sábado, abril 28, 2018

Dos malicias narrativas en Chernóbil
























Son muchas las virtudes que es posible destacar en Chernóbil (México, 2018, 177 pp.), primera novela de Ileana Olmedo, obra con la que ganó el Premio internacional de narrativa Siglo XXI-UNAM-Colegio de Sinaloa 2017. Entre otras, la habilidad para contar simultáneamente el destino de varios personajes cuyas vidas, unidas al principio, estallan y se disparan hacia realidades completamente distintas, se desperdigan y se convierten en jirones hasta desconfigurar la llamada (sé que de manera conservadora) “célula fundamental de la sociedad”: la familia.
Chernóbil es una ficción articulada en formato de diario personal. Daniela Arenas, fotógrafa de la Ciudad de México, es quien lo escribió durante, al menos, tres décadas, de 1986 a 2016. Decir, empero, que se trata de “un diario personal” es engañoso, pues en realidad se trata de muchos diarios, todos escritos, eso sí, por la misma mano. En el amanecer de la narración, Daniela recibe la noticia de que su hermana Paula se ha suicidado, lo que la obliga a viajar. Al volver a casa, reencuentra los diarios acumulados durante varios años y es allí donde se nos insinúa la estrategia de lectura para este libro: Daniela, quien en el presente narrativo sigue llevando un diario, consigna allí que vagabundea entre las páginas de sus viejos diarios y es por ese medio que accedemos a su mundo y al de su familia. Nosotros somos, por ello, los ojos de Daniela leyendo los antiguos diarios de Daniela.
Turbada por la muerte de su hermana, la autora ficcional de los diarios deja errar la mirada, a saltos, por su propia escritura. Todo comienza en el primer diario, regalo de su padre. La fecha inaugural del registro coincide con la hecatombe de Chernóbil, y a partir de allí, simbólicamente, la catástrofe de la planta nuclear ucraniana avanza tomada de la mano de la catástrofe vivida por la familia Arenas y acotada en los diarios.
Iliana Olmedo tenía dos caminos para adentrarse en el contenido de su escritura, el cronológico y el no cronológico. Suena simple, pero de esta decisión dependía gran parte del efecto que debía producir, y produce, el libro. Quizá para el lector hubiera sido más cómodo seguir una línea uniforme de tiempo, de pasado a presente, pero la autora optó el camino no cronológico. El pespunte entre las páginas de los distintos diarios, justificado, como digo, al principio de la historia, compromete al lector en el armado del rompecabezas y le crea una sensación de incertidumbre y dislocamiento, lo mismo que acaso siente Daniela al deslizar su mirada por el pasado retenido en los volúmenes que ella misma fue colmando de palabras. La historia, por todo, avanza a trancos cortos, de un año a otro, que son como rendijas que se abren y se cierran para que vislumbremos la fragmentación de la familia Arenas constituida por las mencionadas Daniela y Paula, además de Rafael, su hermano, y sus padres Fernando y Patricia. El efecto de la composición entrecortada es el de, si se pudiera decir así, un sutil caos. Los personajes están bien delineados, son inconfundibles en términos de carácter (como en el caso de la madre y su neurosis), pero su andanza por la vida se nos va iluminando con estroboscopio, a marchas y contramarchas. No podía ser de otra manera, pues los diarios de Daniela son ojeados por Daniela, como ya lo señalé, sin un orden preciso, azarosamente, como quien, en la perplejidad del luto, quiere abrazar el sentido de su pasado y el de su familia de un solo vistazo. Este recurso supone, por todo, un lector cómplice, lo que no sería tan necesario si la novela se hubiera ajustado a una cronología convencional, del antes al ahora.
Digno de resaltar en Chernóboil es el estilo. Como en la estructura temporal cronológica o no cronológica, aquí nos enfrentamos a otro dilema: el que siempre nos plantea el narrador en primera persona. ¿Cómo debe hablar (o escribir) un narrador en primera persona? Es común, lo sabemos, que como lectores demos ciertas permisos a este narrador, como que escriba/piense con cierto vuelo lírico, o que reflexione con imágenes literarias y demás, siempre y cuando no se torne inverosímil sobre todo en el plano del léxico. Es un artificio, una convención literaria, y por esto los lectores muchas veces debemos suspender nuestra incredulidad o al menos mitigarla, pues de otra manera el relato no cuajaría. Ileana Olmedo resolvió la disyuntiva entre lo lírico y lo no lírico de una manera harto sensata: si lo que leemos es escritura en un diario, justo era que el estilo se apegara a la sencillez, a la economía de recursos, para que fuera creíble. Y más allá de esto, otra malicia: Chernóbil no tiene un estilo, sino varios, pues entre segmento y segmento de los diarios hay matices, tonalidades, registros que se ciñen a la madurez de quien vacía sus experiencias en los diarios: no es lo mismo, claro, una página de 1986 a otra de 2000 a otra de 2016. Uno siente el cambio, la simplicidad o la agudeza de las observaciones según convenga a la edad de la Daniela que “redacta”.
Por supuesto, muchas otras virtudes fortalecen las páginas de Chernóbil, como su sentido general relacionado con el tema, creo, de la desconfiguración social, de la disolución y de la pérdida simbolizada por el extinto pueblo de Príapiat (colmena de los trabajadores de Chernóbil) y por la familia de Daniela Arenas, principalmente de Fernando, el padre, especialista mexicano en energía nuclear que termina siendo arrasado, pese a la distancia y aunque parezca increíble, por el desastre ucraniano, símbolo del desastre científico. Eso y más contiene la novela, pero basten estas palabras para alentar a que todos seamos pronto sus azorados cómplices.

