miércoles, julio 31, 2019

Su majestad la selfie
















Lo grande y lo pequeño, lo importante y lo banal, todo encanece. En principio, lo más evidente en relación a la obsolescencia es lo que se vincula con la tecnología: notamos de inmediato, por ejemplo, el cambio en una televisión o en un celular; basta verlos, sin tocarlos siquiera, para saber que son viejos o nuevos, descontinuados o actuales. Lo mismo pasa con los coches y la moda: no es necesario ser expertos para advertir que ya caducaron o están al último grito.
Hay bienes y servicios en los que es menos evidente el cambio, pero es suficiente estar un poco entrado en años para comparar el antes y el ahora. Pienso por caso en el ejercicio físico y todo “el cambio de paradigma” (así suele decirse) que conlleva. En el caso del antes, claro que se hacía ejercicio, la gente (sobre todo los hombres) jugaba beisbol, futbol, basquetbol, nadaba, andaba en bicicleta, corría…, pero estas prácticas tenían mucho más que ver con lo lúdico, con el esparcimiento, que con la salud; se siguen ejerciendo, por supuesto, e igual son asumidas como divertimento apto para la convivencia y el relajo, pero poco a poco han sido suplidas por la práctica de algún deporte como salvaguarda de la salud y en muchos casos como medio para alcanzar una mejor apariencia.
Debajo de la ejecución de algún deporte para favorecer la salud y la apariencia está una gigantesca operación del mercado y los medios. Para modificar conductas globales es necesario que la información y las nuevas tecnologías entronquen en una misma o al menos en parecida dirección. Así, los smartphones, por ejemplo, abrieron la cancha a las redes sociales, y las redes sociales posibilitaron que la vida privada se distendiera hasta convertirse en vida pública; esto permitió que todos pudiéramos exhibirnos en público (como los artistas y las modelos, toda proporción guardada), de modo que el culto a la apariencia personal se convirtió de golpe en una prioridad generalizada. La aplicación llamada Instagram, en la que casi solamente importa la imagen del usuario, es el altar en el que deriva la convicción de cada individuo por “verse bien”, por lucir lo mejor posible.
A este deseo por esculpirse se le ha emparejado un cúmulo de bienes y servicios cuyo valor en el mercado es hoy incalculable. Para verse bien no es suficiente un celular con buena cámara. También es fundamental comer sanamente (esto suele ser también más caro), comprar ropa buena y variada, tomar mucha agua y hacer ejercicio de preferencia en un gimnasio, ahora llamado “gym”. El auge de la cultura fitness trajo consigo, a su vez, un desarrollo impresionante de la ropa deportiva y de los suplementos alimenticios. Dos o tres décadas antes, los gimnasios eran negocios de barrio que sólo concernían a compas con alma de luchador o boxeador, y no mujeres. La idea era ponerse como Pedro Infante y quizá lucir un tatuaje de anclita o de Guadalupana. El agua no era vendida en botellas y se sudaban playeras, pantaloneras y tenis sin marca visible, de diseño ordinario y materiales convencionales. Hoy no es así: los gyms son pasarelas de esculturas masculinas y femeninas con ropa deportiva de marca cara, con Bonafont en mano y comida y suplementos vigilados. Además, como ha sido necesario añadir ayudas externas, los cirujanos plásticos viven su época de oro, todo con el fin de que la imagen individual en Instagram no vaya a defraudar.
Entre el consumismo y el individualismo (los dos “ismos” más importantes de esta hora), las redes sociales son evidencia de transformaciones muy claras y otras no tanto. En la práctica autoimpuesta del deporte todo cambió, hasta la manera de beber agua y después sudarla.

