sábado, julio 28, 2018

El señor de la cantina




















Entre muchos otros, Facebook tiene un dispositivo que diariamente recuerda a cada usuario sus antiguas apariciones en esa red social.  Si uno subió una foto hace dos años, cualquier día de estos la telaraña de Zuckerberg nos la trae a cuento con la intención de que la relancemos. Facebook descubrió entonces que nos gusta recordar, que en el pasado encontramos motivos suficientes para reafirmar lo que somos.
Así como Facebook, mi mente se atarea en recuerdos que detonan caprichosamente, al azar de cualquier estímulo. Algunos me alegran, la mayoría no, pero no elijo ni los unos ni los otros. Lo que hacen es llegar sin aviso, instalarse en mi conciencia y permitirme la proyección íntima de viejas películas vividas en carne propia. Ayer, por ejemplo, vi en línea la portada de un libro español que de inmediato provocó un bullidero de recuerdos hasta llegar particularmente a uno. El libro era una bella edición de El gallo de oro, el famoso relato de Rulfo que a la postre fue convertido en film. La primera versión, homónima, tuvo a Ignacio López Tarso y a Lucha Villa como protagonistas; la segunda, titulada El imperio de la fortuna, a Ernesto Gómez Cruz y a la hermosa Blanca Guerra. Ver esa portada me recordó el centenario de Rulfo, y tras recordar eso recordé que hace 28 años, cuando Pedro Páramo cumplió cuarenta de vida, decidí escribir algo sobre el habla en el campo lagunero.
Ya en aquellos años —yo tenía como treinta— la agenda periodística me la imponía solo, así que decidí emprender un recorrido por nuestro ámbito rural con el fin de platicar con ejidatarios viejos. En mi Caribe tomé el rumbo de Gómez Palacio hacia El Compás. Antes, mucho antes de llegar a mi destino, cambié de planes, me detuve en una ranchería cualquiera donde vi a un viejo sentado en un tronco convertido en banca. Le expliqué mi difuso propósito periodístico y accedió a conversar. Sólo me pidió un favor: “Vamos a mi cantina”, dijo. Lo seguí unos cincuenta metros hacia un cuarto de adobe aledaño a una parcela con sorgo, quitó un candado y vi que la cantina era en realidad esa bodeguita de adobe. En el interior estaban tirados algunos arreos de labranza y una hielera antigua de Carta Blanca, de aquellas que tenían tapas corredizas de lámina galvanizada. Movió una de las hojas y vi que en un lago de agua quizá fresca nadaban cinco botellas de caguama. El viejo sacó una para mí y otra para él. No había vasos. Luego salimos del cuarto y nos sentamos en unas endebles sillas de alambrón. Creo que conversamos como tres o cuatro horas, y entre cerveza y moscas el viejo me iluminó con el mejor español campirano de La Laguna. No recuerdo su nombre, pero cada que pienso en Rulfo no es extraño que derive en mi alma aquel personaje de Pedro Páramo con el que conversé caguamas mediante.

