sábado, diciembre 30, 2017

Somos sus hermanos mayores














Varios meses antes de su fallecimiento entrevisté al doctor Sergio Antonio Corona Páez. Planeamos ese diálogo por eso, porque él presentía que la muerte estaba cerca y ambos decidimos, así fuera por mi iniciativa, conversar sobre los temas que quedaban cerca de sus intereses emocionales e intelectuales. El resultado que obtuve fue una entrevista de aproximadamente cincuenta cuartillas en las que inquirí sobre muchos asuntos; con todo y eso, ahora advierto que innumerables preguntas se me quedaron en el tintero.
Una de las que sí le formulé fue ésta: “¿Qué relación has tenido con los animales?” La hice adrede, claro, pues en nuestras largas conversaciones siempre vi en Sergio un amor y un respeto por los animales que jamás he vislumbrado en otros interlocutores. Esa era la principal razón por la que respetaba, por ejemplo, a San Francisco de Asís, y mediante los animales reafirmaba su flanco místico.
La larga respuesta de mi entrevistado fue la siguiente:
“Los animales siempre han ocupado un sitio especial en mis sentimientos. Porque para mí siempre han sido mis hermanos pequeños. El maltrato y la crueldad de que pueden ser objeto han constituido una de las angustias más grandes que me ha tocado padecer a lo largo de mi vida. Nuestra cultura es muy ciega en su manera de ver a los animales, como si fueran cosas. No perciben ni el alma, ni la individualidad, ni la personalidad que cada animal posee. Yo desde niño conviví con mascotas: gatos, perros, pericos, loros, tortugas. Aprendí a observarlas y supe que son como humanos en lo que al sentir se refiere, aunque mucho más ‘humanos’, mucho más nobles y agradecidos. Sienten alegría, tristeza, dolor, bienestar, calor, frío. Sienten incluso otras cosas más complejas que simples estímulos físicos: experimentan el afecto tanto como el desamor. Sienten decepción, desilusión, depresión… terror. Son creaturas nobles y delicadas. Dios puso al ser humano como mayordomo de la creación, pero se convirtió en su verdugo. Existen humanos que son peores que bestias en su maltrato, no solamente hacia los animales, sino también hacia otros humanos. Si México es un país donde la tortura a hombres y mujeres se encuentra generalizada, ¿qué podría esperarse en favor de la integridad física de los animales?
Desgraciadamente aún no corren los tiempos en que ‘la creación entera será redimida tras gemir con dolores de parto’ (no solamente el ser humano, al decir de Pablo). Mientras eso sucede, hay que matar para vivir. Yo no me opongo al sacrificio de animales para alimento del ser humano, en esta etapa de los tiempos. A lo que me opongo es al lujo de crueldad, a veces verdaderamente satánica, con la que esto se hace. Dijo Jesús del gran mérito que poseen los que dan su vida por otros. ¿Es que la humanidad no se da cuenta que los animales mueren para que nosotros vivamos? ¿No deberíamos tratarlos con respeto, y evitarles toda agonía, toda crueldad innecesaria? Y con los animales que no poseen valor económico, el panorama suele ser mucho peor. Hay humanos que se ensañan con las mascotas, simplemente porque son seres que no se pueden defender, o bien, porque no existe sanción legal para su maltrato (y eso suponiendo un estado de derecho que no existe en México). Siempre he dicho que una sociedad que admite la tortura de animales será un país que padezca la tortura física de sus ciudadanos. Porque en la niñez es donde se forma el valor del respeto a la integridad de los demás, incluidos animales, plantas y cosas.
De acuerdo a Génesis, en el Jardín del Edén nadie mataba para comer. La muerte entró con la desobediencia del ser humano. Y según Isaías, en el mundo futuro el lobo y el cordero vivirán juntos, el leopardo y el cabrito se echarán juntos, el becerro, el león y los animales domésticos andarán juntos; el león, como el buey, comerá paja”.
Desde que lo escuché, asentó en mí esa poderosa enseñanza. No llego a tanto, al misticismo, como Sergio, pero sé que por varias razones debemos respetar a los animales. En primer término porque son, como nosotros, parte de la naturaleza, y dado que esto es así todos tienen, o tenemos, una función determinada que a veces nos resulta muy evidente y a veces no tanto. En segundo lugar, porque los seres humanos, al ser dotados de capacidades potencialmente infinitas y más altas que las de todos las demás especies del planeta, debemos obrar en consecuencia y proceder con respeto, como vigilantes y salvaguardas de la fauna y de la vida en general. Atenidos a las necesidades de supervivencia de nuestra especie requerimos de alimento, de pieles, de sustancias y más recursos basados en el animal, y es por ello que debemos insistir en no agredirlos gratuitamente, en cuidarlos, en tratar de que no se rompa el tejido del equilibrio ambiental ni la biodiversidad.
El desarrollo de la inteligencia humana es capaz, hoy, de encontrar soluciones para el mantenimiento de la vida. Debemos dar pasos en el sentido del respeto y el asombro: todo animal es, observado detenidamente, una maravilla de la ingeniería natural, un portento de la evolución. No tenemos pues derecho a maltratarlo, a destruirlo, a extinguirlo. Los hombres, que nos servimos tanto de los animales para tantas cosas, somos los responsables de su permanencia en la Tierra: somos sus hermanos mayores.

