sábado, junio 30, 2018

Cuatro formas de votar











Entre los mensajes que llegaron con más rezago al cierre de las campañas electorales se insistió mucho en no votar bajo los efectos del enojo. La rabia, la ira, la cólera o como queramos llamar a esa pasión humana, se dijo, no es buena consejera a la hora de cruzar un casillero de la boleta. La recomendación qué más hicieron sus propagadores fue que procediéramos con la razón, que pensáramos bien a quién le daríamos nuestro voto. Por ello es lógico pensar que en general votamos por una mezcla difusa de motivaciones, pero si pudiéramos separarlas, aislarlas, veríamos que hay cuatro formas más o menos claras de votar, éstas:
1. La del voto que parte del convencimiento. Muchos ciudadanos se mueven en la zona del voto duro que los partidos y/o los candidatos conservan pase lo que pase. Son votos inamovibles, sufragios que no dependen de las campañas ni de los ataques enemigos. A ellos hay que sumar los que en el camino fueron advirtiendo la necesidad de apostar por una opción y al final llegarán a su casilla muy seguros del logo que tacharán.
2. La del enojo. Ciertamente muchos ciudadanos se manifiestan irritados por los magros logros del actual gobierno. Prácticamente se han agudizado todos los problemas que viene arrastrando el país desde tiempos que ya parecen remotos. La corrupción, la inseguridad y la desigualdad son tan visibles que, para muchos, la hora de las urnas es la hora del desquite. La baja popularidad del actual mandatario es evidencia de un rechazo categórico que sin duda hace pensar en votos de disgusto o de franca ira que capitalizará, sobre todo, el frente encabezado por Morena.
3. La de la duda. Muchos sufragios van a dar a las urnas con marcados componentes de escepticismo. Un buen número de ciudadanos, estoy seguro, acudirá a su casilla con la sensación de que una vez más va a apostar por el misterio: ¿cambiará de veras algo en el gobierno venidero? ¿Seguiremos igual? ¿Empeoraremos? No tiene respuesta, pero votará.
4. La de la esperanza. El votante esperanzado en un cambio real, grande o chico, quizá no es mayoritario, pero existe. Irá a la casilla con pizcas de enojo, tal vez también con algo de duda, pero en él primará la fe casi mística en un cambio. A este votante ya se le cerraron muchas puertas en el pasado y espera que de esta elección surja, por fin, algo digno.
Sea como sea, convencidos, con enojo, duda o esperanza, como sea, mañana hay que votar. Llegó la hora.

miércoles, junio 27, 2018

Rumbo al domingo













En medio del mundial de Rusia y mientras la selección mexicana nos encandila, terminan las campañas electorales que se han ido vertiginosamente y con el trasfondo de las encuestas como pauta de estrategias y movimientos sobre la marcha. Como vimos, los ejercicios demoscópicos más confiables, si los hay, prácticamente mantuvieron sus tendencias durante lo que va del año, de suerte que para muchos ya está definido el ganador: el candidato de Morena, el PT y el PES.
Lo que esperábamos como turbulencia para el tabasqueño, los debates, no lo bajaron del caballo más adelantado, y en algunos casos más o menos asombrosos las encuestas acusaban incluso que seguía creciendo. Salvo, pues, los debates, cuyo número y formato fue una novedad, las campañas discurrieron por los conductos previsibles: acusaciones de aquí para allá y de allá para acá, guerra de espots, encuestas hechas a modo, mítines por todo el país, programas de radio y televisión con los “voceros”, sujetos impresentables en todas las banderías. Creo que, más que en 2012, fue especialmente fragorosa la lucha en internet, y más específicamente en las redes sociales, armas que de ahora en adelante deberán ser consideradas cruciales para ganar elecciones. Los opositores de AMLO lo golpetearon con la misma saña de otros años, pero no lograron desactivar la corriente de opinión tuitera y feisbuquera a su favor, lo que a trazos gruesos significa, en definitiva, un bajón notorio en la influencia de los medios tradicionales.
Algunos ven en la amplia ventaja de AMLO un pacto diabólico con los poderes de facto que controlan las riendas del país. Un proyecto de la magnitud como el encabezado por el tabasqueño, es ingenuo no pensarlo así, requiere pactos, alianzas, zurcido político para ganar, así que no será por eso que deberá ser juzgado, sino por sus acciones en el gobierno, si emprende algún cambio o prosigue el resquebrajamiento del país.
Ahora bien, pese al amplio margen del delantero con respecto del segundo lugar, no hubo una renuncia evidente de los perseguidores como sí la hubo en 2012 cuando Calderón desinfló a Josefina Vázquez Mota. En 2018, ni Meade ni Anaya dejaron de declarar (hoy mismo lo hacen todavía) que ellos ganarán la elección, que la verdadera encuesta se celebrará durante el domingo 1 de julio, acaso más para obtener posiciones en el Congreso que amarrar la presidencia. Para esto la mapachería también viene jugando su papel,
En resumen, adiós a las campañas, y mientras pasan estos tres días y llegamos al domingo, pensemos bien nuestro voto, herramienta básica, aunque no la única, para participar en la hechura de nuestros cuestionados gobiernos.