sábado, julio 27, 2019

El enigma Carlovich
























Parece, así lo imagino, que era como Zidane, un bailarín obligado a vivir en el cuerpo de un basquetbolista, un jugador de esos en los que la estampa grandulona no parecía coincidir con la posesión de habilidades extraordinarias para el desempeño futbolístico. Me refiero a Tomás Felipe Carlovich (Rosario, Santa Fe, Argentina, 1946), alias el Trinche, futbolista que en las décadas de los setenta y ochenta jugó mayoritariamente en equipos ínfimos y sin embargo se convirtió en una leyenda cuyas borrosas hazañas han sido contadas en entrevistas, documentales, periódicos y, ahora, en el libro Trinche. Viaje por la leyenda del genio secreto del fútbol, de la mano de Tomás Carlovich (Planeta, Buenos Aires, 2019, 197 pp.), escrito por Alejandro Caravario.
Sospecho que la fama mundial del Trinche es resultado, principalmente, del impulso que a ciertos personajes ha dado la aparición de internet. Antes de YouTube era casi imposible que una historia como la suya desbordara la periferia de un barrio, de una ciudad, acaso de un país. Hoy, gracias a la permanencia 24/7 y el acceso gratuito a los productos audiovisuales, muchos han dado, como yo, con la vida de este personaje. Como lo cuenta Caravario en sus páginas, el Informe Robinson, programa deportivo español, compiló en uno de sus documentales la evidencia casi incontestable para demostrar que el Trinche fue uno de los más grandes. Ciertamente no hay imágenes que lo prueben, y ya sabemos que en este tipo de debates no es posible hacer afirmaciones categóricas si no se ve el desenvolvimiento contante y sonante del elogiado. Si digo, por caso, que Pelé es Pelé; o Maradona, Maradona; o Cruyff, Cruyff, es porque tengo a merced imágenes que soportan, sin margen para la controversia, lo asegurado. ¿Pero qué pasa con un exjugador como el Trinche, de quien las imágenes sobre su calidad sólo sobreviven en la cabeza de quienes lo vieron in situ, en la cancha? Sin imágenes, lo que se diga sobre él siempre será sospechado de embuste, de exageración, de lo que sea, menos de verdad incontrovertible.
Como muchos, reitero, llegué a la fama del Trinche gracias al Informe Robinson puesto en YouTube. Caravario habla de algunos sujetos que, igual que yo, vieron ese documental y de inmediato soñaron con conocer a la leyenda sin que les importara la susodicha carencia de imágenes. Algunos, cuenta el biógrafo, viajaron de inmediato a Rosario, la ciudad donde vive el Trinche, para conocerlo, para certificar, al menos con el saludo de manos, que alguien así de grande tiene en realidad entidad física. En efecto faltan imágenes de sus jugadas sobre el terreno de juego, pero el documental subsanó tal laguna con un recurso que apuntala lo que se supone fue Carlovich: en entrevistas que discurren a trancos van pasando testigos reales, hombres que vieron la maravilla, algunos muy conocidos como Menotti, Pékerman y Valdano, entre otros obviamente argentinos. Gracias pues a sus palabras, uno termina por aceptar la consistencia del fantasma: Carlovich fue tan bueno que quienes tuvieron la fortuna de verlo lo recuerdan como un todopoderoso sobre la cancha, un jugador que de haber vivido otras circunstancias —por ejemplo, un representante que cuidara a garrotazos su carrera— sería hoy algo parecido, quizá, aunque suene hiperbólico, a Messi, otro rosarino.
Pero eso no ocurrió, y encontrar la razón de la leyenda, desentrañar el misterio que se esconde tras el fracaso romántico del Trinche, es lo que emprende Caravario. No articula su texto, como podría pensarse, en clave estrictamente biográfica. De hecho, más que una biografía, el autor acomete el estudio de la leyenda que envuelve a Carlovich. ¿Es cierto o no todo lo que se dice sobre él? Por supuesto, para develar el enigma repasa la trayectoria del Trinche, su accidentada y al parecer deslumbrante andanza por equipos que a durísimas penas son conocidos en la Argentina. El libro es entonces una mezcla de tres recursos: entrevistas directas (a sus compañeros, a exfutbolistas que por casualidad lo acompañaron en el terreno de juego, a exentrenadores, a rivales en la cancha, a fanáticos del Trinche antiguos y modernos, a periodistas y al propio protagonista de esas páginas); el segundo recurso se basa en documentos periodísticos de todo tipo, tanto impresos como audiovisuales, y, por último, ciertos trazos interpretativos, con tono marcadamente ensayístico, del propio Caravario.