miércoles, diciembre 27, 2017

Debajo del Pirata




















Hace algunos meses leí el apodo por primera vez: el Pirata de Culiacán. Lo usaba con orgullo un joven de 16 o 17 años, moreno, chaparro y rechoncho. Como muchos, quedé atónito ante la información adicional. Ese muchacho sin atributos visibles era una celebridad gracias a las redes sociales, una especie de socialité en el inmenso reino de la chabacanería mexicana. Había estado en Torreón como atractivo principal en un concierto, o algo así, que terminó con violencia y un muerto. Recuerdo que el pasmo me llevó a ver algunos videos del Pirata, y lo que encontré era inverosímil: el pobre chico aparecía grabado en situaciones grotescas, todas relacionadas con el lamentable mundillo de los excesos que rodean el contexto de lo narco.
Así pues, en dos minutos supe que el Pirata se embriagaba de golpe con botellas de whisky que bebía a pico sólo para complacer a su cada vez más extensa red de seguidores. En todos los casos ensayaba algo que de manera muy laxa podemos denominar discurso, lenguaje articulado. Declaraba sandeces, palabrotas, fanfarronadas, todo en un nivel bufo, apto para ser disfrutado por quienes hallan humor en la bestialidad.
Dos o tres veces más supe del famoso joven, siempre por algún rebote en el vecindario de las redes sociales. Eso hasta estos días vacacionales, cuando, como todos en el país, supe que el Pirata había sido acribillado a balazos en Jalisco. Leí notas que fueran más allá del video viralizado y me enteré de algo más: era lavacoches, no tenía padres, y el azar lo puso en el camino de la celebridad. Poco a poco, ese absoluto don Nadie pasó a convertirse en un “millennial” de la cultura narca, en el hazmerreír que toda barbarie necesita para afirmar/evidenciar sus símbolos.
Tras eso pensé en lo obvio: el Pirata fue una especie de punta en la pirámide de una cultura harto extendida, la cultura del público que celebra y encumbra la banalidad. En el caso del Pirata, esa banalidad estaba, o está, estrechamente vinculada con el peligroso ámbito de la narcoviolencia. Confirmé que el fenómeno del Pirata, a todas luces anómalo, sólo se puede explicar en el contexto de una sociedad en estado de putrefacción, una sociedad que simula jugar el juego inocuo de la risa a partir de bufonerías, pero que en el fondo, sobre todo en sus segmentos más jóvenes, ha asumido la fama estúpida como valor. Al Pirata, pues, lo mataron sus fieles seguidores.

