sábado, marzo 31, 2018

Vivir y/o beber según Hiriart
























Poco a poco he abarcado la bibliografía de Hugo Hiriart, por otro lado no muy abultada. Se ha convertido en un escritor al que aprecio desde que leí Disertación sobre las telarañas, libro que me lo presentó como escritor peculiar, de esos que trabajan no tanto para el pragmatismo del conocimiento sino para las delicadezas del placer especulativo. Lo mismo hallé en La naturaleza de los sueños y en El arte de perdurar, títulos que ratificaron mi admiración por el también autor de Galaor, premio Xavier Villaurrutia 1972.
En estas vacaciones acomodé libros y saltó uno breve que no había leído: Vivir y beber (Cal y arena, México, 1989, 91 pp.), del mismo Hiriart. Es, éste sí, un libro con fleco pragmático, si se puede decir así, un alegato descarnado contra el infierno de la dipsomanía. Hiriart “es” alcohólico, así que conoce a fondo el laberinto en el que nos interna. Entrecomillé el verbo no porque al momento de escribir el libro siguiera bebiendo, sino porque, como lo sabemos y queda confirmado en estas páginas, el alcoholismo es una dependencia sin orillas, de suerte que el alcohólico es alcohólico aunque deje de beber. Esa es, precisamente, una de las claves de su salvación: aceptar que jamás está salvado, que una copa puede desencadenar la recaída en el abismo si es que alguna vez se ha logrado escapar de él.
Con una sinceridad a quemarropa, Hiriart articula Vivir y beber en tres capítulos planteados en formato de respuesta a las siguientes preguntas: “¿Qué pasa?”, “¿Qué podemos hacer?” y “¿Para qué?”. En el primero expone brutalmente la realidad del bebedor enfermo; cuando en efecto lo es, no hay remedio, lo es y poco a poco incrementará sus dosis y perfeccionará sus estratagemas para conseguir alcohol hasta terminar abatido por el trago si antes no aparece el remedio desarrollado en el segundo apartado: tras alguna crisis casi terminal puede llegar la postergada aceptación de la enfermedad y el consecuente acceso de la ayuda, como participar en algún grupo de Alcohólicos Anónimos. Un eje de la “conversión” está en no anticipar el futuro, en que el alcohólico no piense si beberá mañana, pasado mañana o dentro de un año, sino en acatar la regla simple y desafiante de no beber en el presente exacto, en el hoy. En ¿“Para qué?”, Hiriart describe la razón última a la que aspira el destierro del trago; aunque suene cursi, dice, el objetivo es que el espíritu del alcohólico se desarrolle sin la tortura, la culpa y la autodestrucción a la que se precipita si no frena a tiempo.
Libro claro, sincero y contundente, Vivir y beber es otro buen motivo para dialogar con Hugo Hiriart.

