sábado, abril 14, 2018

La imaginación, otra realidad al lado de la vida














En marzo de 2001 entrevisté a Sergio Pitol. El diálogo se dio por teléfono de Torreón a Xalapa, y fue algo difícil porque el maestro se encontraba enfermo y su voz me resultó apenas audible. Años después, creo en 2007, lo conocí en la FIL de Guadalajara donde participó en una mesa redonda junto a Luisa Valenzuela, Rubem Fonseca y Ednodio Quintero, si no recuerdo mal; en aquella ocasión su voz era todavía más débil y de lejos percibí que el maestro ya no estaba para viajes. Sin embargo, vivió otros diez años, hasta hoy.
Mi entrevista sólo fue publicada en un periódico pequeño, escolar, de corta vida. La desempolvo con la sensación que ya tuve en aquel momento, cuando la desgrabé: pudo ser mejor, pero en mi autodescargo guardo el consuelo de que, como siempre, le hice la lucha pese a la circunstancia de estar acá, en la Casi Nada. Va, la comparto y ahí disculpen mi candor treintañero.

La imaginación, otra realidad al lado de la vida

Sergio Pitol (Puebla, Puebla, 1933) ha escrito hermosas palabras en homenaje a Alfonso Reyes: “En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes (...) Si algo le debo a Reyes y a los varios años de tenaz lectura de su obra, fue la pasión por el lenguaje, su insospechada y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros del lenguaje cotidiano (...) Concebía como una especie de apostolado el compartir con su grey todo aquello que le deleitaba. Fue un esperanzado y paciente pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos” (La Jornada Semanal # 232, noviembre, 1993, p. 38).
Según los críticos más autorizados, Pitol está llamado a ser, como Reyes, un clásico de nuestra literatura. Su obra es sin discusión una de las más originales y consistentes que se pueden localizar en el mapa de la actual literatura y a estas horas ya nadie le escamotea elogios, que bien los merece.
Radicado desde hace algunos años en Xalapa, Pitol ha recibido numerosos premios como el Xavier Villaurrutia, en 1981; el Premio anual de la Asociación Polaca de Cultura Europea por su labor en pro de la popularización de la cultura polaca en el extranjero, en 1987; el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, en 1993. Ha escrito cuento, ensayo, novela y traducción, y entre sus obras destacan Cuerpo presente (1990), Los climas (1966), Domar a la divina garza (1989), La vida conyugal (1991), El arte de la fuga (1997), El viaje (2000), entre otras.
Como diplomático ha sido consejero cultural en las embajadas de Varsovia, Budapest y Moscú, subdirector de Asuntos Culturales en la Secretaría de Relaciones Exteriores, director de Asuntos Internacionales del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y embajador de México en Checoeslovaquia.