sábado, diciembre 23, 2017

Bloqueo y autoplagio

















Entre los horrores más frecuentes del escritor está el horror a la página en blanco. Así lo llamaban antes, “a la página en blanco”, pero hoy podría ser “al monitor en blanco”. Suena menos poético, pero igual da: se trata de una sequía imaginativa por supuesto que involuntaria, un cerco que por alguna razón harto misteriosa impide que fluyan las palabras, que a la hora de la hora, frente al teclado, algo se frene, se contenga, se atrofie.
Dije “sequía imaginativa” y matizo. No es exactamente eso. La imaginación, por lo general, sigue su curso, las ideas se mantienen en ebullición y parece que están a punto de estallar, pero sólo parece. El escritor experimenta un raro estado de ansiedad, tiene materia prima en la cabeza pero al momento de sentarse a modelarla ocurre lo inesperado: no avanza, escribe un párrafo, dos, algunas cuartillas, pero algo en el fondo le indica que no es por allí, que las palabras están mintiendo, que no hay una coincidencia entre lo pensado y lo escrito. Por eso el horror, esa sensación a despertar cualquier día y presentir la llegada del bloqueo. Generalmente piensa: es pasajero. ¿Pero si no? Y es en la ansiedad de no saber hasta cuándo durará que comienza a extenderse a veces meses, a veces años, a veces décadas, a veces toda la vida. Tal vez eso le pasó a Rulfo luego del 55, tras publicar Pedro Páramo.
He pensado y repensado la razón de ese bloqueo y no tengo una explicación quizá porque no hay una sola, sino muchas. Aventuro dos posibilidades en el caso hipotético de dos escritores que ya hayan escrito y publicado algo. Ese escritor imaginario, en efecto, publica uno, dos, cinco o seis libros. Luego, un día, comienza a sospechar que debe hacer algo mejor y se fija un objetivo más desafiante, salir de territorio conocido y dominado. Comienza a ver que la máquina no funciona, que las palabras no cuajan. Tras la primera frustración sobreviene la segunda, la tercera, hasta que se instala el miedo y luego escribir se torna muy difícil, casi una disfunción.
El otro caso es el del escritor que se repite, el que nota que se autoplagia y en vez de resignarse a sus temas, busca otros, indaga nuevas rutas, y se pierde en borradores inconclusos, en material que sólo le acarrea insatisfacción. Puede llegar un momento en el que si no regresa a lo suyo, quedará extraviado e impotente, fijo en el silencio.
Las razones del bloqueo literario son muchas y siempre misteriosas. Y aunque muchos escritores las padecen alguna o varias veces en sus vidas, hay excepciones, claro, que también son misteriosas.

miércoles, diciembre 20, 2017

Cuarenta años de Torreón














Casi se va el año, este 2017, y con él una efemérides íntima: hace cuarenta años que vivo en Torreón. En efecto, cuatro décadas exactas, que se cumplieron en las pasadas vacaciones de verano, han transcurrido desde que con mi numerosa familia pasé de la calle Madero, en Gómez Palacio, a la casa “de interés social”, como les decían, que mi padre compró por el rumbo del seminario diocesano. Ese trance me agarró en segundo de secundaria y hace poco conté a unos amigos que me obligó a emprender traslados desde mi casa hasta Ciudad Lerdo, pues estaba en la Flores Magón que, como sabemos, se ubica poco antes del museo Francisco Sarabia.
“¿Y por qué no cambiaste de secundaria?”, me preguntó alguien. “No sé”, respondí. Jamás en cuarenta años había pensado en eso. Ya estaba en la benemérita Flores Magón de Lerdo y allí seguí pese al larguísimo trayecto que desde las seis de la mañana me aventaba sin compañía y sólo para entrar a las siete. Tenía trece años, era 1977, y ahora que lo pienso se trató de una etapa abrumadoramente enriquecedora. Si algo sé de la vida lagunera, creo, lo aprendí en esos años; si por algo tengo la geografía de Torreón-Gómez-Lerdo (como ruta de camión) metida en la cabeza, se lo debo a aquella etapa de mi vida en la que con unos cuantos pesos en el bolsillo, los que me daba mi madre, era capaz de recorrer media comarca solo o con amigos.
Porque así era. Gracias al cambio de casa pude completar en mi mente la zona conurbada de La Laguna. Antes de la mudanza, Gómez y Lerdo ya eran bien conocidas para mí. Había caminado esas ciudades con curiosidad de niño y luego con inquietud de adolescente, había visto sus parques, sus mercados, sus cines, había jugado en todos sus campos de futbol. Pero faltaba Torreón, y esa asignatura de mi vagancia comencé a aprobarla tras el cambio de casa. Gracias a ese simple hecho, comencé a vislumbrar la fuerza de la ciudad más poderosa de la región, me moví en su centro, comencé a dominarlo y saber por dónde caminar y por dónde no.
En cuarenta años, pues, no he dejado de ir ni a Gómez ni a Lerdo, pero mi vida ha transcurrido fundamentalmente en Torreón. Ya vivía acá cuando a los 17 o 18, más o menos, imaginé que podía escribir sólo porque me gustaba leer, y acá también, sobre la avenida Morelos, comencé a comprar libros como loco y a cosechar amigos. Mucho, muchísmo le debo a Torreón, y lo agradezco sin reparos. Esto no quiere decir que haya dejado de querer a mis otras ciudades, a La Laguna en pleno.