Nota. Comentario leído el jueves 26 de abril de 2018 ante estudiantes de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Autónoma de Coahuila, Torreón. Acompañé en la mesa a Iliana Olmedo, la autora, y a Vicente Alfonso, quien presentó junto conmigo. Esta actividad fue organizada por el Instituto de Educación y Cultura de Torreón a través de Ruth Castro, su coordinadora de literatura.

miércoles, abril 25, 2018

Debate en modo bolita













En mi infancia/adolescencia solíamos practicar un ¿juego? algo idiota que denominábamos “bolita”. No sé si todavía existe, si los jóvenes de hoy lo mantienen vivo o ya murió como han muerto el “chinchilagua”o el “brinca tu burro”. El juego no tenía reglas. Su único precepto consistía en acatar un grito. Requería que en un grupo de jóvenes alguno de ellos abrazara a otro y lo derrumbara en el suelo mientras emitía el grito de convocatoria: “¡Bolitaaaa!” En ese instante, sin perder tiempo, ya con la víctima tirada, inerme, todos los compañeros cercanos hacían eco del primer grito, gritaban a su vez “¡bolitaaa!” y comenzaban a formar una montaña humana sobre el sujeto anulado. Cierto que este juego era entre inofensivo y babotas, aunque a veces se sumaban tantos al tumulto que el sometido quedaba casi asfixiado, molido por el peso que le caía de golpe.
Cuando alguien, fortuitamente, convocaba a la bolita, la víctima no tenía escapatoria. Si de casualidad se zafaba de un primer agresor, otros acudían y lo tumbaban. El caso era hacerle bolita, montón, sin remedio. Pues bien, eso vimos el domingo en el primer debate de los candidatos a la presidencia. Cuatro contra uno, todos al unísono gritando bolita contra López Obrador, quien hizo lo que pudo para mantenerse sereno y salir adelante y con la menor cantidad posible de raspones. Ciertamente no es nada fácil que alguien escape incólume cuando el destino (o quien sea) lo elige como objetivo de la bolita. AMLO y su equipo sabían que todos, por diferentes razones, lo iban a atacar, que el instinto de pitbulls con preferencia de una sola carne iba a reinar entre sus oponentes. Y así fue. Aunque entre los cuatro se tiraron uno que otro mordisco, el propósito eje fue masacrar al candidato que encabeza hasta el momento, y por mucho, las encuestas. Creo que lo lograron a medias, no lapidariamente como esperaban, pues da la impresión de que el galvanizado a favor de AMLO sigue librándolo de mermas.
El Peje ha insistido hasta el choteo que existe una cosa horrible denominada “mafia del poder”. Muchos han convertido tal afirmación en meme, como si los hechos no demostraran que un grupo de hampones ha usurpado las tareas del gobierno no para comprar dos departamentitos, sino para hundir a todo un país. En el debate pareció visible quién se opone a tal camorra y quiénes están por mantenerla con vida. Pero bueno, en tales ejercicios se habla de corrupción, inseguridad, pobreza, impunidad y todos esos problemas abominables del país, y ninguno lo ha provocado Morena. Qué raro. Es como acusar al PRI o al PAN de la hambruna en Somalia.

sábado, abril 21, 2018

La izquierda anhelada




















Curioso, al menos resulta curioso que los ultramontanos son quienes más anhelan una izquierda como “la de antes”. Ellos son los que principalmente se quejan de que ya no haya bolcheviques de la vieja guardia, sino rábanos y reformistas, chairos pedorros que desdeñaron la bandera con la hoz y el martillo y prefirieron asir un trapo color guinda con el acrónimo MO-RE-NA. También curiosamente, no he visto que algún rojillo sienta nostalgia por una derecha como “la de antes”, aquélla que se autoimpuso la “brega de eternidad” y “mover almas”, como quería Manuel Gómez Morín.
Los anhelantes de la izquierda “deadeveras” son, entonces, quienes jamás simpatizaron con ella, los que toda la vida transitaron por la acera de enfrente. Hoy, raptados por un sueño embusteramente reivindicatorio, declaran que la izquierda actual no representa a la izquierda, que ya no alberga personajes como aquellos que llenaron páginas heroicas en la lucha por la liberación ¡Del Pueblo! Uy, qué triste, sollozan. Los zurdos buscavotos de este tiempo han renunciado a la rebeldía, a los ideales magníficos, al amor por la camiseta marxista-leninista-castrista-guevarista-subcomandantista, y son unos vulgares chairos. ¿En dónde está su consigna incendiaria, su amada bomba molotov, su saboteo de planta eléctrica, su reunión clandestina, su tomaidaca en la Sierra Maestra, su desvío de avión a Cuba, su entereza en Lecumberri, su Declaración de la Selva Lacandona?, se preguntan.
Los condolidos por esta pérdida lamentan el presente de la izquierda y aunque antes odiaron a Bartra, hoy lo tienen por gurú y hasta lo citan: la izquierda de esta hora es decepcionante, se ha entregado de pechito al pensamiento burgués, es pragmática, conservadora, snif, snif. Años antes, claro, la izquierda de cuño sesentero nacida en el caldo de cultivo de tiempos que alentaban otro tipo de lucha, era fácilmente acusada, perseguida y condenada a caminar por la cornisa. Aquella izquierda cometía los delitos de subversión, de “disolución social”, de ateísmo y canibalismo de bebés, así que sin chistar merecía su Batallón Olimpia, su Halconazo, su Miguel Nassar Haro, su Tehuacán y su apando. Eso quieren que siga mereciendo quienes anhelan la vuelta de aquella zurda radical.
Pero, así haya sido a los tumbos, con errores y tropiezos, perseguida, aquella izquierda abrió la rendija electoral y en el camino casi ha dejado de ser izquierda para convertirse en no sé qué corriente con énfasis redistributivo. Es lo que hay, son otras épocas, y si alguien merece extrañar a la izquierda de antes es el izquierdista de hoy, no el derechairo, por favor.

