domingo, abril 30, 2017

De turbio en turbio












Dos son las principales catástrofes que acaso irreversiblemente han infligido los últimos gobiernos a México: 1) agudizar la injusticia económica desde 1928 y más aceleradamente desde la era tecnocrática (1988), y 2) arraigar hasta el tuétano el hábito de la mentira, el embuste, la transa, el doblez, la hipocresía, la simulación y todo lo que se le parezca. Ambos estropicios van de la mano, como si el primero fuera resultado del segundo, y viceversa: a más precariedad económica, más patrañas, y a más patrañas, más precariedad económica, de suerte que vivimos en una gran pecera en la que es imposible sobrevivir sin participar como víctimas, victimarios o las dos cosas a la vez.
Publiqué apenas un texto cuyo título es “Vivir siempre mermados”; digo allí que en grande y en pequeño siempre recibimos, como clientes, pellizcos de parte de quienes nos ofrecen un producto o un servicio. Expongo que es inevitable ser robados, que así sea con algunos mililitros o algunos miligramos jamás recibimos litros o kilos exactos, los que pagamos. Y así todo.
Luego de subir tal texto al blog fui a desayunar. Elegí lo de todos los sábados para un lagunero convencional: gorditas. Pedí tres, una de ellas de carne con chile verde que tenía dos trocitos (no exagero) de carne y todo lo demás de papas, y es allí donde recibí mi merma por esa transacción. Entiendo que, ante la economía demolida que ya mencioné, todos busquen o busquemos nuestro acomodo, que para sobrevivir usemos técnicas de engaño similares a las del camuflaje en el reino animal, pero es evidente que una gordita de carne con chile verde no es lo mismo que una gordita de papas verdes. La mentira, pues, está enquistada en el alma de casi todas las transacciones mexicanas, y no las denunciamos también por dos razones: 1) son tantas que perderíamos la razón si las cuantificamos; y 2) sería tortuoso denunciarlas ante la ley, así que preferimos aceptarlas como parte de nuestra vida cotidiana.
En efecto, ¿nos hemos preguntado qué pasaría si ante la Profeco reclamamos por algún producto o servicio mal dispensados? Sé que nos hemos preguntado eso, y quizá algunos hayan optado por seguir el camino de la ley con los resultados previsibles: lentitud, burocracia, impunidad. La opción que queda es callar y seguir, tal vez sumarnos al embuste, añadir nuestro granito de mierda a esta realidad picaresca, de escarabajos hambrientos por quitar algo a otro, sea quien sea.
Por un lado están los robos sutiles y por ello invisibles (o casi), principalmente los relacionados con los servicios básicos: el gas, la luz, la gasolina, la telefonía, el agua. Con un peso que sumen a cada recibo, o con que sirvan poco menor cantidad de la que cobran, lo que nadie notaría, es suficiente para que se dé el robo. En eso no tenemos escapatoria, allí perder es inevitable aunque nos acompañe el Santo Niño de Atocha. En otro ámbito están los robos por bienes o servicios de segunda necesidad, esos que contratamos de urgencia o por gusto, porque podemos o porque queremos darnos un pequeño lujo. Contaré un caso relacionado con el mundo editorial para que veamos que en todos lados se cuecen triquiñuelas. Quizá esto sea muy bien sabido en la capital, pero estoy seguro que en provincia no lo es tanto. Va.
Hace algunos años recibí un mail de un hombre al que jamás vi en persona. Me lo había encarrilado una amiga común, y básicamente era para que yo le diera una somera asesoría editorial. Grosso modo, el hombre me explicó que había escrito un libro, el primero de su vida, y deseaba publicarlo. Creo que tenía un aire de libro de autoayuda. Para lograr su propósito de publicar, el autor envió la propuesta a una editorial del DF que le respondió afirmativamente, con una carta. Allí comenzaron mis sospechas. Originalmente creí que, para mi asombro, una prestigiada editorial del DF había aceptado publicar el libro de un desconocido. En la carta vi que no, que se trataba de una especie de coedición: la editorial (que se presentaba con el nombre de una empresa muy prestigiada y sin embargo en la carta tenía el membrete de una imprenta) ofrecía publicar mil ejemplares a 180 mil pesos (cerca de nueve mil dólares) por un libro de 150 páginas. El costo sería absorbido a partes iguales (50% cada uno) entre el autor y la editorial.