miércoles, marzo 28, 2018

Momento del Santos Laguna




















Fui invitado por la revista de la Liga de nuestro futbol a opinar sobre la marcha del equipo lagunero. No sé, nadie lo sabe, cómo seguirán los albiverdes en las jornadas venideras, las de cierre, pero hasta ahora todo lleva a pensar en Liguilla y algo más. Comparto un fragmento de lo que opiné al respecto:
Santos Laguna está de vuelta. Tras el último campeonato y la salida de Pedro Caixinha, los Guerreros pasaron algunas temporadas en las que quedaron mucho a deber. Tan inestables anduvieron que en una de ellas, con el Chepo de la Torre en el timón, su mejor y más recurrente resultado fue el empate, es decir, la medianía. La afición local, por ello, no sabía si llorar o reír, si resignarse a quedar fuera de las liguillas o soñar con mejores horizontes. Esta incertidumbre se hizo tan profunda que creó una especie de maldición santista frente al arco de los rivales: los laguneros llegaban y llegaban, siempre con peligro, pero no anotaban, nunca anotaban, de ahí que las igualadas se  fueron convirtiendo en sus resultados más recurrentes, y ya se sabe que con empates no se puede aspirar a mucho.
Felizmente, todo parece haber cambiado en la temporada corriente. Hoy, de la mano de Robert Dante Siboldi, Santos Laguna parece haber regresado a sus mejores momentos como equipo complicado de visitante y casi imposible de local. Creo ver en dos zonas este retorno a la calidad y a los buenos resultados. Por un lado, la contratación del Gallito Vázquez fue lo mejor que pudo suceder a los Guerreros. Este jugador es clave para que se dé el funcionamiento general. Es un jugador-bisagra entre la defensa y el ataque, el punto de inflexión entre ambas líneas. Vázquez no sólo tiene solvencia como recuperador de balones. Más importante que esto es su capacidad nata para dar pausa, para pensar la jugada por venir. Como medio, quizá no es el mejor para la defensa ni el mejor para el ataque, sino un jugador que lo mismo defiende con seguridad y ofende con cerebro. Cuando el balón pasa por él, conoce los misterios del ritmo, sabe retrasar si ve complicaciones y asimismo sabe hallar al compañero mejor colocado para emprender ofensivas peligrosas. Este jugador, por todo, vino a facilitar el trabajo ofensivo de Oswaldo Martínez, quien a partir de la llegada del Gallito, y ya distendido de las tareas de recuperación, luce más sus capacidades como organizador.
Otra zona renovada es la ofensiva. Santos Laguna tuvo llegada en la época de la empatitis, pero no gol. Entre la mala fortuna y la desconfianza, tanto Furch como Rodríguez y Djanini no atinaban, por más oportunidades que tuvieran, a anotar. Era una especie de maldición. Pero cuando un engrande de atrás funciona bien, los de adelante tienen más posibilidades de trabajar en el mismo sentido: asentada la defensa con Izquierdoz y Araujo, notablemente sólida la contención con el Gallito, suelto el creativo Martínez, los agresores tenían que dar resultados, y lo que pasó ya lo sabemos: el argentino, el uruguayo y sobre todo el caboverdiano han comenzado a producir tantos por racimos.
La afición lagunera ha respondido con entusiasmo a la convocatoria de los triunfos. No es para menos. Desde el amanecer del clausura 2018 el equipo de casa ha pintado de verdiblanco los primeros lugares de la tabla general y tal parece que habrá buena liguilla en la comarca del río Nazas. Pero soy de los que nunca desata carnavales pese al advenimiento de los triunfos, pues en más de una ocasión he visto que del plato a la sopa se echa a perder un torneo por malas rachas o exceso de confianza. Asegurada o no la fase de liguilla, Santos Laguna debe jugar igual, con el mismo compromiso, y los aficionados responder en las tribunas con alegría, ciertamente, pero sin la fanfarronería del que cree poderlo todo, pues cuántas historias de frustración no hemos visto luego de soñar el triste sueño de la invencibilidad. Más vale, en un torneo tan corto y complicado como el mexicano, tomar las cosas con calma, siempre. Los laguneros sabemos de la derrota y el peligro de los descensos, así que nos alegramos sin desbaratarnos ante el buen momento que pasan los Guerreros. Sólo anhelamos que ojalá sigan así.

sábado, marzo 24, 2018

Martín Dihígo, pelotero total
























A mi ver, tres son los deportes más arraigados en La Laguna: el futbol, el beisbol y la lucha libre. El tercero es, lo sabemos, un deporte que acusa gran teatralidad, pero no deja de ser, cuando es ejercido con rigor, un asunto que demanda capacidades físicas considerables. Ahora bien, pese a que el beisbol fue poco a poco desplazado como deporte más popular en ambos costados del Nazas, no ha perdido arraigo y sigue teniendo afición y practicantes sobre todo en nuestra zona rural y semirrural. No es por ello extraño que todos los ejidos tengan su equipo y que de pequeñas ciudades como Matamoros, Tlahualilo y San Pedro salgan peloteros tan buenos como nuestras sandías o nuestros melones. A la hondura del arraigo debemos sumar la presencia, casi ininterrumpida por décadas, de pelota profesional, lo que da un toque genuinamente beisbolero a nuestra región.
Parte del arraigo se debe en gran medida a los logros obtenidos décadas atrás por el Unión Laguna. Sin duda, la presencia de esta franela en la comarca nos fijó en el contexto nacional como zona de beisbol. De tal pasado habría que destacar, sin duda, el primer campeonato del UL alcanzado en 1942 bajo la batuta del cubano Martín Dihígo, pelotero ilustre del beisbol mundial.
Como tantos acá, de la grandeza de Dihígo sólo me quedaba la envidia de no haberlo visto jugar. Me quedaba esa envidia y a retazos una fama que ha crecido año tras año en conversaciones que aquí y allá lo mencionan como lo que fue: un monstruo. Mi padre lo vio, por ejemplo, y alguna vez me dijo que era un pelotero de no creerse. Porque lo vio era posible afirmar, sin titubeos, que Dihígo fue el beisbol de carne y hueso, una especie de Maradona o Pelé con bat, guante y pelota. Siempre quise, pues, acceder a más información sobre aquel cubano que al parecer no cabía en la lógica del beisbol, pues lo mismo pichaba que bateaba con porcentajes de escándalo.
El vacío de información confiable quedó subsanado este jueves 22 de marzo cuando asistí a la presentación, en el auditorio del Museo Regional de La Laguna, de Martín Dihígo “El inmortal” (Plaza Editorial, Columbia, SC, EUA, 2017, 275 pp.) del periodista cubano Gilberto Dihígo. En la mesa estuvieron el autor, Juan Antonio García Villa, Aarón Arguijo, Enrique Huevo Romo y Horacio Ejote Piña, quienes coincidieron en afirmar que el de Matanzas fue un pelotero total que además, por si fuera poco, amó a La Laguna. Sólo me quedó pensar, como se lo dije a Édgar Salinas, que la comarca adeuda un parque de pelota al iluminado Martín Dihígo. Sería justo develar esa placa.