miércoles, abril 18, 2018

Miseria de la violencia




















Escribí alguna vez, en la desesperación de los años laguneros más violentos, que la garantía primordial que debe procurar el Estado a los ciudadanos es la seguridad. ¿De qué sirven el alimento, la vivienda, el vestido, el trabajo, la salud, la educación, si uno está muerto? Tal era el eje de mi angustiado y baldío razonamiento, pues recién habían asesinado a uno de mis sobrinos. Hoy, algunos años después, me entero de un crimen entre los miles que produce este país maldito y otra vez ya no sé ni para dónde hacerme. Sobre el caso, un grupo de escritores dirigió una carta al fiscal general de Sinaloa, Juan José Ríos Estavillo. La carta describe la fatalidad y reclama lo que en México suele no existir, justicia:
“El pasado lunes 26 de marzo de 2018 asesinaron a Sebastián Quezada Ramos, de 13 años de edad y sobrino de nuestro amigo, el escritor Hilario Peña. El niño regresaba del gimnasio de box donde entrenaba y se dirigía a su hogar cuando fue asaltado. Su pecado fue haber dejado el teléfono celular en casa. Su homicida no se lo perdonó. 
El infanticidio fue llevado a cabo con arma punzocortante en una avenida (Gabriel Leyva) céntrica de Mazatlán, Sinaloa. Sebastián fue ingresado al Hospital General a las 19:55 horas, presentando dos heridas cortantes, una en la región abdominal y otra en la región hipocondria derecha. El niño falleció horas después.
Pareciera que vivimos en un estado fallido, sin garantías para aquellos que nos atrevemos a vencer el miedo y osamos hacer uso de los espacios públicos. Pareciera que hay individuos con licencia para matar, que ejercen este privilegio sin temor a sufrir consecuencia alguna. Esto no es lo que queremos para el estado de Sinaloa ni para México. Es por ello que solicitamos su ayuda para esclarecer este infanticidio y procesar judicialmente a la persona o personas que le quitaron la vida a Sebastián, actuando siempre conforme a derecho.
Contamos con que la fiscalía a su cargo hará todo lo posible por comprobar la validez de las actas de nacimiento y demás documentos que acrediten la supuesta minoría de edad de los tres “probables responsables”, como usted los llamó en conferencia de prensa, el pasado 15 de abril. 
Por último, le informamos que tanto escritores como periodistas seguiremos muy de cerca este caso que ha conmocionado a la comunidad artística y a todo el estado de Sinaloa”. 

martes, abril 17, 2018

De los centros














El arte de centrar no lo domina cualquiera. Es como el de cabecear, gambetear o meter la pierna: una especialidad en el futbol. Quien se dedica a esto, por lo general juega cargado a las líneas laterales, pues es complicado imaginar un centrador que juegue sólo por el centro, valga la reiteración. Los buenos centradores, por ello, son generalmente extremos rápidos, medios abiertos o laterales de amplio recorrido. No es, sin embargo, suficiente habilitarse en esas posiciones para ser un buen centrador. La mayor virtud de este especialista radica, creo, en la tenencia de una especie de mira telescópica y un buen toque de pelota. La combinación de ambas virtudes da como resultado posibilidades francas de gol; la carencia de alguna de las dos, o de las dos, el fracaso.
Aclaro que un centrador no es sinónimo de gol, por eso digo que su producción debe ser medida solamente en “posibilidades francas de gol”. Esto significa que un centrador, para que su trabajo se vea bien coronado, necesita rematadores que empujen las oportunidades hacia la red. Sólo por mencionar, recuerdo tres grandes tiracentros del futbol mexicano, los tres de tres épocas distintas: Carlos Reinoso, quien se hartó de enviar centros a Enrique Borja y compañía en los setenta; Juan Antonio Cabezón Luna, quien colocó pases templados por racimos sobre todo a Ricardo Peláez; y el último Rodrigo PonyRuiz, mago del centro con ventaja para, principalmente, Jared Borgetti.
El centrador no es entonces un tipo que corre por la banda y de buenas a primeras saca un servicio al azar. Ese tipo de jugador lo único que hace es deshacerse del balón, no centrar. Creo que esto pasa con frecuencia en nuestro futbol, pues casi todos los jugadores obligados a centrar suelen lanzan melones informes a la olla para ver quién llega a, de milagro, rematar. Centros demasiado largos, centros demasiado cortos, centros al tumulto, centros que parecen tiro y tiros que parecen centro, estos son los servicios que caracterizan, con honrosas excepciones, al futbol mexicano. Extremos y laterales, por ello, deben triplicar el entrenamiento del centro, pues de esto dependerá que los rematadores queden realmente libres para anotar y todo derive en algo más que mera aproximación.
El mejor ejemplo que tengo a la mano para explicar lo que es un centro racional lo podemos encontrar en el partido de Argentina contra Bulgaria del mundial de México 86. Lo jugaron en Ciudad Universitaria, y, como sabemos, fue ganado 2-0 por los sudamericanos. En aquel juego los goles de Valdano y Burruchaga fueron anotados de cabeza tras sendos pases de José Luis Cucciufo y Maradona. En el primero, Cucciufo roba un balón por la banda derecha, levanta la cabeza casi en la línea de fondo, ve disponible a Valdano y manda un centro suave y con efecto hacia adentro, lo que permite a Valdano rematar franco hacia el primer ángulo de la puerta. El segundo gol me permitió admirar el mejor centro que he visto en mi vida. En tres cuartos de cancha, Maradona se da un autopase para eludir a un rival y avanza por el extremo izquierdo, levanta notoriamente la cabeza y cuando está a dos metros de la línea de fondo cucharea el balón de zurda y dibuja un centro hermoso, con comba en dos sentidos: de arriba hacia abajo y del fondo hacia adentro de la cancha, y es allí cuando aparece Burruchaga quien remata sin piedad ese servicio que por el efecto da la impresión de venir de frente, no de lado.
Sería abusivo pedir que los centros de un futbolista normal salgan así, como el de Maradona. Lo que sí se puede pedir es que los centradores aprendan al menos a levantar de vez en cuando la cabeza. Si sólo centran por centrar, con la mirada puesta en el suelo y pateando hacia el bulto, harán permanentemente el papelón de enviar servicios para nadie y el gol jamás llegará.
  

sábado, abril 14, 2018

La imaginación, otra realidad al lado de la vida














En marzo de 2001 entrevisté a Sergio Pitol. El diálogo se dio por teléfono de Torreón a Xalapa, y fue algo difícil porque el maestro se encontraba enfermo y su voz me resultó apenas audible. Años después, creo en 2007, lo conocí en la FIL de Guadalajara donde participó en una mesa redonda junto a Luisa Valenzuela, Rubem Fonseca y Ednodio Quintero, si no recuerdo mal; en aquella ocasión su voz era todavía más débil y de lejos percibí que el maestro ya no estaba para viajes. Sin embargo, vivió otros diez años, hasta hoy.
Mi entrevista sólo fue publicada en un periódico pequeño, escolar, de corta vida. La desempolvo con la sensación que ya tuve en aquel momento, cuando la desgrabé: pudo ser mejor, pero en mi autodescargo guardo el consuelo de que, como siempre, le hice la lucha pese a la circunstancia de estar acá, en la Casi Nada. Va, la comparto y ahí disculpen mi candor treintañero.

