miércoles, mayo 17, 2017

Permanente Rulfo















Ayer celebramos el centenario de Juan Rulfo. Para quienes vivimos en esto (conste que no digo “de esto”), para quienes accedemos a la literatura por sus dos puertas principales, la de la lectura y la escritura, el fervor de Rulfo es permanente, tanto que no resulta necesaria una fecha tan importante para tenerlo presente. Los rulfianos de ley volvemos a él, a sus dos obritas inagotables, cada que podemos, es decir, cada siempre.
En mi modesto caso de lector, han pasado cerca de 35 años desde que visité sus páginas por primera vez. Conseguí los dos títulos señeros (ambos ya prestados y perdidos) en las ediciones populares del FCE, cuando entré a la carrera. Todavía viven en mí las dos o tres tardes en las que me senté en el patio de mi casa, que era particular, para devorar esa rara prosa, por engañosamente sencilla, y ese universo poblado por criaturas elementales, rústicas y conmovedoras. La primera lectura se dio por obligación académica, pero luego vinieron otras que casi me alarmaron: ¿cómo era posible que esos dos libritos fueran capaces de renovarse a cada recorrido? ¿Es posible que dos libros puedan parecer interminables? Sí, El llano en llamas y Pedro Páramo, lo eran, lo son.
Los años, ya muchos, han pasado y durante el decurso de ese largo tiempo he vuelto incontables veces a don Juan Nepomuceno. Las obligaciones de la docencia literaria me han impuesto la forzosa alegría de convivir con sus páginas, de entrar y salir, semestre tras semestre, por sus cuentos, sobre todo por sus cuentos. Los comento siempre con entusiasmo, como si fueran obras escritas hace poco, ayer apenas, pues ellas, por su inextinguible lozanía, se dejan examinar así. Tres cuentos son mis favoritos, los conozco de memoria: “Talpa”, “Luvina” y el mejor de todos a mi juicio: “¡Diles que no me maten!” Esto no significa que desdeñe los demás, claro.
¿Cuál será, me he preguntado muchas veces, el secreto de esos libros? Mi respuesta se ramifica al menos hacia dos rutas: como nadie, Rulfo supo escribir el silencio. Su prosa parece contenida, de labios apretados, reticente. Es una prosa que apenas quiere serlo. En segundo lugar, con ella, con esa prosa, contó historias llenas de sentimientos primarios, las pasiones de una especie de ser humano esencial, el ser humano que podemos ser todos.
Con o sin centenario, Rulfo es un artista que jamás deja de asombrar. Volvamos siempre a sus páginas.