—Maestro, ¿cuáles fueron los primeros estímulos de su escritura? ¿Por qué comenzó a escribir?
—Yo fui un niño muy enfermo. Desde pequeño contraje una malaria consuntiva que es una forma de paludismo muy peligroso. Entonces, no tuve escolaridad regular. Atendía las tareas en mi casa. Aprendí idiomas, pasaba los exámenes al final de año. Aprendí a leer muy temprano. Aprendí las letras a una edad muy precoz. El mundo que se me hacía apetecible y gozoso era el de los libros. Yo era, además, huérfano de padre y madre, y mis tías y mis familiares me llevaban libros para la infancia, para la adolescencia. Devoraba los libros de Julio Verne. Leí los Grandes viajes, que son novelas que suceden en muchas partes, una de ellas en México. Una novela de Verne tiene como espacio el puerto de Acapulco y una marcha de esa ciudad hasta cerca de la ciudad de México. Con Verne viajé yo, que casi no podía salir ni al jardín. Viajé por el mundo entero, por el corazón del África, por la India, por las nevada y helada Siberia y sus tundras, por la pampa Argentina, por el Amazonas, por el Orinoco, por el Nilo. Por todas partes hasta el centro de la tierra o hasta la estratósfera. Y en esos libros hay muchísimos niños y adolescentes que van acompañados de sus padres o maestros, o que van a buscar a sus padres perdidos por el mundo en un barco que naufragó y llegaron a una isla misteriosa, a una isla desolada. Todo esto hizo que mi realidad mediocre, gris, con ataques frecuentes de fiebre, con la imposibilidad de salir de la casa, esa realidad tan triste que llevaba yo se llenara de una realidad fantástica, de los viajes extraordinarios que relataba Julio Verne.
Después de haber leído la literatura infantil y para adolescentes, llegó el momento en que me acerqué a la gran literatura novelística del siglo XIX, al grado de que cuando llegué a los doce años, yo ya había leído los seis volúmenes de La guerra y la paz de Tolstoi. Todo ese vivir en la fantasía, por los libros que me parecían asombrosos, hizo que mi infancia no fuera difícil ni desdichada. Por el contrario, fue una infancia llena de experiencias fantásticas.
Además, también en mi casa, mi hermana y yo vivimos con mi abuela después de la muerte de nuestros padres, y esto también hacía que las conversaciones que oíamos cuando llegaba su cuñada o las familias amigas de mi abuela, que eran de su misma edad y habían vivido otra experiencia histórica anterior o simultánea a la revolución, tampoco tenían que ver con la realidad inmediata, siempre estaba sujeta a la fantasía, contaban cuentos que narraban una vez, y otra más y los contaban siempre de otra manera. Cuando yo llegué a la adolescencia y recobré la salud, tenía mucha literatura consumida, muchas historias para contar y muy pronto supe que quería ser escritor. No sabía bien a bien cómo escribía uno, cuál había sido el procedimiento de los escritores de esos libros que había leído con deleite, pero tenía la idea de que yo iba a ser escritor.
En la primera juventud me apasioné del teatro. Veía y leía teatro y en ese tiempo creía que si iba a ser escritor, sería dramaturgo. Empecé a hacer algunas cosas y nada me salía. Tenía algo para teatro y si lo hacía con diálogos teatrales me salía mal, forzado, y me disgustaba. Pensé en hacer las tramas primero, una especie de borrador con la trama de un drama o una comedia, lo que saliera, y lo que resultaba era un cuento, un relato, y así comencé a escribir narrativa.

—Es fascinante escucharlo porque muchos jóvenes creen que el mundo está necesariamente afuera, nunca en los libros, siempre en la calle. Por supuesto, también los libros pueden ser un excelente condimento de la vida...
—Claro, y le dan a uno la posibilidad de conocer la historia, viajar por el tiempo, estar en las Guerras de Troya, en el mundo prehispánico y al mismo tiempo en el contemporáneo, en un lado y en otro. Los libros amplían la imaginación y potencian la vida.