La imaginación, otra realidad al lado de la vida

Sergio Pitol (Puebla, Puebla, 1933) ha escrito hermosas palabras en homenaje a Alfonso Reyes: “En México, durante la adolescencia, frecuenté larga y devotamente la obra de Alfonso Reyes (...) Si algo le debo a Reyes y a los varios años de tenaz lectura de su obra, fue la pasión por el lenguaje, su insospechada y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor, su habilidad para insertar giros del lenguaje cotidiano (...) Concebía como una especie de apostolado el compartir con su grey todo aquello que le deleitaba. Fue un esperanzado y paciente pastor que se propuso, y en algunos casos lo logró, desasnar a varias generaciones de mexicanos” (La Jornada Semanal # 232, noviembre, 1993, p. 38).
Según los críticos más autorizados, Pitol está llamado a ser, como Reyes, un clásico de nuestra literatura. Su obra es sin discusión una de las más originales y consistentes que se pueden localizar en el mapa de la actual literatura y a estas horas ya nadie le escamotea elogios, que bien los merece.
Radicado desde hace algunos años en Xalapa, Pitol ha recibido numerosos premios como el Xavier Villaurrutia, en 1981; el Premio anual de la Asociación Polaca de Cultura Europea por su labor en pro de la popularización de la cultura polaca en el extranjero, en 1987; el Premio Nacional de Literatura y Lingüística, en 1993. Ha escrito cuento, ensayo, novela y traducción, y entre sus obras destacan Cuerpo presente (1990), Los climas (1966), Domar a la divina garza (1989), La vida conyugal (1991), El arte de la fuga (1997), El viaje (2000), entre otras.
Como diplomático ha sido consejero cultural en las embajadas de Varsovia, Budapest y Moscú, subdirector de Asuntos Culturales en la Secretaría de Relaciones Exteriores, director de Asuntos Internacionales del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y embajador de México en Checoeslovaquia.

—Maestro, ¿cuáles fueron los primeros estímulos de su escritura? ¿Por qué comenzó a escribir?
—Yo fui un niño muy enfermo. Desde pequeño contraje una malaria consuntiva que es una forma de paludismo muy peligroso. Entonces, no tuve escolaridad regular. Atendía las tareas en mi casa. Aprendí idiomas, pasaba los exámenes al final de año. Aprendí a leer muy temprano. Aprendí las letras a una edad muy precoz. El mundo que se me hacía apetecible y gozoso era el de los libros. Yo era, además, huérfano de padre y madre, y mis tías y mis familiares me llevaban libros para la infancia, para la adolescencia. Devoraba los libros de Julio Verne. Leí los Grandes viajes, que son novelas que suceden en muchas partes, una de ellas en México. Una novela de Verne tiene como espacio el puerto de Acapulco y una marcha de esa ciudad hasta cerca de la ciudad de México. Con Verne viajé yo, que casi no podía salir ni al jardín. Viajé por el mundo entero, por el corazón del África, por la India, por las nevada y helada Siberia y sus tundras, por la pampa Argentina, por el Amazonas, por el Orinoco, por el Nilo. Por todas partes hasta el centro de la tierra o hasta la estratósfera. Y en esos libros hay muchísimos niños y adolescentes que van acompañados de sus padres o maestros, o que van a buscar a sus padres perdidos por el mundo en un barco que naufragó y llegaron a una isla misteriosa, a una isla desolada. Todo esto hizo que mi realidad mediocre, gris, con ataques frecuentes de fiebre, con la imposibilidad de salir de la casa, esa realidad tan triste que llevaba yo se llenara de una realidad fantástica, de los viajes extraordinarios que relataba Julio Verne.
Después de haber leído la literatura infantil y para adolescentes, llegó el momento en que me acerqué a la gran literatura novelística del siglo XIX, al grado de que cuando llegué a los doce años, yo ya había leído los seis volúmenes de La guerra y la paz de Tolstoi. Todo ese vivir en la fantasía, por los libros que me parecían asombrosos, hizo que mi infancia no fuera difícil ni desdichada. Por el contrario, fue una infancia llena de experiencias fantásticas.
Además, también en mi casa, mi hermana y yo vivimos con mi abuela después de la muerte de nuestros padres, y esto también hacía que las conversaciones que oíamos cuando llegaba su cuñada o las familias amigas de mi abuela, que eran de su misma edad y habían vivido otra experiencia histórica anterior o simultánea a la revolución, tampoco tenían que ver con la realidad inmediata, siempre estaba sujeta a la fantasía, contaban cuentos que narraban una vez, y otra más y los contaban siempre de otra manera. Cuando yo llegué a la adolescencia y recobré la salud, tenía mucha literatura consumida, muchas historias para contar y muy pronto supe que quería ser escritor. No sabía bien a bien cómo escribía uno, cuál había sido el procedimiento de los escritores de esos libros que había leído con deleite, pero tenía la idea de que yo iba a ser escritor.
En la primera juventud me apasioné del teatro. Veía y leía teatro y en ese tiempo creía que si iba a ser escritor, sería dramaturgo. Empecé a hacer algunas cosas y nada me salía. Tenía algo para teatro y si lo hacía con diálogos teatrales me salía mal, forzado, y me disgustaba. Pensé en hacer las tramas primero, una especie de borrador con la trama de un drama o una comedia, lo que saliera, y lo que resultaba era un cuento, un relato, y así comencé a escribir narrativa.

—Es fascinante escucharlo porque muchos jóvenes creen que el mundo está necesariamente afuera, nunca en los libros, siempre en la calle. Por supuesto, también los libros pueden ser un excelente condimento de la vida...
—Claro, y le dan a uno la posibilidad de conocer la historia, viajar por el tiempo, estar en las Guerras de Troya, en el mundo prehispánico y al mismo tiempo en el contemporáneo, en un lado y en otro. Los libros amplían la imaginación y potencian la vida.