miércoles, marzo 21, 2018

Zitarrosa persiste
























Tras ir el fin de semana a la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2018 me topé con varios libros estimables editados por la “Uni”, como le dicen allá. Uno de ellos es Alfredo Zitarrosa. La biografía (UANL, Monterrey, 2017), obra de Guillermo Pellegrino. No hay en México, que yo sepa, mucho publicado de/sobre el enorme cantor charrúa. Lo que tengo, como El cantante de la flor en la boca, de Enrique Estrázulas, lo hallé acá en una librería de viejo, y tres más comprados directamente en algún pabellón uruguayo de la FIL Guadalajara. Cuatro libros apenas, y todos encontrados un poco de casualidad.
Por eso celebré íntimamente que al fin una institución mexicana se animara a imprimir algo sobre el también compositor y periodista. Ciertamente no fue, ni es ni será una estrella pop, pero intuyo que somos muchos los que todavía sentimos admiración y respeto por aquel cantor, suma y espejo, a mi parecer, del canto que se abrió cancha con buenas letras en la memoria latinoamericana.
A título personal puedo decir que desde su muerte, ocurrida en 1989, no lo he abandonado. Con más que frecuente regularidad lo busco para acompañarme ratos de silencio, y para ello me sirvo del repositorio infinito de internet. La voz grave (“viril”, la etiquetaban) de Zitarrosa y el tono entre melancólico y firme en su serena tristeza me inclinan siempre hacia una sensación de gratitud. Repaso, pues, no tan de vez en cuando, canciones cuya factura, por alguna extraña razón, así en milongas como en zambas, triunfos, tangos y vidalas, me acercan al uruguayo. Difícilmente podría prescindir, por ejemplo, de “Milonga de pelo largo”, “El violín de Becho”, “A José Artigas”, “Zamba por vos”, “Candombe del olvido”, “Qué pena”, “Flor de cartón”, “Garrincha”, “Milonga por Beethoven”, “Esta canción” y, claro, indefectiblemente, de “Guitarra negra”, acaso su poema más logrado.
Por esto y más ha sido un placer encontrar una biografía del oriental impresa en México. El libro lo recorre completo en nueve secciones, desde su nacimiento e infancia difíciles, sin padre, hasta su regreso del exilio al Uruguay y su prematura muerte, a los 52. En medio de esto, su trabajo como periodista, su casi accidental derivación —en 1964— hacia el canto y los viajes forzados por la fama y la penumbra política padecida por su país en los sesenta-setenta.
Zitarrosa persiste para muchos en sus interpretaciones; me da gusto que ahora también lo haga acá, en México, mediante la palabra impresa de una notable biografía.

