sábado, marzo 04, 2017

Maestro, amigo, hermano




















Borges escribió un poema de homenaje póstumo para Alfonso Reyes, amigo luminoso que se le adelantó en 1959. El título del poema es “In memoriam A.R.”, y comienza con la siguiente estrofa: “El vago azar o las precisas leyes / que rigen este sueño, el universo, / me permitieron compartir un terso / trecho de curso con Alfonso Reyes”. Nadie puede mejorar eso, así que incurro en la comodidad de parafrasearlo: el vago azar o las precisas leyes que rigen este sueño, el universo, me permitieron compartir 25 años, un maravilloso trecho de mi vida, con Sergio Antonio Corona Páez.
Sergio murió el pasado primero de marzo de 2017. Nació en Torreón el 12 de octubre de 1950, y en poco más de 66 años construyó una existencia que, como se lo dije muchas veces, me parecía asombrosa y ejemplar, tal vez la más asombrosa y ejemplar de cuantas he conocido. Tímido, introspectivo, sobrio siempre, Sergio fue desde niño un hombre dedicado a trabajar con las dos facetas del espíritu: la de su fe en lo trascendente y la de su amor al conocimiento. En ambos casos no descansó un solo día para mejorar, para mejorarse como ser humano.
Sin grandilocuencia, siempre en el más bajo de los perfiles e íntimamente orgulloso y seguro de lo que hacía, supo desde niño que su vida se vincularía estrechamente, en el plano de lo privado, en una relación personal, directa, con dios, y en el profesional, en el público, con el conocimiento de la historia. A los ocho años comenzó su carrera de historiador y la concluyó hasta el final de su vida, sin parar, lo que dejó a La Laguna aportaciones hoy fundamentales para entender nuestro pasado.
Metódico, pacífico, sereno, respetuoso de la dignidad de hombres y animales, Sergio se consumó como científico social en el campo de la historia. Su divisa fue la de Marrou: “La historia se hace con documentos; sin documentos no hay historia”, por lo que desconfiaba de toda ficcionalización del pasado por intereses ideológicos o ingenuidades. Jamás se sintió dueño de ninguna verdad, y consideraba su obra un punto de partida para nuevas exploraciones, no de llegada.
Le adeudo mucho, muchísimo, y por fortuna se lo expresé a tiempo. Fue mi maestro, se lo dije incontables veces, pero él jamás aceptó serlo. Tampoco aceptó ser mi amigo. Él prefirió algo mejor, como buen sabio: ser mi hermano.

Nota. Tomé la foto que encabeza este post en el pasillo aledaño al Centro de Investigaciones Históricas que coordinaba el doctor Corona Páez en la Universidad Iberoamericana Torreón. Esta imagen figuró en la contratapa del libro "El rancho de La Concepción. Trashumancia laboral: factor del proceso de formación de una identidad regional lagunera, siglos XVIII yXIX" (2016), que yo edité.