—Usted ha alternado la literatura y la diplomacia. ¿En qué medida ayuda y en qué medida estorba a la literatura otra actividad?
—Yo llegué a la diplomacia ya tarde. Yo viajé mucho, creo que por compensación a los años de encierro. Cuando ya tuve salud viajé muchísimo: a Sudamérica, a Nueva York, por la República, siempre con medios mínimos, con carencias, de aventón, que en aquella época era muy seguro. Ahora nadie se atreve a levantar a una persona desde que empezó esto del narco y la inseguridad. En un momento me fui de México a hacer un viaje largo, de unos meses, a Europa, y me quedé veintitantos años porque; como sabía idiomas, me defendía con eso, haciendo traducciones a los turistas mexicanos o latinoamericanos. Luego empecé a traducir, di clases en Inglaterra, trabajé editorialmente en España pero, sobre todo, durante catorce años me mantuve con las traducciones y como con eso uno es dueño de su tiempo, no tiene jefe y sólo se necesita una máquina de escribir y unos diccionarios, me pasaba de un país a otro y fue una gran formación esa vida de free lancer. En una ocasión, después de catorce años de haber salido, me sondearon para ver si quería ser agregado cultural en Polonia, y acepté. Era por dos años pero me pasé quince en el servicio exterior. Ya tenía yo mucha cancha en esto de vivir en el extranjero, fui agregado cultural varios años, en varios países y terminé mi carrera como embajador en Checoslovaquia. En todos los viajes era libre. No adscrito a nadie. Cuando estuve en la vida diplomática recogí muchas historias, conocí muchas culturas, me entusiasmé por algunas literaturas como las centroeuropeas, las eslavas, la italiana, fui redondeando mi formación literaria, pictórica, musical, teatral y conociendo a mucha gente de distintas formas de ser, de distintos rangos, de distintas costumbres, distinta religión, distinta lengua, distintos sistemas sociales. La vida diaria del diplomático lo pone a uno en un mundo muy diversificado porque siempre está tratando con gente de muchos países y no sólo de aquellos en los que está uno acreditado. Eso me enriqueció mucho. Por cierto, me alegra enormemente que después de los últimos dos sexenios, el de Salinas y el de Zedillo, donde los agregados culturales eran generalmente burócratas que no sabían nada o muy poco de la cultura de su país ni de la cultura del país al que los enviaban, ahora, por fortuna, se ha buscado a muchos escritores para que sean los agregados culturales de México.

—¿En qué medida le sirve a un escritor ser reconocido, recibir premios? Usted, en los últimos años, no se puede quejar...
—Los primeros veinte años no sabía ni siquiera cuándo iban a salir mis libros, me llegaban pocas notas, fui muy desconocido durante muchos años. Eso me hizo bien porque escribía por el placer de escribir, por el escape que me daba a muchas tensiones, a muchas pulsiones, a muchos conflictos. Todos estos los plasmaba en mis libros y jamás pensé en la gloria, sino en escribir bien y cada vez mejor. Los premios han sido muchos en estos últimos años, internacionales y cada vez que me llegan me da gusto. Me han librado de muchos momentos difíciles, económicos. Pero no escribo para ganar premios porque mi literatura no es light, afín a las corrientes del momento, es muy mía y no quiero prescindir de eso.

—A propósito, ¿cómo escribe usted? ¿Usa computadora?
—Si fuera joven ahora y comenzara a escribir, comenzaría con la computadora. Tengo una computadora que me manejan unas personas aquí pero yo sigo escribiendo a pluma y paso mi primera versión en máquina, la corrijo y luego la voy pasando a un empleado mío para que la pase a computadora y luego la vuelvo a corregir. En las editoriales se han dado cuenta que si un escritor mayor escribe con computadora pierde mucha intensidad, mucha tensión. Los jóvenes no, porque están acostumbrados a escribir con otro tiempo. La escritura, decían los griegos, es una producción de la respiración, del neuma, uno va escribiendo al tono de su respiración y en la computadora eso se rompe. A los escritores mayores les dicen: “Ya no escriba en la computadora porque no es lo mismo”, y han vuelto a la máquina; otros sin embargo se han ahogado ya, se han destruido por tratar de ganar más dinero, de ser más rápidos.

—Una última pregunta. Usted es un amplio conocedor de nuestra literatura y quiero pedirle que nos destaque a tres autores mexicanos, ¿a quiénes elegiría y por qué?
En primer lugar, a Juan Rulfo, por su originalidad, por su vigencia, porque va a las raíces de nuestro lenguaje y a las raíces casi de nuestra alma, de nuestro espíritu, de nuestro imaginario. Después a Manuel Payno, que nos da la sensación de historia, de dónde venimos, de dónde surgimos literariamente y nos presenta la conformación de la sociedad mexicana con un atractivo enorme, enorme, enorme. Y el tercero y cuarto pueden ser algunos poetas, López Velarde y Pellicer, sobre todo.

—Y de pasada, ¿algún ensayista?
—Alfonso Reyes, definitiva y absolutamente.