miércoles, noviembre 28, 2018

EPN: menos que nada














Hemos llegado al final de la película de EPN. Fue una cinta de terror en la que lejos de ver un decremento en los índices de pobreza, violencia y corrupción —furias del apocalipsis que en México se sienten como en casa—, asistimos al lamentable espectáculo de su agigantamiento. De alguna forma era previsible lo que caracterizó al sexenio del mexiquense: si su llegada a Palacio Nacional se había dado a punta de engaños, pactos secretos y sobresaltos, lógico es que su herencia fuera pésima.
Si bien la macoroeconomía nacional navegó sin sobresaltos, es notable que se ahondara la brecha entre ricos y pobres. La distribución de la riqueza siguió siendo pues una roca en el zapato para los mexicanos, de suerte que en términos reales no ha mejorado, desde hace muchos sexenios, la calidad de vida de una mayoría cada vez más amplia.
La violencia que fue rasgo característico del gobierno federal anterior no sólo no fue contenida, sino que en muchos lugares del país se incrementó hasta rebasar las cifras ya de por sí catastróficas que dejó Calderón. Otra vez Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Veracruz, Sinaloa, la Ciudad de Médico y alguna otra circunscripción fueron azotadas por la incesante barbarie. Se puede afirmar por ello, categóricamente, que en el gobierno saliente fuimos testigos de otro desastre en materia de seguridad.
Si algo puede caracterizar a la etapa 2012-2018, es la corrupción. De la mano de una campaña permanente y onerosa para adecentar su imagen, Peña Nieto y su equipo se van con la imagen de corruptos. Bajo su mandato, prácticamente no hubo secretario que no hiciera negocios a la sombra del poder, y fue muy visible el caso de varios gobernadores del “Nuevo PRI” que sólo llegaron para atascarse de recursos públicos. Los casos de Javier y César Duarte fueron los más escandalosos, pero en general todo lo que dependió de EPN llegó podrido al poder y se fue pudriendo más a medida que trastabillaba el gobierno hacia el 30 de noviembre de 2018.
Las cuentas de Peña Nieto son, en suma, nefastas, de ahí el huracanado castigo que le fue infligido el primero de julio. De él no se esperaba nada, e hizo un milagro: nos dio menos que nada.

sábado, noviembre 24, 2018

Sherlock Holmes, suma y espejo















Una inquietud me rondó durante mucho tiempo: ¿por qué fue Sherlock Holmes quien se impuso como suma y espejo entre todos los detectives que en la literatura han sido? Recuerdo, para ayudarme a responder, una afirmación de Borges sobre Quevedo. Decía el autor de Ficciones que todo gran escritor necesitaba, para perdurar, de la creación de un símbolo. Daba el ejemplo, si la memoria no me defrauda, de Cervantes, quien desde el punto de vista técnico no es mejor escritor que Quevedo, pero que dio con un símbolo que luego le sirvió para encumbrarlo: el del caballero andante, epítome de idealismo. Igual, o parecidamente, obraron Dante con su infierno, Shakespeare con el amor imposible de RyJ, o más cerca en el tiempo Kafka con el repentino escarabajo y Rulfo con el cacique enamorado de Susana San Juan. Conan Doyle dio con Sherlock Holmes, lo convirtió en un personaje-tipo bien definido en la totalidad de sus rasgos.
Ahora bien, no es suficiente con amonedar el susodicho símbolo. Conan Doyle supo que necesitaba historias que mezclaran la sencillez y la complejidad en dosis delicadamente parejas, exactas. En el engranaje de los cuentos más que en los textos de mayor envergadura, sospecho, es más visible el procedimiento, un procedimiento algo mecánico, es cierto, pero siempre eficaz al menos para un lector, el de finales del siglo XIX, no habituado aún a las estratagemas del relato policial: alguien llega a la guarida de Holmes y desde allí comienza la investigación. El detective no pierde tiempo, y esto fascina a los lectores. Desde que el cliente en apuros cruza la puerta, Sherlock comienza el peritaje: la ropa y los gestos del visitante emiten los primeros mensajes, y el investigador los anota en su mente mientras deja que el cliente hable. Viene entonces la exposición del problema, el izamiento de la incógnita. Holmes hace preguntas ad hoc, inmediatamente ceñidas al asunto atañedero al cliente. Luego de formarse el primer esquema de la situación, Holmes promete investigar y deja que el personaje-palanca se vaya. Lo demás es la investigación de in situ, el atamiento de cabos y el desenlace lógico.

