sábado, mayo 25, 2019

Peatones somos y en el peligro andamos









En una de nuestras muchas conversaciones sobre todo y sobre nada, mi amigo Gerardo García Muñoz observó que en Houston, donde vive, ya no hay aceras. Allá, como en tantos otros lugares de Estados Unidos, el coche ha terminado por borrar del croquis esos espacios de la ciudad que antes servían para caminar. Acostumbrados como están a las distancias enormes, de muchas millas, para ir al trabajo o a lo que sea, los gobernantes del país vecino supusieron que no ya hay loco que se atreva al desplazamiento a pie. Nadie podría sobrevivir a cincuenta millas de marcha forzada. Tampoco hay, me comenta Gerardo, abundantes líneas de transporte público. En el fondo del asunto hay una razón fincada en el progreso o lo que en algunos lugares se entiende como tal, como progreso: las aceras y el trasporte colectivo no son necesarios porque allá todos tienen auto. Quien no, está frito, y debe resignarse a la estaticidad.
Hay países y ciudades, sin embargo, que todavía contienen millones de transeúntes y esto implica que sus arterias tengan espacios reservados para ellos. No sólo me refiero aquí a las aceras, sino también a los “pasos de cebra”, a los paradores de transporte público, a los puentes peatonales y a las rampas diseñadas para personas con discapacidad. En estos lugares el peatón es una presencia ineludible, así que las normativas sobre movilidad deben tomarlo en cuenta sí o sí, aunque en los hechos sepamos que el rey de la ciudad es el vehículo de cuatro o más neumáticos.
Lo que todo peatón debe saber es que tiene derecho a la movilidad, y que ese derecho no debe ser restringido para ceder cada vez más cancha al transporte privado. Uno de los derechos más elementales, acaso el principal, es cruzar la calle con calma y seguridad, lo que no ocurre en nuestro entorno. Hasta el peatón ignora este derecho cuando apura el paso para que pueda avanzar un coche en una calle sin preferencia, o cuando corre por el paso de cebra aunque el semáforo marque rojo, esto para no molestar a los conductores que aguardan el verde.
Otro derecho es el de las banquetas amplias o al menos despejadas. Como ya lo señalé en algún otro comentario, cada vez es más frecuente ver la invasión de objetos extraños en las banquetas, desde coches trepados hasta montañas de arena y cascajo, desde carritos de comida hasta estacionamientos en batería que no dejan ni medio metro libre al transeúnte. En esta circunstancia, quien camina debe aprender a sortear obstáculos, a subir y bajar desniveles porque cada quien hace de su banqueta lo que le apetece.
Caminar no debería ser traumático ni peligroso, sino lo contrario, un placer que deje al ciudadano la sensación de que vive en la civilización, no en la jungla. Esto no será posible mientras siga la merma de los espacios para el desplazamiento a pie y el avance irreductible, descontrolado y absurdo de los espacios para vehículos con motor, a los que debemos sumar el cúmulo de obstrucciones fijas que convierten a los andadores urbanos en un trauma de todos los días para quienes, por la razón que sea, las recorren a pie, con muletas o en sillas de ruedas.