sábado, marzo 17, 2018

Memoria del poeta y del futbolista*




















La raíz indoeuropea mer, que significa “recordar”, “cuidar”, produjo en latín memor, “el que recuerda”, y palabras en español como “conmemorar”, “memorable”, “memorándum” y “memoria”. Con esa misma raíz tiene algo que ver la palabra griega “mártir”, y todas se relacionan con el asombroso acto humano de conservar en algún sitio la idea de los hechos y los personajes idos, de recordar, palabra cuya etimología es todavía más bella: “recordar” es traer de nuevo al corazón, re-cordis. Aunque no todos los recuerdos son gratos, solemos asociar esta palabra con la felicidad que implica traer desde el pasado, en términos de fantasmagoría, aquello que alguna vez nos alegró y tiene la capacidad de seguir haciéndolo. Eso ocurre precisamente con la memoria de los seres admirados y queridos.
Ex futbolista y periodista deportivo, Roberto Gómez Junco (Monterrey, 1956) ha consumado en El ilustre pigmeo su primer libro, un emotivo recuerdo (re-cordis) de Celedonio Junco de la Vega, su bisabuelo poeta. Para articularlo ha procedido con una mezcla de respeto, desenfado y humor, y el resultado me parece digno de lectura porque en él se amalgaman con fortuna al menos dos géneros: por un lado, se trata de un esbozo de biografía, la del poeta Junco de la Vega, y paralelamente una especie de memoria personal, la del ex jugador de futbol y hoy periodista. El pespunteo entre ambos relatos configura y hace ameno el trayecto en las páginas de El ilustre pigmeo.
La parte, digamos, biográfica del poeta es asumida con cauteloso fervor por el bisnieto, quien varias veces declara no tener toda la información que necesita para reconstruir con detalle la andanza vital del personaje. Quedan, para indagarlo, sus textos publicados, los artículos y sobre todo la poesía, pero no las pistas que ayuden a reconstruir los ires y venires más mundanos del bisabuelo. El autor debe ceñirse entonces a lo que hay disponible sobre su mesa de trabajo: ecos de conversaciones familiares y vagos recuerdos sobre la gravitación íntima que don Cele siguió teniendo tras su muerte. No hay mucho, pues, para adentrarse en la cotidianidad del personaje. Lo que sí abunda, por suerte, es lo que dejó escrito. Muchos epigramas en clave satírica y numerosos poemas cuya factura, así tengan el registro emocional y léxico de la época, siguen pareciendo muy logrados, actuales. En efecto, Celedonio Junco de la Vega escribe como poeta de su tiempo, es decir, hay en él un eco del Modernismo que propagó Darío, pero así como el nicaragüense sigue vivo, muchos de sus buenos epígonos, aunque olvidados, persisten hasta nuestros días en el alcance de la belleza. Para los poetas de aquella hora era imposible prescindir del metro octasilábico y endecasilábico, de la estrofa y de la rima consonante; se ceñían a esos corsés hoy abandonados debido al asentamiento del verso libre, pero quienes, como don Cele, tenían talento, lo hacían con gracia cuando se trataba del piezas jocosas, y de hondura, cuando el tema ameritaba gravedad.
Roberto Gómez Junco cita muchos epigramas cuya agudeza cala hondo pese a la pequeñez del alfiler. En algún momento se pregunta si su bisabuelo fue un gran poeta, y sospecho que lo hace por una razón intuida: ciertamente, los epigramistas de periódico o de sobremesa podrán ser muy leídos y celebrados mientras viven, pero siempre son considerados menores y muy pronto pasan a ser reclutados por el olvido. Es el caso de mi paisano Campos Díaz y Sánchez, quien durante muchos años, además de cabecear notas, escribió notables epigramas para la sección editorial de Excélsior (el Excélsior de Scherer) y a quien hoy casi nadie recuerda. Celedonio Junco sería un poeta menor si sólo se conservara su producción epigramática, y más olvidado estaría si sólo quedaran sus artículos, pero no es así. Por las muestras de poesía grave que el bisnieto dispensa en su libro, advertimos que Celedonio Junco de la Vega supo deambular con solvencia por la poesía seria, no zumbona ni coyuntural. En alguna página del libro, por ejemplo, el bisnieto cita un poema bárbaro dedicado a la memoria de su padre (padre de don Celedonio), que no obstante su brevedad contiene la desgarrada perfección de una obra maestra:

Nueve años ya que el último latido
marcó tu corazón en bien fecundo;
nueve años ya, y aún vibra en nuestro oído
el adiós de tu labio moribundo.
Fuiste en la lucha de la vida roble
que queda en pie tras la borrasca fuerte
tan sólo se abatió tu frente noble
ante un rayo implacable: el de la muerte.
¿Qué ha quedado de ti?; tu nombre escrito
en un mármol que cubre polvo helado
tu espíritu vagando en lo infinito,
y tu recuerdo en nuestro hogar honrado.
Mi frente triste ante la tumba inclino,
que tu ceniza venerada encierra;
mañana, ¿qué me espera en mi camino?,
¿cuál mi suerte será sobre esta tierra?
Cuando cerrados a la luz mis ojos,
duerma ese sueño de la tumba fría…
¿quién regará con llanto mis despojos?
¿en qué memoria quedará la mía?

