sábado, julio 06, 2019

Nenes apantallados













La escena es cada vez más frecuente: en cualquier sitio podemos encontrar a un padre o a una madre ocupados y al lado, no lejos, un hijo con la vista fija en películas o juegos de video. El caso es recurrente, como digo, en padres que deben cargar con sus hijos al trabajo o en madres sin servicio de guardería, pero no es el único: muchos padres y madres con posibilidades económicas evitan atender a sus pequeños mediante la compra de un celular o una tableta sin restricciones de uso, como se puede ver, por ejemplo, en los consultorios médicos o en los aeropuertos.
Cuento dos ejemplos de esta tragedia. Hace poco tiempo estuve en México con mi hija mayor, y en un desplazamiento a la Cineteca tomamos el metro. Entre los incontables negocios del subterráneo, nos topamos con uno minúsculo dedicado a la venta de artilugios electrónicos. Yo necesitaba unos audífonos con sistema de “manos libres” y nos detuvimos a preguntar. El negocio, como digo, era mínimo: una caja de madera de metro y medio de ancho y metro y medio de fondo. La joven que atendía estaba detrás de la cubierta que exhibía los productos. Como quedé de lado, pude ver que a los pies de la joven estaba una cobija doblada en cuatro, y sobre ella, dormido, un niño como de dos o tres años. En la manita flácida del nene, al lado de su cara morena y rebosante de sueño, una tableta dejaba ver cierto juego de video inmóvil. Deduje sin dificultad que el niño se había quedado dormido en medio del juego, oculto en la covacha que le hacía el negocio atendido por su joven madre. Al irnos de allí, no pude evitar un diálogo, creo desgarrador, con mi hija: ¿cuántas horas debe pasar el pequeño en ese espacio? ¿Quién lo educa? ¿Cómo se divierte? ¿Qué come?, tales fueron las preguntas que nos hicimos. Las respuestas deprimen. Conjeturamos que el único divertimento del niño era la inevitable tableta, y que su madre, dadas las desconocidas circunstancias de su vida, debía cargar con él las ocho o nueve o diez horas de su jornada en el cubículo, de suerte que allí la tableta con juegos de video fungía como niñera. Una tragedia, en suma.
Pocas semanas después recordé la escena del metro en una “miscelánea” —así les llamamos a las tienditas de barrio cada vez más escasas debido al éxito de las llamadas “tiendas de conveniencia”— de La Laguna. Un padre también joven me despachó un producto y al mismo tiempo hablaba con su hijo de tres o cuatro años. El pequeño deambulaba en los recovecos de la tienda, inquieto, y su padre permanecía con un ojo al cliente y otro al garabato. En una oportunidad, le gritó: “¡Ven, ya te puse eso!” Como apuntó con el dedo a sus espaldas, pude ver que “eso” era una tableta conectada a la electricidad, ya con una caricatura lista para comenzar. El niño corrió al lugar y de inmediato, con total seguridad, tomó el aparato y lo echó a andar con un dedazo en la pantalla touch. Pensé lo mismo: ¿cuántas horas del día pasa ese niño en la misma desventura?
No sé si tenga alguna solución esto que me parece, repito, una tragedia que condena a los niños a un aprendizaje vacuo en una época de sus vidas cuya circunstancia debería ser más estimulante. Es difícil, claro, pues sabemos que las jornadas laborales y ciertas condiciones laborales —y no pocas veces la indiferencia— de muchas padres han provocado la salida fácil de acercar a los hijos herramientas electrónicas de entretenimiento y evasión. Lo cierto es que se trata de un peligro; para no darle muchas vueltas, se trata de una forma de achatarles la vida mientras parece que se divierten.