miércoles, noviembre 21, 2018

Museazo para nuestra lucha libre




































































Entre el 9 y el 11 de noviembre estuve en Tijuana para participar en un encuentro de escritores llamado Frontera Noir organizado en el marco del FeLiNo (Festival Literario del Norte). Entre otras actividades, allí presenté el libro colectivo Máscara Vs. Revólver (Artificios, Mexicali, 2018), compilación armada por Iván Farías y José Salvador Ruiz, en la que apoquiné un relato. La sede elegida por Rafael Rodríguez, editor del libro, fue el MULLME (Museo de la Lucha Libre Mexicana), y llegué allí pensando que se trataría de un espacio con nueve o diez máscaras y algún otro souvenir ad hoc. Pero no: el MULLME es un hermoso monstruo de la memoria, acaso la mayor y mejor colección de objetos relacionados con el deporte-espectáculo de los costalazos.
Articulado heroica y meticulosamente por el señor Mauricio Pino, el MULLME da una idea cabal de lo que ha significado y significa la lucha libre en la cultura mexicana. Gracias a la muestra de cada uno de los más de seis mil objetos, todos curados con orden y buen gusto, advertimos que durante décadas la lucha ha calado profundamente en el alma de los mexicanos. Todo lo que queramos imaginar sobre la lucha, y más, está resguardado en ese colorido aleph luchalibrístico: máscaras, luchadores de plástico en diferentes tamaños, rings, carteles, revistas, álbumes de estampitas, libros, tazas, tarros, vasos, bandejas, maniquíes, pins, boletos de funciones, películas, playeras, gorras, cinturones, botas, murales, cartulinas cinematográficas, cerillos, encendedores, destapadores, publicidad, ¡cabelleras!, todo original, todo a raudales.
El MULLME es un caso asombroso de iniciativa individual. Tras años de tenaz coleccionismo, el señor Pino acumuló cientos de objetos que hoy pueden ser apreciados en la calle Galeana 8186, en la zona centro de Tijuana. Un detalle harto agradecible es que se trata de un museo muy bien construido, bien iluminado e impecablemente limpio. Además, con la ventaja de que es posible hacer fotos allí dentro. Si un lagunero viaja a Tijuana, por ello, que no dude en invertir al menos una hora en ese espléndido recinto. Como aperitivo puede visitar su página: https://www.mullme.com/

