso: escribir. Por supuesto, desde entonces hasta la fecha leer me gusta más, y escribo como una consecuencia casi obligatoria de lo estimulante que ha sido para mí pasar los ojos por los libros.
Leer siempre es un viaje, como lo descubrí en el libro Maravillas del mundo. Un viaje imaginario, pero viaje al fin. Es decir, se trata de un desplazamiento, de una salida de nuestra circunstancia. Gracias a la lectura he podido saciar una necesidad que muchos resuelven con viajes reales, con el alcohol o las drogas, con el cine, con la música, con la locura o el suicidio. Leer me ha permitido conocer otras geografías, moverme en otros periodos de la historia, vagabundear en el alma de muchos hombres, turistear azoradamente en nuestra lengua, enterarme de conflictos que se libran sobre el papel, clavar la mirada en dichas y desdichas ajenas. Todo esto, en la noción vargaslloseana, ha enriquecido mi pobre experiencia individual y me ha granjeado diversas alegrías, como descubrir a Borges y releerlo o saber que Quevedo o Cervantes siempre estarán al alcance de la mano. No quiero decir que la lectura haya tenido, para mí, sólo fines utilitarios o terapéuticos, sino que gracias a la alegría que leer me produce he lidiado mejor con las miserias de la vida que, como cualquiera, enfrento. Esto significa que leer es para mí, en primer término, un acto estético, un ejercicio hedónico, y en segundo lugar todo lo demás.
No tengo hábitos de lectura, salvo quizá el de leer donde se pueda y a la hora en que se pueda, e igual pasa cuando se trata de escribir. Dado que soy padre de tres hijas, la situación material siempre me ha exigido trabajar mucho en lo que sé hacer, que es dar clases, editar, escribir para la prensa, coordinar talleres y cursos, dictaminar en concursos, todo eso, oficios que pueden dar para vivir pero no para hacer rico. El tiempo que me queda libre lo aprovecho esté donde esté para leer y escribir.

sábado, agosto 03, 2019

Atrapado en Interjet
















Viajé a la Ciudad de México el 29 de julio de 2019. Vine a despachar un asunto laboral relativamente breve y de paso ver a mi hija aunque fuera algunas horas. La salida de Torreón tuvo una demora de dos horas, y la llegada al aeropuerto Benito Juárez nos retuvo en la pista al menos una hora.
La estancia en la capital fue tranquila, fluida y feliz. Mi regreso estaba programado para el martes 30 a las 5 pm. Llegué a las 3, con tiempo suficiente, y vi que el aeropuerto estaba congestionado de turistas en la zona de Interjet. Para documentar, allí se hacía una cola como de 200 metros. Por suerte, yo ya había impreso mi pase de abordar, así que podía evitar la documentación de mi pequeño equipaje.
Pasé el filtro de seguridad y esperé. Conforme se daba la hora, en las pantallas vi que el vuelo a Torreón no aparecía. También vi que Interjet tenía con demora más de diez vuelos, y oí que la empresa carecía de tripulaciones suficientes para tantos vuelos. Sea por lo que hubiera sido, mi vuelo no apareció nunca en la pantalla. Entonces fui al módulo de Interjet y el espectáculo que se me presentó fue, perdón por el manoseado adjetivo, dantesco: los tumultos de clientes airados hacían imposible ver que me dieran una explicación y que me resarcieran con hotel y comidas.
Gracias a mi contacto en Torreón logré saber que mi vuelo se había suspendido y que me habían asignado otro para el miércoles 31 de julio a las 6 am. Busqué un hotel para pasar la noche, y luego de descartar el Fiesta Inn (más de 5 mil la noche), hallé un pulguero de 800. En esa mazmorra, donde me sentí secuestrado, me levanté a las 3 am y fui al aeropuerto, atravesé por segunda vez los filtros de seguridad y ya dentro me dijeron que no, que mi vuelo sería el de las 6 am pero del jueves 1 de agosto. Les menté la madre. Fui a una ventanilla milagrosamente no muy concurrida, expuse mi caso y me pusieron en el vuelo de las 6 pm del 31 de julio. Regresé entonces al hotel dispuesto a pagar otro día, pues tengo en este momento un problema lumbar que me exige precauciones, y por fortuna el joven de la recepción me dijo que podía volver a la misma habitación hasta el “check” del mediodía. En suma, mi regreso resultó un desastre y perdí más de 24 horas y parte de mis escasas vacaciones, todo por viajar en temporada alta.
Al final volví a Torreón y hoy sigo sin saber qué pasó en ese negro y kafkiano hoyo.