sábado, junio 23, 2018

Batalla de las artesanías












La artesanía tiene del arte la condición manual, el trabajo de la individualidad sobre un objeto, y tiene del producto en serie la reproducción sistemática, el ejercicio repetitivo. El debate entre los que la aprecian y los que la minusvaloran es inagotable y en general no suele tomar en cuenta la opinión del actor más importante: el artesano. Son los artistas —muchas veces autoinvestidos de tal condición nomás porque sí—, los académicos y los comerciantes quienes discuten y no se ponen de acuerdo sobre lo que es. En el medio quedan, insisto, quienes producen las artesanías.
En la sociedad de mercado que en teoría disfrutamos a morir, casi todo producto tiende a su multiplicación en serie. En la esencia del sistema está el deseo de que la mayor cantidad posible de personas acceda a un objeto, es decir, que nada o casi nada se produzca para que sólo lo use alguien, una o dos personas. Aún la ropa “de marca”, los coches de alta gama o los relojes más lujosos deben ser multiplicados, pues no de otra forma se alcanza la ganancia.
De este sistema reiterativo, permanentemente cíclico, escapan, es verdad, muy pocos objetos. Por ejemplo, los cuadros y las esculturas, cierto arte. Sin embargo, allí donde queda impresa la originalidad, la individualidad, la unicidad (“cualidad de ser único, irrepetible, solo, singular”, dice el diccionario) y por ello no lo puede tener sino una sola persona o institución (un museo, por caso), se buscan formas vicarias de multiplicación: cromos, réplicas u obras que si bien no son la obra en cuestión, sí participan de su estilo y su autoría (un cuadro de Picasso es y se parece a otro cuadro de Picasso), lo que abre las posibilidades de posesión de más usuarios. A propósito, este comentario publicado en la revista Sur, española, sobre el prolífico artista andaluz: “Cada dios tiene su libro sagrado y el de Picasso podría ser el catálogo elaborado por Christian Zervos. Una impresionante obra reunida en 33 volúmenes con más de 16.000 imágenes y cuya publicación se dilató entre 1932 y 1978. Tan magna empresa pasa revista a 15.691 obras del genio malagueño. El número se lo sabe de memoria Carlos Ferrer Barrera, doctor en Historia del Arte y especialista en la obra del artista malagueño. Eso sí, Ferrer advierte sobre la imposibilidad de poner coto numérico contrastado a la producción total picassiana. Tanto es así, que algunos investigadores sitúan la capacidad artística de Picasso por encima de las 45.000 obras únicas entre pinturas, dibujos y collages”. Como vemos, la producción de Picasso se dio también, de alguna manera, “en serie”.
El producto artesanal, creo, está a medio camino entre el objeto en serie y el arte. Tiene del primero su intención reiterativa, y, del segundo, la inversión de trabajo manual estrictamente individualizado, tanto que, así haya una intención reiterada, ni una artesanía es idéntica a otra de su misma serie. Debatimos, como dije al principio, sin considerar al actor principal: el artesano, trabajador cada vez más vapuleado por las leyes actuales de la economía. Como sabemos, muchos hermosos productos otrora artesanales (el papel picado, por ejemplo) hoy salen de fábricas, y, cuando las fábricas no son su flagelo, son los comerciantes quienes abusivamente hacen de intermediarios, pagan una miseria al artesano y terminan vendiendo a precios de escándalo (los aeropuertos son especialistas en esto). De aquí que yo maneje una política: si voy a regalar alguna artesanía, procuro comprobar que la elabore el mismo artesano que la vende, y, si se puede, verlo en acción in situ. Sólo así me garantizo, aunque sea un poco, la supervivencia del objeto genuino y su reproducción futura.

miércoles, junio 20, 2018

Ojos de gorila













Sabía que iluminaban diferente
que hermético guardaban un misterio
busqué la pista bien, el referente
hallé uno: parece un improperio.