Con sutileza, para no desalentarlo u ofenderlo, traté de hacer ver al autor que debía cotizar en una imprenta local, lagunera, sólo para comprobar si por la impresión de mil libros de 150 páginas le cobraban menos de 180 mil pesos. Como la editorial usaba en la carta (la conservo) un lenguaje técnico exacto, muy formal, tanto así que parecía lo más serio del mundo, sentí que el autor estaba entusiasmado con el negocio, pero yo sospeché. Luego de recomendarle que debía pedir un nuevo presupuesto ya no recibí más comentarios y no supe qué pasó, si ese libro salió o no, nada.
Lo que sospeché y no dije fue esto: que el editor había entusiasmado mañosamente al autor. Que con lenguaje profesional deseaba persuadirlo de imprimir mil libros a 180 mil pesos, una cotización que me pareció descomunal. Creí ver dónde estaba el truco, el gato que querían darle por liebre. Le decían al autor que el pago sería de 90 mil de cada parte, y que cada parte tendría 500 ejemplares, pero en realidad iban a imprimir 530, 540 o 550 si mucho, es decir, bastante menos de mil. El negocio era engatusar al cliente con la idea de la aceptación formal, con carta membretada y toda la cosa, para publicar en un sello importante y decirle que serían mil ejemplares, que la editorial estaba tan convencida sobre el valor del libro que se atrevía a quedarse con 500 ejemplares de un autor sin renombre, primerizo. El lector, usted, ya se habrá dado cuenta de que publicar esos 530 ejemplares no cuesta 90 mil pesos, sino 30 o 40 mil a lo mucho, de suerte que el editor, sólo por decir sí y maquilar a la carrera un libro que no le interesaba en su catálogo, ganaría 60 o 70 mil pesos libres de molestias. Un negociazo. Todo esto lo conjeturé, pero no pude comprobarlo. Luego el tiempo se encargó de poner en mi destino un caso similar.
Un amigo reciente, al enterarse de que me dedico a escribir y trabajar con libros, me puso al tanto de un proyecto emprendido por su padre, autor de un primer libro, creo una novela. Básicamente era lo mismo que le había pasado al otro autor. La editorial lo convenció de hacer la inversión, le envió sus 500 libros y una o dos fotos de su libro en el aparador de una librería chilanga. Le dijo además que los 500 ejemplares que correspondieron a la editorial serían distribuidos en todo México. Pasados algunos meses, el hijo del autor monitoreó dos o tres librerías importantes del país y en ninguna estaba el libro. Fue entonces cuando nos vimos, me platicó la historia y, pese a lo desagradable del tema, le compartí mi hipótesis: esos tiburones habían medrado con el entusiasmo de su padre, le habían tumbado 100 mil pesos para publicar 500 ejemplares. Invirtieron 30 o 40 mil y ellos se quedaron con 60 mil del águila. Sólo habían impreso unos pocos libros más para simular que los tenían en existencia, pero jamás le mostraron los supuestos 500 correspondientes a la editorial ni le dieron un reporte de la distribución simplemente porque no se puede distribuir lo que no existe. El colmo del cinismo fue que, ante el deseo del autor de ofrecer su libro en la FIL, los marrulleros editores le pidieron otro bonche grande de dinero, pero el autor declinó.
Estos dos ejemplos quieren evidenciar que ningún trato o negocio en México es totalmente confiable. El engaño acecha en todos lados, con letra chiquita o sin ella, y si nos descuidamos, si nos acercamos al mercado con ingenuidad, vamos a ser desplumados sin que nadie, ni el gobierno ni la santísima virgen, regule nada. Estamos a merced de miles y miles y miles de logreros.

