Casi se va el año, este
2017, y con él una efemérides íntima: hace cuarenta años que vivo en Torreón.
En efecto, cuatro décadas exactas, que se cumplieron en las pasadas vacaciones
de verano, han transcurrido desde que con mi numerosa familia pasé de la calle
Madero, en Gómez Palacio, a la casa “de interés social”, como les decían, que
mi padre compró por el rumbo del seminario diocesano. Ese trance me agarró en
segundo de secundaria y hace poco conté a unos amigos que me obligó a emprender
traslados desde mi casa hasta Ciudad Lerdo, pues estaba en la Flores Magón que,
como sabemos, se ubica poco antes del museo Francisco Sarabia.
“¿Y por qué no
cambiaste de secundaria?”, me preguntó alguien. “No sé”, respondí. Jamás en
cuarenta años había pensado en eso. Ya estaba en la benemérita Flores Magón de
Lerdo y allí seguí pese al larguísimo trayecto que desde las seis de la mañana
me aventaba sin compañía y sólo para entrar a las siete. Tenía trece años, era
1977, y ahora que lo pienso se trató de una etapa abrumadoramente
enriquecedora. Si algo sé de la vida lagunera, creo, lo aprendí en esos años;
si por algo tengo la geografía de Torreón-Gómez-Lerdo (como ruta de camión)
metida en la cabeza, se lo debo a aquella etapa de mi vida en la que con unos
cuantos pesos en el bolsillo, los que me daba mi madre, era capaz de recorrer
media comarca solo o con amigos.
Porque así era. Gracias
al cambio de casa pude completar en mi mente la zona conurbada de La Laguna.
Antes de la mudanza, Gómez y Lerdo ya eran bien conocidas para mí. Había
caminado esas ciudades con curiosidad de niño y luego con inquietud de
adolescente, había visto sus parques, sus mercados, sus cines, había jugado en
todos sus campos de futbol. Pero faltaba Torreón, y esa asignatura de mi
vagancia comencé a aprobarla tras el cambio de casa. Gracias a ese simple
hecho, comencé a vislumbrar la fuerza de la ciudad más poderosa de la región,
me moví en su centro, comencé a dominarlo y saber por dónde caminar y por dónde
no.
En cuarenta años, pues,
no he dejado de ir ni a Gómez ni a Lerdo, pero mi vida ha transcurrido fundamentalmente
en Torreón. Ya vivía acá cuando a los 17 o 18, más o menos, imaginé que podía
escribir sólo porque me gustaba leer, y acá también, sobre la avenida Morelos,
comencé a comprar libros como loco y a cosechar amigos. Mucho, muchísmo le debo
a Torreón, y lo agradezco sin reparos. Esto no quiere decir que haya dejado de
querer a mis otras ciudades, a La Laguna en pleno.