sábado, noviembre 17, 2018

Sombras de Javier Solís














Quizá es uno de mis recuerdos más lejanos. Supongo que data de 1967 o 68, cuando yo tenía cuatro años. En él me veo tomado de la mano de mi madre o de mi padre o de los dos, eso no alcanzo a precisarlo. Caminamos media cuadra por la avenida Madero de Gómez Palacio, donde vivíamos, y damos vuelta hacia la calle Mártires. Hay en ese tramo una pequeña fonda, quizá una taquería, y del interior de alguna casa próxima sale música a muy elevado volumen. Se trata de una consola de aquellos tiempos, de esas que gracias a sus bruñidos acabados de madera adornaban ciertas salas con aspiraciones. Seguramente no entiendo lo que dice la canción, sólo recuerdo que se me quedó grabado el ritmo, el ran-ran-ran hipnótico del guitarrón y la entrada y salida de los remates con violines y trompetas. Era música mexicana, ranchera, y se oía fuerte en el barrio, el barrio que era todo mi mundo en aquella ahora remota infancia.
En aquel momento no sabía que esa música era de mariachi y que la voz principal pertenecía, o había pertenecido, a un joven cantante llamado Javier Solís. Había muerto poco antes, así que, supongo, estaba de moda en todas las radiodifusoras y en todas las consolas familiares que tocaban discos de 33 revoluciones. Acaso ese bombardeo dejó una marca en mi subconsciente, tanto que no puedo oír a Javier Solís sin recuperar jirones de recuerdo en las polvosas calles de Gómez.
Pasaron los años de la primaria y la secundaria y allí lo que predominó fue el rock. Recuerdo a mis amigos de la Flores Magón en largos debates encaminados a determinar que Kiss era mejor que Queen, o que Led Zeppelin tocaba mucho mejor que Pink Floyd. Todavía en 1978 permanecían vivísimas, además, las brasas de The Beatles y The Doors, jefes de varias tribus. No fue sino hasta la prepa, entre 1979 y 1982, recién radicado con mi familia en Torreón, cuando en las reuniones ya medio etílicas con los amigos alguno se atrevió a poner un casete —era el sistema de reproducción de audio más adelantado— con música mexicana. Allí, sin querer, volví a escuchar a Javier Solís y allí comencé a sospechar lo que ya dije: que esas canciones me instalaban de lleno en la infancia, en el barrio de Gómez, en la querida cercanía de mis padres.
Fue durante la carrera cuando comencé a comprar, secretamente y por mi cuenta, todos sus casetes disponibles. Como toda la música que me gusta, siempre la escuché solo y hasta la fecha jamás he intentado imponer a nadie tal agrado. Sé que en esta materia nada puede hacerse para convencer, pues cada género musical y cada grupo o cantante se convierten en favoritos gracias a circunstancias tan peculiares como la mía, la que acabo de contar sobre el niño de Gómez Palacio azorado por los ruidos de la calle.
Oír durante muchas noches, solo, con audífonos y antes de dormir a Javier Solís me hizo conocer bien, quizá demasiado bien, la mayoría de sus canciones, la entrada y la salida exactas de cada instrumento, los matices de la voz que fueron el rasgo hasta hoy inconfundible de este cantante mexicano. Supe, en el sosegado silencio de muchos viernes por la noche, recorrer cada sílaba, el avance de su media voz como “velada” y el estruendo de los estribillos en los que esa voz se desliza restallante por la letra sin un solo titubeo, perfecta. En todas sus interpretaciones ocurre ese pequeño milagro. Si tomamos, por ejemplo, “Esclavo y amo”, notamos que abre con la voz como fatigada, como cantando sin aire para que salga velada, pero a medida que la pieza avanza termina por llenar el escenario sin dar la sensación de haber “brincado” de la media voz a la voz plena. En “Sombras” ocurre algo parecido, y en “Las rejas no matan”, y en “Dios nunca muere”, y en “Entrega total”, y en “Dos almas”, y en “El mundo”, y en "Esta tristeza mía", y en “Noche de ronda” y en todas hay algo de esto, porque Javier Solís hizo lo que quiso con su instrumento, la voz, una voz que después de desaparecida ha sobrevivido y ha permeado el gusto de miles de personas.
Mi padre me ha contado que a principios de los sesenta fue a verlo a la Plaza de Toros Torreón. Javier Solís venía en la caravana auspiciada, creo, por la cerveza Corona, y allí cerró el espectáculo pues era el más famoso de los cantantes que se presentaban esa noche. Dice mi padre que "Javier" cantó impecablemente cerca de diez canciones, y que pasó algo muy extraño. Cuanto entonaba los versos de “Lágrimas de amor”, donde se menciona la lluvia, comenzó a llover levemente en esta región nuestra donde jamás llueve. Eso me conmovió, y convertí el recuerdo de mi padre en algo también mío.
Luego viví otra anécdota donde Javier Solís es protagonista. Mis hijas tenían necesidad de unos arreglos a sus uniformes escolares y las llevé con una costurera. Se trataba de una mujer entrada en años, tal vez 65, y noté que vivía sola, nomás acompañada de un perrito que nos ladró mucho al llegar. Cuando entramos al espacio de trabajo de la costurera, junto a la máquina Singer y una mesa llena de telas, cintas métricas, hilos y tijeras, vi una especie de estuche gigantesco de madera donde ordenadamente tenía acomodados muchos, todos los casetes de Javier Solís, sólo de Javier Solís. Imaginé que esa señora, la señora Nena, era su fan número uno en Torreón, y yo el dos.
Javier Solís —Gabriel Siria Levario, México, 1931— murió hace exactamente cincuenta años, el 19 de abril de 1966. Seguiré oyéndolo porque gracias a él vuelvo a mi infancia, vuelvo a la juventud de mis padres, vuelvo a la avenida Madero de Gómez Palacio, y todo eso junto, por una razón tan irracional como legítima, me arrima a eso que solemos llamar felicidad.