sábado, abril 29, 2017

Vivir siempre mermados















Enrique Serna publicó recién en Letras Libres un texto estremecedor titulado “Explotación del consumidor”. Pese a su brevedad, puedo considerarlo ya el último clavo que pongo en el ataúd de mi relación con el consumo. No quiero decir (no estoy loco) que dejaré de comprar todo cuanto habita en la publicidad y los aparadores, pero sí que radicalizaré mi ya de por sí severa relación con muchos productos y servicios que constituyen en México una forma torrencial de ganancias para muchos delincuentes famosos por su respetabilidad.
“La explotación del consumidor es un fenómeno mundial, pero en países con altos índices de impunidad, como nuestra suave patria, está cobrando visos de pesadilla. Teléfonos de México, por ejemplo, acumula enormes botines con los cobros de servicios no solicitados por su clientela”, dice Serna, y en seguida pasa a reseñar algunos de esos casi invisibles cobros que los bancos y otras empresas encajan a los clientes y terminan siendo verdaderas alfaguaras de riqueza.
En un país como el nuestro, arrasado por la susodicha impunidad, es pan diario ser asaltado sin violencia. De a pesito en pesito, los tiburones de innumerables empresas hincan los colmillos en la clientela, y cuando algo puede ser regulado sucede que los dueños del balón —los bancos son expertos en esto— hacen el lobby que no puede hacer la ciudadanía representada por legisladores entreguistas, fácilmente comprables.
Mi deseo, pues, es no firmar más contratos, sacar la vuelta a la letra chiquita como si tuviera peste negra, y comprar sólo lo estrictamente necesario. Y más allá de los contratos, es irritante saber, por ejemplo, que unas palomitas grandes en el cine cuestan más de cincuenta pesos y en la vida real no costarían ni cinco, o que una camisa valga dos mil pesos sólo porque ostenta la estupidez de una marca, o que un coche nuevo se deprecie 30% cuando se recibe la factura, antes incluso de conducirlo por primera vez.
Aun radicalzado, sin embargo, es imposible escapar del abuso. Hace poco un joven grabó el robo del que fue víctima en una gasolinera: pidió tanque lleno y le surtieron 56 litros; luego, manual en mano, demostró que a su coche sólo le cabían 46, diez menos. Fue un caso de agandalle extremo, pero si lo hubieran esquilmado con medio litrito no lo habría notado, dejaba la ganancia extra y fin. Así nos merman con el gas, la luz, todo, en este país patasparriba.

miércoles, abril 26, 2017

Cine amateur












Urgido por la legítima necesidad de arrimar simpatizantes, Morena ha abierto sus puertas a cualquiera que lo solicite. Esto ha permitido la llegada de muchos hombres y mujeres genuinamente inconformes y esperanzados, y de otros tantos que ven en el joven partido una renovada oportunidad para hacer business. En cualquier caso Morena la tiene peliaguda: si se cierra, será acusado de sectario, de coto exclusivo para unos cuantos elegidos; si se abre, como lo ha hecho, será tildado de ligero y permisivo, con las consecuencias que ya vemos: nuevos militantes cuyo expediente no permite vislumbrar más que problemas. Morena está entrampado, pues, en una disyuntiva rumbo al 2018, y aunque ha optado por el camino de un aperturismo indiscriminado, tiene todavía tiempo para rectificar con dispositivos que permitan, al menos, una selección rigurosa de sus candidatos.
Si ya Yunes Linares había filtrado algunos audios que no sirvieron para reverenda sea la cosa, la extrema laxitud de Morena a la hora de acoger adeptos ha provocado ahora el primer gran torpedo en su contra: el video de la candidata Eva Cadena recibiendo mazos de billetes muy enfáticamente donados a López Obrador. Algunos opinólogos de la prensa nacional, como Loret, analizaron el peculiar documento, pero un experto en política y un puberto podrían llegar a la misma conclusión: el cuatrito tiene tanta facha de cuatrito que no resiste ni la visualización completa del video. Cuando, desde el principio y con el fin de que quedara buen registro fílmico de la maniobra, la persona que entrega la plata procede fajo tras fajo y reitera que todo es para López Obrador, uno termina por pensar que en el mejor de los casos la diputada de Morena es una tarada y los amateurs que produjeron el video requieren asesoría urgente de Cuarón o de González Iñárritu.
A estas alturas, por otro lado, es increíble que no se hayan afinado los reflejos políticos de Morena y de su líder ante la frecuencia de esos golpes. AMLO debió declarar, en efecto, que la mafia en el poder y blablablá, pero también espigar algunas palabras, así sea tenuemente autocríticas, sobre la necesidad de examinar a sus militantes, principalmente a quienes aspiran a alguna candidatura o son ya candidatos.
Aunque se han gastado y ya, por flagrantemente distorsivos, son poco verosímiles, los madrazos de esta índole seguirán. La fiesta apenas comienza.