—Usted ha alternado la literatura y la diplomacia. ¿En qué medida ayuda y en qué medida estorba a la literatura otra actividad?
—Yo llegué a la diplomacia ya tarde. Yo viajé mucho, creo que por compensación a los años de encierro. Cuando ya tuve salud viajé muchísimo: a Sudamérica, a Nueva York, por la República, siempre con medios mínimos, con carencias, de aventón, que en aquella época era muy seguro. Ahora nadie se atreve a levantar a una persona desde que empezó esto del narco y la inseguridad. En un momento me fui de México a hacer un viaje largo, de unos meses, a Europa, y me quedé veintitantos años porque; como sabía idiomas, me defendía con eso, haciendo traducciones a los turistas mexicanos o latinoamericanos. Luego empecé a traducir, di clases en Inglaterra, trabajé editorialmente en España pero, sobre todo, durante catorce años me mantuve con las traducciones y como con eso uno es dueño de su tiempo, no tiene jefe y sólo se necesita una máquina de escribir y unos diccionarios, me pasaba de un país a otro y fue una gran formación esa vida de free lancer. En una ocasión, después de catorce años de haber salido, me sondearon para ver si quería ser agregado cultural en Polonia, y acepté. Era por dos años pero me pasé quince en el servicio exterior. Ya tenía yo mucha cancha en esto de vivir en el extranjero, fui agregado cultural varios años, en varios países y terminé mi carrera como embajador en Checoslovaquia. En todos los viajes era libre. No adscrito a nadie. Cuando estuve en la vida diplomática recogí muchas historias, conocí muchas culturas, me entusiasmé por algunas literaturas como las centroeuropeas, las eslavas, la italiana, fui redondeando mi formación literaria, pictórica, musical, teatral y conociendo a mucha gente de distintas formas de ser, de distintos rangos, de distintas costumbres, distinta religión, distinta lengua, distintos sistemas sociales. La vida diaria del diplomático lo pone a uno en un mundo muy diversificado porque siempre está tratando con gente de muchos países y no sólo de aquellos en los que está uno acreditado. Eso me enriqueció mucho. Por cierto, me alegra enormemente que después de los últimos dos sexenios, el de Salinas y el de Zedillo, donde los agregados culturales eran generalmente burócratas que no sabían nada o muy poco de la cultura de su país ni de la cultura del país al que los enviaban, ahora, por fortuna, se ha buscado a muchos escritores para que sean los agregados culturales de México.

—¿En qué medida le sirve a un escritor ser reconocido, recibir premios? Usted, en los últimos años, no se puede quejar...
—Los primeros veinte años no sabía ni siquiera cuándo iban a salir mis libros, me llegaban pocas notas, fui muy desconocido durante muchos años. Eso me hizo bien porque escribía por el placer de escribir, por el escape que me daba a muchas tensiones, a muchas pulsiones, a muchos conflictos. Todos estos los plasmaba en mis libros y jamás pensé en la gloria, sino en escribir bien y cada vez mejor. Los premios han sido muchos en estos últimos años, internacionales y cada vez que me llegan me da gusto. Me han librado de muchos momentos difíciles, económicos. Pero no escribo para ganar premios porque mi literatura no es light, afín a las corrientes del momento, es muy mía y no quiero prescindir de eso.

—A propósito, ¿cómo escribe usted? ¿Usa computadora?
—Si fuera joven ahora y comenzara a escribir, comenzaría con la computadora. Tengo una computadora que me manejan unas personas aquí pero yo sigo escribiendo a pluma y paso mi primera versión en máquina, la corrijo y luego la voy pasando a un empleado mío para que la pase a computadora y luego la vuelvo a corregir. En las editoriales se han dado cuenta que si un escritor mayor escribe con computadora pierde mucha intensidad, mucha tensión. Los jóvenes no, porque están acostumbrados a escribir con otro tiempo. La escritura, decían los griegos, es una producción de la respiración, del neuma, uno va escribiendo al tono de su respiración y en la computadora eso se rompe. A los escritores mayores les dicen: “Ya no escriba en la computadora porque no es lo mismo”, y han vuelto a la máquina; otros sin embargo se han ahogado ya, se han destruido por tratar de ganar más dinero, de ser más rápidos.

—Una última pregunta. Usted es un amplio conocedor de nuestra literatura y quiero pedirle que nos destaque a tres autores mexicanos, ¿a quiénes elegiría y por qué?
En primer lugar, a Juan Rulfo, por su originalidad, por su vigencia, porque va a las raíces de nuestro lenguaje y a las raíces casi de nuestra alma, de nuestro espíritu, de nuestro imaginario. Después a Manuel Payno, que nos da la sensación de historia, de dónde venimos, de dónde surgimos literariamente y nos presenta la conformación de la sociedad mexicana con un atractivo enorme, enorme, enorme. Y el tercero y cuarto pueden ser algunos poetas, López Velarde y Pellicer, sobre todo.

—Y de pasada, ¿algún ensayista?
—Alfonso Reyes, definitiva y absolutamente.

