miércoles, octubre 31, 2018

De niños para niños



















Hace 18 años mi hija mayor tenía tres y daba problemas a la hora de dormir. Para bajarle la pila hice lo que algunos padres: leerle cuentos adecuados a su edad. Descubrí que con tal de no sucumbir al sueño mi pequeña admitía de buen grado la lectura de tantas historias como yo quisiera compartirle, así que a veces éramos capaces de atravesar un libro entero en una sola sesión de cuentos. Ese descubrimiento me llevó a otro: si la niña se negaba radicalmente a dormir, le enseñé a leer poco antes de los cuatro años. Así, entre leer y escribir se fueron esas horas de la noche en las que no es temprano ni tarde para un pequeño, digamos que entre las ocho y las diez.
Más o menos a sus cinco años, ya con mi hija entrenada en las palabras, ocurrió otra casualidad. Yo escribía en mi computadora de escritorio, de esas que tenían un monitor parecido a un tanque de guerra, y mi hija merodeaba por allí. Cierta vez la senté en mi regazo, abrí un archivo nuevo de Word, y como ya reconocía las letras, la dejé escribir un cuento. Operó entonces un milagro: ella comenzó a escribir, letra por letra, con gran lentitud, “La tortuguita nadadora”, su primer relato. Eran apenas tres renglones, pero ya estaban allí la creación de un personaje, de una trama y de un desenlace. Fue entonces cuando pensé en una idea y la puse en práctica: dado que el teclado qwerty (que a mediados del siglo XIX inventara Christopher L. Sholes) tiene las letras ordenadas de acuerdo a una lógica digital algo complicada para los niños, le dije a mi hija que me dictara sus cuentos, y así lo hicimos. Ella dejaba fluir la imaginación, inventaba sin pensar dos veces sus historias, y yo escribía sin retocar ninguna peripecia. Si ella me decía, textual, que un osito caminaba por la plaza del Eco, yo escribía exactamente que un osito caminaba por la plaza del Eco. El chiste era no lastimar su imaginación, dejar que cada hecho fuera el que ella proponía, sin intermediación de mi lógica de adulto. Realicé pues un trabajo de mero secretario, de amanuense. Lo que sigue fue que a los seis años hice una sencilla edición de su primer libro (Corazón de nuez y otros relatos, 2003) y hasta llegamos a presentarlo con público, brindis y toda la cosa.
Al final de aquel libro tomé la precaución de añadir un epílogo explicativo donde conté el proceso mediante el cual mi hija creó sus ficciones. También lo hice para aclarar lo obvio: que mi hija no era una niña genio, sino una pequeña como cualquier otra con la única ventaja de que su padre la alentó a escribir en absoluta libertad. Eso me llevó a reflexionar en otro asunto: durante muchos años, y aún hoy, los libros para niños son fundamentalmente escritos por adultos que articulan textos llenos de diminutivos, duendes y abundantes misterios. ¿Pero qué pasa si un libro para niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pero qué pasa si un libro para niños es escrito por un niño? ¿Funcionará igual? ¿Pueden los niños ser atrapados con una ficción construida por un semejante de su edad? Creo que todo esto es posible, y pese a que los niños no tienen las destrezas de un escritor profesional, tienen algo mejor: el candor, la mirada fresca y una bienvenida indiferencia a la lógica de las ideas que se nos afianza en la edad adulta.
Si un niño dice que un osito camina por la plaza del Eco o va al estadio Corona para ver al Santos, todos debemos aceptar lo que hace el osito, cómo no. Para eso es niño, para que su imaginación vuele y se expanda, para que sus personajes hagan lo que les venga en gana. Esto, de paso, nos permite ver, desde otro punto, cuáles son los intereses del niño, cómo percibe su realidad, de qué manera ha introyectado la realidad que lo rodea.