sábado, abril 22, 2017

Los cachorros, medio siglo




















Tres veces he leído Los cachorros, novela corta publicada en 1967, hace cincuenta años. Mario Vargas Llosa la escribió, supongo, casi como un divertimento, como un experimento articulado entre dos de sus novelas mayores, La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969). Poco antes, en 1963, se había estrenado como novelista con La ciudad y los perros, su primera obra maestra. Así entonces, antes de llegar a los 35 años ya había escrito y publicado tres de los libros más importantes del boom, y en esa suerte de trinidad deslumbrante fue incrustada Los cachorros.
No puede pensarse que este libro se ubica a la altura de las muchas grandes novelas creadas por el peruano, pero sin duda se trata de un relato estimable. La primera lectura que le hice se dio en una de sus primeras ediciones; en mi época más vargasllosista, cuando comencé mi admiración (que era ya la de miles) a la obra ficcional del peruano, supe de Los cachorros, busqué el libro, y, aunque parezca increíble, no lo hallé en Torreón. Fue entonces cuando se lo pedí a Saúl Rosales, quien me lo prestó y a quien lamentablemente se lo devolví. Tras recorrer esas páginas, allá por 1987 u 88, quedé deslumbrado.
La historia es sencilla: un casi adolescente de clase media, Cuéllar, estudia en un colegio marista de Lima, donde, además de obtener buenas notas, es integrante del equipo de futbol de su salón. Luego de un entrenamiento, los jovencitos corren a las duchas y es allí donde a Cuéllar, desnudo, lo ataca el perro gran danés de la escuela, que escapó de su jaula. El animal lo emascula, lo castra de un mordisco. Cuéllar no sufre mayores daños, se reintegra al colegio, pero ahora debe vivir su vida de hombre en un entorno que no ignora la pérdida, que sabe que no tiene “pichula”, palabrota peruana que sirve o servía para designar al pene. Lo que sigue, para el lector, es ver la evolución del personaje, de “Pichulita” Cuéllar, como lo apodan, hasta llegar a un desenlace casi inevitable en el contexto social donde se despliega la trama.
Pero más allá de la anécdota, lo que me asombró, y me sigue asombrando, es la composición formal de la novela, su narración en primera y en tercera personas del plural ensambladas simultáneamente. Esta es una técnica que sólo puede usarse una vez, la que habilitó MVLl en Los cachorros, novela ya cincuentona pero, sin duda, fresca todavía.