miércoles, noviembre 14, 2018

Minificciones de Agustín Monsreal




















Con justicia le ha sido otorgado el Premio Iberoamericano de Minificción Juan José Arreola al maestro Agustín Monsreal (Mérida, Yucatán, 1941). Digo con justicia por la calidad y la cantidad de su obra, una obra tercamente casada con la belleza de la expresión, con la sorpresa, con la ironía y con la obsesión del amor y su contracara, el desamor.
En su dictamen, el jurado destacó que la “escritura precisa”, la “asombrosa invención verbal y la rigurosa levedad de la forma se integran en piezas que adensan significado en su brevedad y revelan una mirada penetrante y singular”. Para comprobar esos méritos, junto con la entrega del reconocimiento apareció la edición de Minificciones. Antología personal, libro armado por el autor y editado por Ficticia (México, 2018, 124 pp.). Lo configuran cien microficciones, casi una por página, todas ellas punzantes en uno o varios sentidos. Es un libro valioso porque deja percibir de una sentada la malicia de un narrador que sabe organizar sus materiales temáticos para crear efectos impregnados siempre de humor, paradoja, absurdo o todo esto junto. En el prólogo, Lauro Zavala ha destacado las recurrentes de Monsreal, los rasgos que lo definen con mayor claridad, como la cercanía decisiva de los títulos y el relato o el lenguaje coloquial salpimentado con neologismos harto ingeniosos, entre otros. Para mí, es digno de agradecimiento al maestro yucateco su planteo de situaciones a un tiempo cercanas/extrañas, y resoluciones que sin falla llegan como trancazo a la mandíbula del lector, para usar la vieja pero eternamente útil metáfora pugilística de Arlt.
Esto se explica mejor si arrancamos del libro al menos un ejemplo. En “Gente de letras”, una realidad inmediata, vivida alguna vez por todos, es llevada a las orillas del absurdo:
“Mi mujer y yo hemos peleado. No nos dirigimos la palabra. Antes de acostarnos, le dejo una nota sobre el buró:
‘Por favor, despiértame a las siete’.
A la mañana siguiente, un exceso de luz me hace abrir los ojos: las nueve y media. Junto al reloj, un recadito:
‘Despiértate. Ya son las siete’”.
El Arreola de minificción 2018, justo premio para el maestro AR.

miércoles, noviembre 07, 2018

La muerte y yo, casi abrazados















Como sabemos, la muerte es uno de los más grandes misterios de la vida. Este enunciado encierra una férrea paradoja: para pensar en la muerte es necesario estar vivos, así que no podemos pensar en ella desde ella misma, es decir, pensar en la muerte desde la muerte misma. Por tal razón, porque la muerte es un hecho inasible, no me siento particularmente dotado para pensar en tal asunto desde la filosofía. Soy un hombre demasiado terrenal, demasiado ordinario para acometer semejante empresa. Sin embargo, me considero un ser sensible y capaz al menos de acusar el estremecimiento interior que la sola palabra nos produce: muerte, la muerte. Como cualquiera, pues, he convivido con la muerte como noción, como idea, pero siempre he percibido la muerte concreta como algo lejano, como algo que no está cerca de mi vida, esto hasta noviembre del año pasado, cuando tras la muerte de mi padre terminó mi niñez y con ella mi inmortalidad: yo también, como mi padre, moriré, fue el veinte que me cayó.
La revista Andamios, volumen 14, número 33 correspondiente a enero-abril de 2017 y publicada por el Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México dedicó buena parte de su abundante y notable contenido al tema de la muerte. Allí, entre esas páginas, Norma Garza y Teresa Rodríguez, dos laguneras con larga radicación en la capital de nuestro país, trabajaron en la confección de un dossier que ofrece cinco artículos abrazados por el título “Pensar e imaginar la muerte”. Uno de ellos, el que más nos interesa en este momento, es “La muerte del otro”, del maestro Armando Garza Saldívar, quien fue profesor en la Ibero Torreón por más de 25 años y fue, hasta el año de su fallecimiento, incansable promotor del pensamiento filosófico en nuestras aulas, por lo cual se granjeó el cariño y la admiración de toda nuestra comunidad. El ensayo de Armando se desarrolla bajo la sombra de cinco preguntas: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte?”, “Podemos vivir la muerte del otro?”, “Qué es lo que llega con la muerte?”, “Qué podemos saber acerca de la muerte?” y “¿Qué sigue: aniquilación o inmortalidad?”.
Debo confesar, insisto, que es un tema apenas sobrevolado por mi reflexión desde ese punto de vista trascendente, filosófico, pero centralmente abordado como realidad cotidiana en mis textos y en muchos ajenos que tengo en gran estima. El ensayo de Armando, un disquisición libre a la manera de Montaigne, me ha permitido poner sobre la mesa, sobre mi mesa, una noción que juzgo importante desde ya para mi mejor entendimiento de la muerte: si bien parece que en general la muerte que nos interesa es la propia, la única posibilidad que tenemos de conocerla es vicariamente, o sea, mediante el otro. La muerte de un ser querido, explica Armando, es una muerte aproximadamente nuestra, pues tras ella se achica nuestro mundo y también nos morimos un poco: “solamente a través de la muerte concreta del prójimo puedo llegar a un entendimiento esencial de mi muerte”, observa el filósofo lagunero.
Leer a Armando —quien en el trance de su cavilación se apoya en Sócrates, Heidegger, Ortega, Quevedo, Kierkeggard, Shakaspeare, Tolstoi, Russell, Epicuro, Lucrecio, Gide y Camus—, leer a Armando, decía, me llevó a recordar algunos de mis encuentros con la muerte literaria. Dije que soy un hombre de a pie, una mezcla viscosa de calle con libros o de libros con calle, y en ambos espacios he tenido el placer de hallar referencias harto conmovedoras a la muerte. En cualquier lugar, por ejemplo, pude y puedo oír al José Alfredo de “El jinete”, huapango en el que la muerte del ser amado alimenta el deseo de la propia:

Por la lejana montaña
va cabalgando un jinete
vaga solito en el mundo
y va deseando la muerte.

Este tema es recurrente en la lírica popular: el de la muerte del ser amado que casi inevitablemente acelera el acabamiento de quien lo piensa con amor, como en aquel rock and roll de suyo simplón, pero revelador del sentimiento que describo:

Por qué se fue
y por qué murió
por qué el Señor me la quitó
se ha ido al cielo
y para poder ir yo
debo también ser bueno
para estar con mi amor.

Otros también encierran la tragedia de desear la muerte propia luego de la muerte del ser querido, pero en el camino buscan refugio en la fe o en cualquier otro resguardo, como en “Ruega por nosotros”, huapango de Rubén Fuentes:

Señor, eterno Dios,
ante tu altar hoy vengo a suplicante
y a rogar por el alma de mi amada
que la muerte tan cruel me arrebatara.

Yo sé que tu poder es infinito,
que eres igual con pobres y con ricos,
y es por eso que en ti busco el consuelo
para este corazón que está marchito.

Si estoy dormido la sueño 
si estoy despierto la miro
y por donde quiera que ande 
su recuerdo va conmigo.

Llorando paso las noches,
paso las noches llorando,
para mí ya el sol no brilla 
entre sombras voy vagando.

Señor, eterno Dios,
ante tu altar estoy aquí de hinojos,
ella se fue y yo quiero morirme
perdónanos, señor, y ruega por nosotros.

Por supuesto, poemas menos elementales se han encargado del asunto, como la famosa “Elegía interrumpida”, de Paz:

Hoy recuerdo a los muertos de mi casa. 
Al primer muerto nunca lo olvidamos, 
aunque muera de rayo, tan aprisa 
que no alcance la cama ni los óleos. 
Oigo el bastón que duda en un peldaño, 
el cuerpo que se afianza en un suspiro, 
la puerta que se abre, el muerto que entra. 

O el todavía más famoso “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, homenaje al padre recién ido; en una de sus breves estancias toca de frente la negación ante la pérdida (“irreparable”, como dice el adjetivo del lugar común):

No podrás morir.
Debajo de la tierra
no podrás morir.
Sin agua y sin aire
no podrás morir.
Sin azúcar, sin leche,
sin frijoles, sin carne,
sin harina, sin higos,
no podrás morir.
Sin mujer y sin hijos
no podrás morir.
Debajo de la vida
no podrás morir.
En tu tanque de tierra
no podrás morir.
En tu caja de muerto
no podrás morir.