Gorila, tienes ojos de gorila
ojos cafés, profundos, qué rareza
un café casi naranja que aniquila
café botella, vidrio de cerveza.

Qué importan las metáforas, amor.
Amo tus ojos, amo tu mirada
me gusta su sencillo resplandor
su ternura y su no creerse nada.
Imágenes fallidas puedo darte
tus ojos siempre llegan a salvarte.

Una alegría inoxidable












“El futbol es un juego simple que inventaron los ingleses: 22 hombres persiguen un balón durante 90 minutos y, al final, los alemanes siempre ganan”, es la célebre definición de futbol ofrecida por el delantero inglés Gary Lineker. Como podemos apreciar, hasta los ingleses, a quienes no les falta autoestima en absolutamente ninguna rama del quehacer humano, saben lo que es hablar sobre Alemania en el futbol. Y lo sabemos todos, de hecho, pues mundial tras mundial, torneo internacional tras torneo internacional, los alemanes han demostrado ser un equipo cercano a la invencibilidad.
Por eso, precisamente, el juego del domingo 17 representaba un desafío en el que casi nos dábamos por derrotados. Un empate, lo dije, equivalía en este caso a una victoria, pero ni en eso me atrevía a soñar con optimismo. Sin sobresaltos, tranquilamente, daba por hecho que perderíamos contra los germanos y luego debíamos remar a todo pulmón contra Corea y Suecia. No me afectaba gran cosa saber de antemano que caeríamos contra el equipo teutón, pues lo más lógico, según los anales futboleros, es que casi todos pierdan contra ellos. Así amanecí el domingo, con previa resignación y esperando el milagro del empate.
Luego ocurrió lo que ya vimos y enloqueció al país. México saltó a la cancha con una alineación más o menos esperada en la que destacaban los apellidos de Ochoa, Herrera, Guardado, Hernández, Vela y Lozano. Durante el primer tiempo —el mejor de México en muchos años— creo que por primera vez vi jugar mal a los alemanes; pero ni así, ni jugando con limitaciones, los hijos de Bekenbauer dejaban de ser peligrosos. Los mexicanos la tenían clara: abrumar a la selección alemana con presión en casi toda la cancha, esperar sus embestidas y contragolpear con toda la furia cuando los europeos perdieran un balón.
Así cayó el gol. Los mexicanos hurtaron una pelota en su terreno y la descolgada comenzó con una pared vertiginosa entre Guardado y Hernández; luego el Chicharito vio la entrada de Lozano quien se quitó a Mesut Özil y clavó uno de los goles destinados desde ya a figurar en la historia de nuestro futbol. En el segundo tiempo, lógico, los teutones se echaron encima pero un tanto desordenadamente, con más empuje que buen futbol, y no lograron anotar. Así se consumó lo que ni yo ni nadie esperaba, acostumbrados como estamos a caer cuando, en los mundiales, rasguñamos el paraíso.
Ignoro, como todos, qué vaya a pasar en los partidos venideros de México. Por lo pronto, el equipo cumplió con excelencia y nos dio una alegría inoxidable: México 1, Alemania 0. Increíble.

