sábado, junio 08, 2019

El pasado y Stanley















Leí hace algunos días un libro de Ricardo Ragendorfer, mejor conocido como el Patán. Este sujeto es el cronista latinoamericano que más admiro en el rubro del periodismo policial, una autoridad en esta viscosa materia. Nació en Bolivia, pero ha vivido la mayor parte de su vida en Buenos Aires, donde radica hasta la actualidad. Sé que alguna vez deambuló por el DF, ciudad en la que por cierto consiguió algunas chambas de reportero gracias a mi amigo Carlos Ulanovsky, quien también pasaba su exilio en nuestro país.
En el libro de RR (Crónicas de la vida turbia) hay una pieza que no se refiere a la realidad argentina, sino a la mexicana: su título es “El narco enamorado” y trata sobre la captura de Rafael Caro Quintero. Al atravesar esos renglones volvieron a mí algunos datos que tenía olvidados. No recordaba por ejemplo que lo pescaron en Costa Rica, y que el escándalo mayor fue que Sara Cosío lo había defendido como pareja sentimental. Pensé en lo cerca y lo lejos que nos va quedando todo cuando comenzamos a ser viejos: todo es cuestión de que veamos ciertos datos para rehidratar los recuerdos aparentemente erosionados de la memoria.
Eso me pasó hoy, o sea ayer 7 de junio. Al azar, entre las noticias que aparecen cuando uno abre cualquier web, vi que el asesinato a Paco Stanley cumplía veinte años de edad, y aunque he olvidado pormenores, el hecho fue tan explotado en los medios que inevitablemente lo relaciono con un momento exacto de mi vida.
Cuando Stanley fue acribillado yo andaba en el DF por razones laborales. Era padre primerizo y buscaba la manera de afinar mis medios de vida. Ya editaba libros, pero siempre batallaba para imprimirlos bien y a precios bajos. Alguien, no recuerdo quién, me puso en contacto con una buena imprenta del DF, llamé, acordé una cita y organicé un viaje en camión. Recuerdo que me hospedé en un modesto hotel del centro histórico y el 7 de junio de 1999, luego de desayunar ya tarde, salí en busca de la imprenta. Tenía la dirección y por preguntas supe que debía tomar el metro hasta una estación remota y luego un microbús que me llevaría al fin del mundo chilango. En el camino vi periódicos amarillistas en las manos de todas las personas: habían atestado de plomo a Paco Stanley. En un puesto callejero de comida levanté la cabeza hacia una tele en la que linchaban a Cuauhtémoc Cárdenas. Luego de dos horas, llegué asqueado a la imprenta y con la sensación de que todo se había podrido un poco más en nuestro país.