miércoles, abril 19, 2017

Capturas sin épica













“Épico” es un adjetivo que los jóvenes usan actualmente con perseverancia y vacuidad.  En sus tres primeras acepciones el lexicón de la RAE le da estos significados: “Perteneciente o relativo a la epopeya o a la poesía heroica”; “Dicho de un poeta: Cultivador de la poesía épica” y “Propio y característico de la poesía épica, apto o conveniente para ella. Estilo, talento, personaje épico”. En la cuarta acepción, eso sí, plantea que se trata de un adjetivo ponderativo que significa “Grandioso o fuera de lo común. Un esfuerzo épico. Una comilona épica”. Hoy, ya lo insinué, tiende a ser usado coloquialmente para calificar algo “Grandioso o fuera de lo común”, aunque lo adjetivado de esa forma sea cualquier hecho bobo. El rollo es decir que ahora todo es “épico” casi con el sentido de que estuvo “chido”.
La épica, en cualquiera de los sentidos arriba mencionados, incluso en el tontolón del habla juvenil, no se dio en la reciente captura del ex gobernador de Veracruz. Las imágenes que todos pudimos ver no muestran un despliegue de fuerzas especiales ni escondites secretos donde se ocultaba la presa. El estilo antiguo de las capturas con producción televisiva ya está desacreditado, así que en estos tiempos será difícil ver, oh viejas glorias de la pantalla chica, operativos como el montado para echar el guante a la Quina o, mucho más cerca, para rescatar a Romano o prender infinitamente al Chapo. Esta vez se impuso la mesura: en un lujoso hotel de Guatemala, sin sobresaltos y pasando por el lobby como quien camina por la plaza, Duarte de Ochoa avanza esposado junto a dos jóvenes policías, sube a una camioneta, posa sonriente para los memes, y fin.
Parece pues que estamos ante un nuevo paradigma de captura: el de Yarrington sin imágenes y el de Duarte sin alharaca, como si el énfasis del ruido en los operativos fuera un elemento que de antemano quedara desestimado porque asimismo de antemano se sabe que despertará la suspicacia del respetable público. Quizá tienen razón quienes bajaron el voltaje del morbo: ya nadie se traga las acciones justiciaras de estilo Rambo y ahora, principalmente en el caso de Duarte, lo importante no es la captura en sí, sino el uso político que se le va a dar, como ya lo dejó ver, hace varias semanas y con pruebas irrefutables que no probaron nada, Yunes, el nuevo peligro para Veracruz.

sábado, abril 15, 2017

Feudos estatales












Agustín Basave añadió una “u” y con eso amonedó una palabra-alebrije que le viene muy bien al México actual: “feuderalismo”, que en síntesis se refiere a un país, el nuestro, dividido en feudos que en muy poco se diferencian de los medievales. En ellos manda un Señor (uso la mayúscula para que consuene con el estilo oscurantista) que extrae toda la riqueza posible sin más límite que el que demarque su ambición. Este régimen ha echado por los suelos al federalismo que supone el interés armónico de tres estratos de gobierno: el federal, el estatal y el municipal. Sin que se salven en su voracidad, el primero y el tercero parecen poca cosa junto a las trapacerías que hoy más que nunca cometen los gobernadores.
Insisto: sin que el gobierno federal y los municipales puedan ser eximidos de culpa, los estatales han venido demostrando que atraviesan por su época dorada. Tengo para mí que el fenómeno despuntó desde el zedillato, cuando la figura presidencial, omnipotente todavía hasta Salinas, comenzó a perder peso, a diluirse en sujetos ora grises, ora ignorantes, ora obsesivamente crueles, ora zafios. Mientras un presidente los mantuvo en cintura, los gobernadores podían hacer de las suyas con buen margen de maniobra y hasta enriquecerse para toda la vida y la de muchas de sus generaciones sin que se notara, nomás lo estrictamente necesario. Hay casos como el emblemático de Flores Tapia en los que el propasamiento devino jalón de orejas y hasta caída para frenar el exceso. Aunque suene indeseable, el teatro era controlado desde el centro, y los gobernadores sabían a qué atenerse.
Ahora parece que eso ya no existe, que pasamos de un desequilibrio a otro igualmente nocivo o quizá peor, pues la corrupción extrema, al pulverizarse, termina por habituarnos al escándalo diario de cada estado. Los gobernadores de esta hora no tienen llenadera y en apariencia no hay modo de fiscalizarlos. Más allá de simulacros excepcionales como el de Padrés, los gobernadores sangran las arcas públicas, se vinculan con la delincuencia, controlan a la prensa con plata o plomo, crean cuerpos parapoliciacos que siembran el terror, y al final, cuando terminan sus rapaces mandatos, tratan de cuidar la retirada con algún delfín o de plano se fugan como lo que son, prófugos de la justicia desde que ejercían en sus casas de gobierno.