Como se puede oír, hay más que accidental calidad en esta pieza. El poeta tenía apenas 22 años y ya podía trabajar con malicia el hipérbaton (“Fuiste en la lucha de la vida roble”, “que tu ceniza venerada encierra”…), la unidad del campo semántico (“borrasca”, “helado”, “frío”…), el adjetivo novedoso (“labio moribundo”, “rayo implacable”, “ceniza venerada”…), y junto con el dominio de la forma, el del fondo, acaso más difícil pues comporta una madurez difícil de creer a menos que la atribuyamos a la precocidad. Gracias a un poema como éste es posible responder a la pregunta de Roberto Gómez Junco: ¿don Celedonio era un buen poeta? Sí, lo era, y harto precoz por si pareciera poco.
Mezclada con la biografía un tanto aneblada del bisabuelo, corre en buena parte del libro la vivencia del autor en relación con su deseo obsesivo por conocer aquella vida. No sólo vemos aparecer, poco a poco, desde la penumbra del tiempo, borrosa, la figura del Celedonio Junco de la Vega, sino también al hombre que la acerca hacia nosotros, es decir, este libro también cuenta los afanes del autor por destacar en el deporte y al alimón servirse de la lectura en un medio completamente ajeno a las preocupaciones intelectuales, como si no se resignara a ser completamente futbolista y de alguna manera, como lector, rendir tributo al bisabuelo artista que deambula por sus sangre. En el este zigzag entre las vidas del poeta y del futbolista que opina sobre su deporte, los lectores dialogamos con un libro sabroso, interesante y bien escrito, un recipiente para dos memorias que, cada cual a su modo, persistirán en el recuerdo de muchos que los hayan leído o visto jugar con la palabra y el balón.

Comarca Lagunera, 15, marzo y 2018

*Texto leído en la presentación de El ilustre pigmeo (Roberto Gómez Junco, Font, Monterrey, 2017, 168 pp.) celebrada el 16 de marzo de 2018 en el marco de la Feria Universitaria del Libro UANLeer 2018. 

miércoles, marzo 14, 2018

Oasis: en la frontera entre el periodismo y el arte
















Quizá hoy, ante la ubicuidad de las cámaras, no nos asombra que todos tomen fotos. Un celular en las manos es ya tan habitual como las propias manos, así que disparar clicks se ha convertido en una de las costumbres más comunes de la humanidad para beneplácito, principalmente, de la egolatría. Esto no significa que todos tengan per se —o desarrollen con el tiempo— una capacidad notable para la foto artística o para el llamado fotoperiodismo. De hecho, la mayoría ni siquiera se plantea tales posibilidades, sino que toma fotos sólo porque es posible hacerlas y almacenarlas y difundirlas sin límite mediante la infinita catapulta de las redes sociales.
Hay usuarios de cámaras, sin embargo, que no disparan por disparar, que capten lo que capten con sus objetivos siempre lo hacen con una intencionalidad determinada, ora artística, ora reporteril, ora simultaneada de ambas posibilidades. Armando Monsiváis Saldaña  Monsi para sus amigos y también para sus no tanto— es un fotógrafo de tal pelaje. Cámara en ristre desde hace al menos veinte años, en sus imágenes siempre ha sabido combinar, con justo equilibrio, bien rimado, lo artístico con lo periodístico, de suerte que no hay imagen suya ajena a estos dos valores.
Como sabemos, Monsi es un cartonista político consumado, y para muchos, me incluyo, el mejor de La Laguna. Lo considero así desde hace al menos tres décadas, pues desde entonces, o quizá desde un poco antes, sigo su trabajo de monero en las páginas de nuestros periódicos y revistas. Trazo y sentido, forma y fondo, composición e idea son virtudes presentes en sus entregas a la prensa, todo logrado con un estilo inconfundible, su estilo.
Sin abandonar el cartón pasó a la fotografía y esta actividad se ha convertido en su segunda pasión. Fue, me lo dijo alguna vez, un proceso que comenzó un tanto por accidente, si es que creemos más en el azar que en las estratagemas prestablecidas del destino. Al abrazar, junto con su socio Héctor Esparza, periodista, el proyecto de la revista Nomádica, se habilitó como todo lo que podía ser en términos periodísticos: monero, redactor y fotógrafo. En realidades más prósperas la división del trabajo es lo común, pero en las nuestras, más cercanas a la escasez, casi todos nos vemos obligados a maniobrar en diferentes oficios y más vale que lleguemos a dominarlos para no naufragar en el océano de la necesidad. Monsi comenzó con una pequeña cámara, pero de su lado, como buen cartonista, tenía una onza que pesaba a su favor: dominaba la composición, es decir, lo primero que debe conocer un fotógrafo bien nacido.
La calidad de sus fotos ha evolucionado desde entonces tanto como su herramienta de trabajo, la cámara. Armado con muchos años a cuestas de experiencia y con mejor equipo, las fotos de Monsi, como puede verse en Oasis, adunan la belleza de la foto artística al sentido documental de la foto periodística. Sus tomas tienen siempre algo de memorable, la retención de instantes que desean, creo que con éxito, quedarse en el recuerdo de quien las mira.
Por eso el valor de las páginas que vienen a continuación. En ambientes abiertos o cerrados, con poca o mucha luz, con presencia humana o animal, en el campo o en la urbe, el fotógrafo ya diestro que hay en Monsi nos regala con imágenes que se mueven en la frontera del periodismo y del arte, en el justo punto entre lo testimonial y lo estético. A veces alguna imagen tira más para un lado que para otro, pero siempre de manera harto sutil, sin fracturar el equilibrio que de manera natural, sin forzarlo, habita en el artista-periodista, o periodista-artista, que hay en Armando Monsiváis.
Celebro, por todo, la aparición de Oasis. Estoy seguro de que todas sus imágenes nos comunicarán algo, de que en cada una de ellas podremos suponer a un fotógrafo que al captarlas ha cuidado nuestro tiempo, el tiempo que a partir de aquí podemos invertir en recorrer esta hermosa galería, este Oasis de luces y de formas.
Bienvenidos.