La urdimbre de esos tres hilos va creando una idea de lo que fue Carlovich. Nunca, sin embargo, es perfectamente claro aquel pasado, como si todo se confabulara para mantener en estado gaseoso las razones de la admiración y la leyenda. El mismo Trinche, por sus declaraciones monosilábicas, vagas, imprecisas, modestas y demás, parece alimentar el carácter aneblado de su historial futbolístico. De cualquier modo, su figura atrae porque representa algo así como la anarquía en un mundo lleno de controles y de cálculos, es decir, que el Trinche, pese a su talento o precisamente por él, jamás se dejó atar por el gobierno de la disciplina y la búsqueda de éxito, rasgos del futbol ya bien establecidos en aquella época. Fue, y sigue siendo para muchos, un superdotado que dilapidó el talento que le cupo en suerte porque lo suyo era jugar, tal vez divertirse, no atropellar estadísticas ni engordar cuentas bancarias.
Entre las numerosas y, creo, atinadas aproximaciones de Caravario a la leyenda, observa, siguiendo a Roland Barthes, que “es lícito tomar al Trinche también como un mito realista y utópico.  (…) Quizá toda la energía colectiva invertida en la biografía exagerada de Carlovich pretende actuar como equilibrio simbólico. De un lado, el podio del dinero que domina el deporte. Del otro, una versión corregida y aumentada del potrero, ese territorio edénico que se enarbola como origen del estilo argentino. Origen de la habilidad, la picardía y el coraje. Y también como bastión de la pureza, donde se juega a la pelota por amor a la pelota”.
El caso es que, vistos los ires y venires de Carlovich, sus desconcertantes indisciplinas, sus partidos de genio en equipos menores, da la impresión de que nunca aspiró al profesionalismo en serio, sino a una suerte de permanente querencia por el llano que lo vio nacer. Sus éxitos, los partidazos que dio según lo propalado por sus evangelistas, la invención del “doble caño” y otras maravillas de la mecánica corporal con el balón, brillaron en la penumbra de ligas de ascenso, desprovistas incluso del mínimo glamour que confiere el registro vidográfico. El equipo de sus amores, Central Córdoba, de la ciudad de Rosario, jamás ha estado a la altura de Central o Ñuls, pero allí desplegó un talento que atrajo multitudes. “Esta noche juega el Trinche”, dicen que decía la afición cuando, azorada y en masa, iba al estadio para ver qué nuevo conejo sacaba de la chistera aquel mago de la media cancha. De eso no hay, hasta ahora, ni diez segundos de video; no existen incluso del partido que podría ser señalado como cumbre en su carrera, un choque amistoso entre la Selección Argentina, que se preparaba para el mundial del 74, y un combinado rosarino articulado de manera exprés con cinco jugadores de Rosario Central, cinco de Newell’s y uno de Central Córdoba, el Trinche. Aquella mitológica tarde, en match disputado sobre el pasto de Ñuls, los jugadores rosarinos ganaron 3-1 al seleccionado nacional. Como es previsible en los cuentos de hadas, la cenicienta Carlovich fue, según la prensa, el mejor jugador.
Ni con eso, lamentablemente, el Trinche pudo cambiar la ruta de su destino. Al final, como se puede comprobar en el Informe Robinson, la leyenda creció y creció, primero de boca en boca, gracias a los testigos de Carlovich y después gracias a los testigos de los testigos de Carlovich, y luego, ahora mismo, por el efecto multiplicador que producen los buenos dramas en internet. El video multicitado en este recorrido concluye con Carlovich tratando de digerir la imposible posibilidad de volver a una cancha. La garganta se le cierra, los enrojecidos ojos se le encharcan, y en ese rostro vemos que en efecto hay un estrujón de la nostalgia; algunos podrán interpretarlo como llanto por lo no realizado; otros (también considero viable esta lectura), simplemente por la imposibilidad de volver a la diversión de la pelota.
Alejandro Caravario dialogó con el admirado/¿malogrado? Carlovich, y quizá de antemano sabía que no hay explicación capaz de dejar sin arrugas semejante leyenda. En su mejor momento, al Trinche se le abría una puerta y misteriosamente entraba, hacía todo bien, deslumbraba, y poco después, sin motivo aparente, salía y la cerraba. Según se sabe, tuvo oportunidades de jugar en equipos grandes, pero siempre pasó “algo”. En la página 174, Tomás Felipe Carlovich declara esto a Caravario, una frase que bien puede resumir todo lo ocurrido: “Es que cuando sos joven pensás que el fútbol te va a durar toda la vida”.