jueves, abril 12, 2018

Debate de chilenas












La chilena, lo saben hasta los beisbolistas, es una de las jugadas más difíciles del futbol. Esta es la razón por la que recibe tantos aplausos cuando alguien, quien sea, la intenta y tiene éxito. Se trata de un remate a puerta, así que la única medida para catar su eficacia es el gol. Esto significa que una chilena para despejar en la defensa, o una chilena para sacar el balón de la cancha, puedan ser vistosas, pero no necesariamente ingresarán al álbum del recuerdo. La chilena memorable es pues, siempre, la que termina con el balón en las redes. Pero hay algo más aparte de la eficacia. Lo explico.
Creo recordar que la primera gran chilena que vi fue la de Hugo Sánchez en el Azteca. Jugaba todavía para los Pumas, recibió un centro largo, y mientras el balón viajaba, colocó su cuerpo en posición de chilena y conectó un zapatazo que venció la cabaña del Atlante en ese entonces defendida por Ricardo Lavolpe. La vi en vivo, en el televisor Admiral a color de mi casa gomezpalatina, y tras evaluar su ejecución pensé que era imposible desplegar una jugada más bella y complicada. Luego, en repetición, vi la chilena de Pelé cuando alineaba para el Cosmos de Nueva York; es muy buena, innegablemente, tanto como la de Hugo a Lavolpe.
Pasaron los años y, como cualquier aficionado, he visto la pirueta circense en muchas ocasiones. Ese tiro de espalda a la portería, venga el balón de donde venga y esté el ejecutante a la distancia que sea del marco, es siempre una chilena. Pero ya se podrán imaginar, por ello, que no todas las chilenas son lo mismo, que hay de chilenas a chilenas. Así la de Hugo Sánchez, otra vez Hugo Sánchez, al Logroñés. Nadie duda que fue espectacular, y hace poco he visto que la comparan a una reciente consumada por Cristiano Ronaldo. Me atrevo a decir que ambas son excelentes, pero la de Hugo es mejor, al menos algo mejor, o acaso así la percibo porque la estatura también es un factor para hacer menos hermosas las chilenas de los altos.
Antes de explicar, una digresión. La que hizo contra el Atlante a Lavolpe es extraordinaria, pero el vuelo no tiene la elevación ni la estética que muestra la chilena ejecutada contra el Logroñés. La del Azteca, si la miramos con atención, muestra las dos piernas casi paralelas en el vuelo; se ve bien, por supuesto, pero no tiene esa especie de tijereo en el aire que hace, esto en el gol contra Logroñés, que primero suba la pierna derecha y luego baje para que ascienda como latigazo la izquierda que rematará. Pero la cosa no termina allí. Para que, a mi parecer, la chilena sea estéticamente perfecta, cuenta mucho cómo queda la pierna rematadora y cómo se da la caída. Hugo remata el largo centro de Martín Vázquez y cae como pluma, sin descomponerse. A esto hay que sumar la distancia a la que recibe el centro y la distancia a la que está la puerta, el impacto preciso en el aire y hasta la dirección y el efecto que toma la pelota. Impecable todo, un monumento en el área del Bernabeu.
La de CR7 es muy buena, pero a mi juicio se descompone un poco en la caída, además de que en términos de distancia del centro y de la portería no es lo mismo. Hay otro factor, como le pasó a Pelé en la chilena del Cosmos: un defensa estorba, “hace mosca”, y ensucia un poco la jugada. No devalúo con esto la ejecución de CR7, sólo afirmo que le noto detalles no tan estéticos como los dibujados por el mexicano en su famosa chilena a favor del Real Madrid.
Ambas fueron eficaces, en suma, como todas las chilenas que terminan en gol, pero no tienen la misma calidad plástica. Para demostrar que una chilena perfecta no es sólo la que termina en gol, sino la que también es estéticamente impecable, puedo recordar la chilena de Ibrahimovic: fue muy eficaz, complicadísima sin duda, un portento de uno de los mejores jugadores de los años recientes, pero su ejecución en el aire y sobre todo su caída es algo fea.
Sé que es necio poner tantos peros en estos casos. No los pongo. Lo único que hago es, ya puesto a revisar/comparar chilenas famosas, enfatizar que la de Hugo es la mejor, por todo, que he visto en mi vida, la más “pinturera” —como se dice en el argot de la tauromaquia— y la que por ello mereció y merece más pañuelos blancos.

miércoles, abril 11, 2018

Cuarenta años con Salinas















Tengo casi cuarenta años en convivencia informativa con Carlos Salinas de Gortari y creo que tranquilamente llegaré a diez o quince más, pues veo que el viejo, quien en su juventud fue notable deportista —jinete para más señas—, goza de cabal salud. La primera vez que lo vi fue, creo, en 1980 u 81, cuando se convirtió en la sombra que acompañaba por todos lados a Miguel de la Madrid en campaña por la presidencia de la República. En aquel lejano ayer, Salinas todavía portaba unas hebras de pelo, bigote negrísimo y unos lentes grandotes, de armazón grueso y cristales de los que oscurecían solos.
Tras arrasar con De la Madrid como arrasaba antes el PRI, esto en 1982, Salinas apuntaló sus apariciones noticiosas. A los 34 años apenas, ya con dos maestrías y un doctorado obtenidos en Harvard, alcanzó una Secretaría, la de Programación y Presupuesto que desde ese momento puso en sus manos las riendas económicas del país. Cinco años después, en 1987, luego de un proceso en el que el PRI simuló una insólita competencia interna, fue destapado para que aspirara a la presidencia.
La llegada de Salinas a Palacio Nacional fue tortuosa, pues para imponerlo se tuvo que echar mano de un último recurso: tumbar el sistema de cómputo y enmierdar las cifras con descaro. Salinas fue quizá el último presidente mexicano que pudo detentar el poder de manera unipersonal y que aspiró a controlarlo todo. Pese a los tumbos, la situación anduvo relativamente bien, para él, hasta 1994, su último año, cuando la sucesión presidencial provocó turbulencias memorables.
Dejó de ser presidente, pero jamás se colocó a más de dos pasos del tablero político. Se sabe, por ejemplo, que parientes, amigos y ahijados suyos han gozado carteras en los sexenios de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, de manera que también es el único ex presidente capaz de maniobrar en la nómina federal como si no fuera ex.
Los viajes, las prolongadas residencias en Estados Unidos, Europa y el Caribe le han servido para hornear gordísimos libros donde analiza el pasado, el presente y el futuro de su más grande pasión: México. En esos afanosos ensayos escudriña magistralmente un tema que recuerda alguna huelga de hambre ya casi olvidada: la autoexculpación.
Pues bien, este hombre sigue muy activo. El 3 de abril pasado cumplió setenta años y casi toda la crème del sistema político y económico actuales asistió al besamanos. Viene la próxima elección y CSG estará presente una vez más.