jueves, diciembre 14, 2017

La sobrina de Úrsula: pasión y reflexión al borde de un final




















Alguna vez escribí esto sobre Rogelio Ramos Signes (San Juan, Argentina, 1950). He tenido la suerte de conservar su amistad y esto lo atribuyo a dos razones: a que Rogelio es un tipo que se deja querer con harta facilidad y a que lo admiro como escritor, tanto que desde hace cerca de quince años no he perdido su contacto. Gracias a las nuevas tecnologías y a dos de sus libros he podido leerlo ya como poeta, ya como articulista, ya como micronarrador. Lo que me había perdido es su narrativa de largo aliento, pero eso quedó subsanado en el amanecer de 2017 con la llegada a La Laguna, enviada por él desde el noroeste argentino, de una novela: La sobrina de Úrsula (Culiquitaca Ediciones, San Miguel de Tucumán, 2015, 215 pp.).
Este libro aterrizó en Torreón junto con Cuadermo Laprida, compilación colectiva de variaciones sobre un mismo motivo: reinterpretar/reescribir/homenajear un microrrelato de David Lagmanovich; sobre este libro, organizado por Rogelio junto con Julio Estefan, haré luego, espero que pronto, el comentario que bien merece aunque yo mismo esté presente allí con una variación. Ahora, sin embargo, quiero detenerme en La sobrina de Úrsula.
Lo primero que asalta mi atención es lo evidente: La sobrina… sostiene en más de 200 páginas a un narrador-personaje en primera persona que no es un narrador-personaje, sino una narradora-personaje. Se trata de Isabel Suárez, profesora universitaria de lengua española y literatura argentina, quien despliega sus cartas desde las primeras páginas: la novela se erige como una memoria (“simples apuntes”) en la que Isabel nos contará su historia, la historia de su pasión por Francisco Díaz Boynol, nombre en el que advierto cierta simetría con el del autor, dicho esto sólo al paso, como frívola curiosidad.
Isabel cuenta la vida de su tía Úrsula Merini, una belleza a la que no conoció pues murió muy joven, cuando la narradora de la novela tenía apenas dos años. La tía es pues en la vida de Isabel un fantasma familiar, una de esas querencias que sobreviven a sus días y atraviesan generaciones gracias a la memoria. La inteligente trabazón de las historias personales no me permite, sin menoscabo de la sorpresa, adelantar mucho sobre la trama, así que me ubico a trazos gruesos en una zona que da idea del conjunto sin anticipar demasiado.
Un día cualquiera Isabel lee cierto cuento en una revista. Esa historia la obsesiona al grado de pensar en la inclusión de tal relato en sus clases de literatura y, más allá, conocer al autor, conseguir su bibliografía. Para su mala suerte, los libros de Díaz Boynol son elusivos, así que termina recurriendo a los servicios de Santiago Yago Perete, un vendedor trashumante de libros capaz de conseguir hasta los títulos que todavía no han sido publicados. Yago no sólo conoce al escritor y arquitecto Díaz Boynol, sino que es su amigo y termina por vehicular esa amistad, también, hacia Isabel. El librero consigue los volúmenes deseados por su clienta y amiga, y sirve además como puente para que ambos se conozcan. La narración avanza entre Rosario, donde radica Isabel, y Tucumán, donde vive el escritor.
En este punto es fácil conjeturar que Isabel se enamora de Díaz Boynol, y él de ella. Por una serie de situaciones que implican la presencia de otras mujeres (Francisco es divorciado, como Isabel), ella debe hacerse a un lado pese a que jamás ha sentido algo similar por otro hombre. Sigue su carrera de maestra, y pasan quince años de tortuoso y silencioso distanciamiento hasta que se da el reencuentro y, por qué no decirlo de esta forma, la felicidad. El problema, el conflicto, no está en la novela, sino en el capítulo final no escrito, como nos advirtió la narradora desde el principio.
Es, para mí, impresionante, por el desafío literario y flaubertiano que implica, meterse en el pellejo de un personaje femenino y lograr ser persuasivo pese a que el paratexto autoral nos indica que es un hombre quien escribió todo esto. Isabel es convincente como mujer aunque su mundo no es simple y estereotípico, sino complejo, no convencional, pues es muy culta. Esta mujer ilusoria tiene (he aquí una de las mayores virtudes de La sobrina de Úrsula) un estilo de pensamiento reflexivo que opera muchas veces en sentencias, en abundantes y luminosos aforismos sobre todos los grandes y pequeños asuntos que rodean su introspectivo destino: “cada uno convive con su sufrimiento como puede”; “Pero los recuerdos también viajan; viajan en la cabeza precisamente, y la cabeza siempre viaja con uno”; “todos vamos por el mundo arrastrando el cadáver de algún antepasado”; “Las cosas simples de la vida son las que terminan arropándonos”…
La sobrina de Úrsula consta de siete capítulos. En los siete deambula, con una prosa a un tiempo dúctil y poética, el pensamiento de una mujer valiente que sin embargo no ha encarado todavía su mayor desafío: el desafío que suponemos debe habitar el capítulo VIII escrito sólo en la imaginación de cada lector de esta hermosa y profunda novela de Rogelio Ramos Signes.