sábado, junio 16, 2018

Votar según Krauze













Sereno, con voz pausada y de excelente timbre, como siempre, el doctor Enrique Krauze difundió el jueves un video de tres minutos con “una reflexión sobre el poder absoluto”. Dado que Krauze es Krauze y no va a portarse como si fuera un vulgar Luis Pazos, la susodicha reflexión no requirió aspavientos ni palabras fuertes. De hecho, ni siquiera requirió nombres propios, pues sólo se planteó como breve disquisición sobre una idea: la del poder absoluto.
“El poder absoluto en manos de una sola persona —señaló el doctor Krauze— ha dejado una estela de destrucción a lo largo de la historia. Los ejemplos abundan. En el siglo XX, en Europa y Asia, el poder absoluto recayó en manos de líderes de derecha e izquierda, fascistas o comunistas, que destruyeron a sus países y provocaron la muerte de decenas de millones de personas. En América Latina, el poder absoluto en manos de líderes de derecha e izquierda, militares genocidas o dictadores revolucionarios, sofocó las libertades y provocó hambre, desolación y muerte”. Esta introducción nos instala en lo que, si estamos al menos alfabetizados, ya sabemos: que abundan los ejemplos de poder absoluto mal usado, brutal en la mayoría de los casos. También sabemos que han operado en la derecha y en la izquierda (repetido por él un par de veces: derecha e izquierda), pero en este caso el doctor Krauze no debe preocuparse de que lo acusemos de parcial, pues sabemos que el abuso operó en ambos flancos del espectro político.
Lo que viene luego nos instala en el caso mexicano: “En el siglo XX, en México, el poder absoluto de los presidentes, todos del partido oficial, tenía al menos el límite de la no reelección, y sin embargo, el poder absoluto hizo mucho daño. Basta recordar la matanza de Tlatelolco ordenada por Díaz Ordaz, la represión del diario Excélsior ordenada por Luis Echeverría, la quiebra del país causada por la administración de López Portillo y la corrupción impune en tiempos de Salinas. Desde 1997, año en que el PRI perdió la mayoría en el Congreso de Diputados, ningún presidente ha tenido poder absoluto en el Congreso. Ni Zedillo, ni Fox, ni Calderón, ni Peña Nieto”.
Krauze resume entonces que el voto dividido ha viabilizado la democracia mexicana, sobre todo la libertad de expresión, pues mermó el poder absoluto al presidente. Lo que pide, entonces, en el fondo, es votar por uno para presidente y por otros para diputados y senadores, es decir, quizá votar, si gustan, por su mesías tropical, pero frenarlo en las Cámaras ahora que se ve venir un carro completo por la vía que Krauze más ha aplaudido y, suponemos, juzga legítima: la democrática, no la del voto corporativo.

jueves, junio 14, 2018

Delirios en la red

















Las redes sociales son hoy la pantalla donde se proyecta buena parte del ánimo ciudadano. Suelen crear, por ello, cierta credulidad en sus usuarios. En Twitter, por ejemplo, dado que uno sigue cuentas afines, sentirá que todo se cantea hacia su flanco ideológico, que todo marcha de maravilla para los nuestros. Se da el caso, incluso, del fanatismo que desorbita la credulidad y la convierte en redonda estupidez. Ocurre cuando alguien difunde información (videos, sobre todo) espesa de patrañas flagrantes pero ornamentada con alguna pátina de seriedad.
No me refiero, pues, aquí, al video chusco o paródico hoy tan de moda, sino al que se quiere pasar de lanza con sospechoso tono sobrio. Gracias a esta basura he llegado a pedir, casi a suplicar, que seamos menos laxos a la hora de estampar un like o retuitear, pues lo único que hacemos con eso es diseminar falacias. Una buena política, por ello, sería bloquear a los impulsores indiscriminados de sandeces, hacerles ver que en el reborujo actual de la comunicación no es pertinente hacer más ruido.
Sin embargo, a veces no es fácil discernir qué documento parte de la autenticidad y qué otro es un reptil engañoso. Excluyo de esta lista los videos dramatizados que buscan con descaro llevar agua a sus molinos (véase en este momento uno, sin firma y harto idiota, en el que ladrones y secuestradores piden perdón a sus víctimas tal y como “va a hacerlo ya sabes quién” con los delincuentes). No, hay otros más sutiles, como uno que vi hace poco y en realidad es, o al menos parece ser, una extraña vuelta de tuerca en el mundo de la propaganda negativa. Lo describo.
Un tipo con voz de locutor se graba a sí mismo en su computadora. Viste una playera blanca muy simple y una gorra de pelotero con el logo del PRI harto visible. Comienza con un saludo para la comunicadora Martha Debayle y luego emprende una crítica sospechosamente delirante contra los opositores de Peña Nieto. Señala que el precio de la gasolina es benéfico para la salud, ya que la gente camina más y mitiga el problema de la obesidad; apunta que el precio del dólar es ventajoso ya que si un turista llega y da un dólar de propina, es mejor que sean 20 pesos y no 14; por último, explica que el alto precio de la tortilla obliga a que la gente no se haga tacos con dos tortillas, sino con una, lo que también redunda en una mejor salud.
Este documento es tan grotesco que parece producido por los enemigos del PRI, aunque en el río revuelto ya no se sabe. Lo mejor, como digo párrafos arriba, es cerrar la puerta a lo sospechoso, bloquear lo que parezca no tener abuela.