miércoles, abril 12, 2017

Del juego colectivo















Desde hace pocos y orgullosos años, casi diez, gozo la amistad de Alejandro Dolina. Es una amistad distante, pues el Negro, como le dicen, vive en Buenos Aires, donde es un tipo apabullantemente famoso por varias razones: un programa radiofónico nacional ya mítico, entrevistas a pasto en radio y en televisión, alguna aparición en teatro y, no puede faltar en esta lista, varios libros que han corrido con merecida buena suerte. Decía que es una amistad distante en el aspecto geográfico, pero no por ello en el afectivo. Respeto, admiro y quiero a Dolina, y creo no equivocarme si digo que él me estima bien, que soy quizá su amigo mexicano más próximo.
Opinador lúcido y lúdico de todo, para observar sabe colocarse sin falta en un mirador que no por diferente es excéntrico. Siempre que lo escucho, siempre que lo leo, tengo la incómoda impresión de que lo comentado por él estaba allí, a la mano de quien fuera, incluido yo, pero que a nadie se le ocurrió reflexionarlo de esa forma. Es como si el Negro pensara siempre por un camino lateral al que recorre la mayoría, pero no necesariamente remoto. Por eso, cuando aquí y allá me topo con alguna de sus ideas, digo inevitablemente “caray, eso debí pensarlo yo, es tan evidente y lógico”.
Este sentimiento lo experimenté cuando leí, hace ya más de diez años, un relato suyo algo conocido. Lleva por título “Instrucciones para elegir en un picado de futbol” (“picado” es en Argentina lo que para nosotros es “pica”, “cascarita”). Es un texto brevísimo y conmovedor, pues en una baldosa nos gambetea para encaminarnos hacia la reflexión de asuntos trascendentes: la amistad, el trabajo colectivo, el destino, la solidaridad, el triunfo, la derrota. Lo recordé y lo cito porque siento que es harto jodido lo que está pasando ahora: los vientos de la educación exitista que soplan en el mundo nos han convencido de que no hay nada más allá, o más acá, de la victoria, que ganar es lo único que existe, que quien pierde no merece ningún respeto. Bien mirado, no está mal desear el triunfo, pero tampoco está mal saber perder, aprender a asimilar las derrotas como parte inherente, querámoslo o no, de la vida.
Las derrotas suelen ser frecuentes cuando trabajamos solos y quizá lo son más cuando tratamos de conseguir el triunfo en un equipo donde es necesario armonizar estados de ánimo y talentos. Lo comento de nuevo por el caso Messi. ¿Nos hemos puesto a pensar en lo que pasaría si él hubiera sido tenista o boxeador? ¿Habría alguien que pudiera ganarle? Pero no, es futbolista, trabaja en conjunto con otros, y jamás podremos medir qué tanto exactamente le pertenece en las derrotas y en los triunfos.
Por esta razón me regresó a la mente el relato de Dolina. Recordé con claridad que el futbol no es una actividad que practicamos solos, y que en la victoria y en el fracaso debe haber ganancias o pérdidas compartidas, y encima de ellas, si se puede, respeto indefectible por el compañero. Este es el texto del Negro. Díganme si no es verdad lo que contiene:

Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se disponen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quienes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternativamente a sus futuros compañeros. 
Se supone que los más diestros son elegidos en los primeros turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. 
El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida. Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector observó que las decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos más queridos. Por eso elegía a los que estaban más cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico. Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.