domingo, diciembre 10, 2017

Migrar al mar: destinos convergentes




















La vida es caprichosa, laberínticamente caprichosa. Cada cual, la mía y la de cualquiera, es como una de aquellas canicas que ruedan azarosamente y cuesta abajo, como metaforizó Yáñez en Al filo del agua. Basta doblar una esquina del laberinto para que todo cambie, para que nuestro pobre destino individual tome caminos inesperados. La vida es pues un cúmulo infinito de accidentes, un río de circunstancias que sólo puede tener fin con la muerte.
Migrar al mar (Universidad Veracruzana, Xalapa, 2015), novela de Jorge Arturo Abascal Andrade (Orizaba, Veracruz, 1964), trabaja sobre esta idea mediante cuatro vidas que en efecto, desde distintos lugares, confluyen en el mar, específicamente en Acapulco. Antes de que se dé el encuentro, los personajes deambulan en sus realidades aisladas: Iris es una joven de carrocería imponente, una teibolera apremiada por traducir sus curvas en dinero; Tom es un gringo lácteo, un don nadie en su contexto, un pobre ser movido hacia el viaje —una especie de huida, más bien— por el fracaso sexual en su contexto; Antonella es una joven rica, acelerada, con la vida resuelta pero despojada de afecto familiar; por último, Winston es un pandillero salvadoreño, un mara que ya pasó por todo antes de llegar a la vida adulta. Esos cuatro picos forman el cuadrángulo de existencias que atraviesan Migrar al mar.
Con una prosa que en cada trazo se perfila hacia un tono poético de notable factura, Abascal nos inmiscuye en las vidas de sus personajes. En todos los casos, cada cual a su manera, hay una juventud, y presuponemos también que una infancia, deshilachada, particularmente en el caso de Iris y de Winston. Pese a que ya están instalados en la joven adultez, los cuatro dan la impresión de no saber qué son, qué desean, qué necesitan. La migración hacia Acapulco es pues, como la de los animales, algo instintiva, un viaje que les depara, quizá, un fruto venturoso o la consumación de sus desgracias individuales. El viaje del lector consistirá en llegar a la imbricación y la desembocadora de estos cuatro ríos.
El tono poético ya mencionado no se desvanece en ninguna circunstancia, lo que se convierte en una de las principales fortalezas de Migrar al mar. Es particularmente grato avanzar por pasajes ciertamente duros, como los que retratan la adolescencia de Iris o la vida atropellada de Winston, sin dejar de sentir que la narración ha puesto énfasis en el poder de la expresión literaria desde la primera hasta la última páginas. Hay, no sobra mencionarlo, trazos en los que la cachondería nos mueve hacia el antojo.
Abascal Andrade es autor de los libros De Fátima y otros cuentos y de varias antologías. Es maestro en Letras Iberoamericanas por la Ibero Puebla, donde además es jefe de publicaciones. Su libro más reciente es la antología Próximamente en esta sala, cuentos de cine (Cal y arena, México, 2016). El prólogo de este libro puede ser leído íntegro aquí.
Migrar al mar puede ser buscada en La Laguna en la librería El Astillero (Morelos 559 poniente, zona centro, Torreón)que distribuye títulos de la Universidad Veracruzana.

