miércoles, marzo 15, 2017

Si Jesucristo pitara















Contra la inclinación generalizada, creo que jamás he odiado a un árbitro de futbol. Algunos me han caído mal, como Edgardo Codesal o Joaquín Urrea, pero jamás he pensado en ellos para víctimas de mi vudú. La razón de esta especie de indiferencia es simple: creo que ellos practican un trabajo muy difícil, uno de los más complicados del mundo e imposible de ejercer sin sobresaltos. Como tiendo a ser racional antes que bárbaro —aunque a veces le gane lo segundo a lo primero—, pongo los elementos de esa chamba sobre la mesa y concluyo que un árbitro lleva siempre, injustamente, las de perder.
Para empezar, y aunque lo acompañen dos abanderados y un asistente, el árbitro actúa esencialmente solo, pues más allá del auxilio que sus asistentes puedan prestarle él tiene el silbato y sólo en su pellejo recaerá el error o el acierto de las decisiones. Junto a esto, y he aquí lo más peliagudo, debe ver y juzgar cada jugada casi de inmediato, sin tiempo para el análisis, el juicio y el fallo; en otras áreas de la vida en las que interviene algún tipo de arbitraje los encargados de impartir justicia disponen de algunas ventajas: un juez penal, por ejemplo, escucha a las partes en litigio, analiza las pruebas, puede solicitar más elementos, establecer prórrogas, esperar apelaciones y así hasta llegar al veredicto. Un árbitro, al contrario, comprime todo el proceso en un segundo, y a veces en menos, lo cual no es una exageración. Es decir, ve una jugada y de inmediato, casi como si fuera una acción espontánea similar al parpadeo, decide qué tipo de infracción fue cometida. Si a esto sumamos que no son pocos los actores de un partido y que todos o casi todos entran a la batalla con la deshonesta idea de disimular las faltas cometidas o fingir las no recibidas, la labor del silbante se torna terrible, siempre polémica en función de la falibilidad humana tanto suya como de los jugadores.
Creo por eso, y lo he dicho a varios amigos cuando tocamos este tema, que no debemos cargar tanto las tintas a los árbitros, quienes mucho hacen al ser jueces en una actividad propicia al desbordamiento de los ánimos, más que a la ecuanimidad. Cierto que se equivocan, cierto que algunos pueden ser parciales, cierto que en ocasiones se dejan impresionar por las tribunas, pero nadie que tome el silbato podría ser ajeno a las pifias o a la debilidad. Si Jesucristo pitara, también provocaría discordias, esto ni dudarlo.
Por todo, ir al estadio o ver un partido de futbol para apreciar el desempeño del árbitro me parece una depravación. A mí me gusta este deporte por lo que tiene de fortuito y de azaroso, incluso de injusto. Cuento entonces de antemano con las equivocaciones de los árbitros y los jugadores, pero también doy por hecho sus innumerables y a veces maravillosos aciertos. Todo es parte del juego, así que arremeter contra los “nazarenos” (como les decíamos antes) por sus fallas es pecar de ingenuidad, considerar que esos pobres seres de carne y hueso no son como nosotros, exactamente como nosotros: humanos, demasiado humanos.