domingo, abril 08, 2018

Carlos Kaiser, un jugador inmortal




















Carlos Kaiser es uno de los futbolistas más asombrosos de la historia. Pasó al menos por nueve equipos de futbol profesional y en todos ellos demostró con solvencia su mayor virtud: no jugar. Nació hacia 1963 como Carlos Henrique Raposo en Río de Janeiro, y desde chico su mayor ilusión fue la mayor ilusión de casi todos los chicos de Río: llegar a la primera división, vestir los colores de algún equipo importante. Se autorrebautizó Kaiser, obvio, por su admiración a Beckenbauer, así que su nombre real quedó arrumbado en el basurero de la historia.
De los nueve equipos en los que militó, al menos seis gozan de alto prestigio: Botafogo, Flamengo, Puebla, Fluminense, Vasco Da Gama y América de Cali. Los otros tres fueron El Paso (Texas, EUA) Patriots, Bangú y Gazélec Ajaccio. Los números de Kaiser como jugador activo son extraordinarios: Botafogo, cero partidos y cero goles. Flamengo, cero partidos y cero goles. Puebla, cero partidos y cero goles. El Paso Patriots, cero partidos y cero goles. Bangú, un partido y un gol (hasta aquí el porcentaje goleador de Kaiser era altísimo, de cien por ciento, un gol por partido disputado). Gazélec Ajaccio, cero partidos y cero goles. Fluminense, quince partidos y cero goles. Vasco Da Gama, cero partidos y cero goles. América de Cali, cero partidos y cero goles. Debemos acotar que, según lo dicho por el mismo Kaiser, los cotejos en los que participó fueron todos amistosos, así que en el rubro oficial ostenta un palmarés impecable de cero goles.
La pregunta que todos podrán estarse formulando a estas alturas es lógica: ¿cómo demonios le hizo Carlos Kaiser para llegar a la primera división y luego pasar de un equipo a otro con un currículum en el que los ceros eran sus guarismos más destacados? La historia es asombrosa, tal vez la más sobresaliente del futbol mundial. Ciertamente a Kaiser le interesaba llegar a los equipos, firmar contratos, que le pagaran, pero no jugar. Para él, jugar era un asunto incómodo, una molestia que debía ser evitada a toda costa. Sentía un profundo agrado cuando se anunciaban sus contrataciones, portar la camiseta del nuevo club, ser entrevistado, recibir el primer cheque, gozar de los entrenamientos, los viajes y las concentraciones, pero no jugar, nunca jugar. Desde que vistió su primer jersey, se prometió jugar lo menos posible, y poco a poco, con el tiempo, se cumplió a sí mismo tal promesa; jugó lo menos posible, casi nada.
Cualquier otro futbolista sin las destrezas de Kaiser hubiera sucumbido de inmediato. Sin partidos ni goles en la estadística personal es difícil que un equipo tire el lazo, pero Kaiser logró nueve contratos, un récord para cualquier jugador con cartas credenciales de esa calidad. Fue un mago no tanto del balón, sino de la amistad y la palabra. Su truco consistió en trabar relación estrecha con buenos jugadores, divertirse con ellos en las noches, presentarles chicas, es decir, jugar con ellos fuera de la cancha. Gracias a su capacidad como secuaz de francachela, el gran Kaiser carioca consiguió recomendaciones que aquí y allá le abrían puertas sin necesidad de que su foja de servicios en la cancha fuera compulsada. Entre otros, contó con la amistad de Renato Gaúcho, Romario y el Animal Edmundo, quienes supieron agradecer la buena onda que les prodigaba Kaiser; éste les daba grata charla y compañerismo nocturno, y aquéllos supieron pagarle con espaldarazos que aflojaban sin dificultad las reticencias de entrenadores y dueños de clubes.
Sus contratos duraban poco, eso sí, pero para Kaiser el triunfo estaba en llegar, no en sostenerse. Luego de la firma, buscó siempre, y siempre encontró, los pretextos adecuados para no jugar. El más importante consistía en hacer su primer entrenamiento con la firme convicción de lesionarse. Podemos imaginar que primero trotaba un poco junto a sus nuevos compañeros; luego hacía restiramientos, sentadillas, abdominales…; después, desenfadado, como crack, pateaba algunos balones y cuando se daba un conato de partido interescuadras, esperaba el primer contacto de cualquier defensor para tirarse al césped y retorcerse de dolor. En aquel tiempo no había resonancias, así que era imposible saber por la vía científica qué tan aguda era la lesión del nuevo elemento. Él, Kaiser, mientras tanto, dueño de una capacidad histriónica que envidiarían Brando y DeNiro juntos, simulaba un padecimiento extremo y eso imposibilitaba que saltara a las canchas para colaborar con el equipo. Seis meses después, un año después, no sin cobrar lo estipulado en el contrato, se iba del club y reincidía en el complicado proceso de ser contratado, lesionarse y cobrar.
La habilidad de Kaiser para no jugar, entonces, se basaba en la amistad. Hacerse amigo de Romario, por ejemplo, no era cualquier cosa, y Kaiser lo logró. Se sabe de otra estrategia digna de un campeón goleador en materia de relaciones públicas. Como sabía el rol de los partidos, muchas veces adelantaba su viaje cuando iban de visita. Tenía la ventaja de estar embusteramente lesionado, así que no se concentraba con sus compañeros. Gracias a esa ventaja, buscaba chicas disponibles, las hospedaba en el hotel al que llegaría su equipo y en las noches armaba otra concentración más animada que la meramente futbolística.
Hay una anécdota que él cuenta lleno de justificado orgullo, pues no deja de ser meritorio, así sea en el contexto de la picaresca latinoamericana, lo que hizo. Narra que en alguna ocasión, cuando vestía la casaca del Bangú brasileño, tuvo la obligación casi irremediable de jugar. Estaba en la banca en un choque contra Curitiba, el partido era intenso, iban perdiendo, y el entrenador lo llamó. “Prepárese, Kaiser, va a entrar”, fueron las palabras que oyó. Pero no quería jugar, jamás quería jugar, así que pensó rápido. Tenía la virtud de reaccionar de inmediato ante la adversidad, y halló la solución. Mientras calentaba, notó que ciertos aficionados lo insultaban. Decidió entonces saltar la valla e ir a pelear contra ellos con el fin de que lo expulsaran antes de entrar a la cancha. Como era previsible, Kaiser fue botado del terreno y ya en los vestidores muchos de sus compañeros pensaron que el dueño del equipo, un magnate llamado Castor de Andrade, lo iba a matar. Pero nuestro personaje tenía otro as bajo la manga, y cuando el tal Castor llegó acompañado por sus guardaespaldas, enfurecido, a liquidarlo, Kaiser lo contuvo de esta forma: “Doctor Castor, dios me ha dado un padre, y me lo ha quitado, y me ha dado otro padre que es usted, y las personas que estaban detrás de la valla estaban diciendo que usted hace maldades, que vive de malos negocios, y no he podido aguantar, entonces he perdido la cabeza. ¿Usted sabe lo que es para un hijo oír hablar mal de un padre? Sé que mi contrato termina la semana que viene, soy consciente de que he perjudicado al club, puede hacer conmigo lo que le dé la gana, tendrá toda la razón”. Entonces, tras escuchar estas conmovedoras palabras, Castor de Andrade le habló al supervisor, le ordenó que extendiera por seis meses el contrato a Kaiser y que le duplicara el pago.
Un último detalle quizá innecesario, pero casualmente significativo. Kaiser se apellida en realidad “Raposo”, como fue señalado párrafos arriba. Pues bien, “raposo” es, según el diccionario de nuestra Academia, un sustantivo que sirve para designar a la “persona taimada y astuta”. Carlos Kaiser lo fue en grado superlativo, pero no se vaya a creer que engañó sólo por engañar. No, no fue un vulgar defraudador. Su alto propósito queda resumido en una frase que podría brillar con letras de oro en algún hemiciclo dedicado a la justicia en el futbol: “Los clubes han engañado y engañan mucho a los futbolistas, Alguno tenía que vengarse por todos ellos”.