sábado, diciembre 09, 2017

Lagartijas en la nieve




















Sin poner mucha atención, sin asomarme siquiera en Google al vaticinio meteorológico, toda la semana oí hablar sobre el frío que nos caería el viernes 8. Supe que nevaría, pero en general no soy muy previsor en casos de clima ni me hago muchas ilusiones cuando se habla de nieve por acá. Es, para nosotros, un fenómeno tan esporádico que me ha tocado apenas un par de veces en la vida: el que todos recordamos, el del 12 de diciembre de 1997, y el de ayer, que fue espectacular.
Ya en la madrugada del viernes dormí algo incómodo por una gota recurrente que caía de alguna canaleta en el patio de mi casa (que no es particular, sino colectivo). A eso de las tres de la madrugada me asomé para comprobar si era cierto lo de la nieve. Y no, a lo mucho vi que las superficies tenían una cutícula de hielo, no esa hermosa felpa blanca que dejan las nevadas. Volví a la cama y el insomnio me mantuvo atento al sonido del exterior durante al menos una hora. Otra vez caí dormido hasta que a las 6:30 sonó el despertador. Ya no quise asomarme a la ventana: un vago temor de que no hubiera nada me obligó a esperar, a terminar de arreglarme y salir para ver si sí o si no.
A eso de las 7:30, ya con algo de luz, contemplé la calle: el panorama era espléndido, tanto que mi cuadra no parecía mi cuadra, sino una foto de almanaque de esos que todavía vemos en las fruterías. Me sentí canadiense al quitar con un pedazo de cartón la capa blanca acumulada en los vidrios de mi coche. Luego lo calenté bien y recogí a mi hija para llevarla a la escuela. Le dije que no era recomendable ir, pero arguyó que tenía exámenes. Yo quería ver su reacción: en el camino iba maravillada, no daba crédito a la belleza de la nueva escenografía urbana. Llegamos a la escuela, bajamos del coche y lo primero que hice fue tomar un puño de nieve y arrojárselo; ella me respondió. No pudimos resistir la tentación, jugar a esos disparos que sólo habíamos visto en las películas. La escuela estaba cerrada y regresamos a casa.
Antes de partir a mi trabajo nos hicimos unas fotos. Mi segunda hija, ya de vacaciones, también salió. Luego las aleccioné: arrópense bien y salgan a tomarse fotos aunque yo me vaya al trabajo, no dejen pasar esta oportunidad.
Un rato después me mandaron varias imágenes. Vi la sonrisa de mis hijas, su gusto de saber que-estaban-en-la-nieve. Luego vi en las redes sociales eso mismo o algo parecido en muchos de mis contactos laguneros.
La nevada de ayer nos hizo el día. Somos lagartijas del desierto, cómo no nos íbamos a emocionar con tanta blancura. 

