miércoles, julio 31, 2019

Su majestad la selfie
















Lo grande y lo pequeño, lo importante y lo banal, todo encanece. En principio, lo más evidente en relación a la obsolescencia es lo que se vincula con la tecnología: notamos de inmediato, por ejemplo, el cambio en una televisión o en un celular; basta verlos, sin tocarlos siquiera, para saber que son viejos o nuevos, descontinuados o actuales. Lo mismo pasa con los coches y la moda: no es necesario ser expertos para advertir que ya caducaron o están al último grito.
Hay bienes y servicios en los que es menos evidente el cambio, pero es suficiente estar un poco entrado en años para comparar el antes y el ahora. Pienso por caso en el ejercicio físico y todo “el cambio de paradigma” (así suele decirse) que conlleva. En el caso del antes, claro que se hacía ejercicio, la gente (sobre todo los hombres) jugaba beisbol, futbol, basquetbol, nadaba, andaba en bicicleta, corría…, pero estas prácticas tenían mucho más que ver con lo lúdico, con el esparcimiento, que con la salud; se siguen ejerciendo, por supuesto, e igual son asumidas como divertimento apto para la convivencia y el relajo, pero poco a poco han sido suplidas por la práctica de algún deporte como salvaguarda de la salud y en muchos casos como medio para alcanzar una mejor apariencia.
Debajo de la ejecución de algún deporte para favorecer la salud y la apariencia está una gigantesca operación del mercado y los medios. Para modificar conductas globales es necesario que la información y las nuevas tecnologías entronquen en una misma o al menos en parecida dirección. Así, los smartphones, por ejemplo, abrieron la cancha a las redes sociales, y las redes sociales posibilitaron que la vida privada se distendiera hasta convertirse en vida pública; esto permitió que todos pudiéramos exhibirnos en público (como los artistas y las modelos, toda proporción guardada), de modo que el culto a la apariencia personal se convirtió de golpe en una prioridad generalizada. La aplicación llamada Instagram, en la que casi solamente importa la imagen del usuario, es el altar en el que deriva la convicción de cada individuo por “verse bien”, por lucir lo mejor posible.
A este deseo por esculpirse se le ha emparejado un cúmulo de bienes y servicios cuyo valor en el mercado es hoy incalculable. Para verse bien no es suficiente un celular con buena cámara. También es fundamental comer sanamente (esto suele ser también más caro), comprar ropa buena y variada, tomar mucha agua y hacer ejercicio de preferencia en un gimnasio, ahora llamado “gym”. El auge de la cultura fitness trajo consigo, a su vez, un desarrollo impresionante de la ropa deportiva y de los suplementos alimenticios. Dos o tres décadas antes, los gimnasios eran negocios de barrio que sólo concernían a compas con alma de luchador o boxeador, y no mujeres. La idea era ponerse como Pedro Infante y quizá lucir un tatuaje de anclita o de Guadalupana. El agua no era vendida en botellas y se sudaban playeras, pantaloneras y tenis sin marca visible, de diseño ordinario y materiales convencionales. Hoy no es así: los gyms son pasarelas de esculturas masculinas y femeninas con ropa deportiva de marca cara, con Bonafont en mano y comida y suplementos vigilados. Además, como ha sido necesario añadir ayudas externas, los cirujanos plásticos viven su época de oro, todo con el fin de que la imagen individual en Instagram no vaya a defraudar.
Entre el consumismo y el individualismo (los dos “ismos” más importantes de esta hora), las redes sociales son evidencia de transformaciones muy claras y otras no tanto. En la práctica autoimpuesta del deporte todo cambió, hasta la manera de beber agua y después sudarla.