Uno de los regalos que más recuerdo de
mi infancia fue un receptor de radio. Era verde pajizo, de plástico muy
compacto, con un diseño algo militar, y funcionaba con pilas. Como era de
esperarse, agarraba todas las estaciones AM de la localidad, pues sospecho que
todavía no llegaba la FM a La Laguna. Estoy hablando del 72 o del 73, más o
menos. Me faltaban uno o dos años para cumplir los diez y hasta entonces los
regalos no habían sido abundantes, lo que suele ocurrir en las familias
numerosas. Por eso aquel radio fue uno de mis objetos favoritos. Recuerdo que
lo encendía y me movía por el cuadrante como quien busca señales de otro
planeta. No olvido su marca: Megatone, ni una etiquetita colocada en su
reverso, casi escondida: “Made in Japan”.
Para entonces, a principios de los
setenta en Gómez Palacio, la idea de lo foráneo se relacionaba casi
exclusivamente con Estados Unidos. Los productos de calidad los fabricaban
allá, venían de allá, por eso no faltaba que el deseo más socializado entre los
niños y los jóvenes fuera tener unos tenis, un pantalón o cualquier otra prenda
“americana”. Como mis coetáneos, yo también soñé con unos tenis Converse, pero
acá eran escasos. Sólo podían tenerlos quienes contaban con un padre adinerado
que pudiera viajar o mandar traerlos desde la frontera, de El Paso o Laredo,
principalmente. Dado que los Converse eran un sueño inalcanzable, muchos nos
conformamos con una mala copia mexicana llamada Super Faro, tenis que sólo servían
para ponerse y a lo mucho caminar en la ciudad, pues cualquier actividad
deportiva o medianamente ruda los convertía en piltrafas.
Dada esa fijación por lo “americano” me
asombró y recuerdo todavía mi radio Megatone. Era japonés, y mientras oía
canciones fantaseaba con la biografía del aparato: unos japoneses lo habían
diseñado, unos japoneses lo habían armado, unos japoneses lo habían metido en
su cajita, unos japoneses lo habían vendido, y luego de un recorrido por el
océano (seguramente en barco), llegó a México y acá lo compró mi padre para mí.
Fue, creo, el primero objeto que me permitió imaginar el apabullante tamaño del
planeta.
No sé qué pasó con ese radio, supongo
que se descompuso o pasado un tiempo me dolió comprarle baterías. Tendrían que
pasar algunos años más para que lo “americano” dejara de ser lo único o casi lo
único que nos llegaba, y ya para mediados de los ochenta la globalización
económica pugnaba por estallar. Los aparatos electrónicos de alemanes, nipones,
coreanos, norteamericanos y demás se abrían paso como contrabando, en las
fayucas, hasta que, ya en los noventa, los hogares de todos los laguneros
tuvieran objetos fabricados en cualquier punto de la canica terrestre.
Hoy parece normal eso que hace treinta años no lo era tanto: el planeta es una maquila y todo es mercado de todo. El atuendo de una persona basta para comprobar que carga el mundo encima: celular coreano, reloj alemán, bolígrafo español, lentes italianos, camisa gringa, zapatos mexicanos, pantalón chino, calcetines hondureños… en suma, la canica otrora inmensa y misteriosa se achicó y el asombro ante lo lejano está en peligro de extinción.
Hoy parece normal eso que hace treinta años no lo era tanto: el planeta es una maquila y todo es mercado de todo. El atuendo de una persona basta para comprobar que carga el mundo encima: celular coreano, reloj alemán, bolígrafo español, lentes italianos, camisa gringa, zapatos mexicanos, pantalón chino, calcetines hondureños… en suma, la canica otrora inmensa y misteriosa se achicó y el asombro ante lo lejano está en peligro de extinción.