miércoles, julio 24, 2019

Artes de la lectura




















Como todos los actos complejos, el acto de leer supone una diversidad amplísima de prácticas y variaciones. Es algo más que leer de pie o leer sentado, como propuso Vasconcelos. Así, nadie lee igual ni lo mismo, e indagar en algunas de sus variaciones fue lo que se propuso Gerardo Segura (Saltillo, 1955) en Invítame a leer. Conversaciones con gente de libros, título publicado en febrero de este año por la Secretaría de Cultura del gobierno de Coahuila.
Editor, narrador, profesor y periodista cultural, Segura es una de las presencias más destacadas de la literatura coahuilense. En Invítame a leer se nota lo que afirmo, pues logró convocar a 29 comensales. A todos los entrevistó para indagar en sus gustos literarios, en las razones por las que leen, en la relación que guardan con los libros y en todo lo que para ellos significa convivir con la palabra escrita. Es, entonces, un libro amplio, de 351 páginas que distribuidas entre los participantes da un promedio de diez por cabeza, así que son diálogos que tratan de no quedarse en la epidermis del asunto, sino profundizar hasta donde es posible en un trabajo periodístico.
No sé si me equivoco, pero creo que ningún libro coahuilense de esta naturaleza había logrado aglutinar tantos rostros conocidos y con renombre en el ámbito literario. La primera virtud de Segura fue, por ello, ser creíble ante sus entrevistados, quienes no escamotearon su tiempo para responder a las preguntas del autor. Entre otros escritores-editores (“gente de libros”, como dice el subtítulo) desfilan por estas páginas Juan Domingo Argüelles, Óscar de la Borbolla, Julieta Fierro, Felipe Garrido, Pepe Gordon, Ethel Krauze, Luis Felipe Lomelí, Alejandro Merlín, Alma Delia Murillo, Eduardo Antonio Parra, Ruy Pérez Tamayo, Benito Taibo, Carlos Manuel Valdés y Roberto Zavala Ruiz (autor del fundamental El libro y sus orillas).
Generosamente, Segura sumó a tres laguneros: Saúl Rosales, Édgar Valencia y, más generosamente todavía, a mí. En su prólogo señala que “La pléyade aquí reunida representa a los diversos gremios de la parábola que trazan los libros desde su salida del escritorio del escritor hasta su destino final. Editores, promotores, bibliotecarios, lectores y críticos están representados en las siguientes páginas”. Conversar con todos ellos es el propósito de Invítame a leer. En resumen, y como decía Quevedo, este libro nos invita a escucharlo con los ojos.