sábado, junio 09, 2018

Con un arma en la nuca
























Nuestro oficinista sobrevive a los tumbos en una urbe sombría e inhumana, demasiado inhumana. Se trata de un tipo mediocre, tan apocado que casi es invisible. La rutina lo cerca y los días van minándolo hasta límites inconcebibles. No es dueño de su vida, y todo alrededor se confabula para hacerlo papilla, para machacarlo en el mortero de la desdicha. El oficinista no tiene nombre, así que basta llamarlo así: el oficinista, quien parece ser el resultado individual de un proceso —¿económico, político, social, moral, todo eso junto?— que ha pulverizado la vida de inmensas colectividades. El oficinista, pues, es uno y millones, una sinécdoque de la devastación mundial.
Guillermo Saccomanno (Mataderos, Buenos Aires, 1948) ha formulado en El oficinista (Premio Biblioteca Breve 2010, Seix Barral, Buenos Aires, 2010, 201 pp.) una distopía ubicada en un futuro que de tan reconocible casi no pertenece al futuro, sino al presente, un huevo de serpiente. Saccomanno nos recuerda en esta novela lo que de alguna manera ya estamos resintiendo: que la civilización es una carnicería, que el progreso pasó a convertirse en un animal que nos engulle y nos defeca sin conmiseración.
El oficinista que protagoniza esta historia habita, como sus congéneres, en colmenas impersonales. Sus horas mecanizadas transcurren esencialmente en tres espacios, todos extensiones de la cárcel: la oficina, la calle y el hogar. Ninguno de ellos supone, obvio, bienestar, sino lo contario: los tres son infiernos cuyos vasos comunicantes infectan de infelicidad a quien los toca. El oficinista pasa sus horas tras un escritorio en el que desahoga trámites miserables. Son tan insignificantes que ni siquiera sabemos cuáles son. Lo que sí sabemos es que todo el tiempo, síntoma de la era ruin que padecemos, vive colgado de la zozobra que significa perder su trabajo, de suerte que conservar el empleíto es la medida de todas las abyecciones. El oficinista es por ello un paranoico que en todo ve signos de peligro, amenazas a la seguridad de conservar su puesto en la maquinaria.
Sin embargo, pese a lo terrible que resulta vivir sentado frente al escritorio, la libertad de la calle y el sosiego del hogar no son mejores opciones. Apenas se libra del trabajo y de las horas extras asumidas casi con placer, para evitar lo que sigue, el oficinista emerge hacia la calle y lo que encuentra allí es abominable: como en una fantasmagoría preapocalíptica, la ciudad se ha vuelto ámbito de depredación, de inseguridad y desprecio por la vida humana. Es, no sabemos por qué pero lo intuimos, sobrevolada por helicópteros artillados que luchan contra una “guerrilla” sin rostro e igualmente letal. Aquí y allá, por todos lados, los helicópteros, las patrullas, los autos blindados de la autoridad, vigilan, rastrillan todos los recovecos y persiguen a los rebeldes, y los rebeldes a su vez colocan explosivos sin mirar a quién ni a cuántos destrozan, de manera que el clima callejero es el de un cataclismo entre trenes subterráneos, cines, pizzerías y demás vidrieras sebosas. Nadie está pues seguro en esa selva, y si pensamos que en el hogar habrá un descanso para el protagonista, nos equivocamos: el hogar es un reflejo congruente de la barbarie padecida en la oficina y en la calle. Puede incluso ser un sitio peor de repugnante: el oficinista padece allí el hostigamiento atroz de su mujer, una sapo, y la sensación de que sus hijos son insalvables: ellos están condenados, no tienen escapatoria, su futuro es ineludiblemente siniestro, tal vez peor que el presente ya encarado/encarnado por su padre, el protagonista de esta agonía.
En tal atmósfera vidriosa ocurre un milagro de escala minúscula como todos los milagros que pueden ocurrirle a un ser de similar tamaño: nuestro oficinista se enamora. Fortuita, impensadamente es flechado por una compañera de trabajo, la secretaria-amante del jefe, y ese hecho entre accidental y prodigioso estremece la vida del oficinista. Entre dudas y pavores avanza hacia la corazonada de que el amor es su último tren, una posible redención luego de la vida de escoria que ha tenido. La secretaria, quien también carece de nombre, como todos los personajes de esta novela, lamentablemente está poco o nada de acuerdo en acceder a la pasión del personaje gris que la merodea. Si bien ella lo acepta en un primer encuentro, no está dispuesta a ceder más allá de aquella migaja: ella supone tener un camino más seguro con el jefe, de suerte que vincularse con el oficinista es un disparate que no podrá permitirse.
El microcosmos de El oficinista es asfixiante. El frío, la condición plomiza del ambiente, los barrios despojados de toda civilidad y los infinitos perros callejeros que se convierten en símbolo del salvajismo prohijado por la urbe, son el caldo de cultivo ideal para crear zombies a la manera apaleada del protagonista y quienes lo rodean.
Una clave de la novela radica en su cruel epígrafe: “Una experiencia que, por su exceso de soledad, sólo puede llamarse rusa”. En efecto, tales palabras de Kafka rajan como machetazo todas las vísceras del texto. En sus 55 breves trancos se siente que el interior de los individuos que pueblan estas páginas ha sido carcomido por el gusano de la soledad hasta convertirlo en un tormento sin pausa. Por ello, “El infierno es el subsuelo de uno mismo”, piensa el oficinista en alguna parte de su calvario.
Con el mismo recurso sentencioso el oficinista cree haber encontrado en el amor una rendija para escapar de su destino: “En la vida todos tenemos una oportunidad. Si la dejamos pasar estamos fritos”, piensa. El oficinista es un sujeto que se desdobla como buen microbio plagado de incertidumbre: por un flanco es el timorato de siempre, el bicho ínfimo que se conformó con la derrota de aherrojarse a un escritorio; por otro, un ser —su alter ego— que lo aguija a la inconformidad, a no dejarse vencer, a no ser más el pusilánime viscoso de siempre: “Piensa que desde que tiene memoria se encuentra con el cañón de un arma en la nuca”.
Precisamente, como en las historias de Kafka, en El oficinista importan menos las peripecias que la metáfora global: la vida, nuestra vida de estos tiempos humillados ante el altar neoliberal, avanza con un arma en la nuca. Todos somos o casi somos ese oficinista que trastabilla en busca de una salvación, la que sea, y sólo obtiene por respuesta el balazo de la realidad que le confirmará su lugar en el mundo: la basura.