sábado, abril 08, 2017

Piedra, papel o tableta














En 2015 no desaproveché la oportunidad para hacerme una foto con Roger Chartier (Lyon, Francia, 1945), famoso especialista en la historia del libro y la lectura. Lo vi en el recibidor del hotel donde pernocté durante la FIL Guadalajara de aquel año. Cordial, con una sonrisa quizá demasiado grande para su cara, Chartier accedió a posar. Antes y después de ese instante me lo había topado en fotos, artículos y entrevistas que bordean sus temas eje, temas en los que es tenido, harto justificadamente, como autoridad.
Una de esas entrevistas me cayó ayer. La publicó Clarín, diario Argentino de cuyo pasado no quiero acordarme. En la intro se hace una pregunta que me inquietó: “¿Es la apropiación de un texto la misma si este se lee como una entidad textual materializada en un objeto impreso o si está propuesto en una forma digital que multiplica los enlaces y permite la descontextualización de los fragmentos?” Aunque no específicamente a ella, responde el mismo Chartier: “La lectura frente a la pantalla es generalmente una lectura discontinua, que busca a partir de palabras claves o rúbricas temáticas el fragmento textual del cual quiere apoderarse sin que necesariamente sea percibida la totalidad textual de la que proviene ese fragmento”.
El cambio de la materialidad del libro de piedra o de papel —por citar los dos extremos de su historia— al libro digital no supone, creo, un shock en la noción de pertenencia o posesión, pues a final de cuentas una persona requiere objetivar el libro, su libro, de una u otra manera. Lo que sí se alteró de manera sustancial fue la recepción sobre todo por la mezcla de dos factores destacados por Chartier: en un mundo donde gravita la idea de almacenamiento total de la información y su consecuencia ideal, el acceso de todos a todo, los lectores tienden a obtener datos recortados, fragmentos.
Pongamos este ejemplo: no es necesario recorrer la biografía completa de Mozart si de antemano sabemos que siempre es posible encontrar cientos de relatos sobre él, así que googleamos el dato apetecido y lo recortamos para apropiarnos del resultado: un fragmento. No viene al caso, pero quizá sirva de algo decir que vivo, como muchos otros, entre dos aguas, entre el papel y la digitalidad, y ambas me asombran. ¿Qué pasará en el futuro? ¿Desaparecerá el papel? No sé, y creo que ni el amable monsieur Chartier podría anticiparlo.

miércoles, abril 05, 2017

Ochenta de mi jefe
























En “Llegar a viejo”, una de las muchas canciones que han envejecido bien del gran Joan Manuel, hay un verso que siempre me deslumbra por sencillo y verdadero: “Si no se llegase huérfano a ese trago”. El trago al que se refiere es, por supuesto, la vejez, etapa de la vida complicadísima para la mayoría. No estoy en ella aún, o al menos eso creo, pero ya le piso los talones y quizá por ello entiendo mejor el verso de Serrat: si a la vejez no se le sumara la orfandad, sería definitivamente más llevadera.
No he llegado entonces a la vejez, pero como ando cerca puedo saborear la alegría que significa contar todavía con mis dos padres. Durante muchos años, quizá cuarenta o más, ese hecho formidable me pareció normal, parte de la (de mi) vida cotidiana. Tener padres, esa cosa tan simple… Luego, ya en los años recientes, he entendido que no es así, y que uno es un cabezadura: tener a mis viejos ha sido y es, como tener a mis tres hijas, el mayor privilegio que podré gozar en mi paso por el tiempo.
Rogelio Muñoz Macías, mi padre, nació el 5 de abril de 1937 en San Felipe, Durango, y fue hijo de Zeferino, de oficio carpintero, y Antonia, ama de casa, ambos hidrocálidos. Muy pequeño sufrió la desventaja de quedar huérfano de padre, lo que sólo le permitió estudiar, con excelentes notas, la primaria. Enfrentado a la adversidad de colaborar con su familia, comenzó a trabajar desde la adolescencia, allá por el cuarenta y tantos, y hoy es día que sigue activo. Durante toda mi infancia vi cientos de veces a mi padre rumbo a su trabajo en la Pasteurizadora Nazas de Gómez Palacio. Su llegada diaria a casa es un tatuaje en mi memoria: cruzaba nuestro zagancito de la calle Madero con seis litros de leche envasada aún en botellas de vidrio. Cada tres días añadía una barra inmensa de queso, así que por falta de insumos lácteos no sufrió aquella familia de siete hijos.
Al jubilarse de tal trabajo, mi padre se reinventó, puso un negocio y allí sigue, fiel a su fervor laboral. Heredé de él, creo, ciertos hábitos: el pelo corto, la camisa fajada, el zapato lustrado, la música mexicana, el afecto por la cerveza y la conversación; y en lo físico, las entradas desde la juventud y los brazos peludos. Creo, sin embargo, que lo que más nos une es el amor por el beisbol. Es un hombre responsable, callado, cordial, de palabra. Felicidades a mi jefe por sus ochenta, y gracias públicas por todo.