miércoles, diciembre 06, 2017

El pinto y el colorao














Todavía es temprano para hacer cálculos sobre la contienda de 2018, pero desde ya se avizora que en el redondel electoral sólo quedarán dos gallos: el pinto del PRI y el colorao de Morena (por aquello de que sigue teniendo algo de rojo). El segundo es un viejo conocido del público y los medios, pues desde hace más de quince años ha acaparado las vidrieras ora para caer bien a muchos y ora por ser considerado el más grande peligro para México, un peligro equiparado principalmente, y de paso risiblemente, a Chávez y a Maduro, artificiosa semejanza que por estas fechas se encuentra en proceso de reciclaje.
En cuanto al gallo pinto, José Antonio Meade, se sabe mucho menos, pues antes del destape se había manejado con low profile —digámoslo así para sonar como algunos elegantes que hablan en la tele— pese a la importancia de las carteras que ocupó durante los gobiernos de Felipe el Siniestro y Enrique el Ladrón. Hoy, con los reflectores mediáticos en la jeta, hemos ido sabiendo quién es, cómo habla, a qué le tira este mexicano cuando sueña. Por ejemplo, hoy se sabe por doquier que es de ascendencia irlandesa y otras curiosidades por el estilo.
La entrevista de El País, por ello, dejó ver el rostro híbrido, mixturado, viscoso entre la mesura del tecnócrata y el cantinflismo del emblemático chapucero priísta. Ante una pregunta relativamente fácil, en vez de responder, como se dice en el mundo de la ciencia, al chile, el señor Meade se escurrió con una explicación que retrata de puerco entero el hacer faccioso del poder y su permanente creación de excusas para mantener sano el ya de por sí vigoroso corpus de la impunidad. A la pregunta “¿Usted está dispuesto a investigar casos de corrupción de esta Administración, involucre a quien involucre?”, que debió ser respondida con un “sí” sereno, el señor Meade dio pábulo a los memes de tuiter con esta paparrucha: “Es que me parece que caemos de nuevo en el planteamiento personal. Tenemos que movernos en un esquema en el que la pregunta no sea válida. Un esquema que funcione para todos, en donde el acceso a la justicia y a la rendición de cuentas sea igual para cualquier funcionario. Vamos a funcionar bien cuando la pregunta deje de tener mérito. Cuando alguien piensa: ‘El problema depende de’ es que no entiende el problema de fondo”.
Más claro, imposible. Lo que debemos hacer es, pues, movernos en un esquema que nos permita bucear en el chapopote.

sábado, diciembre 02, 2017

Listo Grava suelta












Grava suelta es un libro que no me disgusta aunque sea mío. Haber imaginado, escrito y ahora publicado cien relatos me demandó un esfuerzo extraño, intermitente y concentrado a un tiempo, diverso y compacto a la vez. Gracias a Antonio Ramos Revillas, responsable editorial de la Universidad Autónoma de Nuevo León, ayer lo presentamos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Me dio gusto que entre la concurrencia hubiera varios laguneros, como ocho, que arroparon mis palabras de presentación.
Cada vez que nace un libro propio, hay dos caminos: desentenderse, dejarlo andar, o apoyar su andanza por el mundo. Yo suelo elegir un camino intermedio: apenas sale el libro, trato de ofrecerlo al potencial lector, hacer una, dos, tres presentaciones, para luego dejarlo solo y a merced del tiempo. Confío en que Grava suelta hallará lectores. Mi amigo Fabián Vique, argentino, escribió el texto de la contratapa. Creo que lo describe bien con estas palabras:
“¿Cómo no empatizar con los libros, esos artefactos melancólicos empeñados en darle un orden al universo? Empiezan y terminan, se encauzan en géneros, se agremian en bibliotecas, carpetas, directorios. La obra de Borges o Kafka trajo al primer plano el asunto y desde entonces tenemos la llave pero nos falta la puerta. Todo bestiario, todo diccionario, toda colección participa de alguna manera de ese afán.
Detrás de los catálogos acecha la desesperación. Grava suelta, a pesar del título o precisamente por ello, se postula como uno de esos dispositivos donde lo innúmero se enumera. ¿Cómo definir entonces las piezas que lo integran? ¿Microrrelatos cortados a cuchillo? ¿Aguafuertes de la era del desconcierto? ¿Inventario de perdedores? ¿Pinturas rupestres en calles olvidadas? ¿El mundo desde sus esquirlas? No hablaré en particular de ninguno de los textos del libro, pues cada pieza podría ser el sol alrededor del cual gira todo lo demás. Es un libro para abordar en cualquier página y volverla centro. El truco radica en que el individuo, el animal o el objeto aludido en cada texto es siempre un arquetipo, a lo que podemos sumar el detalle, el giro, el adjetivo, el hallazgo en apariencia lateral. He ahí una parte de la magia de este invento. Lo demás está en tus manos, lector.
Pero quizás todo lo dicho aquí sea innecesario. Acaso baste con afirmar que el arte de Jaime Muñoz Vargas está en cada pieza de Grava suelta, el preciso y visceral artilugio que ha pergeñado”.

Foto: Fernando Fabio Sánchez, JMV, Gerardo García y Antonio Ramos Revillas. FIL Guadalajara, 1 de diciembre de 2017.