miércoles, junio 06, 2018

Elogio del escupidor















No recuerdo con exactitud los detalles, pero fueron más o menos los siguientes: desde no sé dónde, Esteban Dublín me escribió para informarme que estaba organizado una especie de antología colectiva de microficciones con el auspicio o el aval, algo así, de La Internacional Microcuentística. A cincuenta escritores les preguntarían cuál era su minificción favorita, y con la lista resultante se armaría la colección. Pensé en lo obvio: Monterroso, Cortázar, Samperio, Shua… alguien así, un consagrado del género. Supuse que muchos de los invitados iban a inclinarse por algún escritor ya muy visible, y entonces recordé el grato sabor que siempre me han dejado los relatos micro de Fabián Vique. Bueno, pensé, y cuál de todos elegir entre la gran cantidad de historias súbitas creadas por el oriundo de Morón, mi amigo Vique. Entonces, de golpe, me llegó el recuerdo de “El escupidor de Rafael Castillo”, un microrrelato perfecto, y tal fue mi propuesta.
“El escupidor…” es un dechado de creatividad, exactitud y humor. El planteamiento es inmediato: en el primer párrafo sabemos el cuándo, el quién, el qué y el dónde, una proeza de la condensación narrativa. El segundo párrafo describe, mediante un narrador innominado en primera persona, a quienes ya conocen las andanzas del escupidor. La información del tercer párrafo despliega el cómo, y de paso obtenemos el nombre propio del protagonista. El último párrafo, dos renglones, baja la velocidad de la historia y nos informa que este tipo extraordinario es en realidad un sujeto ordinario, lo cual puede verse como una paradoja: quiere mudarse de Rafael Castillo, localidad del partido de La Matanza en el conurbano bonaerense, porque, suponemos, allí hay gente como él, lo que de paso recuerda la famosa boutade del club atribuida a Groucho Marx. De hecho, todo el texto es paradojal, pues el acto grotesco de escupir a la gente es contado como si fuera el de dar las buenas tardes.
Celebro además la puntería —puntería similar a la de Alberto— de ciertos adjetivos: “boca certera”, “buen semblante”, “interesante volumen”. En fin, creo que se trata de un estupendo microrrelato, un ejemplo que podemos tener a la mano cuando alguien nos pregunte qué es una microficción y qué puede hacerse para que un puñado de palabras llegue a ser memorable.
Aquí dejo la pieza:

El escupidor de Rafael Castillo
Fabián Vique 

Todas las noches, a la una en punto, el escupidor de Rafael Castillo sale a escupir a la gente. El recorrido abarca las dos veredas de Carlos Casares, desde Don Bosco hasta las vías. 
Quienes lo conocemos evitamos la zona en la media hora que dura la vuelta. Pero siempre encuentra inocentes que deambulan a merced de su boca certera.
Alberto apunta a los ojos y lanza un líquido casi blanco, no muy espeso pero de interesante volumen. Los escupidos se asombran del buen semblante, de la discreción y hasta de la elegancia del escupidor. Nunca reaccionan. Se limpian la cara y siguen su camino. Se dice que en las mejores noches Alberto ha proporcionado más de una docena de escupitajos.
Durante el día, sin embargo, el escupidor es un hombre común y corriente. Suele decir que no le gusta el barrio y que tiene ganas de mudarse con su familia a un lugar más tranquilo.

sábado, junio 02, 2018

Intelectuales seducidos














En las ruidosas redes leí hace poco un comentario digno de observación, ya que, creo, encierra una idea más o menos generalizada: es entendible, decía el opinador, que la pelusa harapienta, que los miles de mugrosos que atiborran el país de mal olor y otras horripilanteces propias de la chusma se sientan agraviados, ofendidos, marginados por el actual gobierno. Esos desheredados del bienestar, esos pobres diablos que viven obsesionados con el sueño de comer tres veces al día están en su derecho de dejarse seducir por un sujeto que les promete salvación sexenal. No haber pasado por la escuela, vivir en la ignorancia y apetecer aunque sea migajas justifica que anhelen el advenimiento del mesías (tropical para más señas).
Lo que resulta inexplicable, dice el comentarista, es la seducción que el mismo, exactamente el mismo redentor del populacho obra en los intelectuales. ¿Cómo es posible, anota, que un mentiroso consumado, que un caudillo de habla lenta y poco seso sea percibido como gran político por quienes se ufanan de haber hecho licenciaturas, maestrías y doctorados? Misterio. Es inconcebible que hombres y mujeres bien abastecidos de conocimientos se traguen las gambetas de AMLO y no vean en él lo que es: un obseso del poder, un iletrado, un autoritario, un vividor y muchos atributos más. Porque es un hecho, y lo demuestran los sondeos por instrucción: entre más alto es el grado de estudios, más se amplía la barra de la intención de voto por el oriundo de Macuspana. Es aberrante, un disparate que deja a los intelectuales en calidad de burros, señala el susodicho.
Tengo para mí que sólo los intelectuales (¿quiénes son “los intelectuales”?) abiertamente militantes se manifiestan a favor de AMLO con alto grado de fervor. No son mayoría. Hay otros que, sin declararlo abiertamente, escriben y opinan de viva voz en medios electrónicos y tratan, con innecesario apuro, de parecer imparciales. Pienso, por ejemplo, en casos como los de Lorenzo Meyer y Sergio Aguayo, ambos doctores. Como ellos, muchos académicos, artistas, “intelectuales”, parecen simpatizar acríticamente por AMLO. Lo que hacen en realidad, presiento, es calcular: ven un montón de defectos alrededor del candidato más adelantado, pero con el fin de permitir que siga avanzando no hacen señalamientos. Es como un mutis coyuntural, una especie de pacto tácito ahora que se ve en puerta, hoy sí, un cambio de régimen. Desde la oscuridad o desde la luz intelectual, la idea de muchos, al parecer de la mayoría, es que gane AMLO y algo cambie. Los extremos se tocan.