sábado, julio 20, 2019

El pez paralizante
























Ayer celebramos la presentación en Gómez Palacio de El pez torpedo. Ética aplicada (Colofón-Arteletra, México, 2018, 99 pp.), libro de Javier Prado Galán (Torreón, Coah., 1959), jesuita, doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México y autor de numerosos libros, todos vinculados con la reflexión filosófica. En su trayectoria profesional, Javier ha fungido como vicerrector de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y actualmente es Director General Académico de la Ibero León.
La ética es la rama filosófica con la que más se ha relacionado el quehacer de Prado Galán. En varios de sus libros, tal reflexión se ha dado en el plano de lo, digamos, general, de lo abstracto. El pez torpedo es una puesta en práctica del imperativo ético en la vida cotidiana. El filósofo lagunero ha delimitado entonces el territorio de su propuesta a ocho espacios del accionar común: el ambiental, el amoroso y sexual, el científico, el empresarial, el político, el profesional, el mediático y el vital. Como podemos imaginar, casi no queda ámbito del entramado humano que no sea al menos sobrevolado por la mirada del autor.
¿Y qué es el “pez torpedo”? ¿Por qué figura en el título y se asimila a la dimensión ética? Prado Galán comenta que Sócrates fue calificado de “torpedo” en alusión al pez cuya facultad es paralizar o “entorpecer”, tal y como la ética lo hace cuando queda puesta sobre la mesa antes de tomar casi cualquier decisión. Así entonces, el propósito del libro es plantear que en todas las dimensiones de su existencia el hombre puede enfrentar al pez torpedo, es decir, a la ética que ralentice o limite sus acciones e incluso las anule.
Cada ensayo nos pone frente al abismo abierto por la ética y su envés: la indiferencia. Por ejemplo, en el caso de la ética ambiental sabemos que es urgente frenar el deterioro de la naturaleza, pero esta posibilidad choca con la necesidad de mantener la producción tal cual y, de paso, los empleos. Algo similar ocurre con la ciencia, navaja de filo doble: por un lado, facilita la existencia, y, por el otro, la pone en riesgo, y para muestra bastan los botones del gran desarrollo médico al lado del vertiginoso avance del armamentismo, todo relacionado con la “tecnociencia”. Las demás éticas (empresarial, política, mediática…) tienen igualmente el afán, si no de paralizar, al menos sí de colocarnos frente a disyuntivas que por complejas demandan nuestra urgente y permanente preocupación.

miércoles, julio 17, 2019

Una lágrima para Barbosa
















“Apestar” es un verbo espantoso, y de él deriva el sustantivo “apestado”, es decir, el que, por culpa de la peste, es marginado, relegado. Por supuesto, su sentido ahora no es estricto, sino figurado, ya que no es necesario portar ninguna peste para ser un apestado. Como tal, como apestado, vivió el portero Moacir Barbosa Nascimento, quien alineó bajo los tres palos para la selección brasileña en el mundial celebrado hacia 1950 en el país de la samba.
Conocida por medio mundo, su historia siempre me ha estrujado. De todos es sabido que el punto de inflexión en la vida de Barbosa se dio el 16 de julio del 50, día en el que Brasil y Uruguay disputaron la final de la Copa del Mundo, en aquel tiempo llamada Jules Rimet. Para el país fue un desastre, el famoso “maracanazo”, pues la verde-amarilla perdió 2 a 1 contra la celeste charrúa. El desastre golpeó a los jugadores, a los 200 mil espectadores que atestaban las gradas del estadio y a todo Brasil. Hubo suicidios, llanto, una frustración colectiva que no acarrean ni las debacles económicas. Así es —y así era ya a mediados del siglo XX— el futbol en países que lo han elevado a la categoría de religión. Tras los goles de Juan Alberto Schiaffino y Alcides Ghiggia, el resultado del partido se convirtió en bomba atómica, así que un culpable debía ser localizado. No fue difícil hallarlo: fue Barbosa, el portero, quien murió en 2000. Esto significa que cargó un injusto sambenito durante medio siglo, el brutal castigo de ser un apestado. Son muchas las tristes anécdotas sobre el ninguneado Barbosa, como aquélla en la que se propuso saludar a los seleccionados brasileños poco antes del mundial de Estados Unidos, todo para que no lo dejaran acercarse porque contagiaba la mala suerte.
Muchos grandes jugadores han merecido canciones. Maradona, por ejemplo, la que Rodrigo hizo grande, o Garrincha, cuyo tema en la voz de Zitarrosa es inmenso. Barbosa tiene también su canción. La compuso Tabaré Cardozo, y en alguna de sus estrofas dice: “Cuida los palos Barbosa / del arco del Brasil / la condena de Maracaná / se paga hasta morir. // Quema los palos Barbosa / del arco del Brasil / la condena de Maracaná / se pega hasta morir. // Un viejo vaga solo / la gente sin piedad / señala su fantasma sin edad / por la ciudad”.
Pues bien: mis palabras son una lágrima solidaria y respetuosa a la memoria de Barbosa. Descansa al fin, admirado Moacir.