Comarca Lagunera, 5, noviembre y 2017

Texto de presentación publicado en Oasis, visiones en fotografía, de Armando Monsiváis Saldaña, Peñoles-Lala-Nomádica, Torreón, 95 pp.

sábado, marzo 10, 2018

Energúmeno con botas



















Uno de los peores males que ha azotado a México es el de sus presidentes. Salvo honrosas y momentáneas excepciones, todos o casi todos han tenido dos características: dejar al país peor de lo que lo recibieron y dejar sus finanzas personales mejor, mucho mejor que como estaban antes de que aterrizaran en el más alto cargo de la nación. Sumado a esto, la mayoría no ha renunciado a la pensión vitalicia que en teoría sirve para asegurar que no anden haciendo desfiguros como ex mandatarios. Obviamente, tanto el enriquecimiento inexplicable como la partida jubilatoria son dos obscenidades que sólo pueden explicarse por la ruta del cinismo.
Dos son, creo, los ex presidentes que recientemente han incurrido con más ahínco en ambas formas de la desvergüenza: Vicente Fox y Felipe Calderón. Ambos panistas o ex panistas, ya no sé, los dos gozan de la pensión millonaria y el pago de personal a su servicio no para que, en el mejor de los casos, se retiren a rumiar solos o con sus camarillas el desastre que provocaron en sus respectivos desgobiernos. Con un fervor digno de mejores causas, en lugar de ofrecer conferencias o escribir serenamente sus memorias se han dedicado a participar como orates en la vida pública, y esto deja la impresión de que no llenaron con los sexenios de locura que nos infligieron.
Me detengo sobre todo aquí, por ahora, en las estultas declaraciones del guanajuatense, quien, desbozalado, no cesa de opinar y opinar como si todavía tuviera capital moral. Con lujo de mentecatez, Fox ha encontrado en Twitter un foro idóneo para emitir sandeces en las que el fondo es odio y la forma, mierda. El odio, su odio, ha sido encaminado, ya por tercera vez, a López Obrador, al que no le concede ni el mérito de la perseverancia. Odiar no es raro, y todos o casi todos los ciudadanos albergamos en nuestro fuero íntimo esta lamentable pasión y cuando se presenta la oportunidad no dejamos de externarla. Pero un ex presidente no es un ciudadano cualquiera. Si ya fue desastroso, debería tener al menos el decoro de parecer inteligente, ecuánime, sensato en el retiro. Fox, al contrario, pelea así, con tuits como este en el que “debate” contra Tatiana Clouthier: “Mi querida tatiana que dira tu padre verte sumada a ese equipo d delincuentes.Que verguenza al apellido CLUTHIER,sumandote a un caudillo con CERO principios.Que diran los ciudadanos a quienes nos inspiró y movilizó el MAQUIO. Me  pregunto quien ha perdido la razón?” ¿En esto se gasta la pensión? ¿No le alcanzará para comprar un Tafil y una gramática? Da pena.