sábado, abril 07, 2018

Otras trincheras















Sé, como todos, que la producción de Televisa ha venido a la baja en los años recientes. Esto se debe a que las audiencias mayoritarias han desplazado su interés a otras plataformas, es decir, para informarse y entretenerse ya no dependen de la televisión abierta, sino de sistemas como Netflix, YouTube o la enorme red de redes sociales. Los jóvenes son, sobre todo, quienes han emprendido más marcadamente tal migración, como lo he podido comprobar con mis alumnos y, más en corto, con mis hijas, quienes casi (quitemos el “casi” si queremos) ya no ven programas nacidos en el seno de las dos grandes televisoras nacionales.
El éxodo de las audiencias ha determinado el de los anunciantes, pues para ellos no tiene caso seguir pagando comerciales que ya no serán vistos por el grueso de la población. Todo cambió en muy poco tiempo, y hoy se dan casos que apenas hace diez años sonaban inimaginables: que “El Canal de las Estrellas”, ahora simplemente “Las Estrellas”, ofrezca en domingo dos películas de Hollywood en lugar de sus producciones habituales. No tengo tele, la veo en restaurantes o en casa de mi madre ciertos domingos, pero sé por esa retacería que la oferta es ahora muy poco eficaz. Si hace doce años tuvo éxito El privilegio de mandar, programa de “humor” político coyuntural a las elecciones de 2006, un producto parecido en este 2018 resulta espeluznantemente fallido, digno de inmediato zapping. En él, como hace más de diez años, se exhibe una versión paródica de los candidatos encarnados por actores que con máscaras y maquillaje desean hacer las delicias del respetable público infrapolitizado, pero sospecho que la intención naufraga. Algo me dice que ese humor ha sido masacrado por la infinita cantidad de memes y de gifs puestos en circulación dentro de la telaraña de las nuevas tecnologías comunicativas.
Hasta hace poco, pues, la “acción psicológica” del poder permeaba a la sociedad gracias a la propaganda echada a andar desde una estructura controlada de medios cuya mayor gravitación era televisiva, y en las elecciones de 2018 parece ser que ya no será así. No quiere decir esto que la influencia de los medios tradicionales vaya a ser anulada, sino que ahora tendrá una relevancia más notable todo lo que en encuestas, memes, notas, videos paródicos y demás circule por internet y llegue a los votantes gracias la antena ubicua de los celulares. Parecía imposible hace diez años: el factor televisivo tradicional no es ya determinante como creador de simpatías/antipatías. La propaganda se ha instalado en otras trincheras.

miércoles, abril 04, 2018

Desastre de banquetas



















Ignoro si todavía existen programas de gobierno que atiendan esta necesidad, pero supongo que no. Me refiero a la instalación ciertamente asistencialista de banquetas (o aceras o “veredas” para los sudamericanos) en colonias que lo requieren, por lo general populares, periféricas. Cuando vi que existía eso reparé en la importancia de tales arterias citadinas. En efecto, las banquetas, aunque ya no las notemos porque las tenemos a diario bajo nosotros, son fundamentales para la ciudad, herramientas básicas en cualquier urbe que se precie de civilizada.
Por eso, y porque me gusta caminar y ver lo que recorro, cada vez he puesto más atención en las banquetas torreonenses, que son las que deambulo con mayor frecuencia, casi a diario. ¿Qué opinión me merecen? ¿Qué calificación les pondría? Evidentemente sacan del apuro, pero su calidad anda muy por debajo de lo los estándares óptimos para transitar, a pie, sin problemas. Una pisada joven y ágil puede moverse por ellas sin conflicto, pero todo es que quiera caminarlas otro tipo de persona para que surjan las incomodidades.
Un viejo, una embarazada, una mujer con bebé en brazos o en carreola, una persona en silla de ruedas o con muletas, todos batallarían —o batallan— el doble o el triple para recorrer nuestra ciudad. Lo digo con la certeza que me ha dado recorrer cuadras y cuadras y encontrar banquetas desiguales a cada diez metros, o trechos destruidos por el tiempo, levantados por raíces de árboles, remozados pero con amplios desniveles, resbalosos, cacarizos, sin rampas de acceso en las esquinas, de tierra irregular o con obstáculos de todo tipo como cascajo de construcciones en marcha o vehículos estacionados “en batería”.
Sin una política municipal firme y visible en este sentido, las banquetas de Torreón, y supongo que las de La Laguna entera, son un caos. Para empezar, gracias a las remodelaciones individuales su diseño obedece al criterio del burro sin mecate: cada quien le mete el aspecto y los materiales que se le antojan o se le acomodan, lo que da como resultado una imagen urbana desigual, despojada de un rasgo que la caracterice o la defina en este rubro. Cierto que la banqueta representativa de nuestra ciudad es la que todavía podemos ver y pisar en muchas manzanas del centro, la de cemento cuadriculado. Lamentablemente, este estilo ha sido roto por el tiempo, la arbitrariedad y el descuido, lo que añade un rasgo de fealdad a la ya de por sí ingrata diversidad de nuestras casas y nuestros edificios plagados de anuncios.
Sé que es difícil reconfigurar la uniformidad de las banquetas citadinas y con ello obtener dos frutos: facilitar la movilidad de quienes caminan y adecentar el aspecto de la urbe, pero también sé que el tiempo sigue caminando y poco a poco podría ser instalada una política oficial de cuidado a estos espacios públicos tan útiles como las mismas carreteras. Comenzar por el centro, lanzar un plan oficial que persuada a la ciudadanía sobre la importancia de tener banquetas dignas, limpias y parejas. Quienes caminamos a diario lo agradeceremos con los pies y con la vista.