miércoles, julio 25, 2018

Modelo mexicano















Cuando la concentración de la riqueza hace monstruosa la desigualdad y alienta el malestar social, los gobiernos de derecha han encontrado una receta que bien podemos denominar mexicana: militarizar, sacar al ejército a las calles y así contener —ya inhibiendo, ya actuando— las posibilidades de protesta. En México, lo sabemos bien, este método fue impulsado en el amanecer del sexenio calderonista que articuló, para justificarse, el relato de la guerra contra la delincuencia, particularmente contra el narcotráfico; una de las lecturas que se han impuesto sobre esa peculiar medida fue, sin embargo, muy distinta: Felipe Calderón sacó militares a las calles porque temió, con justa razón, que su precaria legitimidad fuera puesta en entredicho y más valía, para él, tomar las debidas precauciones. En sus seis años de gobierno no se obtuvieron los resultados que en teoría se iban a obtener simplemente porque no era lo buscado. Al contrario, esos años estuvieron llenos de plomo y sangre, y casi todo el país padeció los estropicios de la barbarie.
Luego, llegado el turno de Peña Nieto, la militarización continuó en pie y el mapa de la violencia siguió teñido de rojo: los muertos y los desaparecidos se cuentan hoy en cifras de varios dígitos y es fecha que no acusan el menor asomo de decremento. En tal escenario apareció la llamada Ley de Seguridad Interior, una ley que casi doce años después legaliza la presencia militar en las calles más allá de las funciones delimitadas por la Constitución. Si hacemos caso al discurso de López Obrador, parece que dentro de unos meses la milicia volverá a los cuarteles y el ataque a la delincuencia organizada se dará en el marco legal del que nunca debió salir.
Pues bien, el modelo mexicano está siendo habilitado ahora en países como Argentina, donde el presidente Mauricio Macri ha decidido sacar al ejército a sus calles con la excusa de una guerra contra la delincuencia. Lo curioso es que la iniciativa se da cuando su modelo económico está a la puerta del colapso, cuando ya se prefigura el aumento de la protesta social ante la evidente catástrofe de sus políticas, todas antipopulares. Roberto Navarro, periodista, ha explicado que la medida se debe a que ha terminado el blindaje mediático para Macri luego de un escándalo por financiamiento irregular a su partido (Cambiemos), y El Manifiesto Argentino, organización política, ha advertido “que la injustificable e indefendible decisión de que las FFAA vuelvan a intervenir en conflictos internos, pone en peligro la convivencia de la sociedad y la paz de la República, constituyéndose en el más grave atentado contra la democracia desde la caída de la dictadura”. Sea como sea, el caso es que el peligroso modelo mexicano ya está siendo importado en otros rumbos donde curiosamente la crisis económica justifica la protesta.

miércoles, julio 18, 2018

Del verbo mochar














El verbo “mochar” (y sus derivados) es polisémico en nuestro país. Puede significar “pagar” (“Fulano se mochó con la cena”), “compartir” (“Zutano se mochó con un pantalón”), “cortar” (“Perengano mochó la rama del árbol”), mostrar aceptación venérea (“Fulana sí se mocha”) y, como sustantivo, “soborno” o “coima” (“El diputado recibió un moche para votar a favor”). El contexto, la posición de los interlocutores, el tono de voz y todo lo que en el habla coloquial suele ser habilitado ayudan a entender cada una de las mencionadas variantes. En el caso del título que encabeza este comentario, uso la tercera acepción, es decir, mochar literalmente, eliminar una parte del todo.
En los días que corren ha levantado polvo la propuesta amlista de mochar los sueldos y las prestaciones de la burocracia de cuello blanco. Fue, lo sabemos, una de las tantas promesas de campaña que ilusionaron a sus seguidores y ya comenzó a tomar forma al menos declaratoria. Para arrancar, se corta un alto porcentaje al ingreso del presidente, y de allí para abajo todos los funcionarios de alta gama que quieran sumarse a su proyecto deberán aceptar un emolumento menor.
Por supuesto no será nada fácil ajustar la nómina del gobierno federal, pues una de las malas costumbres estructurales de nuestro país ha sido la de apapachar con sueldazos y atiborrar de prestaciones sobre todo a quienes trabajan en el techo del servicio público. Sospecho que no va a ser del todo terso el paso de un tabulador obsceno a otro que de alguna forma se amolde a los vientos de austeridad que el presidente neojuarista apetece para el país.
Será difícil, sin duda, pero en buena hora puede arrancar este propósito de abolir la vida faraónica de ciertos funcionarios y rehacer, poco a poco, el sentido del trabajo en la burocracia más encumbrada del país. Esto es parte de lo que la ciudadanía siempre ha reclamado sin asomo de respuesta: que quienes operan desde secretarías, subsecretarías, direcciones, delegaciones y demás no vivan entre ingresos y prestaciones de sultanes.
Junto con el plan de reducción de la nómina camina otro no menos importante: el de disminuir hasta donde seas posible el gasto público en insumos, personal, equipamiento y mil otras sangrías que también han sido un permanente lastre para el erario federal. Reitero que no será nada fácil acabar o al menos desacelerar la inercia de gastos desmesurados y suntuarios, pero es un hecho que estamos ante una posibilidad real de, por fin, rehacer hábitos y emparejar un poco la distancia entre los servidores públicos con derecho de picaporte y los de trinchera.