Armando Garza plantea sus reflexiones para invitarnos a pensar en la muerte propia. Los caminos para hacerlo son infinitos, y uno de ellos es el de la poesía. ¿Pueden los poemas reflexionar en la muerte de quienes los escriben? ¿Puede la poesía imaginar lo que hay más allá de la vida? Sí, y para evidenciar eso recurro a Borges. En 1965 publicó un libro poco celebrado, “Para las seis cuerdas”. No es el libro del Borges intelectualizado, sino un Borges que condesciende a escribir milongas. Pues bien, todas me parecen perfectas y profundas más allá de que aparenten ser poca cosa, historias de cuchilleros brutos, valga el pleonasmo, como la “Milonga a Manuel Flores”:

Manuel Flores va a morir,
eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.

Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.

Miro en el alba mis manos,
miro en las manos las venas;
con extrañeza las miro
como si fueran ajenas.

Vendrán los cuatro balazos
y con los cuatro el olvido;
lo dijo el sabio Merlín:
morir es haber nacido.

¡Cuánto cosa en su camino
estos ojos habrán visto!
Quién sabe lo que verán
después que me juzgue Cristo.

Una de las obras de Borges que más me gustan tiene como tema, curiosamente, el de la muerte. Se trata del “Poema conjetural”. Un tipo que está punto de morir por muerte violenta piensa en ese acontecimiento y trata de descifrarlo:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

Armando Garza Saldívar y el dossier de la revista Andamios preparado por Norma y por Tere son un poderoso estímulo para que cada quien, con sus armas y sus gustos, reflexione en su muerte, en su destino y, gracias a eso, en el significado y el valor de su vida y la de los demás.

*Texto-guía del comentario expuesto el 1 de noviembre pasado en la Ibero Torreón con motivo del día de muertos. Participé junto a Norma y Sergio Garza Saldívar.

sábado, noviembre 03, 2018

Elogio del cuartaforrista




















Algún día alguien, quien sea, incluso yo, debe dedicar unos párrafos a ponderar el valor de las cuartas de forros o contratapas (esa parte de los libros que los lectores de a pie suelen llamar "contraportadas"). Sin darme cuenta, sin valorar lo suficiente su gravitación en mi entusiasmo, he leído contratapas tan buenas que de inmediato me han llevado a comprar o a leer el libro. Por supuesto no han sido pocas las ocasiones en las que, luego de conocer el contenido del libro, las palabras de "la cuarta" se antojan excesivas, lo que de ninguna manera le resta mérito al autor, generalmente anónimo, de esos breves textos, pues él hizo su chamba al persuadirnos.
Aunque no lo creamos, tal jale supone cierto grado de especialización. Esto significa que no cualquiera que se sienta buen escritor tiene en automático las aptitudes para escribir buenas contratapas. Quien se anime a abrazar el oficio, creo, debe tener buena prosa, capacidad de síntesis, poder de convencimiento y, lo más importante, malicia para elogiar sin parecer lambiscón, pues es obvio que estos textos deben ponerse al servicio del libro, pero es recomendable, por obvio buen gusto, que no se excedan en azucarados elogios o lluvias de confeti.
Hay libros que no tienen nada en la contratapa o cuando mucho exhiben, hoy, el código de barras. Otros contienen allí la semblanza del autor, una pequeña cita textual del contenido o algunas palabras de reseñistas (del New York Times, El País, Reforma o La Gaceta de Parácuaro…) sobre las virtudes ya observadas en el autor. Algunos libros combinan todo esto y otros añaden lo que aquí estoy tratando de considerar: las palabras bien escritas de un cuartaforrista a sueldo. La prueba de que es bueno, lo reitero, radica en que logre entusiasmar, en que nos urja sutilmente a ingresar en las páginas.
No lo había pensado, pero lo pienso ahora: mi respeto a los escritores de contratapas que seguramente por unos cuantos pesos (o dólares o libras esterlinas o maravedíes de supervivencia) nos convidan con elegancia, sin apapachos desmedidos, a leer. Su firma jamás figura en los libros, nadie los toma en cuenta, pero ellos beben el trago acérrimo de escribir contratapas con las que incluso no necesariamente deben estar de acuerdo. Pese a todo eso, allí andan rodando en el mundo editorial, solos y olvidados, cuidando en casa, tal vez entre apuros alimenticios, que queden impecables unos renglones puestos a vivir sin huella digital.