sábado, julio 13, 2019

Las letras como eje




















La hoja de vida breve de Lucila Navarrete Turrent describe una trayectoria rica en frutos. Torreonense, joven, es investigadora, docente y periodista cultural. Ha impartido clases en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la Universidad de la Comunicación, la Universidad Iberoamericana Puebla y el Instituto Superior Intercultural Ayuuk. Es licenciada en Comunicación por la Ibero Torreón; maestra y doctora en Estudios Latinoamericanos por la UNAM en el campo literario. Ha realizado estancias de investigación en la Universidad Autónoma de Madrid y la Universidad Nacional de Córdoba en Argentina sobre temas relacionados con autores de la tradición literaria cubana. Cuenta con diversas publicaciones en revistas arbitradas e indexadas, como Cuadernos Americanos, la Revista Surco Sur y Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamérica. Asimismo publica periódicamente para Casa del Tiempo y Cuadrivio. Actualmente se desempeña como profesora de asignatura del área de Humanidades de la Ibero Torreón.
A esta semblanza quiero añadir que fue mi alumna en la universidad, que hoy es mi amiga y —lo digo con orgullo— una colega de la que aprendo un buen cada vez que dialogamos. Debido a sus estudios de posgrado, Lucila se ausentó de La Laguna durante más de diez años, pero ahora que está de vuelta ha venido a sumar entre nosotros una voz que poco a poco se torna imprescindible. Agudísima crítica, tenaz buscadora de información y notable escritora, es además un ser humano sensible y propositivo, y una mujer con visión feminista de avanzada. Apenas a unos días de su retorno a Torreón, hecho que en esta semana cumple exactamente un año, se incorporó a la docencia en sus más diversas modalidades: como maestra universitaria y como instructora en cursos y talleres.
Según he podido percibir, el reencuentro con su tierra le ha permitido valorar y en muchos casos revalorar lo que somos, nuestra laguneridad, por llamarla de algún modo. Si uno, por cercanía profesional o afectiva sabe de las andanzas de Lucila en el año que va de julio de 2018 a julio de 2019, advertirá que ya fatigó en bicicleta toda La Laguna, que ya ascendió El Centinela, que ya presentó libros aquí y allá, que igual ya dio conferencias, se vinculó con colectivos y publicó en revistas, por lo que recién ganó el Premio Estatal de Periodismo. Lucila vino en suma a favorecernos con su alentador entusiasmo. Ojalá no lo pierda y nos lo siga contagiando.