miércoles, marzo 07, 2018

Exigencia del papel













En diez años, horas más, horas menos, he ido armando algunos libros a los que quiero como padre y al mismo tiempo, sin falsa modestia, considero algo satelitales en mi producción. Lo son porque han sido armados a la vera de mis cuentos —que son lo que más me estimo aunque interesen poco—, muchas veces como resultado de compilaciones previamente publicadas en la prensa. El procedimiento ha sido más o menos el mismo: publico dos, tres, cuatro, diez textos de un determinado tema en el periódico o en revistas y luego, cuando les noto cierta unidad temática, escribo una tanda más para cuajar todo en un libro. Así pasó con Callejero gourmet: un día escribí tres textos sobre comida popular lagunera y los demás, hasta completar veinte, salieron con la clara intención de consumar un libro uniforme.
Pasaron los años, más de diez, y en la computadora acumulé pues muchos libros de ese tipo, de entre 70 a 120 páginas cada uno. Nunca tuve para ellos la intensión de molestar a ningún posible auspiciador, sino editarlos e imprimirlos en tiradas cortas y con mis propios recursos. En 2017 me hice el plan, por ello, de publicar uno al mes hasta completar doce en una colección que maliciosamente denominé Harakiri, pues de antemano sabía que se trataba de un sereno suicidio. En enero salió Callejero gourmet; en febrero, Este desfile atónito, y en marzo se alejó la nube autopresupuestal. Hasta diciembre de 2017 pude tener el tercero, Entre las teclas, y en febrero de 2018 un diccionario que titulé Tolvanera de palabras, breve pizca en el habla de La Laguna.
Como ya señalé, los tirajes han sido pequeños y yo los he pagado. Los dos primeros libros, por ello, se han agotado, lo cual no implica ningún mérito dado lo exiguo del racimo. El tercero y el cuarto acaban de salir, así que no los he movido. Fue simple la pregunta que me hice antes de organizar esto: ¿por qué publicarlos? Y la respuesta a la que llegué me ha aclarado el camino. Mientras los libros permanecen en la computadora, uno no se compromete a terminarlos. Cuando se abre la posibilidad de publicarlos en papel, así vayan a ser cien ejemplares, la situación cambia. El papel exige otra mirada, el papel compromete. Y en ésas me veo por estos meses, terminando proyectos inconclusos.
Hoy, por cierto, presentaré Tolvanera de palabras. Será en el Teatro Centauro de Ciudad Lerdo a las 6:30. La entrada es libre y habrá libros de regalo. Organizan la Dirección de Culturas Populares, Indígenas y Urbanas Unidad Regional Durango, el ICED y el ayuntamiento de Lerdo.