Foto: mi papá y yo en la inauguración de un torneo de beis y futbol. San Felipe, Durango, circa 1970.

sábado, abril 01, 2017

Palabras y sustento














Uno de los problemas más agudos que tiene el escritor, como casi cualquier ser humano, es conseguir los recursos necesarios para vivir, acaso para sobrevivir. Si damos por sentado que escribir poesía, cuento, novela, ensayo y dramaturgia no son precisamente una garantía de éxito económico, quien se dedique a urdir párrafos debe pensar qué puede hacer para seguir comiendo sin renunciar a la literatura, para seguir en la grata compañía de las palabras escritas y leídas. Hablo de los ingresos sostenidos, recurrentes, incluso quincenales o semanales, no de los premios u otras venturas esporádicas. El asunto es peliagudo, y más en la periferia, allí donde la cultura no es bocado de consumo habitual entre la población.
Cuando comencé a escribir, en el “clima de época” (como le llama Eduardo Jozami) de mi primera formación, todavía estaba de moda escribir desde una posición, digámoslo con una palabra convertida hoy en burla, progre. El escritor no ambicionaba una vida material ostentosa y para él era preferible pasar algunos sacrificios antes que entregarse a la mundanal explotación. Aceptaba empleos fijos o “semifijos” en la burocracia cultural, en la docencia, en el periodismo, en el mundo editorial o en el azar, todo para pagar, con el dinero estrictamente necesario, el alimento y el alquiler de la buhardilla. Generalizo, por supuesto, pero creo recordar que ninguno de los escritores que traté en aquella época tenía como prioridad hacerse rico o siquiera vivir con cierta holgura. Sospecho que era hasta motivo de vergüenza aspirar a (o ser) pequeñoburgués, de ahí que en ese tiempo, el de los “escritores comprometidos”, conocí casos de sacrificio que rayaban en la ascesis.
Prosigo en la inevitable generalización, pero sé que, pese a esto, algo queda en claro para saber qué puede hacer un escritor para sobrevivir. No ha sido infrecuente que en talleres literarios me haya tocado trabajar con estudiantes de carreras nada literarias. Con alguna preocupación me han confesado que les gusta la literatura y que tal vez debían dedicarse a ella desde la mismísima universidad, pero que no habían tenido otra opción que estudiar ingeniería, derecho o cualquier otra carrera vinculada al mundo práctico. Invariablemente les respondo que no es necesario estudiar letras para dedicarse a ellas. Con leer mucho y bien es suficiente para tratar de escribir, aunque tampoco esto garantice que los resultados vayan a ser notables. Grandes escritores han existido que se ganan la vida en oficios nada literarios, pero es un hecho que ninguno ha podido prescindir de, al menos, una formación autodidacta, es decir, ninguno se ha olvidado de leer. Allí está la clave: leer, leer rigurosamente, con todos los sentidos puestos en lo que se lee, es fundamental para aprender a escribir, no tanto asistir a cursos o talleres u obtener títulos.
Es algo raro, sin embargo, que un escritor se gane la vida, digamos, con la medicina o la plomería. Por una especie de inevitabilidad —y si bien no se ganan la vida directamente con lo que escriben—, la mayoría de los escritores trabaja en las cercanías de lo literario: dan clases, hacen periodismo, editan, corrigen, traducen, conferencian, investigan, hacen guiones, dictaminan, promueven la cultura… Es raro pues que un escritor no se coloque cerca de su oficio, pero insisto que no hay reglas. La única regla es, en todo caso, cuando hay verdadera vocación, mantenerse vivo para seguir, no importa cómo, escribiendo.