miércoles, julio 10, 2019

Aquel querido libro















Suelo asociar a un libro específico el inicio de mi relación con la lectura. Supongo que no soy la excepción: quienes seguimos cerca de este hábito fuimos literalmente atrapados alguna vez, comúnmente en la infancia/adolescencia, por determinado libro. El que a mí me cupo en suerte lleva como título Maravillas del mundo: prodigios de la naturaleza y realizaciones del hombre, desde las cataratas del Niágara hasta las bases espaciales, una edición catalana en pasta dura. La ficha se completa con su autor, un tal Roland Gööck, y sus 250 páginas fueron publicadas por el sello Círculo de Lectores en 1968.
Hace cinco años, en 2014, escribí y no sé si publiqué esto: que el libro llegó a la casa familiar como regalo por la compra de una enciclopedia, la Británica o la Grolier, quizá la Salvat, no sé. (…) por su tamaño pesaba tanto que sólo podía ser hojeado en una base de apoyo, sobre una mesa. Las fotos hacían un recorrido por las edificaciones más importantes construidas por la humanidad y algunos portentos de la naturaleza: edificios, puentes, casas, presas, catedrales, museos, cataratas, ríos. De cada obra o escenario natural, varias tomas a full color desde distintos ángulos. Además, un texto aledaño, sencillo e instructivo. Para despachar cada zona del planeta, creo que su índice procedía por continentes, pero eso no puedo asegurarlo”.
El vicio de la bibliofilia implica apego fetichista a los libros, de modo que nunca dejé de sentirme mal por no saber a dónde fue a parar aquel ejemplar, si entre mis hermanos y yo lo habíamos destruido o qué. Pero llegó la revancha: Margarita Morales Esparza, mi excondiscípula de la universidad y experiodista de La Opinión radicada en España desde hace quince años, me avisó que venía de visita a La Laguna. Se ofreció para traerme algún encargo y, entre otros libros, le pedí buscar en librerías de viejo mis Maravillas del mundo. Lo que sigue es, para mí, fabuloso: Margarita lo halló, lo hizo atravesar el Atlántico y el lunes 8 de julio me reencontré con aquellas amadas páginas que, también lo he dicho, fueron como un internet en mi adolescencia. No exagero si afirmo que se trata de un libro sobre el que navegué reiteradas horas, y ahora que he vuelto a disfrutarlo noto que mi memoria retuvo muchísimos detalles. En suma ha sido como reencontrar a un ser querido; también los libros pueden serlo.

sábado, julio 06, 2019

Nenes apantallados













La escena es cada vez más frecuente: en cualquier sitio podemos encontrar a un padre o a una madre ocupados y al lado, no lejos, un hijo con la vista fija en películas o juegos de video. El caso es recurrente, como digo, en padres que deben cargar con sus hijos al trabajo o en madres sin servicio de guardería, pero no es el único: muchos padres y madres con posibilidades económicas evitan atender a sus pequeños mediante la compra de un celular o una tableta sin restricciones de uso, como se puede ver, por ejemplo, en los consultorios médicos o en los aeropuertos.
Cuento dos ejemplos de esta tragedia. Hace poco tiempo estuve en México con mi hija mayor, y en un desplazamiento a la Cineteca tomamos el metro. Entre los incontables negocios del subterráneo, nos topamos con uno minúsculo dedicado a la venta de artilugios electrónicos. Yo necesitaba unos audífonos con sistema de “manos libres” y nos detuvimos a preguntar. El negocio, como digo, era mínimo: una caja de madera de metro y medio de ancho y metro y medio de fondo. La joven que atendía estaba detrás de la cubierta que exhibía los productos. Como quedé de lado, pude ver que a los pies de la joven estaba una cobija doblada en cuatro, y sobre ella, dormido, un niño como de dos o tres años. En la manita flácida del nene, al lado de su cara morena y rebosante de sueño, una tableta dejaba ver cierto juego de video inmóvil. Deduje sin dificultad que el niño se había quedado dormido en medio del juego, oculto en la covacha que le hacía el negocio atendido por su joven madre. Al irnos de allí, no pude evitar un diálogo, creo desgarrador, con mi hija: ¿cuántas horas debe pasar el pequeño en ese espacio? ¿Quién lo educa? ¿Cómo se divierte? ¿Qué come?, tales fueron las preguntas que nos hicimos. Las respuestas deprimen. Conjeturamos que el único divertimento del niño era la inevitable tableta, y que su madre, dadas las desconocidas circunstancias de su vida, debía cargar con él las ocho o nueve o diez horas de su jornada en el cubículo, de suerte que allí la tableta con juegos de video fungía como niñera. Una tragedia, en suma.
Pocas semanas después recordé la escena del metro en una “miscelánea” —así les llamamos a las tienditas de barrio cada vez más escasas debido al éxito de las llamadas “tiendas de conveniencia”— de La Laguna. Un padre también joven me despachó un producto y al mismo tiempo hablaba con su hijo de tres o cuatro años. El pequeño deambulaba en los recovecos de la tienda, inquieto, y su padre permanecía con un ojo al cliente y otro al garabato. En una oportunidad, le gritó: “¡Ven, ya te puse eso!” Como apuntó con el dedo a sus espaldas, pude ver que “eso” era una tableta conectada a la electricidad, ya con una caricatura lista para comenzar. El niño corrió al lugar y de inmediato, con total seguridad, tomó el aparato y lo echó a andar con un dedazo en la pantalla touch. Pensé lo mismo: ¿cuántas horas del día pasa ese niño en la misma desventura?
No sé si tenga alguna solución esto que me parece, repito, una tragedia que condena a los niños a un aprendizaje vacuo en una época de sus vidas cuya circunstancia debería ser más estimulante. Es difícil, claro, pues sabemos que las jornadas laborales y ciertas condiciones laborales —y no pocas veces la indiferencia— de muchas padres han provocado la salida fácil de acercar a los hijos herramientas electrónicas de entretenimiento y evasión. Lo cierto es que se trata de un peligro; para no darle muchas vueltas, se trata de una forma de achatarles la vida mientras parece que se divierten.