sábado, julio 14, 2018

Mi retiro de la Primera División















Una conversación con mi hija derivó en el tema del futbol durante la infancia. Claro que quise ser jugador profesional, hija, le respondí. Todos los que alguna vez fatigamos canchas en la niñez/adolescencia sentimos el deseo de vestir un uniforme consagrado. Quien, ya adulto, diga lo contrario, miente o no jugó futbol. Yo sí jugué, ergo quise llegar a la Primera División.
La historia de mi renuncia a ese anhelo tiene que ver, creo, con una mañana sabatina de 1978 o 79. Antes de ese día yo había jugado mucho futbol en la calle, en la cancha de básquet de la escuela y en canchas de tierra, casi todas de Gómez Palacio y Ciudad Lerdo. Tenía como quince años, entrenaba lo suficiente y no me sentía tan malo, pues tenía técnica, decorosa gambeta, visión de campo y buena ubicación, aunque no le pegaba fuerte a la pelota, no era muy veloz ni era rudo. Me consideraba —la autoestima puede ser muy dadivosa a esa edad— un mediocampista con talento, con toque, un enlace entre defensas y delanteros. Luego, cuando vi a Zidene y a Riquelme, creí que yo creía ser como ellos. Pero no era así, como lo supe brutalmente en la vivencia que relato.
Aquella mañana del 78 o 79 mi equipo de la secundaría jugaría un partido en el agreste campo aledaño al IMSS de Gómez Palacio. Ese campo atroz, irregular y con abundante piedrecilla de río, estaba exactamente donde años después se instaló el supermercado Casa Ley. Mi equipo era solvente, teníamos buenos jugadores y yo era titular, como se dice, “indicutible”. Recuerdo que nuestro centro delantero era Héctor Macías, un chico de Lerdo a quien no olvido porque jugaba de maravilla, anotaba muchos goles, era rápido y preciso en sus disparos, la mejor de nuestras armas. El partico comenzó y fue en ese momento cuando recibí un golpe de realidad.
En el equipo contrario, del que no recuerdo nada, ni su nombre, alineaba un joven de mi edad. Era espigado tirándole a flaco, no muy alto, veloz y correoso, de pelito cortado a lo escolar, con raya al lado. Jugaba en la media pero muy adelantado, casi como eje de ataque. Lo peculiar era su mando. Como Maradona, exigía que todos le dieran el balón y se molestaba cuando sus compañeros decidían soltar la pelota a otro compañero. Su liderazgo era evidente, gritaba, indicaba, dirigía todo, casi quería jugar solo. Cada que le llegaba un balón, lo recibía perfectamente, levantaba la cabeza, y si era necesario gambetear, gambeteaba; si era necesario pasar, pasaba; si era necesario tirar, sacaba disparos hermosos. Todo lo hacía bien y a una velocidad asombrosa. Por mi posición de medio, tuve la mala suerte de toparme contra él en varias jugadas. En todas lo vi pasar como quien ve pasar fantasmas, en todas me sacaba un eterno segundo de ventaja, en todas pensaba más rápido y en todas elegía bien la siguiente jugada. No iba el minuto veinte del primer tiempo cuando yo ya lo consideraba un extraterrestre, un jugador que estaba a años luz de mi capacidad futbolística, y eso que yo, en teoría, “era bueno”.
Es innecesario añadir que perdimos el choque y que quizá para mis compañeros fue un partido más. Para mí no. Para mí fue el punto de inflexión entre un pasado con ilusiones de llegar a la primera y un presente en el que estalló esa burbujita inflada con ingenuidad. Rumbo a mi casa, con mi mochila deportiva en la espalda, caminé pensando que a la primera división llegaban los jugadores como el flaco, no los que, como yo, lo deseamos pero no nacimos con las condiciones para lograrlo. Supongo que también allí, de paso, sin que yo lo supiera, nació mi primera vinculación con estas cosas de leer y escribir en las que al menos, quiero creer, quizá sí podría ganarle, esté donde esté, al pinche flaco que me retiró de la Primera División.

miércoles, julio 11, 2018

Querencia de Dolina




















Hace tres años fui invitado a colaborar con un breve texto en el libro conmemorativo del programa de radio La venganza será terrible conducido por Alejandro Dolina. Mi texto fue incluido y el libro circula desde el año pasado. El libro lleva como título, no podría ser de otra manera, La venganza será terrible. 30 años (Planeta Argentina, Buenos Aires, 496 pp.). Comparto la opinión que ofrecí y aparece en la página 418:

Nací y vivo en el norte de México y descubrí a Dolina en 2002 o 2003, cuando al vagabundear por la red me topé con algunas piezas de Crónicas del Ángel Gris. Fue un amor a primera lectura, un flechazo implacable a la mente y el corazón. Al indagar sobre el autor de aquellos textos supe que hacia 1944 había nacido en Baigorrita, en el partido de General Viamonte y todo eso que al final no dice nada o dice muy poco, pues Dolina jamás cabrá entero en la helada descripción de una solapa. Descubrí, sí, un dato interesante: para esos años ya tenía cerca de veinte como conductor de La venganza será terrible, así que busqué su voz. No había radio en vivo por internet, o la señal era pésima, pero gracias a no recuerdo qué sitio web encontré fragmentos del programa. El impacto fue poderoso: el tal Dolina improvisaba en La venganza con una mezcla hipnótica de erudición, humor, desenfado, compromiso con la inteligencia, fe en el arte y lujo verbal que de inmediato me provocó un debate íntimo: ¿a quién iba a preferir? ¿Al Dolina que escribía? ¿Al que hablaba en la radio? ¿Al que cantaba tangos? Resolví salomónicamente: preferiría a los tres.
Así, en mi segundo viaje a Buenos Aires caminé decidido por Corrientes hasta encontrar sus libros. Hallé dos, uno de ellos Bar del infierno, recién publicado. Fue el primero que leí completo, y recuerdo que en unas vacaciones de navidad escribí en El Paso, Texas, la elogiosa reseña que publiqué en mi columna mexicana. No sé cómo, Álex, hijo de Dolina, dio con ella en la red, la compartió con su padre y recibió de él la encomienda de enviarme un agradecimiento vía mail. Lo demás es una historia que ya he contado en otros espacios: he ido un par de veces a la emisión en vivo de La venganza, sigo oyendo el programa cada vez que puedo, he tomado café con Dolina en Baires y sé que gozo —y lo presumo— de su bienvenido afecto.
Ahora bien, entre las muchas que tiene, ¿cuál es la mayor virtud del poliédrico Dolina? No temo equivocarme al afirmar que es esto: el enfoque. Cualquiera que sea el tema, cualquiera que sea el desafío intelectual, el Negro sabe encararlo desde una vereda distinta a la que transita la mayoría. En esa terca originalidad de su mirada se basa la querencia de los miles que lo admiramos y el ya largo éxito de La venganza y de sus libros.

Comarca Lagunera, México, 15, agosto y 2015

sábado, julio 07, 2018

Crisis tripartita










Para quienes nacimos hace más de cincuenta años no es tan fácil asimilar lo que pasó el domingo. Fue un suceso al que por fuerza debemos hacerle digestión lenta, pues no todos los días se viene encima un banquetazo con tal cantidad de novedades. Parece un quiebre, un parteaguas que de golpe nos hace sentir que provenimos de la prehistoria: hace cuántos millones de años el PRI echaba a andar la aplanadora electoral y con ella dejaba convertidos a sus opositores en tortilla; hace cuánto la CTM era manejada con mano de hierro por un vejete de cuyo nombre no quiero acordarme; hace cuánto la CNC cooperaba con miles de campesinos sólo útiles para el acarreo; hace cuánto vivíamos los rituales del destape, los fastos de un partido hecho a la medida de la autodenominada y gandalla “familia revolucionaria”.
Todo eso y más venía desplomándose desde hace décadas pero parecía que el desplome avanzaba en cámara Phantom. Primero fue el hachazo propinado por el delamadridismo-salinismo a los políticos de viejo cuño. La llegada de los “tecnócratas” —palabra que hoy también parece prehistórica— desplazó a quienes se habían hecho en las bregas del escalafón: antes de ser gobernador, digamos, era necesario comenzar en la juventud como ayudante C o D de algún regidor o alcalde de poca monta; si se tenía suerte, habilidad, una alta dosis de servilismo y buen padrino se podía ascender hasta una diputación, una senaduría y más. Ese paradigma moroso y funcional cambió en el PRI, partido que fue asaltado por jóvenes políticos que mezclaban los estudios en escuelas importantes con ambición, y luego por júniors sólo dotados de colmillos y amigotes voraces. El PRI volvió pues a Palacio Nacional, pero lo hizo no para pensar en un renacimiento de largo aliento, sino en una orgía de vaciamiento de las arcas públicas.
Luego el PAN y el PRD, cada cual a su modo, calcaron prácticas similares y terminaron casi en las mismas que su modelo. Tras el debilitamiento de la figura presidencial, no sólo los gobernadores operaron a sus anchas, sino que también los partidos pusieron de su parte hasta lograr que la gente los odiara-rotulara con un nombre peyorativo: “partidocracia”. Hoy los tres partidos atraviesan sus peores crisis y buscan con denuedo a los culpables para pasarles la factura. Cada uno tendrá, es de suponer, distinto futuro. Creo que en el PAN habrá lucha encarnizada por el control pero saldrá adelante; el PRI batallará más porque es una agencia de colocaciones y al haber perdido espacios no podrá disponer de huesos para su horda habitual; sobrevivirá, sin embargo, como ha sobrevivido siempre, como la yerba mala. Al que le veo menos chance de resucitar es al PRD: los Chuchos acabaron con él hace como diez años, pero se dieron cuenta de esto hasta el domingo pasado.