sábado, marzo 03, 2018

El primero de Los viernes




















En 2010 asistí a la Feria del Libro de Buenos Aires y entre otros pabellones encontré el de Página/12, periódico que además del diario edita suplementos y libros. Allí compré dos libros de Osvaldo Bayer, dos de Juan Sasturain, uno de Sandra Russo y una novela breve, titulada Corazones, de Juan Forn (Buenos Aires, 1959). Sobre él tenía sólo una referencia, la más visible en internet: que los viernes publicaba un texto espléndido en la contratapa de “Página”. Ahí fue donde comencé a leerlo y, lo digo desde ahora, a admirar su calidad no tanto de escritor, que la tiene en alto grado, sino de lector, de hombre vinculado visceralmente a los libros y curioso buceador en la vida de sus hacedores, como lo evidenciaba con total solvencia cada contratapa de los viernes.
Pasados los años, y luego de seguir semana tras semana las contratapas de Página/12, vi la noticia: Planeta había reunido en tres tomos las colaboraciones de Forn. Quise conseguirlos y me di alguna maña para que llegaran a Torreón. Y ya, leído el primero, sé que puedo opinar sobre la pertinencia de tenerlos a la mano si uno deambula en el medio literario/periodístico. Esto no significa, claro, que a un lector ajeno (digamos, un ingeniero) no gozaría las columnas semanales de Forn ya arracimadas en libro, pero para mí es evidente que los tres tomos de Los viernes son un modelo casi didáctico de trabajo literario para el periodismo, de suerte que allí pueden abrevar los escritores que deseen incurrir en el periodismo o los periodistas que deseen escribir no bien, sino muy bien: literariamente.
¿Y qué escribe Forn? Como es muy poco conocido en México, hay que decir primero que además de escritor es traductor (de John Cheever, Hunter Thompson…) y ha sido editor en Emecé y Planeta. Entre otros, ha publicado las novelas Corazones, Frivolidad, Puras mentiras y María Domeq, el libro de cuentos Nadar la noche y de crónicas La tierra elegida y Ningún hombre es una isla. En 1996 creó el suplemento cultural Radar del diario argentino Página/12. Actualmente es asesor literario y radica en la pequeña ciudad de Villa Gesell, frente al Atlántico, cerca de Mar del Plata.
Con facha de jugador de rugby, este escritor es ante todo, insisto, un lector tan agudo que seguir sus colaboraciones para la prensa es seguir una guía de excelentes recomendaciones no sólo literarias, sino artísticas en general. El género mediante el cual nos mueve al arte es, si no me equivoco, la biografía —Hernán A. Isnardi las llama crónicas—, una biografía compacta, ágil e informada con los datos más relevantes del personaje perfilado.
Pero no se piense que los asedios biográficos de Forn acometen a los sujetos para dar como resultado fichas de solapa, frías y más tiesas que un cadáver. Lo que Forn hace, creo, es combinar perfectamente la información con el arte de relatar, de suerte que el resultado siempre deja la impresión de que debemos correr a leer el libro, ver la película, oír la canción o buscar la pintura del sujeto escudriñado. Ahora bien, el truco de estas lecciones de biografía sintética se ciñe a una gran escuela: la de Marcel Schwob.
Para entender mejor lo que afirmo, traigo unas palabras de Francois Dosse, quien en El arte de la biografía. Entre historia y ficción (UIA, 2007), observa: “Schwob considera que el arte del biógrafo emana de la capacidad de diferenciar, de individualizar, incluso a personalidades que la historia ha reunido. Debe ir a la busca del detalle más ínfimo, minúsculo, que se esfuerce por recordar lo mejor posible la singularidad de un cuerpo, de una presencia. Schwob encuentra el instinto del biógrafo en Aubrey, cuando revela a su lector que a Erasmo ‘no le gustaba el pescado, a pesar de haber nacido en una ciudad pesquera’, que Hobbes ‘se volvió calvo en su vejez’ o que Descartes ‘era un hombre demasiado sabio como para ocuparse de una mujer; pero, como era hombre, tenía los deseos y apetitos de un hombre y, por tanto, mantenía a una bella mujer de buenos antecedentes a quien amaba’. De acuerdo con Schwob, el biógrafo sólo tiene que crear, a partir de la verdad, rasgos humanos, demasiado humanos, aquellos que correspondan a lo único. Su error es creerse hombre de ciencia. (…) Poco importa entonces que el personaje sea grande o pequeño, pobre o rico, inteligente o mediocre, probo o criminal, puesto que cada individuo sólo vale por aquello que lo hace singular”.
Así entonces, o al menos muy aproximadamente, procede Forn: sus personajes destacan no por las hazañas que impulsaron o por sus grandes obras, sino por algo que podemos denominar caldo inferior constituido por el ambiente, las inclinaciones, los accidentes y los caprichos que se ven reflejados en pequeñas acciones singularizadoras, individualizadoras. En efecto, cada vida tiene algún componente que la hace ser distinta. El arte del biógrafo consiste en rastrear/destacar el elemento diferenciador, de ahí que, al detectarlo, casi pasen a un segundo plano las realizaciones más visibles del personaje elegido.
El primer tomo de Los viernes reúne 52 entregas (o columnas, pues por haber aparecido en un espacio periodístico fijo pueden ser abrazadas por ese género), cada una referida a un personaje distinto. Predominan los escritores, pero en el catálogo también figuran cineastas, cantantes, fotógrafos y pintores. Aunque la extensión de cada pieza ronda las cuatro a cinco páginas, todas dan la impresión de ser más amplias, como si las agrandara el eco que dejan en la memoria del lector.
Además de su buena prosa —prenda de suyo agradecible si consideramos que las contratapas originalmente fueron trabajados para la prensa, con todos los apremios que esto implica—, Forn tiene una puntería de arquero medieval para las citas. Lector fino, siempre tiene precisión para entresacar palabras justas, muchas veces deslumbrantes. Por ejemplo, cuando cita a Freud en el retrato de Marie Bonaparte: “La gran pregunta que nunca recibe respuesta y yo no estoy capacitado para responder, después de treinta años de estudios sobre el alma femenina, es qué desea la mujer”; o a Faulkner: “El problema de los jóvenes poetas es que aman su caligrafía como el olor de sus propios pedos”; o a Monterroso: “A todos escritor debería prohibírsele por decreto publicar un segundo libro hasta que él mismo logre demostrar que su primer libro era lo suficientemente malo como para merecer una segunda oportunidad”; o a Natalia Ginzburg: “Conocemos bien nuestra cobardía y bastante mal nuestro valor”; o a Nabocov: “El lector de Pushkin siente que su capacidad pulmonar crece”; a Renato Leduc (¡sobre Agustín Lara, nuestro “músico-poeta”!): “Al mirarlo por primera vez, uno sentía que ya había visto ese rostro en alguna piedra rota, en un pájaro mínimo o en la arena calcinada por el sol del Caribe. Era una miniatura de tamaño natural”.
Gracias a los detalles que Forn saca a la superficie, la prosa siempre afilada y las citas inmejorables asistimos pieza tras pieza a biografías estimulantes, pequeños trampolinaes para buscar por por nuestro propio pie algo más de los personajes dibujados. Creo que a fin de cuentas eso es lo que desea un lector, el contumaz lector que es Forn: convidarnos un placer, movernos a la búsqueda de más y más asombrosas páginas.