miércoles, julio 03, 2019

Dos de sesenta















Hace exactamente sesenta años, dos madres laguneras dieron a luz casi al unísono: una, Alicia Galán, el primero de julio de 1959; otra, Socorro Muñoz, el 3 de julio de ese mismo año. Con dos días de diferencia de hace exactamente seis décadas nacieron Javier Prado Galán y Gerardo García Muñoz, ambos amigos míos y ambos verdaderos maestros del pensamiento y la escritura.
Los conocí por medio de Gilberto, hermano de Javier. Mi mente ubica una borrosa tarde de 1987 u 88 como el día en el que Gilberto y yo entramos a la ya extinta cafetería Los Globos, sita en la calle Cepeda, al lado del también extinto Banco de México, y vimos que en unos sillones pullman conversaban G y J, quienes eran cuates, lo supe allí, porque ambos coincidieron un tiempo como estudiantes en el Tec de La Laguna, esto antes de que Javier decidiera abrazar la carrera religiosa en la Compañía de Jesús. Javier nos dejó a Gilberto y a mí la amistad de Gerardo, quien además de ser un excelente ingeniero, leía literatura a pasto, tanta o más que la consumida por muchos escritores. Pasados los años, Javier se ordenó jesuita, terminó su licenciatura, la maestría y al final el doctorado en Filosofía por la UNAM. Ha publicado ocho libros, todos de filosofía centrada en la ética, y como funcionario ha sido vicerrector académico de la Ibero Ciudad de México y actualmente es director académico en la Ibero León. Como pasa con su hermano Gilberto, el hecho de dedicarse a la filosofía no como reproductor, sino como filósofo en sí mismo, es decir, como hombre que propone un pensamiento propio, no lo ha alejado de la vida cotidiana, y es tan futbolero y santista como el más pintado.
Por su parte, Gerardo terminó la licenciatura y la maestría como ingeniero electrónico, pero abandonó esa disciplina para hacer la maestría y luego el doctorado en Letras, ambos en Estados Unidos, una en la Universidad de Las Cruces, Nuevo México, y el otro en la de Arizona. Ha publicado nueve libros de ensayo y actualmente es profesor universitario en la ciudad de Houston, Texas. Y lo mismo: la erudición de Gerardo no lo ha hecho un hombre presuntuoso, sino al revés, pues se trata de un amigo sencillo y con enorme sentido del humor.
Estos dos laguneros son de lo que más presumo. Amables, generosos, cultísimos ambos, han hecho una carrera académica que debe enorgullecer a La Laguna. Ambos han llegado al sexto piso de la vida en plenitud de facultades. Sé, siempre sé esto, que sus mejores libros están por venir. Felicidades a los dos.