miércoles, julio 04, 2018

Sismo cívico












Ni echando a volar la imaginación como el Chicharito era posible anticipar el terremoto político del domingo 1 de julio. Porque eso fue, una jornada con algo de sacudimiento telúrico, una especie de sismo cívico que puede marcar un antes y un después en la historia de México. El “antes” ya lo conocemos, y tiene que ver con un sistema político que con mil defectos, autoritario y todo, emergió luego de la Revolución y creó instituciones que ampararon a buena parte de la población hasta entrar, en los setenta, a una etapa de deterioro que poco a poco fue precarizando la vida nacional hasta derivar en un sexenio, el de Peña Nieto, caracterizado por la desigualdad económica, la inseguridad y la corrupción a escalas inimaginables, las escalas propias del neoloberalismo; el “después”, si se consuma, tiene un buen principio —la jornada del domingo—, pero es obvio que es apenas eso, un principio de algo que sólo con responsabilidad, trabajo y tiempo puede modificar la desoladora realidad que enfrentará el nuevo gobierno.
No será fácil, porque el hoyo es grande y porque hay inercias que resistirán cualquier conato de cambio. Sin embargo, el comienzo es una especie de recomienzo, pues ya Fox, en el 2000, amaneció a su cargo con un capital político que hizo pensar en un futuro esperanzador. No ocurrió así, fue un fracaso. Los problemas y las inercias pasaron como aplanadora sobre el inepto guanajuatense y luego hicieron lo mismo, cada vez peor, sobre Calderón y Peña Nieto. Hoy, AMLO y su partido gozan de un ímpetu civil parecido al que despertó el foxismo, e incluso más, pues ambas Cámaras, varias gubernaturas y cientos de alcaldías ya conquistadas deben jalar, en teoría, hacia el mismo lado, lo que de antemano plantea como inauditos los pretextos en caso de que los cambios se demoren o no lleguen: el capital político del Movimiento encabezado por López Obrador se encuentra frente a una oportunidad que en definitiva se convierta, ahora sí, en una transformación, no importa si le llaman “cuarta” o no.
Soy, por supuesto, de los que confían en la posibilidad de que ese cambio ocurra, pero no ignoro que, pese a los vientos favorables que soplan para el ganador y su partido, el camino fue tortuoso y requirió de una política de alianzas más o menos indiscriminada que de antemano supone un problema interno para el futuro presidente. Pero confío en un cambio real, y quisiera imaginar que todo pueda ceñirse al espíritu del primer discurso del domingo: no tolerar la corrupción, poner primero a los pobres, ahorrar e invertir, abatir la inseguridad por la vía del bienestar y no de las armas... Si eso se cumple, México deberá ser otro en 2024. De eso se trata, y tal fue el mensaje lanzado por el descomunal apoyo del domingo: de que México sea otro y mejor.